II

Eran más de las once cuando los dos gendarmes salieron al fin del Hotel Coinche, adonde habían entrado sus buenos veinte minutos antes. Y sin coger sus bicicletas que habían dejado apoyadas en el muro, se dirigieron hacia la estación. Uno de ellos, moreno y bajo, el brigada Alfonsi, a quien Teo conocía desde hacía años, se secaba los labios con el revés de la manga. El otro, muy joven, nuevo en la comarca, no parecía sentirse todavía a gusto en su uniforme.

Sólo por los diarios pudo Teo hacerse una idea de lo que sucede cuando se descubre un cadáver en circunstancias sospechosas; y tenía la impresión de que algo no encajaba, quizá porque, desde las ocho de la mañana, había estado en cierto modo encarcelado en su estación. Convencido de que, en efecto, un inspector de la Compañía no iba a tardar en aparecer, no quería que le sorprendiesen en la fonda durante las horas de servicio. Incluso cuando no tenía nada que hacer, como ahora sucedía, estaba obligado a permanecer en su puesto.

Se vio obligado, durante toda la mañana, a observar las idas y venidas a través de los cristales y hubo mucho menos movimiento de lo que había supuesto. El doctor Druelle fue el primero que, al volante de su coche de tracción delantera, se había dirigido hacia la granja Couvert y, luego, un cuarto de hora poco más o menos después, el alcalde, carpintero de oficio, había pasado en su moto, vestido con un chaquetón de cuero.

Los dos hombres debieron de coincidir en la parte baja del talud y una hora después, el médico volvió a pasar, seguido de cerca por el alcalde que, sin mirar siquiera hacia la pequeña estación, se detuvo en casa de Coinche.

Media docena de curiosos, en total, se habían tomado la molestia de ir en bicicleta y uno de ellos en una camioneta destartalada, a ver el cadáver; y casi todos, al regreso, paraban en la fonda de donde, como el alcalde y como Alfonsi después, volvían a salir secándose la boca.

Era irritante. Solo, detrás de los cristales, Teo se veía reducido a beber, en la botella, el vino que tenía siempre en reserva dentro de su alacena y a hacer suposiciones sobre lo que estaba ocurriendo en el kilómetro 206.

En los diarios, eso da la impresión de ser más rápido, quizá porque no cuentan los momentos vacíos. No le telefoneaban desde las dependencias de ferrocarriles. No le daban instrucciones. Ahora, durante tres horas, fue como si él no existiera y, a medida que esperaba, perdía un poco más de su aplomo.

No había dicho nada aún. No había hecho nada que pudieran reprocharle. Sin embargo, cuando los dos gendarmes se acercaban a la puerta acristalada, le sorprendió tener cara de culpable.

Jamás, en toda su vida, había pensado tanto como durante aquellas tres horas, yendo de la estufa a su mesa, de la mesa a la puerta, desde donde miraba impaciente la escena casi siempre vacía de actores. Con la frente arrugada, un ojo fijo y el otro alerta, se esforzaba en prever lo que podía suceder, en adivinar lo que había ocurrido; y era tan complicado aquello que acababa por hacerse un lío.

Lo importante, por el momento, era no hablar demasiado y enterarse de lo que los otros habían dicho.

Cuando los dos hombres no estaban más que a unos pasos al otro lado de los cristales empañados, se sentía nervioso y al empujar ellos la puerta, se puso, por prudencia, a hurgar la estufa —por encima de la cual vinieron a calentarse las manos.

—¡Hola, jefe! —lanzó Alfonsi, con el aliento cargado de aguardiente.

—Hola, brigada.

El otro gendarme se contentó con tocarse el quepis con la punta de los dedos.

—Por lo que parece ¿has sido tú quien nos telefoneó esta mañana?

Alfonsi sacó del bolsillo de su guerrera un abultado cuadernito cerrado con un elástico y siguió a Teo hasta el despacho, del otro lado de la taquilla, donde los tres hombres se sentaron, teniendo como horizonte los raíles brillantes y un trozo de colina. Para no azorarse Teo llenó de nuevo su pipa de espuma.

—Fue León, el granjero —explicó, a fin de dejar las cosas en su punto—, el que vino con sus caballos y su volquete y dijo que había encontrado un hombre muerto en su campo.

Alfonsi debía de saberlo.

—¿Un negro, verdad?

