La primera cosa que vio por la ventana, a la mañana siguiente, fue, en la oscuridad, la tartana de León Couvert que rodaba al paso, con un farolillo encendido que se balanceaba entre sus grandes ruedas y detrás una vaca, atada a un ronzal. Sólo en el recorrido desde la granja, la capota negra estaba reluciente de lluvia y el pelaje de la yegua pegado en placas a sus costados.
Era día de mercado en Versins-Haut y, como estaban en el segundo miércoles del mes, la feria hallábase instalada detrás de la iglesia, en la plaza mayor, encuadrada por unas barras de hierro a las cuales ataban las bestias.
Sin duda Isabel, la mujer de León, nacida en Flandes, iba sentada al lado del granjero y, como de costumbre, se habría puesto uno de sus viejos chaquetones. Iba ella a vender patos. Los criaba en gran cantidad, pues había balsas en sus tierras donde los campos eran tan esponjosos que algunos, como el más bajo que bordeaba el terraplén, se convertían en un lago no bien caía un aguacero.
Si el negro hubiese tomado el tren un día después, habrían encontrado seguramente su cadáver en el agua.
Había luz en la fonda y, antes de afeitarse, Teo fue a abrir la barrera del paso a nivel, porque vendrían tartanas y camionetas, no sólo de Mauricóurt, sino de Saint-Remacle, de la otra vertiente de la colina y de cuatro o cinco pueblos de alrededor.
Después, subió de nuevo a su habitación para asearse y pensó que era la primera vez que iba a celebrarse la feria sin Justino Cadieu.
Los días de feria, más aún que los otros, se comprobaba su importancia. En principio, el centro de la actividad estaba en la plaza de Versins-Haut donde, en ciertos cafetuchos que nadie frecuentaba el resto del tiempo, algunos labradores venidos de lejos debían de estar ya tomando un bocado. Gracias a Cadieu, Gedeón trabajaba tanto o más que los del pueblo, puesto que el ricachón tenía vara alta en el almacén.
Desde las siete en invierno, y a las cinco o las seis en verano, estaba él sentado en su jaula de cristal, junto a una estufa de petróleo; y durante todo el día desfilaban por allí los hombres, sus colonos que tenían que rendir cuentas, entregar dinero, llevar papeles que firmar o algo que comprar o que vender.
Encima de la especie de muelle levantado, cargaban o descargaban sacos, cajones, haces de heno y de paja.
Cada cual esperaba su turno, hablando en voz baja, y desde el umbral del despacho, se quitaba el sombrero o la gorra.
Aquel día, el señor Delfosse estaría solo ante el sitio vacío de Cadieu, como no viniera uno de sus sobrinos a ocuparlo.
Teo fue a beber su café y a comer su zoquete de pan y su trozo de salchichón; y a Leona, atareada, sólo se le ocurrió decirle:
—Sigue lloviendo.
A lo cual él se contentó con replicar:
—Tenemos para rato.
El cartero llegó con anticipación y Teo tuvo que interrumpir su colación para ir a entregarle la saca del correo de la víspera, y a recoger la saca de salida.
—¿Qué hay de nuevo en el pueblo, Luisón?
Luisón se calentaba las manos en la estufa.
—Pues que llueve.
—¿Mucho personal en la feria?
—Mucho, y hasta ese tipo de la policía que está ya dando vueltas en la plaza.
—¿El inspector Gorre?
—No le he preguntado su nombre, en vista de que no me ha dirigido la palabra.
—¿Interroga a la gente?
—No sé si la interroga, pero se mete por todas partes.
—¿No ha ido a ver a los Cadieu?
Lamentó en seguida su pregunta. Luisón le miraba, entornando los párpados, y luego murmuraba, como el que sabe muchas cosas:
—No son los Cadieu que han quedado los que podrían informarle, sino el que han enterrado.
Encima de sus cabezas, una bombilla amarillenta, sin pantalla, colgaba de un flexible polvoriento.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que digo. Puede que también el policía se enterase de más cosas si fuese a dar una vuelta por la oficina de Correos. Como no sea, naturalmente, que Leontina le haya hablado ayer.
