DISFRACES

Menuda era Mina. Con voz suave y jadeante, y también con sus gruesas gafas, hoy recuerda su última aparición en el escenario. Hacía de Goneril la Amarga en el Old Vic, y no aceptaba bromas, aunque los amigos decían ya entonces que a Mina se le iba la cabeza. Con ayuda del apuntador, dicen, pudo pasar el primer acto, chilló al ayudante de dirección culpable en el entreacto, y le arañó con su larga uña bermeja, bajo el ojo y a la derecha, una pequeña muesca en la mejilla. El Rey Lear se interpuso, ennoblecido la víspera, un titular de la compañía venerado por los no habituales del teatro, y el director se interpuso, palmoteando a Mina con su programa. «Especie de lameculos real» a uno, «Alcahuete de bastidores» al otro, escupió, y trabajó una noche más. Y eso para dar tiempo a su sustituta. La última noche de Mina en el escenario, qué gran dama parecía corriendo de aquí para allá, entrando a tiempo y no tan a tiempo, un tren en un túnel de versos libres, un seno altivo y sin rellenos alzándose al ritmo de sus maullidos, y valiente. Justo al comienzo, lanzó negligentemente una rosa de plástico a la primera fila, y cuando Lear empezó a declamar, ella inició un flirteo con su admirador que provocó ocasionales risitas ahogadas. El público, seres sensibles y sofisticados, estaba con ella y el desesperado melodrama porque conocían a Mina, y cuando salió a saludar le dieron una ovación especial que la mandó llorando a su vestuario, y mientras andaba se apretaba la frente con el revés de la mano.

Dos días más tarde murió Brianie, su hermana, la madre de Henry, así que Mina, confundiendo fechas, persuadió a Mina en el té del funeral, y presentó las cosas a sus amigos de este modo: que dejó el escenario para ocuparse del hijo de su hermana, la criatura tenía diez años y necesitaba, dijo Mina a sus amigos, una verdadera madre, una Madre Real. Y Mina era una madre surreal.

En el saloncito de su casa de Islington abrazó a su sobrino, estrechó la cara picada de acné contra su seno perfumado y ahora rellenado, y lo mismo al día siguiente en el taxi hacia Oxford Street donde le compró una botella de colonia y un trajecito Fauntleroy con adornos de encaje. Con el paso de los meses le dejó crecer el pelo hasta por encima de las orejas y los hombros, algo atrevido para principios de los sesenta, y le alentó a vestirse para la cena, el tema de esta historia, le enseñó a mezclarse su bebida con los ingredientes del mueblecito-bar, trajo un profesor de violín, un maestro de danza también, un camisero el día de su cumpleaños y luego un fotógrafo con una voz aguda y educada. Vino a sacar fotos difusas en tonos marrones de Henry y Mina posando caracterizados delante de la chimenea y todo eso, le decía Mina a Henry, todo eso era un buen entrenamiento.

¿Entrenamiento para qué? Henry no le hizo esta pregunta ni se la hizo a sí mismo, no era ni introspectivo ni especialmente sensible, del tipo de los que aceptan una nueva vida y este narcisismo sin hacerse una opinión positiva ni negativa, todo es parte de un mismo hecho concreto. El hecho concreto era que su madre había muerto y que a los seis meses su imagen era tan evasiva como una pálida estrella. Había detalles, empero, y preguntaba sobre ellos. Cuando el fotógrafo terminó de contonearse por la habitación, guardó el trípode y se fue, Henry preguntó a Mina a su vuelta de la puerta principal: «¿Por qué tiene una voz tan rara ese hombre?». Se quedaba satisfecho aun sin entender para nada a Mina. «Supongo, mi amor, que porque es mariquita». Las fotos llegaron pronto, en grandes paquetes, y Mina salió corriendo de la cocina en busca de sus gafas chillando y riendo y desgarrando la rígida envoltura de papel marrón con los dedos. Venían en marcos ovalados y dorados, se las pasó a Henry por encima de la mesa. En los bordes el marrón se difuminaba hasta desaparecer, como humo, precioso e irreal, Henry macilento e impasible, con el torso erguido y una mano descansando ligera en el hombro de Mina. Ella estaba sentada en el taburete del piano, con la falda desparramada en derredor, la cabeza levemente erguida, ensayando un mohín de dama y con el pelo recogido en un moño negro sobre la nuca. Mina se reía, se excitaba y cogía las otras gafas para mirar las fotos alargando el brazo, y al darse la vuelta tiró la jarra de la leche, se rio aún más mientras daba un salto atrás en la silla para esquivar los pequeños arroyos blancos que goteaban al suelo entre sus piernas. Y entre risa y risa, «¿Qué te parece, mi amor? A que están súper». «Están bien» dijo Henry, «supongo».

