III

El inspector intentó primero abrir la puerta y luego, sorprendido de que se resistiera, adosó la cara al cristal de la ventana, con la mano de visera, esforzándose en ver lo que ocurría en la penumbra del interior. A la desesperada, se puso a tamborilear con los dedos, pero sin impaciencia.

Fue entonces cuando una lluvia fría, bastante fina al principio, empezó a caer, pues el viento había cambiado del norte al noroeste y unas enormes nubes grisáceas, cargadas de agua, invadían el cielo como extraños animales.

Teo cruzaba la carretera a pasos rápidos, y cuando llegó hasta detrás de su visitante éste iba a dirigirse hacia el paso a nivel para dar la vuelta a la estación.

—Le ruego que me dispense. Estaba allí enfrente, almorzando. Como vivo solo me veo obligado a estar de pensión en la fonda.

Aquello no se desarrollaba como él esperaba. Al inspector no parecía preocuparle lo que el jefe de estación hiciese o dejase de hacer de sus jornadas. Si el agente de policía Gorre parecía un contable, el enviado de la Compañía, joven y elegante, hacía pensar más bien en un estudiante de buena familia.

—¿Espero que habrá usted terminado su comida? —preguntó cortésmente, mientras Teo hacía girar la llave en la cerradura.

—Había acabado el postre cuando le he visto a usted.

El otro no dijo su nombre. Y Teo no se lo preguntó. Sin duda sus funciones no le habían llevado nunca a una estación tan pequeña, pues miraba a su alrededor con curiosidad e incluso con una especie de ternura, como si aquello fuera un juguete. El ojo tuerto de Teo no se le escapó.

—¿Accidente de trabajo?

Su profesión consistía, en efecto, en indagar sobre los accidentes ferroviarios e igualmente sobre los robos, las pérdidas y deterioros de mercancías.

—Una perdigonada cuando era todavía un chiquillo.

—¿Supongo que no habrá usted tenido ocasión de ir al lugar del suceso esta mañana?

—No podía abandonar la estación.

Sentóse ante la mesa y se tiró del pantalón, mostrando unos calcetines de fina lana escocesa.

—Vengo de Amiens, donde resido, y he podido iniciar mis pesquisas allí. Ha quedado ya establecido que el viajero a quien encontraron muerto junto a la vía, no subió clandestinamente al tren, sino que llevaba un billete de ida con destino a Versins.

—Ya me lo ha dicho el inspector de policía.

—La víctima pasó, pues, por aquí. ¿Fue usted quien dio la salida al ómnibus?

—Estoy solo en la estación.

—¿Le hizo a usted preguntas el inspector de policía?

—Algunas. Y el brigada de la gendarmería, también.

—Le habrán preguntado si comprobó usted el cierre de las portezuelas. ¿Qué les ha contestado?

—Que había comprobado los de los dos compartimientos de donde salieron unos viajeros y a uno de los cuales subieron la madre y la hija con destino a Boulogne.

—¿Está usted seguro de ello?

—Sí.

—Tenga usted en cuenta que deberá seguramente declarar ante la justicia. Y ésa es la primera pregunta que volverán a hacerle. El muerto tendrá sin duda familia y, como ocurre siempre en casos parecidos, intentarán pedir daños y perjuicios a la Compañía. ¿Dónde estaba usted cuando arrancó el convoy?

Y él recitó, como en la época en que estudiaba su manual:

—En el andén, a la altura del primer vagón, de frente al tren, para asegurarme, a medida que iba pasando, de que los cierres de seguridad estaban bien echados.

—¿Supongo que le hubiera chocado a usted si alguno de esos cierres no estaba en posición correcta?

—Con toda seguridad.

—¿Y no advirtió usted que el negro ni nadie intentasen saltar del tren en marcha?

—No, señor.

Y esto era todo. Con aquel inspector se sentía tranquilo y no experimentaba la necesidad de trapacear.

—Ese camino que se ve a la izquierda de la barrera ¿conduce al kilómetro 206?

—Sí. Pasa por delante de la granja Couvert y se une a la carretera nacional en la estación de Audrey.

—Muchas gracias.

Volvió a mirar a su alrededor, por curiosidad, fue a echar un vistazo hacia el andén y, luego, tocándose el ala de su sombrero, subió a su coche. El parabrisas estaba ya empañado por la lluvia y tuvo que hacer funcionar el limpiaparabrisas antes de poner en marcha el motor.

