En el momento en que hacía señas al camarero para que le trajera un segundo vaso, sabía ya que hacía mal. Había bebido dos botellas, una en casa de Gedeón y la otra en La Campana de Oro. En los días corrientes, cuando su existencia, allí abajo, entre la estación y el Hotel Coinche, seguía su rumbo regular, el vino tardaba bastante en subírsele a la cabeza, y solamente hacia el anochecer sus gestos se hacían más categóricos y más torpes a la vez; y miraba a la gente por encima del hombro, refunfuñando para sí:
—Algún día les enseñaré…
Los viernes no bebía con el ritmo habitual ni se contentaba con el vino, pidiendo sin traba algún aperitivo y, luego, después de comer, una o dos copitas.
Su embriaguez tenía tres fases invariables. Durante la primera, se encerraba en su concha, persuadido en seguida de que todo el mundo le quería mal, o le despreciaba, espiando las miradas, buscando un sentido oculto a las frases más inocentes; y si dos consumidores hablaban en voz baja al otro extremo del local, estaba convencido de que se referían a él.
Para tranquilizarse, bebía más. Para darse fuerzas, como él lo interpretaba mentalmente. Y a fin de que la cosa se desarrollase con rapidez, apelaba a bebidas más fuertes que el vino.
La segunda fase era la que, a veces, duraba hasta que se iba a acostar, devolviendo su libertad a Dambois, que se marchaba en el último tren.
Se daba cuenta de que vivía y pensaba más de prisa, de que era a la vez más listo y más fuerte; y discurría con volubilidad, aunque se comiese sílabas —¡él se entendía!— pasando de café en café, apostrofando a los consumidores, interrumpiendo su conversación e invitando a beber, casi con el mismo gesto desafiante de Nicolás.
Mientras duraba aquello, resultaba agradable. Ya no tenía que reptar, ya sus pies no tocaban la tierra. Tan sólo, cuando a la mañana siguiente se esforzaba en recordar lo que había hecho y dicho, sentíase siempre un poco asustado.
—Algún día —¿ves?— les enseñaré…
¿Era una amenaza, no? Pero como decía aquellas palabras riendo, los otros no se daban cuenta de ello. Gesticulaba, y acababa por hablar tan fuerte que sólo se le oía a él.
—¡Calla la boca, Teo!
—Escucha, chico. Estoy borracho, de acuerdo. Sin embargo, la prueba de que sé lo que digo es que no lo niego. ¿Cuando está uno bien cargado, lo reconoce? ¡Contéstame honradamente! Yo soy honrado, y no hay muchos que puedan decir lo mismo. Conozco algunos que me toman por un «pelagatos». Tú no conoces esta palabra. No te preocupes. Basta que sepa yo lo que quiere decir, porque yo he sido educado por ese canalla de Van Straeten, el marido de Emma, y Van Straeten me repetía todos los días…
No olvidaba nunca la hora, ni siquiera los días en que llegaba a la tercera fase y en que se ponía a gemir sobre su suerte, a llorar a veces con lágrimas verdaderas, titubeando a lo largo del camino de vuelta. Se detuvo largo rato, una noche, ante la verja de una de las granjas, para hacer confidencias a un cerdo que se habían dejado olvidado fuera.
Hoy, pasaba de largo. Le era necesario. A fuerza de mirar en el espejo de enfrente la cara de Nicolás, tenía alucinaciones.
Era difícil de explicar. Los pensamientos que se agitaban en su cabeza no eran verdaderos pensamientos, sino una mezcla de ellos, como en los sueños, una especie de barro de ideas que él removía incansablemente. Por ejemplo: un hombre que ha matado a otro y que juega a las cartas… Porque Nicolás jugaba al tute con sus tres compañeros y su rostro no mostraba una expresión que fuera muy diferente a la de ellos… Veíase en su anular izquierdo una alianza…
¿Con qué habría él golpeado lo bastante fuerte para hundir el cráneo en dos sitios…? Después se había visto obligado a desfigurar el cadáver. Obligado, sí, para que no pudieran identificarlo… Y además había dado golpes sobre el cuerpo, para hacer creer que el individuo se había caído del tren sobre las piedras.