—Él habló de un negro.

—Y según tú, ¿se cayó del tren casi en medio de la curva grande?

—Yo no he dicho eso.

—¿Tú no crees que se haya caído del tren?

Teo tenía la impresión de que intentaban ya embrollarle.

—Es posible que haya ocurrido así, pero yo no lo he dicho. Creo que ha sido León quien…

—¿Qué ha dicho León?

Alfonsi tuvo que interrogar a Couvert quien, hacia las diez, había vuelto a pasar, de pie sobre su volquete vacío. Aquellas preguntas no servían para nada. Tal vez el brigada quería solamente darse importancia.

—¿Qué ha dicho? —repitió Teo—. Pues ha dicho que el cuerpo estaba tendido sobre el talud, en una postura chocante, como si hubiera caído del tren.

—¿De qué tren?

—No lo sé.

—¿Lo has visto?

—¿A quién?

—Al negro.

—No me he movido de la estación.

—Podías haberle visto anoche.

En vez de responder «no» en voz alta y clara prefirió mover la cabeza.

—Suponiendo —prosiguió Alfonsi— que se haya caído del tren ¿de qué tren se trata?

—No lo sé.

—¡Del rápido de Calais, no!

—¿Por qué?

—¿No te ha contado León que el cuerpo estaba en su campo?

—Eso he entendido.

—¿De qué lado de la vía se encuentra su campo?

—Del lado de acá.

—¿Y por qué lado pasa el rápido de Calais?

—Por el otro lado, el de la vía descendente.

—¿Y entonces?

Si el negro había saltado del rápido de Calais, era preciso admitir que dio un brinco de varios metros para caer en el sitio donde le descubrieron.

Teo objetó:

—Podía haberse caído del rápido de Amiens que pasa a las 2,21.

—¿No te parece más probable que se haya caído del ómnibus de las 22,12?

—Pudiera ser.

—¿Qué viajeros bajaron ayer de ese tren?

—Fueron cuatro, incluyendo al empleado de la fábrica de ladrillos. Conozco a los otros tres de vista, son unos obreros de Mauricourt, pero ignoro sus nombres.

Se preguntó qué sería lo que estaba escribiendo el brigada en su cuadernito, cuando no le decía nada interesante. El otro, el joven, de cutis blanco como de muchacha, se miraba las botas en actitud de no pensar en nada.

—¿Subieron aquí viajeros?

Gedeón debía de haberle hablado de las dos mujeres enlutadas.

—La madre y la hija Roncurel. Les despaché billetes de ida y vuelta para Boulogne.

—Y antes de salir el tren ¿comprobaste el cierre de las portezuelas?

—Sólo de las que habían abierto los viajeros.

—¿Miraste en los compartimientos?

—De un modo maquinal.

—¿Sin ver ningún negro?

Una vez más, él prefirió menear la cabeza y estuvo en ascuas todo el rato que el brigada se quedó callado, clavando la mirada en su cuadernito. Quizá no iba a cambiar nada si confesaba haber entrevisto un negro en el último vagón; pero le parecía que si empezaba a hablar del negro, acabarían por hacerle confesar que le había vuelto a ver después, desde su ventana, en la carretera.

—¿No has visto a nadie más en el tren?

—Recuerdo una señora vieja que me miró al pasar junto a mí…

Era cierto. No debía de tener la costumbre de viajar, y parecía inquieta, sola en su departamento.

Alfonsi se levantó, descontento, de mal humor. Al dirigirse hacia la puerta y guardando de nuevo su cuadernito en el bolsillo, refunfuñó algunas palabras:

—¡Maldito negro!

Una vez que se marcharon los dos hombres, Teo bebió otro trago de su propia botella. Había conseguido callarse. Verdad era que tampoco él se había enterado de nada; y ahora, los gendarmes montando en sus bicicletas, pedaleaban hacia el pueblo.

Teo fue a cerrar el paso a nivel, pues no tardaría en pasar un mercancías. Acaba de repiquetear el timbre. Contó los vagones. Sobre una plataforma había unos autos nuevos. Veintitrés vagones en total. El guardafrenos le hizo una seña con la mano.

Luego, Teo levantó la barrera en el momento en que un coche pequeño y negro llegaba de la granja Couvert y paraba ante el Hotel Coinche.

