El viernes por la mañana llegó Dambois, al mismo tiempo que los diarios y el correo, en el tren de Amiens, con su morral en bandolera, del que sobresalía el cuello de una botella.
—Hola, Teo.
—Hola, Juan Bautista. ¿Cómo está tu mujer?
Cada mañana había algún otro que le hacía la misma pregunta a Dambois, a quien algunos apodaban el Triste, otros el Bilioso, porque su profesión consistía en sustituir a los empleados que tomaban su permiso semanal. Como «turnante», estaba un día en un pueblo, haciendo las veces de guardabarrera, y un día en otro pueblo; los miércoles y los jueves, se le veía atendiendo las ventanillas en una estación y, a veces, actuaba de vigilante de un equipo que trabajaba en el arreglo de las vías.
Como en el cuartel, él contaba, por medio de cruces sobre el calendario, las semanas que le separaban del retiro, y todo el mundo se preguntaba si llegaría hasta entonces. Era un infeliz. Su mujer se hallaba paralítica, en un cuartito de las afueras de Amiens, y él tenía un cáncer de hígado, lo cual no le impedía tomarse su litro de vino diario.
—Si voy a reventar de todas maneras…
Se pasaba días enteros sin hablar, con la mirada vaga, y la cara como vuelta hacia su interior; y cuando abría la boca, era raro que no encontrase medio de pronunciar la palabra «reventar».
—¡Todos tienen que reventar!
Sensible a los olores, le gustaba la palabra «apestar» y le daba un sentido especial.
—El mundo empieza a apestar…
La lluvia continuó durante todo el jueves. Al anochecer, el viento sopló huracanado, llevándose hacia el este la capa inferior de las nubes, las más negras, las peores, no dejando, en lo alto del cielo, más que un techo de un gris uniforme.
Los días siguientes de una feria son los menos animados y aquel jueves era más tranquilo que los otros. Leona aprovechó para emprender la gran limpieza y se tropezaba por todos sitios con cubos de agua jabonosa.
Teo no había visto al inspector Gorre en todo el día, ni tampoco al reportero de El Eco de Amiens. Y, sin embargo, los dos estaban en el pueblo. Alguien había asegurado que dormían allí.
Apenas trató del negro con Gedeón; sólo hubo unas alusiones cuando, en un momento dado, vieron pasar el auto de Nicolás Cadieu, dirigiéndose hacia Mauricourt.
Libre de sus actos y gestos mientras Dambois cuidaría de la estación, Teo iba a poder por fin subir al pueblo; pero antes, quiso recorrer la primera plana del diario.
Por tercera vez, resaltaban los mismos titulares. La víspera, eran ya menos gruesos que el miércoles y, aquella mañana, aparecían todavía más reducidos, aplastados además por una noticia política que habían juzgado más importante.
EL ENIGMA DEL NEGRO
«La policía judicial de París, actuando por el exhorto del juez de instrucción de Amiens, ha proseguido su indagatoria en la Estación del Norte, donde han sido interrogados la mayoría de los empleados. Dos de ellos, por lo menos, están convencidos de que la descripción del desconocido de Versins corresponde a un viajero que vieron el lunes último, por la mañana, en el vestíbulo de entrada y en el restaurante de la estación.
»Según nuestros informes, el señor Debain, que es el juez de instrucción, tuvo ayer una larga conversación telefónica con la policía especial del puerto de Burdeos, pero de la cual no se ha traslucido nada.
»La publicación, en los diarios, de la fotografía que nuestros lectores han podido ver en nuestras columnas, no ha aportado aún ningún resultado. No hay que olvidar que las condiciones en que ha sido tomado el clisé hacen que el parecido sea bastante inseguro.
»¿No es acaso de otra fuente de la que las autoridades judiciales esperan una noticia que, según creemos, podría sorprender a todo el mundo?».
Teo se afeitó con mayor esmero que las otras mañanas, apurándose por dos veces con la navaja. Se puso su buen traje de sarga azul marino y, cuando entró en casa de Gedeón, llevaba sombrero en lugar de su gorra habitual. Todo el mundo sabía lo que aquello significaba.
—¿Vas a la capital, Teo?
—Al pueblo, solamente. Es posible que me quede allí a almorzar.
Gedeón bromeó:
—¿Te han invitado? ¿O es que vas a darte una comilona en el Hotel del Rey?
