I

—Algún día les enseñaré…

¿Desde hacía cuántos años se repetía él esto, in mente, a veces entre dientes, y sobre todo de noche, cuando se amorataba su rostro y se le humedecían los ojos? Quizá lo pensaba ya desde los bancos del colegio, en Versins-Haut, cuando los Van Straeten, en cuya casa le había colocado la Beneficencia Pública, le llamaban holgazán e inepto.

Más adelante, en los ferrocarriles, mientras seguía trabajando en la conservación de las vías, un capataz de origen belga, también, había tomado la costumbre de repetir, mirándole con un gesto consternado.

—Teo, tú no serás nunca más que un «pelagatos».

El capataz se llamaba Zoonens y sentía predilección por la palabra «pelagatos», que Teo no había oído nunca emplear más que por él, en aquel sentido. A Zoonens le fusilaron los alemanes durante la guerra.

Teo creía comprender lo que quería decir y, con la frente de tozudo, se contentaba con gruñir de cuando en cuando:

—Algún día les enseñaré…

¿A quién? A todo el mundo. A las gentes de ferrocarriles, para empezar, que no se habían dignado hacer de él más que un jefe de apeadero —no un verdadero jefe de estación, sino ¡jefe de apeadero!— un oficio de mujer, por lo general, en Versins-Estación, por donde los rápidos pasaban sin aminorar la marcha y donde no paraban más que dos trenes por la mañana, uno en cada dirección, y dos por la noche, de modo que la actividad de Teo consistía sobre todo en abrir, y luego, volver a cerrar la barrera lo cual es también un oficio de mujer, o de viejo, cuando él sólo tenía cuarenta y ocho años.

Ya les enseñaría…

A aquéllos y a los habitantes de Versins-Haut, que tomaban cada vez menos el tren desde que el «mercado negro» les había enriquecido y tenían todos su auto o su camioneta, excepto algunos, claro es, pues siempre debe haber pobres; a los de Mauricourt también, aquel pueblo de enfrente, donde su antiguo patrón, Fernando Van Straeten, había muerto de una apoplejía y donde su mujer, Emma, a los sesenta y dos años, habíase casado con su criado a quien ella trataba a baquetazos.

Ya les enseñaría…

Incluso a los Coinche, dueños de la fonda de enfrente de la estación, donde él hacía sus comidas. En la fachada se leía «Hotel Coinche», de igual modo que decían la estación, aunque no era más que una posada en la que subían todavía el agua en jarros a las habitaciones.

No hubiera podido precisar qué era lo que iba a enseñarles, no estaba aquello claro en su mente, pero él se entendía. En cuanto a saber en qué momento se produciría aquello, era más vago aún, si es que seguía él mismo creyendo en ello.

Pues bien, aquello estaba para ocurrir, a pesar suyo, sin que su intuición se lo advirtiese. Para él como para el resto del mundo, salvo para los que estaban agonizando aquella noche, para las mujeres de parto, para las parejas que vivían su noche de novios, o para los maleantes que perpetraban alguna fea acción, era una noche como las otras, una noche de invierno —el 9 de diciembre, él lo sabía porque todas las mañanas cambiaba el fechador de la estación— y aunque lo hubiera olvidado, la cifra aparecía en grandes caracteres en el calendario anunciador colgado en la pared de la fonda, justamente frente a él, a la izquierda de la cabeza del viejo Coinche.

Nadie le llamaba Coinche, sino Gedeón. Gedeón y él estaban ocupados en jugar al dominó en una de las mesas de la fonda mientras que, a cada minuto, la manilla grande del reloj vibraba antes de saltar una raya. Había una estufa de carbón al fondo del local, con un tubo que subía casi hasta el techo antes de formar un codo y de perderse en la pared. Y durante todo el invierno, sobre aquella estufa, veíase un perol azul, con una mella en el esmalte, que de cuando en cuando se ponía a chirriar.