Empleaba circunloquios como en la feria, con la cara de satisfacción de quien se entiende; y Teo sabía muy bien que no conseguiría nada haciéndole preguntas precisas.
—No dejan nunca de interrogar a los comerciantes, los fondistas, el cura, el notario, a cualquiera, pero se olvidan del que sabe muchas veces más que nadie.
—¿El cartero?
—¡Tú lo has dicho, Teo! Porque es él quien lleva las cartas, ¿comprendes? Y las cartas, aunque no se abran, dicen a veces mucho más de lo que se imagina. En mi caso, es también el cartero el que mata el correo de salida. Y entonces, cuando ve ciertas señas o sellos…
—Justino Cadieu ¿conocía al negro?
—A ese negro o a otro. Lo cierto es que envió por lo menos dos cartas a un sitio llamado Mambala, que no está en Francia, sino en el Oubangui, y que recibió una de allí no hace mucho. Si el Oubangui no es un país de negros sé menos que mis chicos de geografía.
—¿Se lo vas a decir al inspector?
—Contestaré a las preguntas que me haga.
—¿Por qué has mencionado a Leontina?
—Porque es a ella a quien entrego el correo y tiene la costumbre de mirar los sobres para ver si hay cartas de su sobrino.
—No sabía yo que tuviera un sobrino.
—Un tal Dieudonné Debain, anticuario, que vive en el 18 de la calle Saint-Séverin, en Amiens —recitó Luisón—. Incluso vino a buscarla anoche en auto.
—¿Se ha marchado Leontina?
—Como te lo digo.
—¿De veras?
—En todo caso se llevó un gran baúl, un lío de ropa y unas maletas.
—¿De modo que Nicolás está solo en la casa?
Luisón miró a Teo con ojos compasivos.
—Nicolás está en su casa, en Saint-André. ¿Qué querías tú que hiciesen los dos en una casa con las puertas selladas?
—¿Y por qué las han sellado?
—Al parecer es la costumbre cuando alguien que tiene dinero se va al otro barrio. Acuérdate de que yo no te he dicho nada.
Señaló los diarios de París llegados la noche antes.
—¿No hablan de esto todavía?
—Es aún muy pronto —dijo Teo, que les había echado un vistazo antes de subir a acostarse.
El ómnibus de Amiens entró en la estación y una docena de viajeros bajaron de él. Los conocía a casi todos, porque eran los habituales de los días de feria: dos comisionistas, un agente de seguros, unos vendedores ambulantes con sus caballetes desmontados y su mercancía y uno o dos vagabundos, de esos que rondaban siempre por el pueblo el segundo miércoles del mes.
El chico del triciclo de reparto, que había cargado la Prensa de París, esperaba su paquete de El Eco de Amiens, más voluminoso que de costumbre, y Teo cogió un número para él y otro para Gedeón.
Para leer el suyo, se acomodó en su despacho, donde a pesar del sol sucio que había salido, tenía él la lámpara encendida. Aparecían allí, ante todo, en primera página, unos titulares tan gruesos que la tinta estaba aún fresca y manchaba los dedos.
EL ENIGMA DEL NEGRO
Y, debajo, en tipos más reducidos:
¿SUICIDIO O ACCIDENTE?
Y, finalmente, en otra línea:
(De nuestro enviado especial Félix d’Arnac)
Era éste el seudónimo del reportero rubio que hacía versos y cuyo verdadero apellido era Le Guirec.
A Teo le complacía que hubiesen impreso: «¿Suicidio o accidente?», porque esto parecía indicar que no pensaban todavía en un crimen.
«El martes por la mañana, cuando los habitantes se entregaban todavía al sueño, un honrado y simpático labrador del apacible pueblo de Versins hizo en sus tierras un descubrimiento tan inesperado como macabro que ha suscitado la emoción en toda la comarca.
»León Convert estaba ocupado en ordeñar sus vacas en el establo cuando atrajeron su atención los ladridos furiosos de su perro. Guiado por el ruido, el granjero se dirigió hacia un campo que bordea la vía del ferrocarril y que atraviesa, a cierta distancia de los edificios, una carretera que une Versins-Estación con la estación de Audrey.