¿Buen entrenamiento? Tampoco Mina se preguntaba lo que quería decir, pero de haberlo hecho lo hubiera relacionado con el escenario, todo lo que hacía Mina tenía que ver con eso. Siempre en el escenario, hasta cuando estaba sola la observaba un público y actuaba para él, una especie de superego, no se atrevía a disgustarle ni a disgustarse, así que cuando se dejaba caer algo exhausta en la cama con gemido de agotamiento, aquel gemido tenía forma, se expresaba. Y por la mañana, sentada maquillándose frente al espejo del dormitorio rodeado de una pequeña herradura de bombillas, sentía a sus espaldas un millar de ojos y posaba y cuidaba de principio a fin cada uno de sus movimientos, consciente de su absoluta singularidad. Henry no era del tipo de los que ven lo invisible, se equivocaba con Mina. Mina cantando, o abriendo los brazos de par en par, haciendo piruetas por la habitación, comprando sombrillas y trajes, imitándole al lechero el acento del lechero, o simplemente Mina trayendo una fuente de la cocina a la mesa del comedor, sosteniéndola bien en alto, silbando entre dientes alguna marcha militar y marcando el ritmo con las extrañas zapatillas de ballet que siempre llevaba, a Henry le parecía que para él. Eso le inquietaba, no le hacía feliz… ¿tenía que aplaudir, tenía que hacer algo, participar para que Mina no creyese que estaba enfurruñado? A veces captaba el humor de Mina y participaba vacilante en alguna celebración exuberante por la habitación. Entonces algo en la mirada de Mina aconsejaba abstenerse, decía solo hay lugar para un actor, así que daba un par de pasos más y se sentaba en la silla más cercana.

Le inquietaba, desde luego, pero por lo demás era amable, por las tardes el té estaba listo cuando llegaba del colegio, bocados especiales, algunos pasteles con natillas o bollos tostados, sus favoritos, y luego la charla. Mina resumía sus impresiones y confidencias del día, más esposa en las últimas que tía, hablando deprisa entre bocados, escupiendo migas y con una media luna de grasa sobre el labio superior.

—He visto a Julie Frank almorzando en Three Tuns se los estaba quitando de encima aún vive con ese jockey o entrenador de caballos o lo que sea y sin pensar en casarse pero es una puta rencorosa Henry. «Julie» le dije, «¿qué son esas historias que estás propagando sobre el aborto de Maxine?» —te he hablado de eso, verdad—. «¿Aborto?» dijo, «Ah, eso. Bromas y tonterías, Mina, nada más». «¿Bromas y tonterías?» dije. «Me sentí como una idiota cuando aparecí por allí». «Ooooh, ¿lo sabías?» dijo.

Henry se comió los eclairs, asintiendo en silencio y contento de sentarse a oír un cuento después de un día de colegio, Mina los contaba tan bien. Después, en la segunda taza de té, le tocaba a Henry contar su día, más lineal y lentamente, así. «Primero tuvimos historia y después canto y luego el Sr. Baker nos llevó a pasear por Hampstead Hill porque dijo que nos estábamos durmiendo todos y después hubo recreo y después tuvimos francés y después tuvimos redacción». Pero llevaba más tiempo porque Mina interrumpía diciendo «Me acuerdo que lo que más me gustaba era la historia…» y «Hampstead Hill es el punto más alto de Londres, ten cuidado no te vayas a caer, mi amor», y la redacción, la historia ¿la había traído? ¿la iba a leer? espera, primero tenía que ponerse cómoda, bueno, ya puedes empezar. Excusándose mentalmente y muy renuente, Henry sacaba el cuaderno de ejercicios de la cartera, alisaba las páginas, empezaba a leer con la monotonía de un robot azorado «Nadie del pueblo se acercaba mucho al castillo de Grey Crag por los terribles gritos que oían a medianoche…». Cuando llegaba al final Mina pateaba, y aplaudía, gritaba como si estuviera en las últimas filas de un patio de butacas, alzaba su taza de té, «Hay que buscarte un agente, amor mío». Ahora le tocaba a ella, cogía la historia, repetía la lectura con las pausas correctas, silbando aullidos y entrechocando cucharas como efectos especiales, le convencía de que era buena, incluso misteriosa.