Teo no estaba de humor para devolverle la pelota, porque había reflexionado mucho la víspera y necesitaba seguir reflexionando. No era con bromas con lo que él evitaría las planchas o las trampas.
—Sírveme de todos modos una botellita.
Si dijo «de todos modos» era porque en el pueblo, donde no tenía nada que hacer, iría fatalmente de café en café y ya tendría bastantes ocasiones de beber. Era raro que los viernes por la noche no regresase con una copa de más, y la mañana del sábado tenía los ojos un poco rojos. Pero aquello era sólo cosa suya.
Lo que le atormentaba eran los famosos sellos de los que fue el cartero el primero en hablarle. Había él visto a veces los precintos de plomo de la aduana, sobre las mercancías en tránsito, pero no se imaginaba qué podían ser unos sellos, sobre todo después de decirle Gedeón que estaban hechos de cera.
No eran los sellos en sí mismos lo que le inquietaba, sino el símbolo que representaban a sus ojos. Mientras los sellos estuvieran sobre las puertas, en la casa de la calle Gambetta, aquello significaba que no habían acabado con la sucesión y que, por lo tanto, no era seguro que Nicolás heredase.
No hablaba de ello, era preferible. Con la frente tozuda, su ojo bueno tan fijo como el malo, seguía su idea, como un topo cava su galería; y aquello era tan fatigoso como gastar las suelas por una carretera que no acaba nunca.
—Vamos a tener otra vez heladas —observó Gedeón—. Puede que esta noche si el viento cambia.
Y daba golpecitos sobre el barómetro, colgado en la pared verde.
—¿Ves? Sigue subiendo…
Teo se limpió la boca al salir y volvió a encontrarse en la carretera que el negro había seguido a grandes pasos elásticos bajo la luz de la luna. Teo andaba menos de prisa y, por la manera de mirar a su alrededor, hubiérase dicho un perro de caza que olisquea el viento.
Después de la huerta de Gedeón y del chiquero de los cerdos, no había, a derecha y a izquierda de las dos hileras de álamos, más que unos campos arados, en casi un kilómetro, con dos grandes carteles-reclamo de una marca de aperitivo y otro anunciando el Hotel del Rey.
Antes de llegar al poste que indicaba la entrada del pueblo, se pasaba por delante de una casa sucia, deteriorada, en torno a la cual unas cincuenta gallinas picoteaban en el barro.
Era la chabola de Mari-Juana, una vieja de más de ochenta años, que vivía sólo de lo que le producían sus aves. No se ponía más que los vestidos que le daban, siempre demasiado holgados, y a menudo demasiado largos. Como la mujer de León, se echaba encima para salir una chaqueta raída e iba casi siempre calzada con botas de hombre.
Según decían escondía en algún sitio, en su camastro o enterrada en el jardín, una botella llena de luises de oro y se oía repetir con frecuencia:
—Una mañana la encontrarán con la cabeza abierta por algún golfo, ¡y de qué le habrá servido privarse toda su vida!
En la carnicería no compraba más que bofe y corazón de buey.
—Para mis gatos… —decía.
Tenía cinco o seis, pero como no compraba otra clase de carne, era de creer que compartía su comida.
Su habitación daba, por detrás de la casa, sobre el cercado donde se amontonaban los objetos más inesperados que ella recogía, como una trapera, en sus vagabundeos.
¿Pudo oír la vieja el ligero crujir del granizo bajo las pisadas del negro? Y si lo oyó, ¿salió de su yacija para ir a mirar por la ventana de delante?
Desde el otro lado de la cerca, lanzó:
—¡Hola, Teo!
—¡Hola, Mari-Juana!
—¿Marchan bien tus cosas?
—Marchan bien.
Algún día marcharían bien. Tenía ya trazado su plan, si no en todos sus detalles, al menos en sus grandes líneas, pues necesitaba saber cuánto podría pedirle a Nicolás.
Éste no vivía lejos, a unos doscientos metros, al otro lado de la carretera. Había un rótulo en el que se leía, por encima de una flecha: «Cooperativa Lechera de Versins»; y un camino semihundido por los neumáticos de los grandes camiones conducía a un edificio bajo, de ladrillo, coronado por una chimenea tan alta como el campanario de la iglesia y ennegrecida en la punta.
Camiones y camionetas recogían la leche en las granjas y la convertían en manteca o en queso. El agrio olor del suero llegaba hasta la carretera; y durante el día entero se oía el ronquido de las batidoras.