»Cuál no sería el estupor de Convert al comprobar que lo que había enfurecido al animal, ¡era un cadáver humano, el cadáver de un negro, tendido en la parte baja del terraplén!
»Enganchando su volquete, que debía conducir de todas maneras al pueblo esa mañana, León Convert, muy emocionado, paró en el camino en el Hotel Coinche, cuyo propietario, un venerable patriarca conocido familiarmente por su patronímico de Gedeón, avisó inmediatamente a la gendarmería…».
Aquello no era cierto. Fue Teo quien telefoneó por dos veces. ¡Hasta eso le robaban! Verdad era que el periodista escribía Couvert con una n en lugar de una u, lo cual no le gustaría a León, que veía por primera vez su nombre en el periódico.
«El activo brigada de la gendarmería Alfonsi, de Audrey, acompañado de…».
Ocupaba aquello más de una columna. Y todavía, en la parte baja de la hoja, anunciaban la continuación en tercera página.
Aparecían citados todos los nombres, el del inspector Gorre, el del sustituto, del juez de instrucción, del oficial, del médico forense y también el del alcalde de Versins-Haut, cada cual acompañado de un adjetivo halagador.
Con respecto a Teo, no sólo no figuraba su nombre, sino que en lugar de llamarle jefe de estación, o siquiera jefe de apeadero, le denominaban guardabarrera. Le dedicaban sólo dos líneas:
«El guardabarrera de Versins-Estación, que vio pasar el ómnibus de las 22,12, no advirtió ningún viajero de color».
Y, sin embargo, el reportero no le había tenido en cuenta. Había interrogado en Amiens, al subjefe que dio la salida al tren y al empleado de la ventanilla que despachó el billete.
Según el empleado, el negro había llegado de París en el expreso de las 17,30 e inmediatamente se informó de la hora de los trenes para Versins. Al enterarse de que tenía que esperar más de tres horas no por eso dejó de tomar su billete antes de dirigirse a la cantina.
El concesionario y la camarera le recordaban. A ellos también les nombraban. La camarera, Adela, «una morena agraciada», dijo de aquel viajero, a quien había servido un emparedado de jamón, dos tazas de café y, después, una caña de cerveza:
«—Estaba sentado ahí, junto a la puerta, y cada vez que alguien entraba o salía, se veía precisado a encoger sus largas piernas. No soy baja y, sin embargo, no le llegaba al hombro.
»—¿Hablaba en francés, señorita?
»—Mejor que yo, sin el menor acento. Incluso me chocó que fuera tan negro… Quiero decir… Ve usted, resulta difícil de explicar… A pesar del color de su piel, no tenía los rasgos de un negro… Era como cualquiera de aquí que tuviese una piel distinta… Daba la impresión de un muchacho bien educado, muy agradable, muy cortés, un poco tímido…
»—¿Qué edad aparentaba?
»—No sé… ¿Veinte años…? ¿Veintidós…? Si digo esto es porque pienso en los estudiantes negros que ve una a veces en la ciudad… En todo caso, era muy joven…».
¿Qué había hecho durante todo aquel rato, más de tres horas, esperando su tren? Al llegar, llevaba un libro en la mano y acabó de leerlo allí. Luego, pasados unos tres cuartos de hora, se dirigió al quiosco de periódicos y al volver pidió una caña de cerveza. Por último, salió de la cantina para ir a tomar el aire y Adela le vio de nuevo, poco después, sentado en una de las banquetas de la sala de espera. Estaba comiendo entonces una tableta de chocolate.
Esto fue todo lo que ella sabía y sus declaraciones las confirmó su patrón.
En cuanto al subjefe de estación, el negro habíale hablado también, para preguntarle si el tren parado en la vía era realmente el de Versins; y no subió en el último coche, sino en el penúltimo.
Había una frase, en la declaración de la camarera, que tenía desasosegado a Teo:
«No tenía los rasgos de un negro, a pesar del color de su piel…».
Volvía a ver la larga silueta por la carretera e imaginaba la cara de alguien como él, de alguien de Versins-Haut, del nieto de Justino Cadieu, por ejemplo, que hubiera sido parecido a los otros, pero con la piel negra como la tinta.