Era Gedeón quien había pintado las paredes de verde oscuro. Mesas y sillas eran marrones y Gedeón las barnizaba cada primavera, hasta el punto de que la luz de la única bombilla se reflejaba allí con brillos dorados.

Contando los puntos negros sobre los rectángulos de marfil, Teo anunciaba:

—Diecisiete.

Escribía las cifras sobre una pizarra. El viejo mojaba los labios en su imitación de Chartreuse destilada en Boulogne y Teo echaba en su vaso el fondo de su botellita de vino tinto.

Virginia, la mujer de Gedeón, estaba acostada hacía mucho rato. Su nuera, Leona, una morena alta, de cuarenta años, iba y venía en la cocina.

Las dos viajeras levantaban a cada momento la cabeza hacia el reloj. Teo les había dicho ya una vez:

—No teman. No perderán el tren.

Estaba acostumbrado, sabía en qué momento preciso tenía que levantarse y cruzar la carretera. La fachada de la estación no estaba iluminada, puesto que Teo se encontraba aquí y tenía la llave en el bolsillo; pero había una lámpara encendida en el andén.

—¿La última?

Al caer la noche sus gestos eran cada vez más lentos y le ocurría embrollar las sílabas. Pero no estaba borracho, nadie tenía derecho a pretender que estuviera borracho; la prueba era que no se había retrasado nunca ni un minuto, con su banderín rojo en la mano, moviéndose por el andén.

Las dos mujeres eran madre e hija, las Roncurel. El marido, Arturo, había muerto. Montones de gentes mueren, en un pueblo, en unos años. La madre servía como asistenta y la hija que tenía una verruga con pelos sobre la mejilla, trabajaba desde hacía poco como costurera en casa de la señorita Lange.

Teo sabía adónde se dirigían: a Boulogne, en donde el hermano de Roncurel se moría a su vez, de la misma enfermedad de nombre complicado. Y ellas habían tenido la precaución de vestirse de luto, previendo los funerales. El capacho de mimbre que tenía la madre sobre las rodillas era negro también. Desde hacía más de media hora esperaban ellas, sin haber abierto la boca más que para murmurar, con cara resignada:

—Dos cafés, Leona.

Quedaba un poco de café con leche frío en el fondo de las tazas de gruesa loza que Leona les había traído.

—Has perdido la ronda —anunció Gedeón guardando las fichas en su caja, mientras Teo se levantaba despacio, con las piernas entumecidas.

Aquí no necesitaba pagar en cada ocasión. Llevaban su cuenta al día, a lápiz en un cuadernito.

—¡Buenas noches, Leona!

Secándose las manos en su delantal, salió ella de la cocina. No era guapa, no lo había sido nunca, pero tampoco era fea. Como venía trabajando siempre desde la hora en que salía de la cama hasta el momento en que se acostaba, tenía el cuerpo deshecho, el rostro fatigado.

A los setenta y seis años, no se le podía pedir a Gedeón largos esfuerzos. En cuanto a su mujer, que bebía unas copitas a escondidas durante todo el día, para dormirse al final en su silla, a veces antes de servir la comida, no hacía ya apenas nada.

Ernesto Coinche, hijo, contable en la lechería, había muerto hacía cinco años, de tuberculosis. ¡Otro muerto! ¿Le producía a Teo una especie de gozo el contarlos, como si ello significase un desquite?

Durante los quince años que Leona había estado casada con Ernesto, no tuvieron hijos y, luego, de pronto, año y medio después, le había nacido una niña.

¿Era el viejo quien se la había hecho, como daban a entender algunos? ¿Era Teo?

Ella le miró, una vez más aquella noche, con gesto interrogador y él vaciló. Cuando le hacía una seña, iba ella a buscarle, después de partir el tren y le ocurría quedarse en la estación hasta la mañana. Gedeón debía saberlo. Como era una madrugadora la veía cruzar la carretera. No hablaban de ello. ¿Para qué?