¿Acaso Nicolás se sentiría diferente en lo sucesivo? ¿Tenía miedo? ¿Se daba cuenta de que Gorre estaba en casa del notario y de que a fuerza de huronear acabaría quizá por descubrir la verdad?
Gorre era muy listo a pesar de su aspecto tranquilo de empleado de banco. ¿Tal vez era él quien había pensado en Burdeos y en el barco?
El negro, al morir, ¿habría mirado a su asesino? ¿Sabía él que era su pariente el que le golpeaba con tal salvajismo por una cuestión de dinero?
¿Cómo podía Nicolás, con las mismas manos, jugar a las cartas, tirarlas con gesto desenvuelto o rotundo, según eran triunfos o cartas de poco valor?
—¡Tute! ¡Retute! ¡Ahí van los reyes!
Miraba a sus contrincantes, tan orgulloso como si se hubiera metido al inspector, al notario, al juez y todos los demás en el bolsillo.
El carnicero mostraba una bajeza repugnante. No era el otro carnicero que tuvo jaleos al llegar la Liberación. Éste hizo tanto o más que el otro, durante la guerra, pero fue lo bastante viscoso para lograr colarse.
—¡Se lo ha buscado! —decía de su competidor.
Y, de Nicolás, que los FFI acababan de llevarse a Amiens:
—¡Ya es hora de que le hagan vomitar sus cuartos robados a ese canalla!
Ahora, Nicolás Cadieu, presunto heredero del viejo Justino, el de la casa de la plaza Gambetta, el del almacén, el de los camiones y las granjas, no estaba ya hecho de la misma pasta que los demás y al propio Teo le impresionaba.
Verdad era que Teo tenía otras razones. Aun suponiendo que descubrieran que Nicolás había matado al negro, ¿se atreverían a cortarle la cabeza? ¿Pensaba Nicolás que tal cosa podía ocurrirle algún día?
Allí estaba todavía, entre los otros, en la pegajosa atmósfera del café donde la estufa esmaltada despedía oleadas de calor. El periodista seguía escribiendo, alzando a veces unos ojos vagos que no veían nada.
—¡Sota! Te toca a ti, Marcelo…
—Caballo…
—El rey…
—Doy yo…
El camarero, un muchacho que sólo llevaba dos años en Versins, seguía la partida, con su paño en la mano: y un pachón se rascaba debajo del billar.
¿En qué sitio sucedió aquello? ¿Acechaba Nicolás al negro en la carretera? ¿Sabía que iba a venir? ¿Le atrajo, Dios sabe cómo, a la Cooperativa Lechera? ¿Y qué había él dicho a su mujer para explicar sus idas y venidas de aquella noche? ¿Tal vez estaba ella rezando, en su lecho, enterada de lo que ocurría?
No quiso ya hacerse más preguntas porque no encontraba ninguna respuesta plausible. Nicolás debía de haber matado al negro. Teo seguía emperrado en ello. Dónde y cómo, esto no era de su incumbencia. Para quitar las marcas del traje y de la ropa interior tuvo que verse obligado a desnudarle, a manejarle, totalmente desnudo, o ensangrentado, como esas viejas que visten a los difuntos.
Después, le había metido en su coche o en una de sus camionetas y, como el camino no llegaba hasta el terraplén, cargó el cadáver a su espalda…
—¡Emilio!
¡Qué le iba a hacer! Llamó al camarero, que comprendiendo en seguida, le trajo otra copa.
Gorre era demasiado sagaz, iba demasiado de prisa. De seguir a aquella velocidad, lo sabría todo antes de que Teo hubiese tenido tiempo de coger su dinero.
¿Qué ocurriría si, de pronto, así, en medio del silencio, él dijese con una voz tranquila, lo bastante fuerte para que todos la oyesen:
—Yo vi al negro….
El periodista, sobrecogido, interrumpiría sus garrapateos.
¿Y los otros, a su lado? ¿Y Nicolás?
—Al negro que se dirigía hacia Versins-Haut…
Nicolás no se atrevería a decir nada, pero comprendería que Teo lo sabía todo. ¿Sería capaz de seguir la partida de cartas sin que sus manos empezasen a temblar?