Para divisar la casa de Nicolás, hubiera sido preciso entrar en el patio, pues la ocultaba una cortina de árboles. Era de una sola planta, larga, con tres o cuatro puertas, un tejado de pizarra y unas hortensias, en verano, a lo largo del muro tendido de cal.
Sin detenerse, ni aflojar apenas el paso, Teo miró hacia el fondo del camino y creyó reconocer la silueta de Nicolás detrás de los cristales del despacho.
Era como una toma de contacto, desde lejos. Nicolás, a la manera de los administradores de un castillo, llevaba pantalones de montar y polainas de cuero. Tenía aproximadamente la edad de Teo, entre los cuarenta y seis y los cuarenta y ocho años. Tal vez parecía más joven, pues no había pasado una vida monótona, solo entre los muros de una pequeña estación. Tenía la piel colorada y los escasos cabellos grises que, en las sienes, teñían su pelo de un rubio rojizo, no le envejecían.
¡Sería duro! Sobre todo el comienzo de la conversación que habría de sostener con él, tarde o temprano. La víspera, Teo acarició el proyecto de hacer aquello por carta, y luego renunció a esta idea. Era peligroso. Lo primero, sería necesario entregarle la carta en propia mano, para estar seguro de que sólo él la abriría. Aquello no le serviría, pues, de mucho. Y además, ¿podía uno estar seguro de que un hombre como Nicolás, temerario como lo era, no tendría la desfachatez de llevársela a la policía?
No era, por otra parte, en aquella entrevista en lo que estaba pensando en aquel momento. Aquello vendría a su hora. Lo que tenía que decir, primero, por extraño que pareciese, era lo que haría después. No inmediatamente después. Había fijado en un año aproximadamente el período que permanecería aún en su puesto de Versins-Estación, a fin de no despertar sospechas.
¿Dónde dejaría el dinero durante aquel tiempo? Aquello no era tampoco tan sencillo. En la Caja de Ahorros no, porque se sabría, y además allí no se admiten sumas tan crecidas. En un Banco tampoco. Les extrañaría ver un jefe de estación depositando millones.
Porque él necesitaba millones. Aunque no había hecho todavía cifras en un papel lo había calculado grosso modo.
Dentro de un año, pues, con el pretexto de cansancio o de enfermedad, pediría su retiro anticipado.
En caso necesario, él mismo se provocaría la enfermedad, como hacen ciertos jóvenes antes del reconocimiento de quintas para que les declaren inútiles. Conocía varios de los trucos empleados: el del café muy cargado, el de las cebollas, y otros muchos. Llegado el momento, escogería.
Después, tendría derecho, para el resto de sus días, a una parte de su jubilación. Pero no podría permanecer en Versins ni en la región, donde sorprendería verle hacer una vida por encima de sus medios.
Había estudiado el mapa de los ferrocarriles, colgado en la pared de la sala de espera, utilizando una lupa para leer los nombres en caracteres minúsculos.
El mar no estaba lejos y le tentó un momento. Habría comprado una barca para pescar en los alrededores del puerto.
Le interesaba la barca. Constituía incluso la base de su plan. Aunque para navegar por el mar había que estar acostumbrado y no era éste su caso.
Sería preferible instalarse cerca de un río, ya que hay tantos en Francia. El pueblo no debería estar muy apartado en el campo ni había tampoco que escoger uno demasiado importante porque entonces se sentiría allí perdido.
En el fondo sabía muy bien lo que quería; un Versins-Haut que estuviese en otra parte y cuyos habitantes no le hubieran conocido de guardabarrera. A causa de ellos, precisamente, tenía que marcharse bastante lejos, tal vez a Normandía o incluso a Bretaña, lo cual resultaría curioso ya que no había estado nunca allí, aunque su madre fuese bretona y él, por consiguiente, lo fuera también a medias.
No había conocido a su madre. Oyó hablar de ella solamente y supo, por sus papeles, que había nacido en un pueblo llamado Ploërmel.
¿Cuándo y por qué se marchó ella de allí? No tenía tampoco la menor idea de lo que su madre había hecho antes de fijarse ya nada joven, primero en Amiens, y luego en diversas localidades de las cercanías, donde trabajó de sirvienta.