Teo le vio partir. Las nubes venían del mar, cada vez más oscuras, y las gotas de agua eran ahora densas y pesadas.

Aunque no era todavía más que la una y cuarto, tuvo que encender las luces, pues se hubiera uno creído en el crepúsculo. No sabía él aún que el resto de la tarde iban a ignorar que existía; y, sin embargo, tenía ya una sensación desagradable de aislamiento.

Después de haber cargado la estufa hasta el tope, en plena ociosidad, volvió a plantarse ante la puerta para mirar cómo caía la lluvia. Y vio pasar, rodando despacio, un auto en el cual unos señores bien trajeados, parecían estar discutiendo.

Como el coche venía de la granja Couvert y los cuatro ocupantes tenían un aspecto importante, dedujo de ello que debían de ser gentes de la curia, sin duda el juez de instrucción, el sustituto, el escribano y quizá el médico forense.

Delante de Coinche, el auto vaciló, se detuvo, tocó un poco el claxon que hizo salir a Gedeón hasta el umbral. Le preguntaron algo y él extendió el brazo hacia el pueblo e hizo un ademán que significaba que torciesen luego a la izquierda, es decir, en dirección del Hotel del Rey.

Lo que discutían en el auto era, pues, el sitio donde podrían comer, y uno de ellos debía de haber oído hablar del restaurante de dos estrellas.

Comerían bien en el comedor de paneles de madera oscura, en donde relucían los cobres, y Francisco Cadieu acudiría en persona a servirles y a aconsejar algún vino de su cosecha.

Ni para un simple informe, se les había ocurrido dirigirse a la estación, pues fueron en derechura a Gedeón.

No eran los únicos que obraban así. Lo mismo sucedía en la fonda, donde los habitantes de Versins esperaban la salida del tren y Teo se veía obligado con frecuencia a ir allí a buscarles.

Poco después, recibió, sin embargo, una visita, la del señor Delfosse que le llevaba los documentos referentes al vagón de mercancías que sería enganchado a un tren, al cabo de un rato.

—Todo está en regla, Teo. No tiene usted más que firmar aquí. ¿A qué hora cree usted que llegarán?

—El mercancías está anunciado para las 15,40.

El señor Delfosse no hizo la menor alusión a lo sucedido en la vía. Estaba eternamente preocupado con su trabajo, que realizaba con rigurosa conciencia. Era un hombre de unos cuarenta años. Vivía en una bonita casa de su propiedad, situada casi en las afueras del pueblo con su mujer y sus cuatro hijos. No entraba apenas en la fonda más que durante la canícula, cuando atareado todo el día, en el almacén, iba allí a tomar una limonada.

Probablemente él sabía más que nadie, aparte del notario, acerca de la herencia Cadieu, ya que los herederos se convertían, automáticamente, en sus nuevos amos, pero no era hombre que cometiese una indiscreción.

—Mis dos hombres le esperarán. Gracias.

Otro rato vacío. Nada le impedía a Teo cruzar la carretera y sentarse en casa de Coinche, puesto que el inspector había pasado y, además, no se preocupaba de los actos y gestos del personal, salvo en lo que se refería a la llegada y a la salida de los trenes.

Tal vez por una especie de orgullo Teo permanecía solo en su estación, rodeada de lluvia como un islote en medio de un lago. No tenía ya edad de enfurruñarse y, sin embargo, su actitud lo parecía. ¿No le había tratado Gedeón como un niño? Nadie le había hablado nunca como se habla a los otros. Los habitantes de Versins, lo mismo que los de Mauricourt, incluyendo a los norteafricanos, le llamaban Teo, la mayoría de ellos le tuteaban y era raro que le llamasen «señor», como acababa de hacerlo el inspector de la Compañía.

En la actualidad, precisaba él de todos sus medios para reflexionar y era en casa de Gedeón adonde se precipitaban, era a Gedeón a quien le hacían sus confidencias. En cuanto a él, le dejaban en su rincón, o sino, como el brigada Alfonsi, le formulaban las preguntas que se hacen a un sospechoso.