Teo no era lo bastante tonto para obrar así, pero sentía tentaciones de ese género y esto era peligroso. Hacía demasiado tiempo que no le hacían caso. Era una cosa resuelta, concertada. Desconocían al pobre hombre, al «pelagatos», nada peligroso, puesto que estaba, como si se dijera, encerrado en su estación.
Sus labios se movían sin hablar.
—Yo les enseñaré…
Sonó el timbre del teléfono en la cabina, pues había allí una cabina auténtica como en Correos, con una puerta de cristales. El camarero fue a descolgar y volvió hacia los jugadores.
—Es para usted, don Nicolás.
—¿De parte de quién?
Tenía un buen juego y no quería molestarse por nada.
—Voy a preguntarlo.
Volvió en seguida.
—Es su hermano que quiere hablarle.
Jugó todas sus cartas antes de levantarse y de encerrarse en la cabina. Emma, la telefonista, ¿estaría escuchando su conversación? Si no había nadie en la oficina, lo haría seguramente.
—¿Y se lo vas a preguntar? —dijo el carnicero dirigiéndose al vendedor de pieles.
—¿Y por qué no iba a preguntárselo? ¿Estamos en una república, no es eso?, y todo el mundo tiene derecho a hacer preguntas. ¿No lo hacía yo con su tío?
Como si las palabras tuvieran un sentido profundo, diferente, el carnicero murmuró en tono serio, meneando la cabeza:
—Con su tío, no era lo mismo.
—Bueno, pues a mí no me asusta Nicolás, Ahora verás…
La conversación telefónica fue breve y Cadieu volvió a ocupar su sitio, sin que hubiera cambiado la expresión de su cara.
—¿Quién da?
—El carnicero.
Éste miraba al vendedor de pieles con gesto significativo. El vendedor de pieles empezó con una pregunta corriente, como para tantear el terreno:
—¿Qué, ahora marcha bien la cosa entre Francisco y tú?
—¿Por qué no iba a marchar bien?
—En tiempos…
—Esos tiempos eran otros tiempos.
¿Iba el curioso a cejar en el combate? Habiéndose jactado de no tener miedo, y porque sus dos amigos le miraban, no se atrevió a retroceder. Se le pusieron rojas las orejas.
—¿Cuál de vosotros dos va a vivir en la casa grande?
Nicolás no se enfadó, no acusó el golpe y hubo una sensación de alivio en torno a la mesa.
—¿Cuál crees tú que será? —preguntó él a su vez con ironía.
Entonces el carnicero se precipitó, para estar seguro de que se adelantaba:
—¡Tú, seguramente!
Después de lo cual, el vendedor de pieles, sosegado, pudo continuar, manteniendo el tono de la conversación:
—¿Acabarán pronto con las formalidades?
—Eso tarda lo que tiene que tardar…
Teo rabiaba y tenía que hacer un gran esfuerzo para no mezclarse de pronto en su charla. Era el único que sabía, el único que contaba realmente, el único que podía asustar a Nicolás Cadieu; y eran los otros tres los que le estaban haciendo la rosca de un modo repugnante.
Si él pronunciaba tan sólo una palabra, los tres se marcharían sin terminar siquiera sus copas, ¡para que no se dijera que habían estado bebiendo con un asesino!
Aquello le sublevaba. Él…
Estuvo a punto de pedir otro aperitivo y, si no lo hizo, fue porque temió significarse. Se preguntarían por qué, después de sus dos botellas, se tomaba tres aperitivos seguidos. Estaba ya casi tan colorado como los otros días, a las ocho de la noche, cuando iniciaba su partida de dominó con Gedeón.
La policía no le creería, estaba cada vez más convencido de ello, o en otro caso no sería forzosamente a Nicolás a quien acusaría de haber cometido el hecho. Hasta Gorre se dejaría impresionar. Por mucho que les explicase…
Pero ¿y Nicolás? Bastaría con lanzarle, mirándole fijamente a los ojos:
—He visto al negro en la carretera…
O si no, Teo podría soltarle de sopetón:
—¡Eres un asesino, Nicolás!