Este té confesional podía durar dos horas; cuando terminaba se iban a sus cuartos, tocaba vestirse para la cena. A partir de octubre Henry encontraba la chimenea encendida, un resplandor ondulante y sombras de muebles retorciéndose por la pared, su traje o su disfraz extendido sobre la cama, lo que Mina hubiera escogido para él aquella noche. Vestirse para cenar. Eran unas dos horas que la Sra. Simpson utilizaba para entrar con su llave, hacer la cena y marcharse, Mina para bañarse y tenderse al sol artificial con gafas negras cerradas, Henry para hacer los deberes, leer sus viejos libros, jugar con sus cacharros. Mina y Henry buscaban juntos libros y mapas viejos en las húmedas librerías de los alrededores del Museo Británico, coleccionaban trastos viejos de la calle Portobello y el mercado de Camden, de las tiendas donde vendemos-y-compramos-de-todo de Kentish Town. Una cola de elefantes de tamaño descendente y ojos amarillos, tallados en madera, un tren de cuerda de latón pintado que todavía funcionaba, marionetas sin cuerdas, un escorpión conservado en un tarro de cristal. Y un teatro de niños Victoriano con un educado librito de instrucciones para representar a dos distintas escenas de las Mil y Una Noches. Se pasaron dos meses moviendo las pálidas figuras de cartón entre los distintos telones de fondo, los cambias con un golpe de muñeca, haces chocar cuchillos y cucharas para los duelos a espada, y Mina se ponía tensa allí encogida de rodillas, a veces se enfadaba cuando él no entraba a tiempo —le ocurría a menudo— pero también ella se equivocaba, y entonces se reían. Mina sabía hacer las voces, todas las voces: de villano, amo, príncipe, heroína, pedigüeño, y trataba de enseñarle, pero sin éxito y se reían de nuevo porque a Henry solo le salían dos variantes, una aguda y otra grave. Mina se cansó del teatro de cartón, ahora solo Henry lo ponía delante del fuego y dejaba, en su timidez, que las figuras hablasen en su cabeza. Veinte minutos antes de la cena se quitaba la ropa del colegio, se lavaba, cogía el disfraz que hubiera dispuesto Mina y se reunía con ella en el comedor, donde le esperaba caracterizada.

Mina coleccionaba disfraces, trajes, vestimentas, ropas viejas que encontraba por cualquier parte y les daba forma con la aguja hasta llenar tres armarios. Y ahora también para Henry. Unos cuantos trajes de Oxford Street, pero lo demás material desechado, de grupos de aficionados que se disolvían, pantomimas olvidadas, material de segunda clase de los mejores sastres de teatro, era su hobby, eso es. Para la cena, Henry se ponía un uniforme de soldado, o de ascensorista de hotel americano de antes de la guerra —ahora ya sería un abuelo—, una especie de hábito de monje, una túnica de pastor de las Églogas de Virgilio, representadas una eurítmica ocasión por las chicas de sexto, escritas o arregladas por la jefa de prefectos, pues Mina lo fue en sus tiempos. Henry era obediente y poco curioso, se ponía cada noche lo que encontraba al pie de la cama y se encontraba a Mina abajo con polisón o ballenas, de gato con lentejuelas o de enfermera en Crimea. Pero no hacía diferencias ni representaba lo que sugería el traje, no hacía comentarios sobre el aspecto de ninguno de los dos, daba incluso la impresión de que quería olvidarse del asunto, cenar, relajarse, beber de la copa que le pasaba su sobrino, adiestrado como estaba. Henry se acostumbró a la rutina, le gustaba el ritual del prolongado té y la intimidad estructurada, empezaba a preguntarse, cuando acudía del colegio a casa, qué ropa le habrían preparado, tenía ganas de encontrar algo nuevo sobre la cama. Pero Mina era misteriosa, nunca avisaba durante el té de las novedades, le dejaba descubrirlas y sonreía para sus adentros mientras él le preparaba la bebida y se servía una limonada, con una toga que había encontrado en algún lugar, brindando de un lado a otro de la habitación, en silencio. Le hacía girar sobre sí mismo, tomando nota mental de algún cambio, y empezaban a cenar, la charla y las historias habituales sobre sus tiempos del teatro, o historias de otras gentes. Todo bien extraño, aunque en cierto modo habitual para Henry, las veladas caseras en invierno.