La prueba de que no se engañaba y de que no significaba nada, era que el repórter de El Eco de Amiens, que llegó alrededor de las dos y media, en un coche con el rótulo «Prensa», se dirigió inmediatamente al Hotel Coinche. Conocía a Teo. Había acudido a la estación aquella vez en que un obrero de Cadieu tuvo la desgracia de que le quedase aprisionada una pierna entre los topes de dos vagones de remolacha. Era un muchacho mofletudo, de largo pelo rubio, que escribía a diario una especie de poemita, encabezando la crónica local.

¿Qué podían estar contándose, allí enfrente? ¿Es que Gedeón repetía, para el periodista, la historia de los Cadieu y del Oubangui? No se daban prisa, debían estar tomándose vasitos y más vasitos y charlando y, quizá, se ocupaban de él.

El repórter no reapareció hasta pasada media hora, limpiándose los labios como los otros, y le costó trabajo poner en marcha su motor. Gedeón permanecía en el umbral, mirándole.

El oficio de aquel muchacho consistía en interrogar a la gente y, sin embargo, sin una sola mirada a la estación, se lanzó hacia el pueblo. ¿Qué iría a hacer en Versins-Haut?

«Yo les enseñaré…».

Era cada vez más necesario y habría que andar con mucho cuidado, ahora que Gedeón se olía algo. Gedeón tenía más edad que él. Había ido a la escuela con Justino Cadieu, y era el único en toda la región que se atrevía a tutearle. También era verdad que él conocía el pueblo mejor que nadie.

Gedeón era listo, de acuerdo. ¿Quién le impedía a Teo ser tan listo como él?

Bebió un largo trago de tinto de su botella ya casi vacía, descolgó su impermeable y, con el banderín rojo debajo del brazo, se dirigió, por el andén, hacia el apartadero. Era la hora. Los dos hombres que se encontraban por la mañana en la fonda esperaban, sentados sobre unos sacos, al abrigo de la lluvia.

Teo miró a la derecha y a la izquierda, movió la pesada palanca de la aguja, que estaba fría y mojada.

—¿Y tu negro, Teo? —le gritó uno de los hombres, en tono burlón.

No respondió, sabiendo que aquello iba a perseguirle, como en otro tiempo la canción del jefe de estación.

—Ya sabes que Teo no le ha visto —intervino el otro. Le miraba con su ojo maligno…

Llegó al andén donde el timbre no tardó en vibrar; se adelantó para agitar su banderín. El guardafrenos bajó de su cabina.

—¡Hola, Teo…! ¿Está listo tu vagón…? Oye, cuánta gente hay allí arriba, en la curva… ¿Es verdad que han encontrado un fiambre?

Todo el mundo, menos él, podía ir a ver lo que ocurría en el kilómetro 206.

La locomotora, separada, fue a enganchar el vagón de Cadieu en el apartadero, para llevarlo a la fila. Oíanse rechinamientos, choques de hierros y, en pie, con las manos en la palanca del cambio de vías, Teo, impasible y malhumorado, dejaba que le cayese la lluvia encima.

El tren se alejó, por último, en dirección a Amiens, tragado en seguida por la niebla acuosa, y reinó de nuevo el gris y el silencio.

Teo no sabía siquiera si se habían llevado el cuerpo o si estaba todavía al pie del terraplén, expuesto a la lluvia. La camioneta o el furgón —él ignoraba lo que se emplea en estos casos— podía haber pasado por Audrey cuyo jefe de estación, el subjefe y los dos funcionarios sabían mucho más que él.

Como Gedeón le había hecho notar, era sin duda el único habitante de Versins, aparte de los enfermos y de los tullidos, que no asistió aquel sábado al entierro de Justino Cadieu o que no estuvo al pasar el cortejo.

En vida de Cadieu, Teo le veía a menudo, casi a diario, porque era un hombre que no se fiaba de nadie y, desde muy temprano, venía a dar órdenes a los obreros del almacén. Aunque su despacho principal estuviera en Versins-Haut, tenía otro, una especie de jaula acristalada, al fondo del cobertizo; y a veces pasaba allí horas enteras.

Su chófer, Felipe, le transportaba en una larga limousine negra que tenía diez años, pero en la cual no se veía ni una mancha de barro; y rodaba tan silenciosamente que no se la oía llegar.