¿Se atrevería éste a arrojarse sobre él para pegarle? ¿Sentiría la tentación de matarle, también a él?
En todo caso, cuando Nicolás le hablase, le tutearía. En otro tiempo, de chicos cuando jugaban los dos con los otros pequeños del pueblo y de Mauricourt, le tuteaba. Más adelante, cuando Teo vino a ocupar su puesto en la estación, la situación era distinta y no se había atrevido.
Gedeón se vanagloriaba quizá cuando afirmaba que él tuteaba al viejo Justino. Posiblemente Gedeón era capaz. Pero Teo no le había oído hacerlo nunca en su presencia.
—¿Por qué no has echado ese rey?
—Creí que tú te adelantabas.
—Tenía los otros el carnicero.
—Ahora lo sé, pero antes no.
—¡Qué calzonazos! —Nicolás levantó la mano para llamar al camarero.
—Lo mismo para todos. Es mi ronda.
¿Y si no heredaba? El dinero que se estaba gastando era el de los socios de la Cooperativa Lechera.
Él lo tomaba a broma, se atrevía incluso a exclamar, con regocijo:
—¡A la salud del viejo!
—¡A la de su sucesor!
Aunque todo le había salido bien hasta entonces, aquello no duraría mucho y, en vez de jugar a las cartas más le hubiese valido preocuparse de las idas y venidas de Gorre, que pasaba precisamente en aquel momento por la acera, andando de prisa, como si acudiese a una cita.
—Sota.
—¿Pides?
—Paso.
—Yo no.
¿Qué efecto puede hacerle al hijo de un blanco, al nieto de Justino Cadieu, tener la piel negra? Blanco por dentro, negro por fuera… ¡Ja, ja! Lo contrario de Nicolás, que tenía…
—¡Camarero! ¡Lo mismo!
¡Tanto peor! Ya no podía estarse quieto, pensaba a la vez en la barca verde con un motorcito zumbante a popa y un sedal de lucio colgando detrás, en el negro larguirucho a quien partían la cabeza para hacer creer que se la había roto al rodar por el terraplén.
¡Al final era él quien tenía ganas de gritar de angustia, mientras Nicolás jugaba a las cartas!
Si se dejaba coger aquella noche, al día siguiente, la semana próxima, toda la vida de Teo se desbarataba, perdía su sentido, porque ya no sería nunca feliz en su estación. Creyó que no era feliz. Siempre se había quejado de su suerte, y ahora echaba de menos el tiempo en que se contentaba con refunfuñar, sin pensar siquiera qué significaba aquello:
—Algún día les enseñaré…
Demasiado tarde para retroceder. La culpa la tenían todos. Sin ellos, él no estaría así. ¡Sólo con que le hubiesen mostrado alguna consideración! ¡Pero quizás ellos no comprendían siquiera esta palabra!
—¿Qué te debo, Emilio?
Nicolás había ganado. ¿Podía él perder? Pagó sin embargo, como un gran señor.
—¿Las dos rondas?
—Las tres, porque vas a servirnos la última, de prisita.
Vació su copa, de pie, y el camarero le ayudó a ponerse su canadiense, le tendió su sombrero verde adornado con una plumita de faisán.
—¿Hasta la noche, Nicolás?
—Quizá.
—¿No vas a Amiens?
—Mañana. Hoy tengo trabajo en la Cooperativa y debo pasar además por casa del notario.
¿Cuántos metros tenía que recorrer para llegar a la puerta? Cinco o seis, no más. El suelo estaba cubierto de serrín y Teo veía la colilla de un cigarrillo justamente a los pies de Nicolás, que daba un paso, dos, tres…
Entonces, de repente, Teo se levantó, sin haber premeditado su gesto, sin saber todavía lo que iba a decir. Tenía que obrar de prisa y se enganchó en una silla que basculó, pero sin caerse.
—¡Señor Cadieu!
No dijo Nicolás. Debía de tener el aspecto de un pedigüeño, tal vez de un mendigo. El otro le miró, sorprendido, con las cejas fruncidas, y la mirada interrogante.
—Necesito hablar con usted…
Sus manos y sus labios temblaban.