Una tarde, después del té, Henry abrió la puerta de su cuarto y se encontró una muchacha acostada boca abajo en su cama; se acercó un poco y no era una chica, era una especie de vestido de fiesta y una larga peluca rubia, mallas blancas y zapatillas de cuero negro. Contuvo el aliento y tocó el vestido, frío, significativamente sedoso, crujiente al moverse, lleno de volantes y adornos, capa tras capa de satén blanco y encaje bordeado de rosa, con un coqueto lazo cayéndole por la espalda. Lo dejó caer de nuevo en la cama, nunca había visto algo tan de niña, se limpió la mano en los pantalones, sin atreverse a tocar la peluca, que parecía viva. Esto no, él no, ¿de verdad quería Mina que se lo pusiera? Fijó con tristeza los ojos en la cama y cogió las mallas blancas, eso no, era imposible. Bien estaba ser soldado, romano, paje, algo así, pero no una niña, ser una niña estaba mal. Como sus mejores amigos del colegio, no se interesaba por las niñas, evitaba sus reuniones e intrigas, sus susurros y risitas y hacer manitas y pasar notas y te quiero te quiero, le ponían los pelos de punta, Henry recorrió tristemente la habitación de lado a lado, se sentó frente a su escritorio para aprender de memoria palabras francesas, armoire armario armoire armario armoire armario armoire… ¿qué? y miraba todo el tiempo por encima del hombro para ver si seguían allí en la cama, y allí seguían. Veinte minutos para la cena, no podía ser, no podía quitarse la ropa y ponerse aquella, pero era terrible estropear el ritual del vestirse, y ahora oía a Mina salir del cuarto de baño cantando, se estaba maquillando en el cuarto de al lado. ¿Cómo podía pedirle otra cosa para ponerse, si se había pasado todo el día buscando para comprarle eso, si ayer le había contado lo que costaban las buenas pelucas y lo difíciles que eran de encontrar? Sentado en la cama lo más lejos posible de la ropa y con ganas de llorar, echó de menos, por primera vez en varios meses, a su madre, sólida y siempre igual, escribiendo a máquina en el Ministerio de Transportes. Oyó a Mina pasar junto a la puerta camino de las escaleras para esperarle abajo y empezó a desatarse un zapato y después no, no quería hacerlo. Mina le llamó, sin cambios en su voz habitual. «Henry, amor mío, a ver si bajas». Él contestó en voz alta «Un momento». Pero no era capaz de moverse, no podía tocar aquellas cosas, no quería, ni siquiera en broma, parecer una niña. En las escaleras se oyeron los pasos de Mina, subía a ver qué pasaba, se quitó un zapato como símbolo de conciliación, no podía hacer otra cosa.

Entró caracterizada en su habitación, nunca la había visto ponérselo antes, un uniforme de oficial, enérgico, austero de líneas, finas charreteras de hebilla y una raya roja en los pantalones, el pelo sujeto en la nuca, a lo mejor con brillantina, zapatos negros y relucientes, y en la cara las profundas arrugas de un hombre, una sugerencia de bigote. Atravesó la habitación de dos zancadas. «Pero mi amor, ni siquiera has empezado a arreglarte, déjame que te ayude, de todas formas hay que atarlo por la espalda», y empezó a aflojarle la corbata. Henry estaba demasiado entumecido para resistirse, era tan precisa, le quitaba la camisa, los pantalones, el otro zapato, los calcetines y por último, cosa rara, los calzoncillos. ¿Se había lavado ya? Le cogió por la muñeca, le condujo al lavabo, lo llenó de agua caliente y le pasó una toalla mojada por la cara, después una seca, manejándole con un particular frenesí, un ritmo especial. Quedó desnudo en el centro de la habitación mientras Mina buscaba entre las ropas de la cama y los encontraba, volvía de la cama con ellos en la mano, unos pololos blancos, y Henry se dijo «no» mientras se acercaban. Se inclinó a sus pies, dijo con tono jovial «levanta una pierna», y le dio un golpecito en un pie con el revés de la mano, y él no fue capaz de moverse, se quedó allí, de pie, asustado por el tono impaciente que se percibía en la voz de Mina, «Vamos, Henry, se va a enfriar la cena». Movió la lengua antes de hablar, «No, no quiero ponerme eso». Se quedó un instante inclinada a sus pies, después se enderezó, le asió el antebrazo con un gran pellizco cruel y le miró desde cerca a los ojos, absorbiéndole con la mirada. Vio la máscara del maquillaje pegada a la cara, un hombre viejo, las líneas de cicatrices frívolas y el labio inferior tenso de rabia sobre los dientes, empezó a temblar por las piernas y después por todas partes. Le sacudió el brazo, siseó «Levanta la pierna» y esperó mientras él iniciaba el movimiento, pero ese movimiento le soltó y por la pierna se deslizó un hilillo de orina. Le llevó de nuevo al lavabo, le secó rápidamente con la toalla y dijo «Ahora», así que Henry, demasiado asustado, demasiado humillado para negarse, levantó primero una pierna y después otra, se sometió a las capas del vestido, frías contra su piel, metido por la cabeza, atado por detrás, después las mallas, las zapatillas de cuero, y por último la apretada peluca, el cabello de oro le cayó por encima de los ojos y se derramó libremente sobre sus hombros.