Cadieu no era alto, pero sí ancho de espaldas, corpulento. Su cráneo estaba casi calvo, con sólo algunos pelos junto a las orejas, y lo que más chocaba en él, era su cutis de una blancura que no es habitual en la piel humana.

Decían que, a causa de su enfermedad, tuvo un primer ataque de angina de pecho a los sesenta años, y que le dieron por muerto. Una semana después, reapareció en su despacho, en su coche, y desde entonces llevaba siempre una caja de comprimidos en el bolsillo. De cuando en cuando sacaba uno, con gesto meticuloso y lo llevaba a su boca.

Andaba despacio, calculando sus movimientos, y era raro oírle pronunciar más de dos frases de un tirón.

Tuvo un segundo ataque, cuatro años antes, se repuso como del primero, reanudando después su trabajo, a pesar de las órdenes terminantes del médico.

¿Era cierto que, al final, no fue del corazón sino de una bronquitis maligna de lo que murió?

Aquel hombre, que habían enterrado tres días antes, era la persona más importante a quien había tratado Teo, más importante que el jefe de estación de Amiens, naturalmente, e incluso que todos los altos funcionarios de ferrocarriles, más importante también que el diputado que venía una vez al año a Versins y estaba a disposición de sus electores en la trastienda del Café del Comercio.

Teo no se preguntó nunca lo que pensaba un hombre como Cadieu, ni cómo pasaba sus veladas en su gran casa de piedra, donde no habitaban más que Felipe, el chófer, y Leontina que le servía.

Hubiera podido tener con su dinero buenas mujeres, cuando estaba todavía en edad de interesarse por ellas, tomar las sirvientas que hubiese querido, recibir a los amigos, pasar los inviernos en el Mediodía, como tantas gentes menos ricas que él, viajar de cuando en cuando por el extranjero.

Era cosa de creer que aquello no le atraía, y ni siquiera tenía el recurso de comer bien, a causa de su régimen.

Teo miraba a través de los cristales cuyo vaho limpiaba de cuando en cuando, el sitio en que Justino Cadieu solía estar, junto a los cierres del almacén, pálido y tranquilo, observándolo todo a su alrededor con ojos de pez.

Desde hacía mucho tiempo, no mantenía trato alguno con sus dos sobrinos, Francisco y Nicolás; nadie sabía con exactitud por qué; y tenían que atenerse a las suposiciones.

Ocho de las mejores granjas de la región, por lo menos, le pertenecían y era, además, administrador de varias sociedades, incluyendo la fábrica de ladrillos.

«Yo les enseñaré…».

Por mucho que se repitiese estas palabras, como se murmura una oración, le hacía perder confianza en sí mismo pensar en un hombre como Justino Cadieu, que no tenía más que escribir a París para que uniesen su almacén con el ferrocarril por una vía particular.

Si era cierto que sus sobrinos heredaban todos sus bienes, aparte de lo que hubiera legado a Leontina, Francisco y Nicolás iban a ser tan ricos e importantes como él.

Así, pues, Nicolás, solamente por su parte, sería a medias tan poderoso como su tío.

Esta idea le hizo reír de pronto, en el silencio.

Luego, más seguro de sí mismo, imitando sin querer la postura del viejo, volvió a plantarse ante la puerta de la que se había retirado para calentarse las manos.

Porque, a la sombra de Nicolás, estaría él. Teodoro Doineau, a quien su madre había abandonado en la Beneficencia Pública y al que todo el mundo, hasta los chiquillos, hasta los norteafricanos llamaban Teo.

No sabía aún cómo se las compondría con Nicolás. Dependería de la indagatoria, pues era preciso lo primero que todo se apaciguase.

Excepto los viernes, cuando Dambois venía de Abbeville para sustituirle, él no tenía derecho a alejarse de su estación y, si llamaba a la puerta de la Cooperativa Lechera, todo el mundo lo sabría en el pueblo.

¿Es que el negro, el lunes por la noche, había encontrado sin ayuda de nadie, la Cooperativa? Era fácil. Gracias a la luna, había tanta claridad como en pleno día —¡más claridad que en aquel momento!— y, un poco antes de la entrada del pueblo, un poste con una flecha indicaba, a la izquierda, la Cooperativa Lechera.