Como con los gendarmes, tuvo él que esperar más de un cuarto de hora hasta que el individuo se dirigió hacia la estación. Se parecía un poco al señor Delfosse, el contable del difunto Cadieu y a Teo no le pareció que tuviese aspecto de policía. Era, sin embargo, un inspector de policía judicial, llegado a Abbeville. Se llamaba Gorre, lo dijo presentándose y, al contrario de Alfonsi, no intentó impresionar a su interlocutor, a quien trató de usted.

—¿Supongo que es usted el jefe de estación?

—Soy yo, sí.

—Acabo de ver al hotelero de enfrente, y me ha dicho que fue usted quien telefoneó.

—Estaba yo desayunando en casa de Gedeón, como todas las mañanas, porque vivo solo desde que se marcharon mi mujer y mi hija; León Couvert, el granjero, pasaba en su carro y…

—Ya lo sé.

El inspector permanecía de pie junto a la voluminosa estufa y no sacaba ningún cuadernito del bolsillo.

—¿No vio usted ningún negro, anoche, en el ómnibus de las 22,12?

—El brigada Alfonsi me ha hecho esa pregunta. Le he contestado que los departamentos de ese tren están siempre mal alumbrados y que…

—De haber ido algún negro ¿le habría usted visto?

—Eso depende del sitio en que se hubiese colocado. Algunos vagones tienen el pasillo de este lado, otros del opuesto, según los enganchen en un sentido o en el otro y…

Sin impaciencia, Gorre hizo el gesto de haber comprendido.

—Además, tengo que ocuparme de dar la señal, luego de la saca postal y de los periódicos, de los viajeros que esperan para entregarme su billete…

—Ya veo. Si le hago a usted la pregunta es a fin de saber si, en el momento en que el tren pasaba ante la estación, el negro iba solo o con un compañero. El subjefe de la estación de Amiens, a quien he llamado por teléfono, recuerda que un negro subió en el penúltimo vagón. El empleado de la taquilla por su parte, despachó un billete de segunda…

Teo no pudo por menos de preguntar:

—¿Un billete para dónde?

Y el inspector Gorre dijo con naturalidad:

—Para Versins-Estación.

Siendo cosa de su oficio, Teo no había pensado en el billete. Y se preguntó cuáles iban a ser las consecuencias de aquel descubrimiento.

—Hubiese usted podido entrever, por ejemplo, a alguien que, en el momento en que el convoy se ponía en marcha, intentase abrir la portezuela…

¿No era esto exactamente lo que ocurrió cuando Teo había entrevisto al negro en el último vagón?

—Sucede a veces —prosiguió Gorre— que un viajero dormido se despierta bruscamente en su lugar de destino, cuando el tren se vuelve ya a poner en marcha, y entonces se precipita hacia la portezuela.

Era cierto. Muchas veces, Teo había sido testigo de aquel hecho, y visto a los imprudentes saltar del tren de un brinco.

El inspector le tendió un paquete de cigarrillos.

—Gracias. No fumo más que en pipa.

La llenó maquinalmente.

—Como el ómnibus tomó ya velocidad, el individuo pudo quedarse en el pasillo y luego aprovechar que el tren aminoraba la marcha en la curva grande…

Aquello le parecía acertado a Teo, y hubiese querido animar al policía a que siguiera por aquel camino. Por desgracia el otro continuó:

—Lo que resulta curioso es que no se haya encontrado el billete, ni en su cartera, ni alrededor del cuerpo.

—¿Han encontrado su cartera?

—Con más de treinta mil francos dentro, pero sin un documento de identidad, ni el menor trozo de papel. ¿Supongo que no habrá gente de color en Versins-Haut?

—No.

—¿Y en Mauricourt tampoco?

—Sólo norteafricanos.

—Me pregunto qué vendría a hacer aquí, puesto que se ha comprobado que tomó en Amiens un billete para Versins-Estación.

—¿De ida y vuelta?

—De ida simplemente. En realidad ¿no ha venido aún el inspector de la Compañía?

—No ha venido nadie, salvo los gendarmes. He telefoneado al jefe de guardia de Audrey, y es él quien ha debido avisar a Abbeville.

—Quizá no tenían nadie a mano.

—Es posible.

—¿Se come bien enfrente?