No la deseaba aquella noche y no hizo la seña, lo cual debía resultar, después, como milagroso, ya que de otro modo, hubiese compartido con Leona la importancia que iba él a adquirir.

Sin sospecharlo vacilaba; puesto en pie, se volvió hacia la madre y la hija enlutadas:

—¡Vamos ya!

Había luna llena y helaba. Tan clara era la noche que se veían en el jardín de los Coinche, los menores detalles de las coles, de hojas tiesas y blanqueadas por la escarcha. Sobre la carretera se extendía una delgada capa de hielo que se deshacía bajo las suelas.

Iba él delante, con la llave en la mano, abría la puerta de la estación.

—Un momento…

Para encender tenía que pasar al otro lado de la taquilla, que encuadró su cabeza.

—¿Ida y vuelta?

La madre sacó el dinero de un abultado bolso, contó a disgusto los billetes y las monedas. Luego con su banderín en la mano, llegó él hasta el andén y abrió la puerta acristalada.

Empezaba a oírse un lejano estruendo, y cuando el tren salió de la estación de Noilly a tres kilómetros de allí, se elevó un pitido en el cielo. Del otro lado de las vías relucientes, en lo alto de la colina, brillaban todavía cuatro o cinco luces.

Sin apresurarse, Teo fue a cerrar la barrera del paso a nivel que no abría en toda la noche, salvo en las raras ocasiones en que un auto, tocando el claxon, le arrancaba del sueño. No era un carretera principal la que cruzaba el ferrocarril. La Nacional pasaba por Versins-Haut, a un kilómetro y medio de la estación, al extremo de unos campos de remolacha cortados por la hilera de álamos; y también en Mauricourt había una carretera de gran tráfico.

La estación de Versins se encontraba, en resumidas cuentas, en una especie de desierto, con el Hotel Coinche enfrente, los almacenes de Cadieu a lo largo de los apartaderos, tres o cuatro granjas diseminadas por los campos y la Cooperativa Lechera a la entrada del pueblo.

Para ir allá a tomar el tren, era necesario, ya fuese desde Versins o desde Mauricourt, caminar un buen trecho, como no lo llevase a uno algún vecino en su camioneta; y los que siempre utilizaban su bicicleta, la dejaban en la estación, donde había siempre unas cuantas al lado de la báscula.

—¡Cuidado, las mujeres!

Oíase sonar en la oficina un timbre tan débilmente que parecía un murmullo. Luego, se vio, al final de las vías, un ojo rojizo que se agrandaba y, por último, una guirnalda de luces y chorros de vapor que brotaban de las ruedas.

Teo agitaba su banderín y la locomotora pasaba; dos hombres ennegrecidos le saludaban con la mano, el furgón de cola se detenía casi delante de él con las puertas a medio abrir. Y el jefe de tren le tendía la saca del correo, que no estaba nunca demasiado repleta. Después les llegaba el turno a los periódicos de París que un triciclo de reparto no vendría a recoger hasta la mañana siguiente.

—¿Marcha todo sin novedad?

—Todo marcha bien.

Empujaba él hacia la puerta acristalada el carrito con la saca y los periódicos, reconocía a los cuatro viajeros que se apeaban allí y a quienes había despachado por la mañana billetes para Amiens. Como gentes habituadas, esperaban a que él hubiese dado la señal de salida.

No se olvidó de comprobar si las portezuelas de empuñaduras viscosas estaban bien cerradas. Había en total cinco vagones, casi vacíos, salvo algunas siluetas que se entreveían bajo la mala luz.

Pitó y bajó el banderín: el tren soltó vapor, arrancó pesadamente, con estremecimientos y, cuando el último vagón pasó a su altura, hubo algo que chocó a Teo, un detalle que recordaría después.

—¿Qué, nos largamos ya, jefe?