No había pensado todavía en todos los detalles. Había un hecho cierto: el negro, con su maleta, se dirigía a algún sitio, y, en la mente de Teo, no podía ser más que a casa de Nicolás Cadieu. Esta idea se le había ocurrido en seguida, cuando León Couvert habló del cadáver encontrado en la vía.

Primeramente, el otro Cadieu, Francisco, gozaba de una posición más desahogada, porque el Hotel del Rey era un negocio próspero, bien dirigido, que marchaba lo mismo en invierno que en verano. Después, Francisco era un hombre ponderado, bastante enfermizo, que tomaba píldoras, como su tío, las mismas sin duda, y que tenía un pie deforme.

Teo no podía imaginarse a Francisco Cadieu, y menos aún a su mujer, que estaba sentada todo el día ante la caja, matando al negro y transportándole en coche hasta el kilómetro 206.

Sólo Nicolás era capaz de un golpe así. Y si le acusaban, no habría nadie en el pueblo que dijera una palabra en su favor. No se entendían ni siquiera con su hermano, con quien había tenido varios pleitos, ni con su mujer que, envejecida prematuramente, se consolaba mañana y tarde en la penumbra de la iglesia.

Nicolás era un gritón, orgulloso de sus músculos, repitiendo a quien quería oírle que había hecho su servicio militar en los batallones de África, cuyo vocabulario empleaba. Cuando entraba en un café, en Versins o en otro lugar, era de esperar una gresca, pues le gustaba provocar a los clientes de su alrededor.

Bebía de firme, e invitaba gustoso a rondas generales para sacar después un fajo de billetes del bolsillo. Antes de la guerra, cuando existían aún las mancebías, se pasaba en ellas dos y tres días seguidos, en Amiens, en Abbeville o en otras partes; y le habían visto con rameras, obligando a su mujer a darles alojamiento durante el tiempo que le duraba el capricho.

Su hermano tuvo que entregarle la mitad de la herencia paterna, es decir, la mitad del valor del hotel; y con aquel dinero, Nicolás montó un garaje, porque le gustaban los autos. Después, como el negocio no marchaba bien, desapareció de la circulación y según dijeron tenía un bar en París, por el lado de la plaza de Italia.

Un buen día, volvió, para organizar ahora un criadero de cerdos, en Audrey. Era en el comienzo de la guerra. Ganó mucho dinero y se le vio en compañía de oficiales alemanes con quienes salía en coche. Era uno de los raros habitantes de la región, en aquella época que podía seguir utilizando el suyo.

Una noche, Teo le vio llegar con dos mujerzuelas muy pintadas. Fue en casa de Gedeón, donde unos parisienses, venidos para el abastecimiento, esperaban el último tren.

—¡Sirve de beber a todo el mundo! —lanzó Nicolás a Gedeón.

Cuanto más bebía más excitado se mostraba, pero no estaba nunca completamente borracho y brillaba siempre en sus ojos una chispa desafiadora.

—¿Habéis venido a buscar manteca, eh, vosotros? Con muchas zalemas y una bonita sonrisa en los labios, habéis ido a llamar a la puerta de las granjas tratando con gran finura a esos campesinos a los que antes de la guerra llamabais palurdos… ¡Sírveles a pesar de todo, Leona…! Son unos pobres hombres y necesitan reanimarse… Eso sin contar con que algunos serán detenidos antes de que lleguen a París…

A su alrededor, entre el humo de las pipas y de los cigarros, las caras tenían un gesto duro, tenso, y algunos puños se apretaban.

Gedeón que no le tenía miedo, se adelantó.

—Déjales en paz, Nicolás.

—¿Qué les he hecho? Les invito a beber.

—No te han pedido nada.

—Es posible. Pero, no permito que se rechace mi ronda. Si no les sirves, pudiera ser que la gendarmería viniese a darse una vueltecita por tu bodega… ¿Qué dices a esto, tú, el patriarca?

Teo estaba allí, en el rincón cercano a la puerta. Su hija Antonieta no trabajaba todavía para Cadieu. Vivía con él en aquella época, y, como le estaba esperando, salió de allí sin hacer ruido. Esperó oír de un momento a otro, desde la estación, un estrépito de vasos y botellas.