—No se come mal. Pero hay un restaurante de dos estrellas, el Hotel del Rey…

Se arrepintió de haber dicho esto, pero era demasiado tarde. El Hotel del Rey lo regía Francisco Cadieu, el sobrino del viejo Cadieu que había muerto la semana anterior, hermano de Nicolás Cadieu, el de la Cooperativa Lechera. Allá, el inspector hablaría del negro, y quién sabe si Francisco Cadieu ¿no soltaría alguna palabra imprudente?

—¿Está lejos?

—En la Nacional, frente a la gasolinera.

Ahora sería más peligroso aún retenerle. ¡Tanto peor! Habría además otros habitantes de Versins que harían el mismo razonamiento que Teo. Sólo que, hasta ahora en todo caso, él era el único que había visto al negro caminar de noche hacia el pueblo, volviendo la espalda a la curva grande donde su cuerpo iba a ser descubierto por León.

Era lo más importante. Había escasas probabilidades de que alguien se hubiera paseado por el pueblo en plena noche. Pero alguien que no estuviese todavía acostado podía muy bien haber oído pasos e ido a echar un vistazo por la ventana, como Teo.

En cuyo caso, no iba a reportarle el suceso más que una falsa alegría, unas falsas esperanzas, pues no sería el único en saber y el informe perdería su valor.

—¿Tiene usted los nombres de los viajeros que se han apeado del tren, y de los que han subido a él?

Repitió lo que había dicho al brigada, habló del empleado de la fábrica de ladrillos, de los tres obreros de Mauricourt, de las dos mujeres de luto que se dirigían a Boulogne.

Era fácil adivinar lo que el inspector iba a hacer, él y sin duda algunos de sus colegas, porque aquello exigiría numerosas idas y venidas. Encontraría a la mayoría de los viajeros, no sólo a los que Teo acababa de indicar, sino a los que habían bajado en otras estaciones, y, seguramente, entre ellos, algunos a los que les hubiese chocado la presencia de un negro en el tren.

No podían reprochar nada a Teo. Apenas había mentido, puesto que él mismo, en el momento en que el convoy desfilaba ante sus ojos, no había comprendido que lo que le chocaba eran unos ojos abultados y blancos en un rostro negro. Esto sólo se le ocurrió después, a la vista de la silueta deambulando a la luz de la luna.

Así como el brigada no le había enterado de nada nuevo, Gorre, en cambio, le aclaró un punto importante, confirmando la primera hipótesis de Teo: el negro había tomado un billete para Versins-Estación.

Su destino era, pues, realmente, Versins. No se había encontrado allí por casualidad. No había caído del tren, en la gran curva, puesto que se dirigía a otra parte. No se había matado al apearse en marcha y esto, Teo era el único en saberlo hasta entonces.

Ahora bien, ¿qué negro tenía un motivo para venir a Versins en el momento en que, precisamente, Cadieu el ricachón, acababa de fallecer?

Dos días antes, habría llegado a tiempo para el entierro y la apertura del testamento.

¿No era ésta la razón de su viaje?

De no haberse marchado el inspector hacía un momento, Teo le hubiera planteado una cuestión capital. Habríale preguntado la edad aproximada del muerto, pues si era joven, si tenía menos de veinticinco años, por ejemplo —él calculaba grosso modo—, esto confirmaría sus sospechas.

La víspera, fue en los Cadieu en quienes pensó antes de dormirse. En aquel momento, todo era todavía vago en su mente, pero no por eso dejó de tenerle despierto un rato.

Teo no era quizá inteligente, ya se lo habían repetido bastante, pero él conocía las historias del pueblo tan bien como cualquiera. Los que tomaban el tren llegaban la mayoría de las veces con anticipación y, no teniendo nada que hacer, charlaban con él. En casa de Gedeón, sobre todo, donde él pasaba lo mejor de su tiempo estaba uno bien situado, gracias a los obreros del viejo Cadieu que venían a echar un trago o a tomar un bocado, para estar al corriente de lo que sucedía.

Ahora, tenía que aclarar sus ideas, sin apresurarse, porque no podía, sin embargo, hacer nada mientras durasen las pesquisas.

A las doce y diez, como el inspector de ferrocarriles no había aparecido aún, cerró la puerta con llave y cruzó la carretera para ir a almorzar.

En casa de Coinche, sabían algo más que él, primero por el alcalde, que se había detenido allí, y luego, por algunos curiosos que habían ido a ver el cuerpo.