Esta frase era, por sí sola, la prueba de que se quedó un momento en suspenso, con el banderín al extremo del brazo. Y en aquel instante se dijo una vez más para sus adentros:

«Algún día te enseñaré…».

El que le había hablado era un empleado de la fábrica de ladrillos que iba todos los lunes a Amiens a ver al jefe principal. Era lunes. Había dejado su bicicleta en la estación y la recogió allí. Dos de los viajeros retiraron también las suyas y el cuarto, un norteafricano, se dirigió a pie hacia Mauricourt, pasando la barrera por el portillo.

Nadie con destino a Versins-Haut, aquella noche. En Mauricourt, había sobre todo obreros a causa de la fábrica de ladrillos y de la nueva fábrica de zuecos. Las casas eran casi todas de un mismo modelo y algunas se alzaban, en hilera, en las calles apenas trazadas. Versins-Haut, por el contrario, era un importante pueblo agrícola, casi una villa, con médico, juez y cuatro o cinco surtidores de gasolina pintados de rojo; y al borde de la carretera Nacional, el Hotel del Rey, más que centenario, clasificado como de dos estrellas en la guía Michelin.

El cartero no vendría a recoger el correo hasta la mañana siguiente, trayendo al mismo tiempo el correo de salida; y Teo encerró la saca en el trastero, bajo llave, pues podía contener valores.

Dos pitidos más agudos que el del ómnibus resonaron en la gran curva, por el lado de Audrey, y Teo, que acababa de encender su pipa de espuma, salió, como las otras noches, al andén para ver pasar al rápido Calais-París, con sus vagones-camas a oscuras, y escasas ventanillas iluminadas. Aquel tren cruzaba con tal rapidez que la ráfaga de aire le abofeteaba a uno; y Teo, acostumbrado a aquello, sentía siempre vértigo; sin embargo.

—Algún día les enseñaré…

A aquellos ricachones también, que dormían en las cabinas lujosas, donde no tenían más que apretar un botón para que un camarero obsequioso se precipitase…

Había terminado su jornada. El ruido del rápido iba debilitándose, tragado por la lejanía, y ya sólo había la cara enorme de la luna iluminando un paisaje tan silencioso como si estuviera muerto. El mundo quedábase vacío, repentinamente, de ruido y de movimientos, todo estaba paralizado, la pequeña estación, el Hotel Coinche, enfrente, donde la luz se apagaba en la buhardilla de Leona.

¿Había ido el viejo al cuarto de su nuera? ¿Sería cierto que, a pesar de su edad, era todavía un gozador?

Lo mismo a la izquierda que a la derecha, campos llanos, y a lo largo de la carretera que conducía a Versins-Haut, unos álamos tan negros como los vestidos que llevaban las dos mujeres de hacía un rato.

Cerró las puertas, dejando a su zaga un poco del humo de la pipa que se inmovilizaba un momento detrás. Se adentró en la escalera e hizo girar la llave de la luz de su alcoba.

Él también estuvo casado. En realidad, lo estaba aún. Su mujer, Elisa, a la que conoció en un cafetín de Amiens, cerca de la estación, no había muerto.

En cierta época, no estaba solo al desnudarse en aquel cuarto, y por aquella fecha había lumbre en la cocina.

Ahora, rara vez encendía en el piso, pues trabajaba abajo y comía en casa de Gedeón.

Y no sólo hubo, en la cama de nogal, una mujer que era la suya, sino también, al lado, en su cuna, una criatura que fue luego una niña, después una chiquilla y una muchacha.

Él había conocido todo esto: la espera en la puerta, detrás de la cual se afanaba la comadrona, el bautizo, las peladillas, la escuela maternal, la primera comunión…

Pero en el momento de la primera comunión de Antoñita, su mujer ya no estaba allí. La pequeña tenía tres años cuando Elisa se marchó, después de cuatro años justos de matrimonio, dejándole unas breves líneas:

«Mi querido Teo: no puedo continuar esta vida. No la resisto. Discúlpame. Sé feliz.