Cuando los viajeros llegaron para tomar el tren, que no tenía calefacción y traía retraso, como la mayoría de los trenes durante la guerra, aquellos hombres callaban, iracundos, descontentos de sí mismos, porque ninguno se había atrevido a enfrentarse con Nicolás, que se quedó allí, bebiendo con las dos mujerzuelas. No se marchó hasta muy avanzada la noche, bastante después del toque de queda.

En la liberación, trazaron con alquitrán una cruz gamada sobre la fachada de su casa. Los FFI le llevaron a un campo de concentración, en Amiens. Tuvieron el propósito de hacerle comparecer ante los tribunales y de que devolviera sus ganancias ilícitas.

Dos semanas después estaba en libertad, y no hubo procesamiento. Se contentó con desaparecer en compañía de su mujer y de su hija, que tenía por entonces doce años.

¿Por qué había vuelto, hacia la época en que su tío sufrió su segundo ataque cardiaco? ¿Y cómo se hizo nombrar director de la Cooperativa Lechera?

Para Teo, la respuesta era sencilla: hay los que tienen dinero y pueden permitírselo todo, como él, y hay los que se encogen.

Teo se había encogido de tal manera que, cuando Antonieta, que había aprendido mecanografía, encontró un puesto en la Cooperativa, él no protestó. Sentíase demasiado contento de verla colocada, pues la muchacha era poco instruida y escribía mal a máquina. ¿No era aquello mejor para ella que ponerse a servir como criada para todo?

Y la muchacha se marchó sin dejar señas; no le había escrito desde entonces, de modo que él no pudo preguntarle quién le hizo aquel hijo.

Pero ¿quién iba a ser más que Nicolás Cadieu, el de los feos ojos cínicos? Desde entonces, cada vez que le veía, Teo rezongaba:

—Algún día te enseñaré…

¿Creía realmente en ello? ¿No era una manera de evitar el sentirse demasiado avergonzado de sí mismo?

Los hombres de la calaña de Nicolás gozan de todas las suertes y, a veces, se diría que una providencia vela por ellos. Cualquier otro comerciante que hubiese quebrado en las mismas condiciones que él, no habría vuelto a levantar cabeza. Los FFI marcaron con un hierro al rojo a una chica de dieciséis años, medio idiota, porque se había acostado con un alemán, y un carnicero fue condenado a seis meses de cárcel y a la degradación pública por haber vendido carne para la mesa de los oficiales.

Cadieu, en cambio, se había librado sin el menor castigo, y la Cooperativa Lechera le permitía ahora engordar con el trabajo de los campesinos. Tuvieron que pasar largos meses de vacilaciones y de cabildeos para que se decidiesen a pedirle cuentas y a llamar a un perito de Amiens a fin de que examinase los libros.

Esperaban su informe. Que sería seguramente desastroso para Nicolás.

¿Y qué ocurría? Pues que en el preciso momento en que iban a empezar los jaleos y cuando corría el riesgo de ir a la cárcel, su tío fallecía sin desheredarle siquiera, aunque no le dirigía la palabra desde hacía muchos años.

¿Qué habría pasado si Teo, por un milagro, no hubiera visto al negro en la carretera?

Nicolás Cadieu gozaría en paz, a medias con su hermano, de una de las fortunas más cuantiosas de la provincia.

Pero Teo había visto al negro. No dijo nada al brigada Alfonsi, ni a Gorre, ni, por último, al inspector de la Compañía. No se lo diría a nadie y Gedeón, por listo que fuera, no conseguiría sonsacarle.

Aquél era un asunto a liquidar entre Cadieu y él. No se trataba solamente de una antigua cuenta que saldar con un canalla, sino una antigua cuenta a liquidar con la humanidad y con el destino.

«Algún día les enseñaré…».

Creían tan poco en aquello, todos cuantos le trataban, que le dejaban en su estación y no se ocupaban de él.

Había caído la noche. Brillaba todavía la luz detrás de las cortinas de la fonda. Era la hora de ir a cerrar la barrera, la hora de llegada del ómnibus que iba a Amiens.

No subió nadie en él. Tampoco se apeó nadie, pero no por ello dejó Teo de examinar, maquinalmente, los cierres de las portezuelas.

Una vez que partió el ómnibus, abrió la barrera, que franquearon dos ciclistas en la oscuridad lanzándole unos:

—¡Hola, Teo!

No les había reconocido. La botella de vino estaba vacía. Cerró la estación, cruzó la carretera y empujó la puerta de la fonda.