La vio en el espejo, una niña inconcebiblemente guapa, apartó los ojos y siguió desdichadamente a Mina escaleras abajo, la seda crujiendo, enfurruñado y con las piernas aún temblando. Mina ya estaba alegre, hizo bromas conciliadoras sobre su resistencia nocturna, habló de un viaje a algún sitio, quizás al parque de atracciones de Battersea, y hasta Henry en su confusión vio que su presencia y apariencia la excitaban, porque se levantó dos veces durante la comida y se acercó a su sitio para abrazarle y besarle, pasando los dedos por la tela, «Todo se ha perdonado, todo se ha perdonado». Después Mina bebió tres copas de oporto y se arrellanó en la butaca, un soldado borracho llamando a su chica, quería que se acercara a sentarse en las rodillas de su oficial. Henry se mantuvo a distancia, sintiendo pánico en el estómago cada vez que pensaba que Mina —¿era muy malvada o muy loca? no podía decirlo, pero desde luego el juego de vestirse ya no es divertido así, le parecía que Mina estaba ansiosa, no se atrevería a llevar la contraria, había algo oscuro en esa forma de empujarle, esa forma de sisear, algo que no comprendía y se lo quitó de la cabeza. Así que al final de la velada, escapando de las manos de Mina que querían sentarle en sus rodillas y viéndose de pasada en los muchos espejos de aquel cuarto, reflejos de la bonita niña rubia en su vestido de fiesta, se dijo «Es para ella, no tiene nada que ver con nada, es para ella, no tiene nada que ver conmigo».

Temía lo que no entendía en ella. Henry más bien la quería, era su amiga, quería hacerle reír, no decirle lo que tenía que hacer. Le hacía reír con todas sus extrañas voces, y cuando se excitaba contando una historia, cosa que ocurría a menudo, se la representaba, paseando y hablando por todos los rincones del saloncito. «El día que Deborah dejó a su marido se fue derecha a la parada del autobús…» y aquí Mina danzaba una pequeña marcha moviendo los brazos hasta el centro de la habitación… «y entonces se acordó de que a la hora del almuerzo no había autobuses en el pueblo…», protegiéndose los ojos con una mano exploraba el cuarto en busca de un autobús y de pronto se tapaba la boca con la otra mano, abría los ojos de par en par, le colgaba la mandíbula, toda su cara se iluminaba al recordar, como cuando el sol sale por detrás de una nube… «así que volvió a casa para almorzar…» otro paseíto… «y allí estaba su marido sentado delante de dos platos vacíos, eructando y diciendo, “Bueno, no te esperaba, así que me comí lo tuyo”»… Mina en jarras miraba pasmada a Henry que ahora era el marido sentado a la mesa, y él se preguntaba si debía participar, arrellanarse en la silla y eructar. Pero en vez de eso se reía porque Mina se echaba a reír, siempre lo hacía cuando llegaba al final de su historia. Mina salía de vez en cuando en la televisión, él la admiraba por ello, aunque no eran más que anuncios, solía ser el ama de casa con el buen detergente, los rulos y el pañuelo en la cabeza cotorreando por encima del seto del jardín, alguna vecina se asomaba y le preguntaba por sus sábanas, cuál era su secreto, y Mina se lo contaba con su acento de Londres Sur. Alquilaba el televisor exclusivamente para los anuncios, esperaban sentados con la página de horarios a que saliese y cuando salía se reían. Cuando terminaba lo apagaba, solo a veces veían un programa, y entonces el problema eran los actores, la ponían de mal humor antes de empezar, «¡Dios! ese es Paul Cook, le conozco de cuando barría el escenario en el teatro de Ipswich», se levantaba de un salto de la silla, desenchufaba el aparato de camino hacia la cocina y Henry se quedaba sentado viendo cómo el punto blanco iba desapareciendo por el centro de la pantalla.