—¿Estás borracho, Teo?
Esto le hizo el efecto de un bofetón; consiguió, sin embargo, sonreír.
—No. Tengo realmente algo importante que decirle.
—En ese caso, ven a verme a la Cooperativa.
—¿Cuándo?
—Antes de las cinco, pongamos a las cuatro y media.
Los otros les miraban, incluyendo al periodista que, él también fruncía las cejas, porque, aquellos días, en Versins, todo adquiría importancia, tanto las idas y venidas de cada cual como lo que se rumoreaba.
Teo volvió a su sitio como en sueños y, de no haber estado medio llena su copa, hubiera pedido la cuarta, aunque sólo fuese para recobrar su aplomo.
—¡Es un gran tipo! —suspiró el carnicero con admiración y envidia.
No se refería a Teo, sin duda, sino a Nicolás.
—¿Tú crees que lo que cuentan es cierto, que el negro era nieto de Justino?
—¡Se dicen tantas cosas!
—¿Y si fuese verdad?
—Si quieres saber mi opinión, eso no hará que cambie nada, porque conozco a Nicolás y no sé dejará manejar.
Todo Versins-Haut lo sabía, ¡y cada cual se imaginaba que era el único en saberlo! Ahora bien, el único que sabía la verdad era Teo y era también el único que no diría nada.
Aquello se ponía cada vez más difícil. Nicolás acababa una vez más, en pleno café, de hablarle en voz alta y de concederle una audiencia como a un solicitante. Los otros se habían divertido cuando él le lanzó a la cara que estaba borracho.
Que abriese solamente la boca…
—Me pregunto, ¿por qué se ha marchado Leontina?
—¡Es para retorcerse! ¿Y el tío?
—El tío no sabía nada, claro está. Tal vez lo supo más adelante y por eso habían reñido.
—Se quedó, sin embargo, con Leontina.
—No habría encontrado nadie para efectuar el trabajo que ella hacía.
Teo prefería irse y estuvo a punto de olvidarse de pagar. No hacía eses todavía: sin embargo, creyó oír una risotada a su espalda en el momento de salir.
Ya había dado el salto. En adelante era demasiado tarde para retroceder. Se trataba de conseguir el dinero antes de que Gorre descubriera la verdad y, sin duda, todo quedaría terminado por la tarde.
¿Tenía miedo Nicolás? ¿Sospechaba lo que Teo tenía que decirle? A las cuatro y media, habría aún obreros de la Cooperativa Lechera y, en caso de necesidad, Teo podría llamar. No se fiaba de Nicolás, cuyas reacciones era imposible prever. Pero si la batidora funcionaba, ¿podrían oír sus voces?
Se esforzaba en tranquilizarse, pues empezaba a tener miedo.
—¡Adiós, Teo!
Se volvió rápidamente y no vio más que una espalda que no reconoció. Le tenía sin cuidado. Apenas si se dio cuenta de que llegaba a La Campana de Oro y de que empujaba la puerta. Dos electricistas que trabajaban en el transformador de la plaza, tomaban un refrigerio en una de las mesas; y el inspector Gorre estaba sentado ante otra, que tenía un mantel de papel.
Dirigió a Teo, a quien reconoció, un ligero saludo con la cabeza.
—Hay estofado de conejo —anunció Ricou, con la camisa arremangada y el vientre ceñido por un delantal blanco—. ¿Te hace?
Allí también, Teo enganchó una silla al pasar y esta vez la tiró; estuvo a punto de caerse él también y por milagro conservó el equilibrio.
—Oye, chico, vas con viento de popa.
—No te preocupes.
—Bien está… Entonces, ¿quieres el conejo?
—Me es igual.
No tenía hambre. Le corría prisa beber vino tinto para quitarse el sabor repugnante que sentía en la boca.
Le trajeron los entremeses: dos rodajas de salchichón, una sardina y ensaladilla de remolacha.
—Óyeme bien, Ricou…
Y como se quedase parado, el hotelero murmuró, dócil:
—Ya te escucho.