Virginia, la mujer de Gedeón, vestida de negro, como siempre, con las mejillas cubiertas de barrillos, y la mirada vaga, hacía punto junto a la ventana. La chiquilla, tirada en el suelo, jugaba a extender con los dedos los regueros de agua que habían dejado las botas de los anteriores visitantes. Leona estaba en la cocina. Cerca de la estufa, que ronroneaba con cada ráfaga de viento, Gedeón no hacía nada.

—No se te ha visto desde esta tarde —observó.

Y luego, volviéndose hacia la cocina:

—Una botella para Teo, Leona.

Teo sacudía su gorra empapada de agua, colgaba su impermeable en la percha, mientras Gedeón extraía bocanadas soñadoras de su pipa, que gorgoteaba.

Ni el uno ni el otro parecían tener prisa en hablar. Sucedíales de cuando en cuando permanecer así en silencio, las tardes en que no había allí nadie, cosa corriente en invierno.

Teo vació su primer vaso de un trago, encendió una pipa él también, con la espalda adosada a la pared pintada de verde, frente al reloj cuya manilla grande saltaba a cada minuto. Tuvo tiempo de saltar cinco veces y se disponía a dar el sexto salto, cuando se oyó la voz de Gedeón:

—A propósito de Justino…

Teo se esforzó en no estremecerse y en que su fisonomía conservase su expresión taciturna.

—Hace un rato me han dado una noticia que explica muchas cosas. Me preguntaba yo por qué Justino había testado en favor de sus sobrinos, estando reñido con ellos…

¿Acaso el viejo Coinche iba a destruir con una sola palabra todas las esperanzas de Teo? Hubiérase jurado que el zorro adivinaba su angustia y se complacía en ella, porque no se daba prisa en continuar, aspiraba muy serio de su pipa.

—Cuando han visto, el sábado por la tarde, entrar a Francisco y a Nicolás, uno tras otro, en casa del notario, todo el mundo pensó que era para la apertura del testamento…

Era raro que en Versins-Haut no se vieran rostros, sobre todo rostros de mujeres, detrás de los visillos; y las noticias se difundían con rapidez.

Gedeón dejó pasar otro momento. La niña sentada en el suelo, había encontrado una cerilla.

—Bueno, pues al parecer Justino no ha dejado testamento, y quien me lo ha asegurado tiene que saberlo. ¿Tú comprendes esto, de que un hombre como él desaparezca sin preocuparse de qué pasará con su fortuna?

Teo seguía sin responder, y además, no hubiera sabido qué contestar, pues era incapaz de imaginarse él mismo dentro del pellejo de Cadieu el ricachón.

Gedeón, con la mano apretada sobre el hornillo tibio de su pipa, parecía sonreír beatíficamente, como se ve sonreír a veces a los viejos al rememorar recuerdos secretos.

—Yo que le conocía bien, apostaría a que él estaba seguro de no morir esta vez. Después de los ataques que logró vencer, una vulgar bronquitis no era cosa que le asustase…

—¿Y qué? —preguntó Teo.

—Pues que eso responde quizás a la pregunta que me hiciste al mediodía.

—¿Qué pregunta?

—Referente al negro. ¿Ya no te acuerdas? Me preguntaste quién le había escrito o telegrafiado a su pueblo del Oubangui para hacerle venir a Versins. Y hasta insinuaste que había sido yo.

Aquello iba demasiado de prisa. Hasta en el dominó, Teo necesitaba que le dejasen tiempo.

—A mi entender —prosiguió Gedeón después de un nuevo silencio—, si Justino hubiera redactado un testamento, lo habría hecho más bien en favor de una obra de caridad o de una institución cualquiera, lo primero para que sus sobrinos no cogiesen un céntimo, y después, para que se hablase de él. ¿Comprendes?

Teo hizo un signo afirmativo y se sirvió otro vaso.