—¡Era una mujer de fibra! —le había dicho un día Gedeón, con los ojos chispeantes como ante un recuerdo regocijante. Lástima que se entregase a la bebida y que, una vez borracha, le diera la manía por tomarla con los gendarmes…
No murió en la cárcel, sin embargo, sino en un hospital del Havre.
¿Dónde se había quedado? Ponía en orden sus ideas, al entrar en el pueblo, cuyas primeras casas eran granjas, precedidas de un corral o de un portalón desde el cual se veían montones de estiércol y, a veces, un cerdo de merodeo.
Inmediatamente después estaba una tienda de comestibles, con grandes tarros de cristal llenos de bombones, en el escaparate.
No ocultaría a la gente de la región en donde se estableciese que había pertenecido a los ferrocarriles. Se contentaría con no precisar en calidad de qué, a no ser que dijese como jefe de estación. No de una estación importante que todos conocieran. De una estación de tipo medio, del este, por ejemplo. Iría antes quizá a visitar una pequeña villa del este, a fin de poder hablar de ella, porque no sabe uno nunca con quién trata.
Compraría una casita con jardín, sólo de tres habitaciones, y tendría en ella un chiscón para entretenerse en pequeños trabajos manuales y donde colocar sus chismes de pesca. Una barca plana, pintada de verde, con un vivero, en el río. Limpiaría y arreglaría la casa, a lo cual ya estaba acostumbrado, seguiría comiendo en un restaurante, no de esos por donde desfilan los turistas y los viajantes de comercio, sino en una hostería por el estilo de la de Gedeón, con un poco más de público y algunos asiduos con quienes podría tomar el aperitivo y jugar a las cartas.
No quería que le llamasen señor Doineau, lo cual le cambiaría demasiado, prefería «señor Teo». En todo caso, nada de Teo a secas.
De cuando en cuando, tomaría el ómnibus para la ciudad más cercana, donde tendría ocasión de encontrar mujeres fáciles, si es que la camarera del restaurante no se negaba a complacerle, lo cual era todavía más práctico.
¿Qué más podía él desear? ¡Ah, sí! Si el río era lo bastante ancho y lo bastante profundo —y a él le correspondía, en suma, la elección—, adquiriría uno de esos motorcitos que se fijan en la parte posterior de la barca y que zumban como un moscón.
Finalmente, para los largos días invernales, un banco de carpintero con todas las herramientas.
Solamente la casa, para que no fuera una barraca, costaría muy bien un millón, quizá dos, y él calculaba que, para vivir como había decidido tendría que gastar el doble de su jubilación.
Era indispensable exigir una crecida suma de una vez, incluso si Nicolás insistía, en pagos escalonados, porque no era hombre del que se pudiera uno fiar. Una vez en posesión del «gato» de su tío, era capaz de largarse al extranjero, o sino, sólo por asombrar a la gente, de montar uno de sus negocios estrambóticos que se tragaría el dinero.
Por el momento, Teo dudaba entre los cinco o los diez millones y lo que más lamentaba, era no poder instalarse en Versins, aunque allí el río estuviera a tres kilómetros, porque le hubiese complacido que la gente que le desdeñaba le viera gozando de su nueva vida.
Otros le verían, en un lugar diferente, lo cual era una compensación.
—¡Hola, Teo! ¿Están hoy los trenes en huelga?
Era una verdulera, en pie ante el umbral de su casa, la que le interpelaba.
—¿Olvidas que estamos a viernes?
Ella rió sin motivo.
—Creí que estábamos a jueves, ya ves…
Las casas, que ya no eran granjas, comenzaban a apretarse unas contra otras, pero quedaban todavía algunos vacíos constituidos por jardines. La calle formaba un recodo antes de desembocar en la plaza Gambetta, llamada antes plaza del Ayuntamiento, en medio de la cual se levantaba el monumento a los caídos. La alcaldía y la escuela estaban en un patio, separado de la plaza por una verja y el gran edificio, enfrente, mayor que la alcaldía, era la casa del finado Cadieu.
Teo la veía por primera vez con todas sus ventanas cerradas y esto le impresionó. Por regla general, había allí un gato rojo en las gradas de la escalinata y él se preguntó qué habría sido del animal. ¿Se lo había llevado Leontina consigo?
La verja estaba cerrada y la grava de los paseos, al secarse, se volvía blanca.