El periodista había ido a Mauricourt, sin duda por el camino alto, porque Teo no le vio pasar la barrera, y el empleado de la fábrica de ladrillos encontró al negro en el pasillo.
«—Se paseaba de un extremo a otro del vagón, aunque había departamentos completamente vacíos. Creo haber visto una maleta en uno de esos departamentos, pero no estoy seguro de ello. En dos ocasiones, por lo menos, oí abrir y cerrarse la puerta del lavabo…
»—¿Estaba usted en el último vagón?
»—No, en el penúltimo, pero quizás él recorrió todo el tren. En un momento dado, me pregunté si buscaba alguien o algo, y estuve a punto de ofrecerle mis servicios, pero luego pensé que no entendería seguramente el francés…».
Él también se había quedado en los negros americanos de la posguerra.
Félix d’Arnac —¡así se firmaba!— había ido incluso a Abbeville, pero no encontró allí a ninguno de los viajeros. En cuanto al jefe de estación de Audrey, también hacía declaraciones:
«—Cuando llegó el ómnibus, con un minuto de adelanto sobre el horario, noté que la portezuela del último vagón estaba abierta y pensé que alguien la había dejado así en Versins sin que el jefe de estación lo advirtiese… Tomé la precaución de subir al vagón y de examinar los departamentos, que estaban vacíos y donde no encontré nada anormal…».
El cadáver, según el diario, medía un metro ochenta. El cráneo estaba hundido en dos sitios, la cara desfigurada por numerosas equimosis, pero, sobre el cuerpo, el forense no había observado más que algunas contusiones leves.
Se efectuó la autopsia que confirmó, en lo referente a la última comida, la declaración de Adela: jamón, café, cerveza, además de otros alimentos casi digeridos.
«Lo que más ha chocado al distinguido juez de inspección y al inspector Gorre, es la falta de marcas en las ropas de la víctima. Tanto en el traje gris oscuro, como en el gabán negro, muy nuevo, las marcas de fabricación han sido descosidas lo mismo que en la camisa de algodón blanco con rayas azules y en la ropa blanca desparramada alrededor de la maleta abierta.
»Únicamente los zapatos llevan dentro un sello medio borrado que el laboratorio, por medio de unos procedimientos fotográficos perfeccionados, hará quizá reaparecer.
»¿Hay que inferir de esto que el negro encontrado junto a la vía, en un campo de Versins, se esforzaba en ocultar su identidad?
»Ha sido enviado ya un exhorto a París donde van a iniciarse unas pesquisas en la estación del Norte y en los hoteles.
»Las huellas dactilares, por último, permitirán quizás hallar una respuesta a las inquietantes preguntas que se plantean.
»Esperamos mañana mismo, publicar una fotografía del desconocido de Versins, pero necesitarán todavía varias horas los peritos para llevar a buen término una labor que el estado del rostro hace especialmente difícil.
»Hasta ahora, y hasta que alguien reconozca la víctima, el enigma del negro sigue en pie.
»Tendremos al corriente a nuestros lectores».
Teo, sofocado, se dio cuenta, al levantar los ojos, de que el hierro de la estufa se había puesto tan rojo como sus pómulos, y fue a cerrar la llave. Luego, dio paso al ómnibus que venía de Abbeville y le sorprendió ver que se apeaban de él la madre y la hija Roncurel. Seguían vestidas de luto, y cuanto Teo preguntó a la madre noticias de su cuñado, ella respondió con malhumor.
—Tiene todavía para un mes largo, si es que no pasa el invierno. Es la tercera vez que nos hace acudir para nada…
La madre preguntó a su vez:
—¿Es verdad que un negro se cayó de nuestro tren, el lunes por la noche?
Él afirmó con la cabeza, recogió los billetes de otros tres viajeros que iban a la feria y pudo al fin cerrar la estación para ir a la fonda. Vehículos de todas clases, entre ellos un enorme camión amarillo estaban parados delante del almacén donde se veía los caballos atados a unas anillas; y cuando Teo entró en casa de Gedeón, el local tenía su olor de los días de feria: a vino tinto y a aguardiente, a cuadra y a cuero húmedo; el humo del tabaco flotaba por encima de las cabezas y los hombres gritaban más fuerte unos que otros.