ELISA

Todo el mundo estaba al corriente de aquello, lo mismo en Versins-Haut que en Mauricourt. Algunos ponían una cara compasiva; otros, al subir al tren, tarareaban la estúpida canción sobre los jefes de la estación.

—Algún día les enseñaré…

Elisa era más bonita que Leona y no tenía su aire resignado de animal doméstico. Era tan vivaracha, tan incitante, que le sorprendió que consintiera en casarse con él.

—¿No te hace mala impresión que sea yo tuerto?

A los seis años le alcanzó una perdigonada, un día en que sirvió de ojeador a Van Straeten, su primer amo, que tiraba a los conejos. Aunque había perdido la vista del ojo izquierdo, éste, en apariencia, quedó intacto; pero su fijeza no dejaba por ello de poner nerviosas a ciertas personas. Ahora, ya se habían acostumbrado y, en definitiva, ganó con ello, no sólo para que le dieran inútil en el servicio militar, sino para obtener el puesto de jefe de estación, que únicamente en atención a su desgracia le concedieron.

Antoñita habíase marchado también, a los dieciséis años y fueron los otros quienes informaron a Teo que la muchacha estaba encinta y que había ido a dar a luz a Boulogne. Hasta su partida un mes antes del alumbramiento, él no había notado nada. Después tuvo tiempo de reflexionar y sabía casi con seguridad quién era el responsable. No tenía pruebas, en realidad, pero no era más tonto que otro cualquiera.

—Algún día les enseñaré…

Desde entonces, bebía un poco más de tinto, dos botellitas por la mañana, otras dos por la tarde y una o dos por la noche mientras jugaba al dominó, sin contar, naturalmente, con el vino que tomaba en la mesa y que estaba incluido en la pensión.

En el momento de quitarse la chaqueta, se preguntó si había cerrado bien la puerta exterior y, para no atormentarse, prefirió ir a comprobarlo. Como quedaban abajo algunas brasas rojas en la estufa de hierro, lo aprovechó para calentarse las manos al acabar su pipa.

No pensaba en nada, no preveía nada. Volvió a subir, se desnudó preguntándose una vez más, sin envidia, por lo demás, simplemente por curiosidad, si Gedeón había ido en busca de Leona. Tal vez, por un momento, lamentó no haberla hecho venir. El caso fue que se acercó a la ventana, cuya escarcha raspó con las uñas, como cuando era niño.

Seguía sin haber luz enfrente y la noche le pareció más clara aún que hacía un rato, más fría también, con un cielo inmenso color perla; los campos mismos eran de un gris casi blanco, a causa de la helada.

¿Oyó él realmente pasos? Volvió la cabeza a la derecha, hacia una vereda que bordeaba la vía en dirección a la granja Couvert.

Pues bien, en aquel camino, donde a tales horas no debería haber nadie, vio caminar un hombre, muy delgado, muy alto, tan alto que Teo se quedó confuso y pensó en un gigante.

Llevaba unas ropas oscuras, un largo gabán. No tenía sombrero y Teo se frotó los ojos para asegurarse de que no soñaba.

Aquel hombre que, en efecto, vagaba así en la noche, a grandes pasos regulares, con una maleta en la mano, tenía la cara tan oscura como sus ropas.

A causa de la luna brillante, era imposible equivocarse; era un negro quien avanzaba así por el campo paralizado y el que pasó en seguida por delante de la estación, a veinte metros escasos de la ventana desde donde Teo le espiaba.

Divisaba el blanco de los ojos, unos labios abultados. Por un instante, la cara se volvió hacia Teo, sin verle y luego hacia la fachada oscura del Hotel Coinche.

El negro titubeó, dio dos pasos para llamar a la puerta de la posada. Al descubrir entonces la flecha que señalaba la dirección de Versins-Haut, continuó su camino, mientras Teo seguía con los ojos su silueta.