—También hubiera podido dejar la herencia a Leontina, pero, en este caso, los sobrinos hubiesen impugnado el testamento y tenido probabilidades de ganar el pleito. Suponte ahora que él haya sabido la existencia de su nieto, o que la supiera desde siempre… No se entendía con su hijo, en vida de éste, de acuerdo. Pero han pasado años desde la muerte de Armando…

Gedeón concluyó de pronto, sin explicarse:

—¡Ya verás cuando tengas mi edad, si es que llegas! Tiene uno tiempo de cambiar de ideas y a veces vienen a las mientes otras chocantes…

¿Por qué en aquel preciso momento miró él a la niña que seguía en el suelo, y por qué Teo enrojeció? El viejo, ¿no encontraba «chocante» justamente, el ver entre ellos dos aquella criatura que podía ser lo mismo de él que del jefe de estación?

—A veces, se venga uno…

—¿Vengarse de qué?

—¿Tú no has sentido deseos de vengarte nunca? ¿Te figuras que Justino ignoraba que si todo el mundo le temía y le saludaba humildemente, no habría tenido nadie que hubiera levantado el dedo en su favor? ¿Y que de haberle dado un ataque, haciéndole desplomarse al suelo en medio del pueblo, la gente hubiese acudido, no para socorrerle, sino para regocijarse, viéndole reventar?

Teo se sintió presa de una especie de angustia. No había previsto que aquello iba a ser tan complicado y estaba casi seguro de que Gedeón estaba robándole su posibilidad, la primera de su vida, la única que le sería concedida nunca.

—Confiesa que resulta divertido. ¡Dejar a un negro en su lugar, en vez de a sus sobrinos! Imagínate los colonos, los comerciantes e incluso los grandes personajes de la provincia haciendo reverencias a un joven salvaje…

Teo había perdido de tal modo el hilo de sus ideas que estuvo a punto de replicar atolondradamente:

—En ese caso, ¿quién le ha matado?

Acababa por olvidar que él era el único, hasta entonces, en saber que el negro, si había saltado del tren en la gran curva, como era probable, estaba vivo poco después y caminaba a grandes zancadas, con su maleta en la mano, hacia el pueblo.

¿Es que alguien que estuviera en sus cabales podía pretender que aquel hombre había vuelto de buen grado al campo de León Couvert, para matarse sobre las traviesas?

Ahora bien, si Justino Cadieu le había llamado antes de morir, era a la puerta de la casa de piedra, de la plaza Gambetta, donde el negro debió de haber llamado.

En la casa no había, por lo general, más que Leontina y el chófer.

Teo acababa de sumirse tan hondamente en sus pensamientos que la voz de Gedeón casi le asustó.

—¿En qué pensabas?

—No pensaba —farfulló él, como si le hubiese cogido en falta.

—Pues lo parecías. Me divierte ver lo que van a hacer con todo esto.

—¿Quiénes?

—Los que se ocupan del asunto, incluyendo el notario. Porque si el negro es el nieto de Justino, y si es él quien hereda…

Teo sentía deseos de pedir clemencia. Gedeón, por el contrario, se deleitaba con todas aquellas complicaciones, como la mayoría de la gente del campo que se apasiona por las cuestiones legales, los pleitos y, sobre todo, los relacionados con las herencias.

—Como ha muerto no puede heredar —cortó Teo con seguridad, pues esto le parecía irrefutable.

—¡Perdón! Justino ha muerto antes que él. De modo que el negro ha heredado antes de morir a su vez. Ahora, es a los herederos de él a quienes les corresponde la fortuna. Nada prueba que no tenga una mujer, pues se casan muy jóvenes en los países cálidos, y si no, está su madre…

Gedeón, regocijado ante la idea de que una negra recién salida de la selva viniese a instalarse a la plaza Gambetta y rigiese los negocios de Cadieu, golpeó el hornillo de su pipa sobre el tacón de su zapatilla para sacudir la ceniza.

—Esto no es más que una suposición, pero te confieso que daría yo lo que fuese por verlo…

El pobre Teo había ido allí, después de su soledad de aquella tarde, para buscar un poco de consuelo en el ambiente familiar de la fonda.

Tenía que ir una vez más a cerrar y abrir la barrera al paso de un exprés, después de lo cual se vería obligado a volver allí a cenar y a jugar las partidas de dominó en espera del ómnibus de las 22,12.

No era ya en un fauno en el que Gedeón le hacía pensar, sino en un chico vicioso que se deleita de antemano con la mala pasada que ha preparado.

—Hasta luego.

—Hasta luego.

Chapoteó en el charco de agua que se formaba junto a la barrera cada vez que llovía y sintió el líquido frío penetrar en sus zapatos.