Gedeón se hallaba detrás de su mostrador; Leona se deslizaba entre las espaldas mojadas para servir en las mesas, que limpiaba de cuando en cuando con un paño sucio.
—¿Qué hay de nuevo, Teo?
—Lo que publica el periódico. Te lo he traído.
Los otros le conocían.
—¡Hola, Teo!
—¡Hola, Víctor! ¡Hola, José!
—¿Te dedicas ahora a dejar caer negros desde el tren?
Él no contestó. La mayor parte de las mesas estaban ocupadas. El agente de seguros sentábase al fondo ante el mismo velador de todos los segundos miércoles del mes; y lo transformaba en despacho por el que sus clientes desfilaban como ante el confesonario. De cuando en cuando se abría la puerta, alguien cruzaba la carretera para ir al almacén o de vuelta de allí.
Unos hombres de Saint-Remacle discutían cerca de él:
—¿Quién es ahora el amo?
—¡Hombre, pues los sobrinos!
—Si fueran los sobrinos, ¿por qué no están aquí?
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? Anda, te escucho a ti que eres tan listo…
Teo escuchaba también, con su vaso en la mano y un codo sobre el mostrador. Alguien apostrofaba a Gedeón:
—¿Tú crees que Francisco Cadieu va a vender su hotel? Oye, Gedeón, ¿por qué no se lo compras tú, que no sabes qué hacer con el dinero?
—He nacido en esta casa. Mi padre también. Y mi abuelo…
—Bueno, bueno, no te remontes al diluvio…
Teo lanzó, tal vez porque nadie se fijaba en él:
—Leontina se ha marchado.
Gedeón le miró, primero sorprendido y, luego, incrédulo.
—¿Qué has dicho? ¿Quién te lo ha contado?
—Lo sé. Su sobrino ha venido a buscarla para llevarla a su casa de Amiens.
—Le conozco. ¿Te refieres al anticuario? Es un holgazán, que no ha abierto una tienda más que para que parezca que trabaja y que le saca todo el dinero que puede a su tía. ¿De modo que ha venido a buscarla?
—Anoche.
—¿Y Felipe, el chófer?
—Se ha vuelto a su casa. Han sellado todas las puertas.
Gedeón se encogió de hombros.
—Siempre ponen sellos.
—¿Y eso para qué?
—Para que nadie pueda coger nada antes de que esté liquidada la herencia.
—Yo creí que ya lo estaba.
—Pues no lo está. Oye, Julio…
Gedeón interpelaba a Julio, el giboso, que se ganaba la vida echando una mano a derecha y a izquierda, y que iba a ayudar en la fonda los días de feria.
—¿Estás seguro de haber visto con tus propios ojos, a Francisco Cadieu entrar en casa de su hermano?
—Como le veo a usted, patrón. Estaba yo en la Cooperativa cuando llegó Francisco, a eso de las seis. Incluso me dije que los dos hermanos se habían reconciliado en casa del notario.
—¿No sabes lo que pasó entre ellos?
—Entraron en el despacho y, desde el patio, les habría oído si hubiesen disputado, sobre todo a Nicolás, que tiene la costumbre de chillar. Francisco debió de estar un buen rato allí, porque, a las siete y media, cuando pasé por delante del Hotel del Rey, no había vuelto aún.
—Pues a mí —dijo uno de los granjeros de Saint-Remacle— lo que me interesa es saber quién va a ocupar el puesto del viejo. Si es Nicolás, resultará todavía más canalla que el tío. Y si es Francisco…
Volviéndose hacia su vecino, refunfuñó:
—¿Por qué me estás dando codazos, tú?
Sólo entonces se dio cuenta de que todo el mundo había enmudecido porque el inspector Gorre entraba en el local y se dirigía hacia el mostrador disculpándose con los que iba apartando.
—¿Puedo tomar un café?
—¡Virginia, un café! —lanzó el viejo en dirección de la cocina.