¿Iban a venir a vivir allí Nicolás Cadieu o su hermano Francisco? Le parecía imposible. Por mucho que se esforzaba, no se figuraba más que un hombre como Cadieu el ricachón que pudiera vivir en una casa semejante.
Había estado una sola vez allí, en el despacho al que se llegaba por una puerta trasera. Se pasaba primero por una habitación oscura, con unos ficheros verdes a lo largo de las paredes, la mesa del señor Delfosse, la de la mecanógrafa y una centralita telefónica; y se veían papeles por todas partes, saquitos de muestras e incluso espigas de trigo.
Al lado, había una habitación también mal iluminada que servía de sala de espera, decorada con anuncios de abonos y de maquinaria agrícola. No tenía más muebles que dos bancos parecidos a los de las estaciones y una estufa de gas que ardía dentro de la chimenea de mármol negro.
Para ver a Justino Cadieu, había que esperar, aunque no hubiese nadie delante. La mecanógrafa le avisaba por teléfono. Mucho rato después, oíase un timbre como el que, en la estación, anunciaba los trenes, y la joven iba a abrir la puerta acolchada.
De repente se penetraba en otro mundo y se le secaba a uno la garganta. La habitación era muy alta de techo, con molduras en éste y unas cortinas de terciopelo en las dos ventanas. Cadieu estaba sentado ante una mesa de caoba con adornos de bronce, teniendo un teléfono al alcance de la mano; y su sillón giraba cuando el mismo Cadieu se volvía hacia los visitantes.
No a todos les invitaba a sentarse en los sillones de cuero, dejándoles la mayor parte del tiempo de pie, con la gorra en la mano.
La alfombra era roja oscura, con dibujos amarillos y verdes. En las librerías acristaladas, veíanse gruesos volúmenes encuadernados en rojo también, en verde, en amarillo, algunos en negro y, sobre la chimenea de mármol blanco, bajo un espejo de marco dorado había una mujer desnuda en bronce.
El día en que Teo estuvo allí, la puerta de dos hojas que daba al pasillo estaba abierta y vio a Leontina, arrodillada, fregando las losas. Más allá, divisó un comedor más grande aún que el despacho, más rico y más impresionante y, en medio, cuatro sillones antiguos alrededor de una mesa redonda.
¿Podía uno imaginarse a Nicolás en semejante decorado? Y ¿sería él capaz, como su tío, de escuchar sin decir palabra, sin un gesto, las lamentaciones de los visitantes, dejando luego caer con una voz fría, sin dureza ni cólera pero que, sin embargo, no invitaba a insistir?
—Imposible, amigo mío.
Hasta aquel «amigo mío» le hacía a uno darse cuenta de que no era nada ante él.
Al cruzar la plaza, se llegaba a una calle más estrecha, más animada, en donde había dos pequeños cafés oscuros, una quincallería, una tienda de carnicería, un taller de modista y un almacén de confecciones.
Teo estuvo a punto de entrar en uno de los cafés, pero el primero estaba vacío, era poco atractivo, y en el segundo se hallaba la dueña, que no le era nada grata, detrás del mostrador. Ernestina era una arpía, siempre de malhumor; en una ocasión le amenazó con ir a presentar una queja a Abbeville, pretendiendo que él le había dado, en la taquilla, el cambio de un billete de quinientos francos en lugar de dárselo de uno de mil.
Se divisaba ya la iglesia, con el campanario achaparrado, el presbiterio precedido de un patinillo donde, los jueves, jugaban los niños del catecismo; y torciendo a la derecha, en vez de seguir la calle, se desembocaba en el campo de la feria.
A él le hubiese gustado estar allí en un miércoles, pues aquel día, solamente dos perros se olisqueaban en el ancho espacio vacío entre las barras de hierro que servían para atar el ganado.
Entre los tres cafés, escogió La Campana de Oro, donde los labradores de los alrededores solían comer. Estaba abierta la trampa en medio del local y de ella salió el dueño, llevando dos botellas en cada mano.
—¡Hombre, Teo! ¡Hace una temporada que no se te ve!
Por la ventana, divisaba él la casa del notario, con sus ocho ventanas en la fachada y su puerta cochera sobre la cual brillaba un aldabón de cobre.
—¿Qué hay de nuevo por la estación? ¿Y el negro?