Una tarde, casi en Navidad, llegó helado y tarde del colegio y encontró un montón, Mina lo había puesto al lado de su plato en la mesa de té y tenía que verlo, un montón de tarjetas lisas y blancas grabadas en cobre con adornos, austeras y decentes, donde se leía Mina y Henry le invitan a su fiesta. Disfraz. Se ruega confirmación. Henry leyó unas cuantas, su nombre hacía raro en letras de imprenta, y miró a Mina, que le observaba, en el espacio que les separaba se cernía una especie de sonrisa de labios fruncidos, dispuesta a explotar y Mina le estaba esperando. Excitado pero incapaz de mostrarlo porque lo estaban esperando, dijo mansamente «Qué bonito», y no era eso, no era eso en absoluto lo que sentía, nunca había estado en una fiesta y nunca había estado en una tarjeta de invitación. De todas formas, algo en Mina lo hacía difícil de decir, se necesitaba más, «Bueno, disfraces, ¿qué clase de disfraces?» pero ya era tarde porque Mina se había levantado riéndose mientras lo decía y se pavoneaba como una bailarina por la habitación canturreando al ritmo de sus pasos «¿Es bonito? ¿Bo-nito? ¿Bo-nito? ¿Bo-nito?» y así por el cuarto y de vuelta a la silla donde él seguía sentado mirándola y muy inseguro. Se ponía detrás de su silla enredándole el pelo con falso afecto, en realidad lo tironeaba, y pellizcándole los ojos. «Henry, querido, será formidable, fantástico, espantoso, pero no bonito, nosotros nunca hacemos cosas bonitas», hablando sin dejar de pasarle las manos por el pelo, enroscándoselo en los dedos. Se volvió para mirar hacia arriba y escaparse, y ella se había calmado, le estrechó con verdadero afecto. «Vamos a pasarlo mejor que nunca ¿no estás excitado? ¿Qué te parecen las tarjetas?». Él cogió de nuevo las tarjetas y dijo con seriedad «Nadie se atreverá a no venir». El tono de Mina había perdido su punto de crueldad, y mientras servía el té le dijo que los disfraces tenían que ser impenetrables, y bromeó y contó anécdotas sobre los amigos que pensaba invitar.

Después de cenar se quedaron charlando junto al fuego de carbón, Mina vestida estilo New Look de los tiempos de racionamiento y Henry con su traje Fauntleroy, Mina dijo de pronto, tras un largo silencio, «¿Y tú? ¿A quién piensas invitar?». Tardó varios minutos en contestar, pensando en sus amigos del colegio. En el colegio él era distinto, todo era distinto, jugaba a tula y al fútbol, a gritos, contra la pared, y en clase usaba algunas de las palabras y anécdotas de Mina como si fuesen suyas; los profesores le consideraban moderadamente precoz. Tenía muchos amigos, pero era voluble y no tenía un amigo preferido como algunos de ellos. Y después a sentarse en silencio en casa con los espectáculos dramáticos y los humores de Mina, atento para no perder la entrada, no había pensado en las dos cosas juntas, una amplia y libre con grandes ventanas, suelos de linóleo y largas filas de clavijas para colgar el abrigo, la otra era densa, las cosas de su cuarto, dos tazas de té y los juegos de Mina. Contarle el día a Mina era como contar un sueño a la hora del desayuno, cierto y no cierto, finalmente dijo «No sé, no se me ocurre nadie». ¿Podían estar en el mismo cuarto sus compañeros de fútbol y Mina? «¿No tienes en el colegio amigos que valga la pena invitar a casa?». Henry no respondió. ¿Cómo se iban a poner trajes, disfraces y cosas de esas?, estaba seguro de que no pegarían nada.

Al día siguiente Mina no le repitió la pregunta, pero le explicó los detalles, ideas que le rebosaban la cabeza, todo el día pensando en los disfraces «Ni siquiera los mejores amigos serán capaces de reconocerse», y los disfraces tenían que mantenerse en secreto, nadie sabrá quién es Mina, puede moverse a sus anchas, pasarlo bien, las bebidas que se las sirvan ellos, que ellos se presenten —nombres falsos, desde luego—, y son todos gente de teatro, maestros del disfraz, maestros en el arte de crear personajes, porque ese es el arte del actor en opinión de Mina, crearse una identidad, en otras palabras un disfraz. Y sin pausa más y más detalles, se le ocurría en el baño, bombillas rojas, claro, una receta especial para el ponche, arreglar de alguna manera la música y a lo mejor quemamos algún pebete. Después se enviaron las invitaciones, se organizó cuanto había que organizar y todavía faltaban dos semanas, así que Mina y, en consecuencia, Henry, no volvieron a hablar del asunto. Como ella conocía sus trajes, los había comprado todos personalmente, y no quería reconocerle ese día, le dio dinero para su disfraz, tenía que conseguirlo él solo y prometer no decirle nada a nadie. A base de caminar todo un sábado lo encontró en una tienda de trastos viejos cerca de la estación de metro de Highbury e Islington, entre máquinas de fotos, maquinillas de afeitar rotas y libros amarillentos, una especie de monstruosa cara Boris Karloff hecha de tela con agujeros para la boca y los ojos, que se ponía en la cabeza como un capuchón. Tenía pelos como de alambre en todas direcciones, era extraña y sorprendente, pero no asustaba, costaba treinta chelines, dijo el hombre. Y como ese día no llevaba dinero encima, le dijo al hombre que pasaría a recogerla el lunes a la vuelta del colegio.