El diario que Teo había traído seguía circulando entre los vasos y las botellas. El inspector debía de haberlo leído, porque lo rechazó sin mirarlo. Poco a poco, las conversaciones se reanudaban en un tono más sordo, sin que nadie le perdiera de vista, aunque parecía no estar allí más que para tomarse una taza de café caliente.
—Qué tiempo más asqueroso… —le dijo Gedeón.
Él asintió con la cabeza, dirigió un vago saludo a Teo a quien acababa de reconocer y echó dos terrones en su taza.
Habían transcurrido más de cinco minutos, cuando preguntó a Gedeón:
—¿No tiene usted perro?
—Tuve un pastor flamenco, que me regaló un belga. Pero el día en que mordió a la pequeña, me desprendí de él y ya no he querido tener ninguno más.
—¿Usted tampoco, supongo? —dijo el inspector dirigiéndose a Teo.
Éste se contentó con mover la cabeza, sobrecogido ante la idea de que aquella pregunta, inocente en apariencia, ocultase tal vez una trampa.
—¿Se acuesta usted temprano?
Era a Gedeón a quien Gorre volvía a dirigirse y Teo, que empezaba a adivinar a dónde quería el inspector venir a parar, se preguntaba qué iba a responder cuando le llegase su turno.
Gedeón declaraba:
—Teo se marcha siempre el último, con sus viajeros cuando los tiene. Yo subo inmediatamente después y estoy ya en la cama cuando oigo rechinar la barrera que él cierra por la noche.
¿Por qué el inspector no le preguntaba nada al jefe de estación? Miraba a su alrededor los rostros más o menos animados de los campesinos.
—¿Cuánto le debo?
—Treinta francos.
Después de haber pagado, se dirigió hacia la puerta y, entonces, fue la mirada de Gedeón la que Teo sintió pesar sobre él.
—¿Has oído?
—¿El qué?
—Lo que me ha preguntado.
—¿A propósito del perro?
—Lo primero, ¿de qué sirve un perro en el campo?
—Para cazar.
—Y también para ladrar a los vagabundos. ¡Bueno! Después ha querido saber a qué hora me acuesto. ¿Por qué razón?
—No lo sé. Quizá por decir algo.
—¿Qué estás contando, Gedeón? —interrumpió el hombre de Saint-Remacle.
—Le digo a Teo que no hemos acabado aún con el negro.
—¿Quieres decir que no ha muerto?
—Que ha muerto es cosa segura, pero no lo es lo que el inspector comienza a sospechar: que haya caído del tren en la gran curva.
—¿Crees que alguien le ha empujado?
¿Por qué era Teo a quien Gedeón miraba otra vez?
—Quizá sea eso o quizá sea otra cosa.
—¿Qué otra cosa? ¡No va a ser León Couvert el que le haya acogotado!
—No hablo de León.
—¿Entonces, de quién?
—No lo sé. El inspector se lo pregunta.
Se volvió hacia la ventana.
—¿Qué estará haciendo afuera? No ha cogido su coche…
Alguien entreabrió la puerta y el aire fresco removió la humareda.
—Va por el camino de la granja de León.
—Se manchará de barro hasta las rodillas. Si quiere andar por la vía haría mejor en ponerse unas botas de agua porque, después de lo que ha caído esta noche y de lo que está cayendo, el campo de abajo estará seguramente inundado.
El que estaba más cerca de la ventana anunció, manteniendo levantado el visillo:
—Quizá te ha oído, Arturo. Ahí está de vuelta con el aspecto de un cura rezando el rosario en el jardín del presbiterio. Yo creí que los de la «bofia» llevaban siempre un paraguas…
¿Eran las marcas encontradas en las ropas, u otro detalle que Teo ignoraba lo que hacía que el inspector, en contra del reportero de El Eco de Amiens, no se contentase con la hipótesis del suicidio o del accidente?
¿Por qué no había preguntado a Teo, como acababa de hacer con Gedeón, a qué hora subía a acostarse?