Ricou era gordo, enorme, con las mejillas color carne cruda y los ojillos sumidos en los pliegues de los párpados. De cuando en cuando, se subía el pantalón que resbalaba sobre su vientre. Cuando su primera mujer murió, tres años antes, se casó con la camarera, una muchachita de diecisiete años con la que, según decían, se acostaba desde que ella tenía doce; y acababa de darle dos niños seguidos. Uno de ellos estaba junto a la estufa, en su silla alta, jugando con una cuchara.
—¿Qué piensas tú de esta historia? —preguntó Ricou sirviéndole gratis un vasito de tinto y bebiendo él también de otra botella.
—¿Qué quieres que piense, allí abajo, tan solo, en mi estación?
—¿El poli no ha ido a verte?
—Vino el martes, poco después de Alfonsi. Luego, le vi la mañana de la feria en casa de Gedeón; y después, no ha vuelto.
—Duerme aquí —murmuró Ricou con un guiño de ojo, señalando hacia el techo con un dedo morcilludo.
—¿Está ahora?
—No. Salió hará media hora y le he visto llamar en casa del notario.
—¿Es la primera vez que va allí?
—Fue también ayer por la tarde, pero sólo estuvo unos minutos. Para ser un poli no es mal hombre y, como huésped, no es exigente. Pero en lo que respecta a sonsacarle…
—¿Es cierto que Nicolás y Francisco se han reconciliado?
—Eso dicen. Les han visto juntos. Estuvieron ayer otra vez en el notario, uno detrás del otro, es verdad, pero tuvieron que encontrarse dentro. Si fuese uno a creer todo lo que se cuenta…
—¿Qué es lo que cuentan?
—¿No has oído nada en casa de ese viejo canalla de Gedeón? A propósito, ¿cómo está Leona?
Y le dirigió un nuevo guiño de ojo.
—Bien. Decías que…
—Es fatal cuando hay tanta guita de por medio, que se cuenten chismes. Te lo diré tal como me lo han contado. Ya conoces a Emma, nuestra querida recaudadora…
Era una mujercilla gorda y morena, de unos cincuenta años, que había sido maestra de escuela y que trataba a baqueta a sus clientes: «Firme aquí… No, sobre esta línea… Llene este formulario… El amarillo, sí… ¡Con tinta, por favor!… ¿No sabe usted leer? Vuelva mañana… No, pasado mañana… ¡Mañana tengo mucho trabajo!».
—No deja nunca de escuchar las conversaciones telefónicas. Por ella lo sabe la persona que me lo ha dicho…
—¿Quién es?
—Eso importa poco. En resumen, que el inspector tuvo una conferencia con Amiens. Lo sé, porque habló desde aquí…
Y señalaba el aparato de pared, al pie de la escalera.
—Él no dijo gran cosa, pero le noté preocupado… Y después, he sabido que era el juez de instrucción el que estaba al otro extremo del hilo… Y que trataban de otra comunicación telefónica que el juez acababa de recibir desde Burdeos…
—¿Qué le ha dicho a Gorre?
—¿Me dejas hablar, sí o no? Era referente al negro, al que además aluden esta mañana en el diario. Sólo una alusión. Es probable que hayan recibido instrucciones…
Teo ocultaba con dificultad su impaciencia.
—En resumidas cuentas, ya saben quién es.
—¿El negro?
El fondista vació su vaso, se sirvió otro, y chocándolo con el de Teo, miró a éste a los ojos.
—Procura comprender, hijo mío. Armando, el hijo del viejo, murió en África. Han contado que vivía con una indígena, pero que era imposible saber si estaban casados. El secretario de la alcaldía me dijo algo de eso. Según parece él no estaba obligado a declarar su casamiento, ni sus hijos, si los ha tenido, en el registro civil de aquí.
—¿Qué ha sucedido en Burdeos?
—¡Vaya prisa la tuya! ¡Bueno! El sábado último llegó un barco de Punta-Negra.
—¿Dónde está eso?
—En el Congo. Allí hay que embarcar para venir del Oubangui. Varios negros han hecho la travesía a bordo de ese barco. Uno de ellos, un muchacho, se inscribió con el nombre de Enrique Cadieu. ¡A tu salud, jefe de estación! ¿Comprendes ahora por qué el inspector tiene para rato en casa del notario?
Teo cogió su sombrero del mostrador.
—Te pagaré luego, cuando venga a almorzar.