—Me toman por un «pelagatos», ¿verdad? ¡Sí! Sé lo que digo. Hasta tú mismo me tomas por un «pelagatos». No necesitas negarlo, puesto que no te guardo rencor por ello. ¿A cuántos estamos hoy?
Para no contrariarle, Ricou echó un vistazo al calendario, que era el mismo que tenía Gedeón.
—A 13. Realmente no me había fijado en que estamos a viernes y 13.
—Viernes 13 o no, te hago una apuesta. ¡Mil francos! No, ¡diez mil! Métete bien esto en la cabeza. El año que viene, el 13 de diciembre, ¡les mandaré a la mierda!
—¿Te vas a jubilar?
—Eso también.
—¿Y qué más?
—Es mi secreto. Ya verás.
—Tú come.
—No tengo hambre.
—Te sentará bien comer.
—¿Tú también te figuras que estoy borracho?
El inspector, impasible, seguía la escena sin dejar de saborear su conejo que olía bien, y la mujer de Ricou, en la cocina cuya puerta estaba entornada, daba el biberón a su último retoño.
—Llévate estas porquerías y tráeme el conejo.
El vino áspero le caía bien. Sentíase más a gusto que en el Café del Comercio. En una fonda por el estilo, viviría en pensión, con tal de encontrar compañeros para jugar a las cartas. En casa de Gedeón, donde, por las noches, no eran más que dos, se veían reducidos al dominó y Teo se juraba que, más adelante, no volvería a tocar ninguno de aquellos rectángulos amarillentos, pegajosos, con agujeros negros.
Los electricistas hablaban de una muchacha de Abbeville que iba a casarse con uno de sus camaradas; y parecía, oyéndoles, que se habían acostado los dos con ella.
—¡Ricou!
—¿Qué deseas?
—Mira a ver si quedan riñones en la cacerola.
Era lo que él prefería, tanto del conejo como del pollo.
—Acabo de servírselos al inspector…
Éste se disculpó amablemente:
—Perdone usted. De haberlo sabido, no hubiera sido tan egoísta.
¿Qué iba a contestar Teo? Dijo, al azar:
—No se preocupe por mí, Ya tendré tiempo de comerlos.
Aquello le dio de pronto ganas de reír. Dentro de un año se haría servir un plato sólo de riñones. Podía, antes de eso, ir, desde el día siguiente, a comerlos a Abbeville o a otra parte. Al día siguiente, no. Habría de ser un viernes, puesto que alguien tendría que sustituirle en la estación. El inspector, y lo mismo Ricou, no sospechaban que él iba a ser rico. Y menos aún se imaginaban que, dentro de poco, a las cuatro y media, se presentaría solo, sin armas ante un asesino, para lanzarle a la cara:
—¡Nicolás, tú mataste al negro!
Quizá no tan brutalmente. Pero le tutearía. No le trataría ya de «usted» como en el Café del Comercio. En la Cooperativa Lechera, estarían los dos al mismo nivel, de igual a igual.
—Escucha, Nicolás, yo no soy mala persona y no te guardo rencor por lo que en otro tiempo hiciste a mi hija…
¡No! No debía tranquilizarle tampoco.
—Nicolás, tú eres listo y siempre has salido bien de todos los aprietos, puesto que estás aquí. Resulta que yo, Teo, soy tan listo como tú y sé mucho más que los otros sobre lo que ha sucedido cierta noche…
¡Tampoco! Además, él no sabría acabar una frase tan larga. Empezaba a sudar no sólo porque el conejo estaba caliente, sino porque se daba cuenta de lo difícil que iba a ser aquello.
¿Le pediría cinco millones o diez? Con cinco no tendría apenas bastante para lo que se había prometido hacer y se vería obligado a contar al céntimo. Por otra parte, si lanzaba una cifra demasiado elevada…
—He venido a hablarte de negocios…
Era mejor. Para eso resultaba indispensable conservar su sangre fría. Se sentaría. Es más fácil que de pie. Nicolás estaría también sentado, al otro lado de la mesa.
—¡Toma y daca! Las cuentas claras, como dicen… Te prometo callarme, a condición de que tú, de que tú…
Se sirvió más vino, mientras Ricou se acercaba a Gorre.
—¿Otro trozo de conejo, inspector?