Empezaba a sentirse realmente culpable y procuraba no mirar al viejo Coinche. ¿Acaso cuando se tiene conocimiento de un hecho relacionado con un crimen, no hay la obligación de declararlo? Había leído, en el periódico, casos de testigos a los que interrogan horas enteras, no sólo en los despachos de la policía o del juez de instrucción, sino en pleno tribunal, delante de todo el mundo.
Si se llegaba a eso, sentíase incapaz de conservar su sangre fría.
—Dame otra botella.
Seguía siempre con la cabeza baja, presa de la tentación de salir de la fonda, de ir a reunirse con Gorre en la carretera y de confesarle la verdad, disculpándose por no haberlo hecho el día anterior.
No podían condenarle por esto, ya que, sobre todo la víspera, no le habían hecho ninguna pregunta y nadie, excepto él, parecía pensar en un crimen.
Si el inspector había llegado, sin ayuda, al punto en que estaba, sería capaz de remontarse hasta Nicolás Cadieu e incluso, si éste no confesaba, Jorre descubriría algunas pruebas.
Detendrían a Nicolás. Le juzgarían. Le condenarían a muerte, o a trabajos forzados a perpetuidad, y sería una buena solución para quitárselo de encima; todo el mundo, en la región, sentiría alivio.
Pero ¿cuál era el papel de Teo en todo aquello? Quizá, como había ocurrido aquella mañana, ¡ni siquiera figuraría en el diario! Seguiría viviendo prisionero en su estación, sin la posibilidad de subir al pueblo los días de feria.
Por el contrario, si Nicolás no era perseguido, Teo, con su secreto, podría exigirle lo que quisiera.
¿No merecía la pena correr cierto riesgo por aquello?
Existían pocas probabilidades de que otro que no fuera él hubiese visto al negro por la carretera. Se habría sabido ya. Puesto que nadie había hablado, aquello significaba que nadie le había visto.
¡Excepto él!
Es imposible obligar a alguien a decir lo que ha decidido no decir.
¿Podía sostenerse su razonamiento, sí o no? Hasta la lluvia estaba de su parte porque iba borrando las huellas que la camioneta de Nicolás podía haber dejado en el camino. En cuanto al campo de abajo, ya podían rebuscar, ahora que estaba todo inundado.
¿Averiguarían que el negro era el nieto de Cadieu? De acuerdo. ¿Le habían descubierto, muerto, a lo largo de la vía? ¿Ciertos indicios permitían sospechar que no se había matado al caer del tren? De acuerdo también.
Pero ¿y después? ¿Qué resultados obtendrían los jueces, policías, periodistas, todos los que intervenían, si ignoraban que el negro se había dirigido hacia el pueblo?
—Estás muy serio, Teo.
Alzó la cabeza, esforzándose en sonreír.
—Pensaba.
—¿En el negro?
—No. En Leontina.
Inventaba.
—Me pregunto, ¿por qué pretenden que ella ha heredado una cantidad y podía vivir en la casa de Cadieu toda su vida, cuando no existe testamento?
—La gente cuando no sabe, inventa. Yo, por ejemplo, podría inventar que el negro vino aquí a beber un vaso antes de matarse en el campo de León, o que llamó a la puerta para preguntarme el camino del pueblo…
Teo le miró de soslayo, desconfiado, alerta; y Gedeón prosiguió, sirviéndose una copita de aguardiente:
—Ya verás cómo habrá quienes pretendan que se le encontraron.
—¿Que se le encontraron, dónde?
—En cualquier sitio. Siempre ocurre así. Es un medio para dárselas de importante y para ver su nombre en el periódico…
Era imposible que él supiera. Hablaba por hablar. En el fondo, lo que decía era casi tranquilizador. Si Teo decidía contar que había visto al negro a la luz de la luna, con una maleta en la mano, ¿no se contentarían con alzarse de hombros?
No se arriesgaría a ello, naturalmente.
Tenía «que enseñarles», y no era aquélla la manera de conseguirlo.
—¿Estás loco? —exclamaba Leona, sin enfadarse, a un bebedor que, aprovechándose de que ella se inclinaba para limpiar una mesa, acababa de darle un azote en la nalga.
Nadie se fijó en ello, y ni Gedeón ni Teo eran celosos.