De haber sido más listo, ¿no habría ido el martes por la mañana a casa de Nicolás, inmediatamente después del descubrimiento del cadáver? Ahora existían ciertas probabilidades de que Nicolás no heredase. El martes, cuando no sabía nada aún, se las hubiese compuesto para encontrar el dinero.
En el punto en que estaban, iba sin duda a perder su puesto en la Cooperativa Lechera y a encontrarse sin blanca. ¿Cómo iba a reunir diez millones, ni siquiera cinco, para dárselos a Teo?
Era también demasiado tarde para ir en busca de Gorre y confesarle la verdad. Además, ¿de qué iba a servirle?
Cruzó la plaza de costado, con las manos en los bolsillos, mirando la tierra negra a sus pies y saltando los charcos en los cuales se reflejaba el blanco luminoso del cielo.
¿Cómo había dicho Adela, la camarera de la cantina de Amiens? No recordaba sus palabras exactas:
—Un blanco que tuviera la piel negra…
No era así por completo, pero aquel era el sentido, y el hombre desgarbado que él había visto caminar con ágiles zancadas por la carretera, se convertía a sus ojos en un ser extraordinario, lamentable e inquietante a la vez.
¿Habría recibido el viejo Justino, si viviese, al negro en su despacho? ¿Hubieran comido los dos frente a frente en el comedor, como un abuelo con su nieto? ¿Les habrían visto juntos, los días de feria, en la jaula acristalada del almacén, recibiendo a los granjeros como los grandes señores de antaño daban audiencia a sus siervos?
Tuvo frío en la espalda. Sin saber por qué, presentía confusamente en aquella historia un lado monstruoso y se esforzaba en reconstituir mentalmente la imagen de Armando Cadieu, el hijo de Justino, el que había muerto en África.
Y no lo conseguía. Armando era un muchacho cuando salió de Versins. Teo recordaba solamente que era más alto que su padre, más delgado, casi esquelético, y que no tenía los ojos claros de los Cadieu, sino los ojos castaños de su madre, así como también el óvalo alargado del rostro.
Al otro lado de la plaza, no bien se bordeaba la iglesia, dos surtidores de gasolina anunciaban la carretera Nacional y, enfrente del garaje, se levantaba el Hotel del Rey.
Decían que éste existía ya en la época de las diligencias, siendo uno de los relevos de éstas, lo cual explicaba, al fondo del patio, las amplias cuadras en donde ahora se guardaban los autos.
La fachada se asemejaba, en el estilo, a la del notario, con más ventanas, que en ésta eran de cristalitos. Alrededor de la puerta principal, rematada por una marquesina y por el rótulo en hierro forjado, Unos escudos de diferentes colores llevaban el nombre y las armas de diferentes clubs gastronómicos y turísticos.
Un coche muy grande, con matrícula americana, estaba parado delante de la escalinata, con unas maletas de auténtico cuero sobre el techo.
En el ala izquierda, había una mesa redonda para los viajantes de comercio, y los ricos de Versins daban allí el banquete de boda de sus hijas. Pero era a la derecha, en un comedor con artesonado y muebles antiguos, donde Francisco Cadieu recibía a los turistas.
No se le ocurrió a Teo la idea de entrar a tomar una copa, porque, si bien tenía derecho a ello como todo el mundo, no se hubiera sentido en su sitio encaramado en uno de los taburetes del bar, detrás del cual unas banderitas extranjeras estaban metidas en copas altas de champán.
Francisco Cadieu le llevaba varios años, pues era de la quinta de los mayores cuando Teo ingresó en la escuela. Era un muchacho tranquilo, serio, a quien su pie deforme le impedía mezclarse en los juegos de los otros.
No era hombre que hubiese atraído al negro en una celada y que transportase después el cadáver hasta la parte baja del terraplén. Hasta físicamente aquello representaba una casi imposibilidad.
Por lo demás, no tenía que ser él. Sin una razón precisa, Teo no hubiera tenido valor para ir en su busca y exigirle dinero.
Con Nicolás era diferente, lo primero porque Nicolás era un canalla, y luego, porque Teo tenía una antigua cuenta que ajustar con él.
Aquello no le devolvería su hija, en efecto. La había olvidado casi y no sé podía decir que sufría con su ausencia. Lo que Nicolás había hecho a Antonieta no por eso dejaba de proporcionarle un motivo.