* * *

Pero ese día no apareció, ese día conoció a Linda, era la forma en que estaban dispuestos los pupitres, por pares, de cuatro en fondo con un pasillo para pasar. Henry era el último que se había incorporado a la clase, orgulloso de tener un pupitre para él solo, salió así cuando los demás se colocaron. Sus mapas y libros y dos marionetas ocupaban ambos lados, daba gusto sentarse detrás bien ancho. El profesor para explicar lo que eran veinticinco pies dijo más o menos de aquí al pupitre de Henry, y se volvieron a mirar todos los de la clase, estaba claro que era su pupitre. El lunes había una niña, una niña nueva, y sentada en su pupitre, ordenando sus lápices de colores como si fuera su sitio. Al verle mirar bajó los ojos, dijo en voz baja pero no sumisa «El profesor me dijo que me sentara aquí», y Henry frunció el ceño, mala cosa que violasen su espacio, y además era una niña. Durante las tres primeras clases estuvo sentada, sin marcar su presencia, a su lado, y Henry miraba hacia delante, pues mirar hacia su lado era admitirla, niñas busconas que hacen ojitos. Cuando llegó el recreo se levantó antes que nadie, se quedó en las escaleras bebiendo leche, evitando a sus amigos, y esperó a que se vaciase el aula para entrar a limpiarle media mesa, enfurruñado, metió los cacharros, el ténder del tren de cuerda, ropas viejas y cosas, en dos bolsas de viaje, y sintiéndose como un oscuro mártir las puso detrás de la silla de la niña, quería que supiera las molestias que causaba. Cuando se acercó a sentarse sonrió un poquito, pero él estuvo seco, altivo, huraño, miró a otra parte y se frotó las manos.

Pero el mal humor se pasa y empezó a sentir curiosidad, echó un par de ojeadas y después unas cuantas más, tenía cosas notables, que chocaban, como el pelo largo y fino color amarillo de sol que le cubría los hombros sobre la suave lana con que tapaba su espalda, y la piel pálida como el papel pero casi transparente, y luego la nariz, muy alargada pero firme y tirante, que se ensanchaba como la de un caballo, sus grandes ojos grises asustados. Ella, al ver que la miraba, inició de nuevo una sonrisa con las comisuras de los labios, y el gesto provocó en Henry una inquieta emoción en la boca del estómago, así que apartó la vista, miró hacia el frente del aula, y comprendió vagamente lo que pasaba cuando decían que esta o aquella niña era guapa, cuando hasta entonces siempre le había parecido que debía ser una exageración de Mina.

Cuando uno crece se enamora, Henry lo sabía, de alguna chica que se conoce, y entonces es cuando uno se casa, pero solo si conoces a una chica que te gusta, y cómo le iba a pasar a él si no había forma de entender a la mayoría de las niñas. Esta, sin embargo, …le estaba viendo el codo invadiendo casi su lado del pupitre, esta era frágil y distinta, Henry quería tocarle el cuello, o aproximar un pie a los suyos, o ¿a lo mejor se sentía culpable con tantas novedades, la confusión y los sentimientos? Una clase de historia y todos pintan un mapa de Noruega y colorean barcos vikingos con las proas apuntando hacia el sur. Henry le tocó el codo. «¿Me prestas un lápiz azul?». «¿Azul cielo o azul mar?». «Azul cielo». Le pasó un lápiz, le dijo que se llamaba Linda y, sujetando el lápiz aún caliente de su mano, Henry se inclinó sobre su mapa con especial cuidado, dibujó un halo azul alrededor de la costa, el lápiz sonaba Linda Linda mientras lo movía de arriba abajo a tres pulgadas de los ojos. Entonces se acordó, «Yo soy Henry», susurró, los ojos grises se abrieron más para captarlo. «¿Henry?». «Sí». Asustado por su propia audacia, la evitó durante el almuerzo, tuvo cuidado de ponerse a comer en otra mesa y buscó ruidosamente por el patio de juego a sus amigos, que le provocaban «Ya vemos que tienes una chica», ante lo cual fingió temblar de verdadero asco para hacerles reír y que le comprendieran. Jugaron al fútbol contra la pared del patio y Henry fue el que más gritó, agitando codos y puños, pero cuando la pelota se fue por encima de la pared y hubo que quedarse esperando, su cabeza se había metido ya en la clase para sentarse al lado de una niña. Y cuando él llegó se la encontró allí y le hizo ver con una imperceptible inclinación de la cabeza que la había visto sonreír. La tarde transcurrió aburrida y lenta, se agitó en su asiento sin desear que terminase o que siguiese, consciente de que ella estaba allí sentada.