Ni Gedeón ni León se mostraban emocionados, y con mayor razón Virginia Coinche, que estaba ya embotada por cierto número de copitas. La chiquilla, María Luisa —era quizá hija de Teo, pero después de todo, eso no le preocupaba—, estaba sentada a la mesa vestida con un delantal a cuadros rojos y comía bajo la vigilancia de su abuela, mientras los obreros de enfrente tomaban el aperitivo en el mostrador.

—Entonces, Teo, ¿has visto al negro?

Porque se trataba de un negro y porque era inesperado, hablaban de ello más bien como de una broma que como de un drama.

—Si no le has visto, deberías haberle visto porque iba en el tren. ¡Incluso tenía que bajar aquí y se despertó demasiado tarde!

Los dos hombres hablaban de nuevo entre ellos.

—¿Tú crees que se cayó?

—En mi opinión, vio el nombre de la estación en el momento en que el ómnibus arrancaba y aprovechó, un poco después, el que aminorase la marcha en la curva para…

Teo, que había oído aquello, escuchaba distraídamente.

—¿Me sirves, Leona?

La mujer tenía una olla en la mano.

—Doy de comer a las gallinas y te atiendo.

Y se oyó en el patio:

—¡Pitas, pitas, pitas…!

Tenían ternera salteada con espinacas, pues la había visto en el plato de la niña. Gedeón, sentado junto a la estufa con sus gafas de montura metálica sobre su nariz ganchuda, leía el periódico del día anterior moviendo los labios como si recitase el texto. Solamente cuando los dos hombres de Cadieu se marcharon, profirió dirigiéndose a Teo:

—¿Y tú qué piensas?

—Yo no pienso nada.

—Han creído, al principio, que era un accidente…

Teo no pudo contenerse y preguntó, inquieto:

—¿Y ahora?

—Ya no lo saben. El alcalde ha sido el primero que pensó en la tarjeta de identidad. Por regla general, la gente que viaja la lleva consigo, o si son extranjeros tienen su pasaporte. Al parecer no han encontrado nada, ni siquiera una tarjeta de visita, una factura, un pedazo de papel cualquiera que hubiese podido dar una idea de la identidad de ese hombre.

—¿Eso sucede a veces, no?

—En todo caso, les molesta. Al médico no le gusta tampoco el estado de la cara.

Teo sentíase humillado de no saber nada, mientras que Gedeón estaba al corriente. Todo el mundo había contado detalles al hotelero mientras que él no había recibido, en la estación, más que dos visitas, durante las cuales le hicieron sobre todo preguntas.

—Hay un detalle que no les parece natural. En ese sitio de la curva, según parece, las piedras de la entrevía están cubiertas de brea. Si el cuerpo ha rodado, como hacen pensar las heridas que presenta, deberían encontrarse huellas sobre la piel y las ropas…

Teo se sintió enfurecido de pronto contra el que había hecho aquello, mostrándose tan descuidado.

—¿Y entonces, qué? —murmuró, interrogador, partiendo su carne.

—Pues entonces, nada. Están indagando. Alfonsi teme que el inspector encuentre algo a su espalda y el inspector no quiere dejarse pisar por la gendarmería…

—¿Qué han estado haciendo?

Gedeón echó una mirada al reloj.

—A esta hora, el Juzgado de Abbeville está en el lugar del suceso, pero dudo que esos señores vengan aquí. A ésos no se les suele ver mucho.

—¿Qué van a hacer con el cuerpo?

—Llevarlo sin duda al depósito de la capital. Luego, como de costumbre, publicarán una foto en los diarios, con la esperanza de que alguien le reconozca. Según el doctor, está tan destrozado que eso va a resultar casi imposible. ¿Qué te parece a ti, Teo?

¿Por qué Gedeón le lanzaba, por encima de sus gafas, una mirada maliciosa?

—¿Qué digo yo?

—En realidad, el sábado no te vi en el entierro de Justino.

Se refería a Cadieu, el ricachón, cuyo cortejo fúnebre había seguido todo el mundo, en Versins-Haut, sin contar las personas llegadas de los cuatro extremos de la región.

—No podía dejar sola la estación.