¿En qué pensaba, después de las últimas noticias que Ricou acababa de darle? No se le había ocurrido la idea, en los días anteriores, de que no se embarca nadie en un buque o en un avión sin consignar su nombre y enseñar sus documentos de identidad. Para dormir en un hotel estaba uno obligado también a mostrarlos y el negro se había detenido sin duda en algún sitio para dormir.
Pero no se llamaba necesariamente Cadieu, aunque fuese el nieto de Justino. Los hombres no siempre reconocen a sus hijos. Teo era la prueba de ello. A mayor abundamiento debía de ocurrir lo mismo en África, y el negro de la gran curva podía ser un hijo natural.
Lo cual no impedía que su abuelo le hiciera venir, ni que le dejase su fortuna, si quería que rabiasen sus sobrinos. Y como había fallecido antes de la llegada del joven sin dejar testamento…
¡Aquello era demasiado complicado para él! Lamentaba no poder hablar francamente del asunto a Gedeón, porque confesaba que el viejo fondista sabía mucho más que él de aquellas cuestiones. Gedeón tampoco era instruido, pero tenía treinta años de adelanto sobre Teo y veía a mucha más gente que él en la estación, donde aquella gente no hacía más que pasar, permaneciendo allí lo preciso para tomar sus billetes.
Desde el momento en que el negro se había inscrito con el apellido de Cadieu…
Cruzó otra planta adornada con una fuente y, frente al «Precio Único» abierto hacía un año, entró en el Café del Comercio.
Era el sitio de cita de la gente tranquila, con mesas de mármol a la antigua moda, divanes de terciopelo, una estufa esmaltada y un billar al fondo del local. Junto a la ventana, el reportero de El Eco de Amiens, ocupado en escribir, levantó apenas la cabeza y pareció no reconocerle.
Teo se sentó al otro lado, enfrente de él, no lejos de tres hombres instalados ante un tapete rojo sobre el cual había naipes y fichas. El uno era vendedor de pieles, que recogía en los mataderos de la región y en las granjas, el otro carnicero en la calle Mayor, y Teo no conocía al tercero.
—¿Qué, empezamos?
—Esperemos un poco más. Sólo tres no es divertido…
Allí no servían vasos, rara vez vino al copeo; y Teo pidió un aperitivo que tomó un tinte verdoso cuando le echó el agua.
—¿Tú crees que vendrá?
—¿Y por qué no iba a venir?
El carnicero soltó una risotada:
—¡Te olvidas que tiene un buen «gato» que defender!
—¡Fíate de él! No ha nacido todavía el que se lo sople…
—A menos que sea verdad lo que dicen.
—¡Y aunque lo sea! Lo primero habrá que probar que el negro es realmente nieto del viejo…
—¿Y si tiene los papeles…? Hay registro civil, allá…
—De acuerdo. Un tal Cadieu se ha embarcado para Francia, admitámoslo. ¿Has mirado bien la foto del periódico? ¿Tú crees que hay alguien que pueda afirmar con toda seguridad que es ese negro y no cualquier otro?
—¿Y las huellas dactilares?
Teo, que sonreía arrobado un momento antes, frunció el ceño ante aquella objeción, ansiando que el vendedor de pieles encontrara un nuevo argumento.
—¡No te preocupes, Marcelo! Nicolás saldrá del aprieto…
Enmudeció, señalando la puerta con los ojos. Teo miró en aquella dirección y sintió de nuevo un escalofrío en la espalda, porque era Nicolás Cadieu el que empujaba la hoja con un gesto brutal. Con un sombrero verde, una canadiense forrada de piel y botas de montar, empujaba la puerta acristalada con el pie, miraba a su alrededor, primeramente al periodista, a Teo después, que no pareció interesarle y, por último, a los tres hombres, hacia los cuales se dirigió.
No se disculpó por haberles hecho esperar, arrojó su canadiense al camarero, mientras que el carnicero, porque Nicolás seguía siendo quizá el heredero de Cadieu el ricachón, se levantaba solícito y murmuraba, servil, con una sonrisa que asqueó a Teo:
—Ponte aquí…
Nicolás aceptó el sitio como si le fuese debido, se sentó pesadamente y barajó las cartas, entornando los ojos a causa del humo de su cigarrillo.
Teo no necesitaba volverse hacia los jugadores para verle, pues el rostro de Nicolás se reflejaba en el espejo, por encima del diván de enfrente; y era la primera vez que contemplaba a un hombre pensando que había matado a otro.