—Gracias. He comido demasiado. Estaba perfecto. Su mujer es…
—Soy yo quien lo ha guisado. ¿Es cierto que el negro ha sido identificado?
—En cierto modo, sí. No hay razón para ocultarlo puesto que aparecerá esta tarde en los diarios de París.
—¿Y era el nieto de Justino Cadieu?
—Todo lo que puedo decirle es que un negro desembarcó y que figuraba inscrito con el nombre de Enrique Cadieu.
—¿Se ignora si estaba casado?
—Hasta ahora. No llevaba alianza, pero, por lo demás, se esperan noticias de Mambala.
—Si es el nieto de Justino, se puede decir que no ha tenido suerte. ¡Llegar desde tan lejos para matarse al saltar de un tren en marcha…!
Teo esperaba, zumbándole los oídos, pero Gorre no contestó.
—Lo que yo me he preguntado —prosiguió Ricou sin cejar en su propósito— es por qué no fue nadie a esperarle a la estación. O habrá entonces que suponer que no había anunciado su llegada.
El inspector seguía callado.
—¿Qué va usted a tomar de postre? Hay manzanas, peras y pastas. Le recomiendo las peras.
—Venga una pera. Y un café, a ser posible hecho con manga.
—Se lo prepararé en seguida.
¡Otra complicación! No había nadie que esperase al negro en la estación. Si no lo esperaban, si no había anunciado su llegada, ¿cómo Nicolás estaba al corriente?
A no ser que Enrique Cadieu hubiese avisado a su abuelo. El abuelo había fallecido antes de arribar el buque. Fue el mismo día de la llegada a Burdeos cuando le enterraron.
Alguien pudo ver la carta o el telegrama.
—Hazme a mí también un café, Ricou.
Empezaba a sentir dolor de cabeza y se preguntaba si no se vería obligado a vomitar.
Leontina era la única que tuvo la posibilidad de leer una carta.
¡Perdón! Quedaban también el señor Delfosse y la mecanógrafa. Ésta era nueva en Versins, una muchacha llenita, bastante agraciada, que venía del Touquet. Teo la conocía porque ella tomaba el tren todos los sábados para regresar el domingo por la noche; y llevaba siempre un sombrero rojo. Durante la semana, vivía en la nueva casa de los Delfosse.
Leontina no habría dicho nada a Nicolás, puesto que ya no le hablaba y le detestaba, según había confirmado el carnicero hacía un rato. De haber avisado a alguien habría sido más bien a Francisco, su predilecto.
El señor Delfosse no era tampoco hombre que se llevara bien con Nicolás y menos aún que deseara verle convertido en su patrón.
Pero ¿y la mecanógrafa? ¿Nicolás no había estado siempre turnando las chicas, incluyendo entre ellas a Antonieta?
Si fue un telegrama lo que el negro envió, quedaba la mujer de la estafeta, que estaba forzosamente al corriente, y quizá también Luisón, el cartero.
Aquello sumaba demasiada gente. Gorre no sospechaba, mirando a Teo como si fuera una mancha en la pared, mientras se mondaba los dientes, que el hombre que tenía ante él barajaba unos pensamientos tan sutiles en su cabeza.
¿No resultaba divertido? ¡Teo, el guardabarrera, sabiendo más que la policía!
De haber tenido en su mano todas las bazas que la policía y el juez poseían, hubiera podido contar la historia del negro ce por be, desde el principio hasta el final.
—Ya me dirá lo que le parece —murmuró Ricou trayendo una pera, en parte dorada y en parte de un bello verde pálido—. Me las manda uno de mis primos, agricultor en la Sarthe.
—¿Y yo? —preguntó Teo.
—¿Quieres tú también una pera? ¿No prefieres una manzana?
—Como no creas que sea demasiado bueno para mí…
—No te enfades. Como quedan sólo unas pocas y a mi mujer le gustan con locura…
—Guárdalas para tu mujer.
¡Siempre sucedía lo mismo! Una manzana de la región era lo suficientemente buena para él; y si se terciaba, con un gusano dentro, como en casa de Gedeón. Y si se dignaban hacerle un café, era porque el inspector lo había pedido.