Un silencio. Gedeón prosiguió en tono serio:

—¡Era un canalla! Tenía yo una gran confianza con él, pues fuimos juntos a la escuela y pasamos al mismo tiempo el reconocimiento de las quintas. No quedan muchos de esa calaña. Yo le decía a veces: «Justino, si la piel humana costase tan cara como el cuero de vaca, tú serías capaz de desollar los cadáveres…».

Gedeón se levantó para ir a servir un vaso en el mostrador; y en lugar de volver a su sitio, junto a la estufa, vino a sentarse frente a Teo.

—¡De poco le sirven ahora sus millones, en el cementerio!

Teo intentó desviar la conversación de un terreno en el que no le gustaba ver meterse al viejo.

—¿Y el inspector no ha dicho nada más?

—No sabe siquiera que Justino ha tenido un hijo…

Así, pues, a Gedeón se le había ocurrido la misma idea que a él. La prueba era que continuó:

—… ni que ese hijo detestaba a su padre a quien llamaba buitre. Tú eres demasiado joven. Además, en esa época, estabas todavía en Amiens. Yo le he oído decir de Justino que, si los campesinos no fueran tan brutos, le habrían colgado hace un siglo. Lo cierto es que Justino les hacía sudar a todos. ¿Y sabes por qué?

—Sin duda, porque le gustaba el dinero.

—No tanto el dinero como el probar que él era el más listo, el más poderoso. ¿Qué hacía con su dinero? ¡Nada! Estaba a régimen y no comía más que purés y legumbres cocidas. No podía beber vino. Se casó con una mujer fea porque era rica; y cuando ella enfermó no se tomó la molestia de llamar a un especialista. No volvió a casarse. No iba con mujeres y se contentaba con Leontina que tenía casi su edad y que le servía como un perro. ¿Podrías tú acostarte con Leontina?

Teo miró sin querer hacia la cocina, donde Leona lavoteaba a su hija. Unos años más y ¿no sería Leona parecida a la criada de Cadieu?

—Volviendo a su hijo…

—Conozco la historia.

—No tan bien como yo, pues el chico me había tomado cariño y fue aquí precisamente donde agarró su primera jumera.

¿Por qué Gedeón no quería callarse? Hubiérase dicho que lo hacía adrede para torturar a Teo que fingía no mostrarse interesado.

—Después de su servicio militar marchó a África al sitio más asqueroso de África, según parece, el Oubangui, donde llueve todo el año y hace más calor que en ninguna otra parte del mundo…

—Allí murió —repitió Teo.

—A los treinta y cinco años. Lo cual significa que vivió allí trece años. No estaba solo en su cabaña.

—Ya lo sé.

—Se casó con una negra, para que rabiase su padre. Hace ahora diez años que ha muerto…

Gedeón, más malicioso que nunca, miraba a su interlocutor y se parecía así a un fauno viejo; tenía incluso la barbita de éste.

—¿Y qué? —preguntó Teo.

—¡Cuenta!

—¿Qué voy a contar?

—Los años. Diez y trece son veintitrés.

—¿Veintitrés qué?

—Veintitrés años. Suponte que haya tenido uno o varios hijos. Un conocido mío de Abbeville, que tiene un primo en África, me habló de él hace unos años.

—¿Se lo has dicho al inspector?

El viejo se contentó con encogerse de hombros.

—¿Parece estar al corriente?

—No lo está, pero se lo dirán. A él y a Alfonsi. Y a los otros que vendrán a hacer preguntas, incluyendo los periodistas.

—Puede ser un negro cualquiera.

Y Gedeón, cada vez más irónico:

—¡Con toda seguridad!

Su mirada chispeante estaba clavada en el rostro azorado de Teo.

—Hay una gran cantidad de negros, ¿verdad?, que se dicen de pronto: «¡Hombre! ¡Voy a dar una vuelta por Versins-Haut!».

Y añadió, implacable:

—A éste le gustaba tanto esta tierra, sin haberla visto nunca, que tomó un billete de ida sólo, ¡convencido de que aquí acabaría sus días!

Teo dio con la punta de su cuchillo en el borde del plato para pedir el postre; y Leona le trajo una manzana de un amarillo melado. Estaba picada por un gusano, pero él no protestó.

—¿Quieres que te diga lo que harán ellos cuando les hayan contado la historia del hijo de Cadieu?

—¿Quiénes, ellos?