Sentíase preocupado, de pronto, fruncía el ceño como cuando intenta uno buscar una música familiar, una palabra que se tiene en la punta de la lengua. Mientras, el desconocido se alejaba entre las dos hileras de álamos, que le señalaban su camino hasta Versins-Haut. Teo volvió a verse a sí mismo, un poco antes, con el brazo levantado y el banderín rojo en la mano, en el andén de la estación.

En los compartimientos del último vagón no iba nadie, estaba casi seguro de ello como no se hubiese acostado sobre el asiento; pero detrás del cristal de la portezuela, le pareció divisar una sombra, un torso, una cara, unos ojos blancos.

Hubiera jurado, ahora, que la cara era negra, no por la carbonilla, como las de los mecánicos de la locomotora, sino como la de un auténtico negro.

¿No resultaba extraño encontrarse de pronto dos negros en una misma noche?

Y si no había más que uno, era todavía más desconcertante aquello. El del tren no había bajado en la estación, ni siquiera a contramarcha, pues él lo hubiese advertido.

De haber seguido hasta la estación siguiente, la de Audrey, no tuvo tiempo material de recorrer a pie los tres kilómetros que separaban las dos estaciones.

Su modo de andar no era el de un blanco. Sus hombros, su torso, sus brazos no se movían mientras él avanzaba siempre a grandes zancadas; y acabó de pronto por no ser más que un palo al final de la carretera.

Aquello no le incumbía a Teo, pero, al dormirse, no pudo dejar de pensar en ello, pues le irritaba no comprender. Pensó también un momento en su hija, que no le escribía nunca y que, según algunos, estaba de vendedora en un «Precio único» de París. Por último, pensó una vez más en Leona y en el viejo Gedeón, los imaginó juntos en la buhardilla; y su sueño quedó interrumpido por el timbre del despertador.

Era todavía de noche y hacía más frío que la víspera. La escarcha formaba grandes flores sobre los cristales y no se veía a través de ellos. No por eso dejaba él de saber que había luz enfrente, como en los establos de las granjas de alrededor.

Se lavoteó, se enjuagó la boca con agua helada, se puso la chaqueta y rodeó su cuello con una bufanda gris de punto.

Fue Virginia, la mujer de Gedeón, quien se la había hecho, pues los vasitos que ella bebía a lo largo del día no le impedían manejar las agujas, sentada en su sillón de mimbre, junto a la ventana.

El primer tren, Amiens-Calais, pasaba a las 6’39 y cuando bajó, había ya tres o cuatro personas ante la puerta. Abrió y encendió la estufa, alrededor de la cual se agruparon los viajeros. El cartero, Luisón, llegó en bicicleta con la saca del correo, sujeta con una correa al portabultos.

—Hola, Teo…

—Hola…

Por la mañana, la gente hablaba poco. Bajó una mujer de una camioneta, con un niño en brazos.

Teo cambiaba las sacas del correo. El chico del triciclo de reparto venía a buscar sus diarios.

Antes de abrir la taquilla, había que cambiar la fecha del sello. Estaban a martes.

—Un segunda para Boulogne.

Se acordaba del negro, preguntándose adónde habría ido. Estuvo a punto de hablar de ello, para saber si le habían visto. ¿Por qué no lo hizo? No hubiese podido decirlo.

El andén de la estación. El tren. El furgón. Las sacas. Un cochecito de niño para una residente en Versins-Haut.

Una vez que partió el tren, fue a abrir la barrera, cruzó la carretera para entrar en casa de Coinche donde hacía ya calor. Leona, sin lavarse, con los pies descalzos en sus zuecos, acababa de preparar el café en la cocina, mientras un camionero de casa de Cadieu, ante el mostrador, templaba con la mano un vasito de aguardiente.

En el almacén empezaban a trabajar a las siete, en verano y en invierno, y estaban encendidas las luces.

—¡Hola, Teo!