—Sírveme un anís. ¡Y no me mires como si temieses que empiece a romperlo todo! ¡Te repito que no estoy borracho!
En el fondo, era preferible estarlo un poco. ¡No demasiado! Lo suficiente para tener el valor de torcer a la derecha, al bajar por la carretera, y de adentrarse por el camino oscuro y embarrado de la Cooperativa.
Sería de noche a aquella hora. Los días eran cortos. Habría luz en la casa, donde la mujer de Nicolás estaría dedicada a la costura, sin duda.
En el otro edificio, todas las ventanas estarían iluminadas y no tenían visillos. Solamente el polvo tamizaba la luz. De ventana a ventana, Jacqueline Cadieu podría verlos a los dos, a Teo y a su marido.
Era una buena cosa. Aunque los obreros no pudieran oírles, a causa del ruido de la máquina, ella sería testigo, por encima del patio, de lo que ocurriera entre ellos.
¿Intervendría ella en caso necesario? ¿No estaría demasiado aterrada para hacerlo? ¿Quién sabe si no sé pondría a rezar, si es que no lo hizo también cuando Nicolás mató al negro?
Durante la guerra, Nicolás se jactaba de llevar siempre un revólver en el bolsillo y mostraba gustoso un papel de la Kommandantur, en alemán, con unos sellos, que, según él, le daba derecho a ir armado. Quizá fuera verdad. Tuvo él buen cuidado de no hablar más de aquella arma cuando los FFI le llevaron a Amiens.
¿Qué había hecho del revólver? ¿Lo guardaba en la casa o dentro de un cajón de su mesa?
De todas maneras, no lo utilizaría, pues sería el medio de que le cogiesen. ¿Quién sabe si, ahora, ya no tenía él más miedo que Teo? ¿Para qué pensaba que el jefe de estación le había pedido una cita? ¡No sería para hablarle de la estación! Ni, después de tantos años, de Antonieta y de su hijo.
¿Pues entonces? Él sabía dónde estaba la gran curva y dónde estaba el pueblo, y por donde había de pasar para ir a una y al otro. Sabía también a qué hora había llegado el negro, que había luna llena y que Teo podía haber tenido la ocurrencia de mirar por la ventana.
Uno y uno son dos. Dos y dos son cuatro…
¿Qué le impedía a Teo pretender, no sólo que había visto al negro dirigirse hacia el pueblo, sino también, después, la camioneta de Nicolás tomar el camino de la granja de León?
Le escocían los párpados. Tenía ganas de tomar el aire.
—Comeré aquí esta noche y lo pagaré todo junto.
¿Acaso Ricou también, que seguía de pie junto a la mesa del inspector, no se echó a reír en el momento en que Teo cerraba la puerta a su espalda?
En el fondo todos eran malos. O mejor dicho, no, no eran malos, ¡sino crueles! Ésta era la palabra. Crueles con la gente como lo son los niños con los animales.
¿No había él, de niño, torturado a los sapos? ¿Quién no lo había hecho?
Sólo que él no había torturado a nadie, después, a ningún ser humano.
Dentro de poco, a las cuatro y media, sería diferente. Se vengaría en Nicolás. Y, al mismo tiempo, se vengaría de todo el mundo.
No se dio cuenta de que estaba hablando a media voz, mientras orinaba, ni que su labio levantado dejaba ver sus dientes amarillos.
—Yo les enseñaré…
¡A las cuatro y media, en la Cooperativa Lechera!
—¡Aquí me tienes, Nicolás!… ¡Teo, el pelagatos!… ¡Y ahora, nos veremos las caras!…
Lástima que no hubiera nadie que lo presenciase.
—Diez millones, ni un céntimo menos. Esto o la guillotina. ¿Qué escoges?
—¿No te da vergüenza, so marrano, hacer tus necesidades delante de todo el mundo? —le lanzó una mujer que llevaba su hija a la escuela—. ¡No es una desgracia estar así, a estas horas!
Le hizo frente, con la mirada vaga, primero, como un niño cogido en falta y, luego, como si se soltase dentro un resorte imprevisto, soltó una carcajada en sus narices.