—Los policías, los gendarmes, el juez de instrucción, es lo mismo. Yo, como leo los periódicos de una punta a otra, he acabado por conocer sus trucos y van a informarse allá, en el Oubangui, donde debe de haber gendarmes porque los colocan en todas partes y acabarán por encontrar el sitio donde vivió Armando Cadieu. Nuestro alcalde, en caso necesario, podría decírselo porque el muchacho precisa de una partida de nacimiento para casarse, con sólo que lo que cuentan sea cierto.

—¿Y si es cierto?

—Bueno. Si ha tenido uno o varios hijos, estarán inscritos en el registro civil. Y si ese hijo ha venido hace poco a Europa, irán a la oficina de Correos de esa aldea. Suponte, ahora, que alguien de aquí o de otro sitio haya escrito o telegrafiado al joven en cuestión que su abuelo estaba muriéndose en un pueblo de Francia, llamado Versins-Haut, dejando una herencia de decenas o quizá de centenares de millones…

—¿Quién iba a hacer eso?

—Yo solamente puedo decirte quién no lo ha hecho.

—¿Quién?

—Los que cuentan con embolsarse la fortuna del viejo y que, por consiguiente, no tienen ganas de ver llegar un contrincante.

Por lo que se sabía en el pueblo, los herederos eran los dos sobrinos, Francisco y Nicolás Cadieu, el del Hotel del Rey y el de la Cooperativa Lechera. Se decía también que Leontina percibiría cierta cantidad, además del usufructo, mientras viviese, de la casa de la plaza Gambetta.

Según el razonamiento de Gedeón, ninguno de los tres había escrito o telegrafiado a Oubangui.

De pronto, Teo levantó la cabeza, miró a los ojos al hotelero, enrojeció y preguntó con voz alterada:

—¿Has sido tú?

Sentíase trastornado. Hasta entonces, no se le había ocurrido la idea de que Gedeón podía haber desempeñado un papel en el episodio del negro. Una hora antes, ni siquiera le hubiera creído capaz de ello. Y ahora, sentíase, frente a él, como un niño en presencia de una persona mayor.

—¿Por qué supones que he sido yo?

—No lo sé. Tú no quieres a los sobrinos.

—Hay otros en mi caso, ¿no?

Teo reflexionó.

—En lo que respecta a Nicolás, es verdad.

No le quería tampoco y no sólo porque era insolente, camorrista, y tenía deudas, ni porque hubiese falseado tan bien las cuentas de la Cooperativa que, de no morir su tío, habría terminado en la cárcel.

Teo tenía una cuenta personal que ajustar con Nicolás, pues fue en su casa donde su hija trabajaba antes de su marcha; y todos sabían cómo trataba Nicolás Cadieu a las muchachas.

No sucedía lo mismo con Francisco, el otro Cadieu, que administraba el Hotel del Rey y que no daba pie para murmuraciones. Estaba casado con una buena mujer, nacida Van Hamme. Los dos tenían cerca de cincuenta años y no era ningún misterio que les desconsolaba la falta de hijos.

¿Acaso Gedeón no miraba con envidia la hilera de autos que aparcaban ante el Hotel del Rey, mientras él tenía que contentarse con los obreros del almacén y con algunos viajeros que se apeaban allí?

—Adivino lo que piensas, pero puedo asegurarte que no he sido yo.

Teo empezó por creerle, pues el viejo parecía sincero; luego, dudó, le creyó de nuevo y, al final, a fuerza de pensar demasiado, le dolía la cabeza. Aquello era todavía más complicado de lo que imaginó y se sentía incapaz de seguir pensando mucho tiempo. Desanimado, estaba casi a punto de lamentar el haber quitado la escarcha del cristal de su habitación.

Si no hubiera visto al negro por la carretera, no se le habrían metido aquellas ideas en la cabeza, y, para él, el suceso no hubiese tenido más importancia que para los otros.

Y, sin embargo, no quería renunciar.

«Yo les enseñaré…».

A Gedeón también, que se permitía tratarle como un chiquillo. Era absolutamente preciso que les enseñase a todos que no era un «pelagatos», porque la ocasión no volvería sin duda a presentarse nunca más.

—Ponme un coñac, Leona. Y otro, para tu suegro. Es mi ronda.

—Para mí un anís —dijo el viejo, yendo a levantar la cortina de la ventana, pues había oído un auto.

Y añadió, volviéndose hacia Teo:

—Hay alguien para ti, en la estación.