—Hola…

Por la mañana bebía él su café, engullía su zoquete de pan y un trozo de salchichón, en la cocina, sentado ante la mesa redonda cubierta con un hule. Se oía encima de la escalera a Gedeón que se vestía, mientras Virginia seguía durmiendo.

Se acercaba el momento y Teo no siempre lo esperaba. El destino habíale, sin embargo, hecho una seña —como la que él dirigía algunas noches a Leona—, pero no la había entendido.

Iba, casi con seguridad, un negro en el ómnibus; y luego otro negro caminaba por la carretera, dirigiéndose hacia Versins-Haut. ¿Cómo hubiese podido Teo adivinar que su vida, la suya propia, iba a quedar trastornada por aquello, y que lo que venía anunciando desde hacía tanto tiempo, desde que se halló en condiciones de pensar, estaba a punto de realizarse?

El camionero le preguntó:

—¿Sabes a qué hora vendrán por el vagón?

Justino Cadieu Cadieu, el ricachón, como decían algunos, había fallecido cinco días antes; y le enterraron el sábado anterior, pero su negocio continuaba.

Tenía casi la misma edad de Gedeón y habían ido juntos a la escuela.

Cadieu era vendedor de granos y de abonos químicos, vendedor también de maquinaria agrícola y de ganado. El trigo, la remolacha, todo cuanto crecía en dos leguas a la redonda pasaba por sus manos y él sabía esperar el momento favorable para comprar las granjas a bajo precio y revenderlas después muy caro o colocar en ellas un hombre de su confianza.

La vía del apartadero él la hizo tender y siempre había allí un vagón cargando o descargando. Ahora, eran sacos de abono que tres de sus obreros acarreaban sobre sus espaldas, bajo la vigilancia del contable, el señor Delfosse.

El vagón vacío sería enganchado a un mercancías, a media tarde. Era siempre complicado: un montón de fórmulas que cumplimentar; y Teo no servía para la escritura. Temía equivocarse, pero el señor Delfosse le echaba una mano.

—Hola, Teo…

Gedeón bajaba con la cara sonrosada bajo su pelo blanco, y se sentaba ante la mesa redonda.

—Hola, Gedeón…

Eran las ocho y diez; despuntaba el día, pero había menos claridad que afuera, por la noche, bajo la luna. Oíase el ruido monótono de una pesada carreta tirada por dos caballos. Era León Couvert, el granjero, a quien vieron poco después, con el bigote humedecido, recortarse en el marco de la puerta.

—¡Eh, Gedeón…!

El camionero volvió de nuevo al almacén. No había nadie en el local que León atravesó para dirigirse hacia la cocina.

—Estás aquí tú también, Teo… Habría que telefonear a la gendarmería… Acabo de encontrar un fiambre en mi campo, cerca de la vía.

Se volvió hacia Leona:

—Tú, ponme un vasito. No resultaba bonito, a la vista…

León, que era rubicundo, guardaba ahora silencio. Tendía la mano hacia el vaso de aguardiente que vació de un trago.

—Ha sido mi perro el que lo ha descubierto. Yo le veía quieto, al extremo del campo, con el pelaje erizado…

Hubo otro silencio. Teo y Gedeón le miraban, inmóviles…

—No sé si por ser un muerto o porque es un negro…

Teo, más impresionado que había estado nunca en su vida, no dijo nada, Gedeón preguntó, incrédulo:

—¿Un negro, dices?

—Sí, un negro.

—¿Qué negro?

La pregunta no venía a cuento, pero sucede que en tales momentos no se encuentran más que palabras ridículas.

—Yo no le conozco. El último negro que vi, fue en 1945. Los había grandullones entre los soldados, pero éste debe llevarle la cabeza al más alto.

—¿Tienes la seguridad de que está muerto?

La mirada de León fue elocuente, Acabó, sin embargo, por rezongar, tendiendo su vaso a Leona para que se lo llenase:

—Su cara está, como si dijéramos, hecha puré…

—¿Le ha atropellado el tren?

—No lo sé. Está, abajo del terraplén, en una postura chocante, no lejos de su maleta abierta, con ropa blanca y unas zapatillas tiradas a su alrededor… Hay que telefonear… Puede que se haya caído del tren… Está justamente en medio de la curva…

La curva donde todos los trenes, incluso los rápidos, se ven obligados a aminorar su marcha.

Gedeón miró a Teo. Éste vaciló, y levantándose, se acercó al aparato de la pared, encima del cual había unos números escritos sobre un cartón. Hizo girar la manivela y pidió comunicación con la gendarmería.

Su voz no le pareció la misma que de costumbre cuando pronunció:

—¿Es la gendarmería…? Aquí, Teo, desde la estación de Versins. León Couvert, el granjero, dice que hay un cadáver junto a la vía en la gran curva…

Tuvo que repetirlo. Y añadió:

—Un negro… Sí, un negro… Aviso a la estación de Audrey…

Para lo cual, tenía que utilizar el teléfono de la estación. Y cruzó la carretera, con la cabeza baja, reflexionando.

—¿Eres tú, Lequeux?

Lequeux era el jefe de estación de Audrey.

—Me avisan que hay un muerto, abajo del terraplén, en el kilómetro 206… Como si se hubiera caído del tren…

Esta vez no añadió: «Es un negro…».

A Lequeux le correspondía, con su línea directa a Abbeville, dar aviso al que ocupaba la escala superior.

Solo, en su estación, Teo cargó de nuevo la estufa, y subió a afeitarse en previsión de la visita de los inspectores.

Las flores de escarcha no se derretían sobre los cristales que él raspó la noche anterior para seguir con la vista al negro que se dirigía hacia Versins-Haut con una maleta en la mano.

Aquel hombre volvía la espalda al sitio donde Couvert acababa de descubrir un cuerpo, junto a la vía.

Y había un negro en el último vagón del tren de las 22,12 que, minutos después, tenía que pasar aquella misma curva.

Todo esto, Teo era el único en saberlo por el momento. Para los otros no había más que el cadáver.

Hubiese podido caerse de otro tren, por ejemplo del rápido Calais-París, que se cruzó con el ómnibus poco más o menos en aquel sitio. O, también, a las 2,21 del rápido París-Calais, que Teo, dormido ya, no había oído pasar.

Cuando cruzó de nuevo la carretera, vio a Couvert, con su carreta y sus caballos, a mitad del camino ya de Versins-Haut. El viejo Gedeón, en la puerta del almacén, conversaba con el señor Delfosse, el contable del difunto Justino Cadieu.

—Dame un aguardiente, Leona…

Era raro que bebiera él algo que no fuese vino; pero aquel día no era como los demás. Necesitaba reflexionar. Nada estaba todavía bien encajado en su cabeza. Lo primero que había que hacer ante todo, era callarse.

—¿Tú crees que será realmente un negro, Teo?

Se alzó de hombros, con aire inocente. Pero, se decía para sí:

«Voy a enseñarles…».

No pensaba ya:

«Algún día les enseñaré…».

Ahora pensaba:

«Voy a enseñarles…».

Quizá no en seguida, no aquel día, pero muy pronto. Porque empezaba a forjarse su idea.

Mirando a Leona con ojos inquisitivos, preguntó:

—¿No has visto nada anoche, por la carretera?

—No, ¿por qué? ¿Tú has visto algo?

—¿Yo? Nada, tampoco.

Ella también hubiese podido mirar por la ventana, una vez apagada su luz.

Era preferible que no hubiese visto nada, ni ella ni nadie.

—Anda, dame otro…

Vio correr el alcohol amarillento desde el pico metálico de la botella a su vaso.

«Voy a enseñarles…».

Una vaga emoción le henchía el pecho y sentía pánico, ahora que había llegado, por fin, el momento.