Cuando terminaron las clases se arrodilló detrás de su silla, haciendo como que buscaba algo en las bolsas, seguro de que no volvería a verla hasta la mañana siguiente. Seguía sentada en el pupitre, terminando algo y sin darse cuenta, así que Henry metió algo más de ruido con las bolsas, se levantó, carraspeó y dijo ásperamente «Bueno, hasta luego», y su voz resonó en el aula. Ella se levantó, cerró el libro, «Si quieres te llevo una». Cogiendo una de las bolsas, salió del aula delante de él y cruzando el patio silencioso, Henry mirando a su alrededor para ver si sus amigos seguían por allí. En la entrada del colegio había una mujer con una chaqueta de cuero y cola de caballo, joven y vieja al mismo tiempo, que se inclinó hacia Linda y la besó en los labios, Dijo «¿Ya tienes un amigo?» mirando a Henry, que se había quedado a unos pasos. Linda se limitó a decir «Se llama Henry», y le dijo a este «Es mi madre» y su madre extendió el brazo hacia Henry que se acercó y le dio la mano, muy mayorcito. «Hola, Henry, ¿quieres que te llevemos con tus bolsas a casa?» señaló con un vago movimiento de muñeca el coche negro y grande que había estacionado a sus espaldas. Puso las bolsas en el asiento de atrás, sugirió que todos se sentasen delante, cosa que hicieron, y Linda se apretó contra él para dejar a su madre cambiar las marchas. No le esperaban pronto en casa por lo de la máscara, le había dicho a Mina que llegaría tarde, así que aceptó cuando le invitaron a tomar el té y escuchó sentado y presionado contra la puerta cómo Linda le contaba a su madre su primer día en el nuevo colegio. Bajaron por un paseo en curva pavimentado con gravilla y se detuvieron frente a una gran casa de ladrillo rojo rodeada de árboles por todas partes y entre los árboles la colina de Heath descendiendo con prolongada regularidad hacia un lago, que Linda señaló cuando pasaron por un lado de la casa. «Ese caserón de ahí, que se ve justo entre los árboles, es Kenwood House, hay muchos cuadros viejos que se pueden ver gratis. Tienen el Autorretrato de Rembrandt, el cuadro más famoso del mundo». Y la Monalisa qué, se preguntó Henry, pero quedó muy impresionado.

Su madre preparó el té, Linda llevó a Henry a ver su cuarto, por un pasillo tapizado de gruesas alfombras que apagaban el ruido de sus pasos, daba al vestíbulo al pie de una ancha escalera, que se dividía en dos a mitad de camino hacia el gran descansillo, un espacio en forma de herradura con un reloj de abuelo a un lado y en el otro una enorme cómoda chapada de bronce con figuras grabadas. Era una cómoda de ajuar, le dijo Linda, donde ponían los regalos de la novia, tenía cuatrocientos años. Subieron otra escalera ¿era suya toda la casa? «Antes era de papá, pero se fue, así que ahora es de mamá». «¿Dónde se ha ido?». «Quería casarse con alguien en vez de con mamá así que se divorciaron». «Y entonces le dio la casa a tu m-madre para compensar». No se animó a decir «mamá». Era un depósito de chatarra con una cama, el cuarto de Linda, el suelo cubierto de cosas que bloqueaban la puerta, cochecitos de niño de juguete, muñecas, sus ropas, juegos y partes de juegos, una gran pizarra en la pared y la cama sin hacer, las sábanas tiradas en mitad del cuarto, más allá la almohada, botes y pinceles frente a un espejo y todas las paredes de color rosa, extraño y femenino, le excitaba. «¿No tienes que ordenarlo?». «Esta mañana tuvimos una pelea de almohadas. Me gusta desordenado, ¿a ti no?». Henry bajó las escaleras tras Linda, siempre es mucho mejor hacer lo que quieres si encuentras un sitio donde hacerlo.

Durante el té le dijo, la madre de Linda, que la llamase Claire, y después cuando le preguntó si quería algo y él contestó «No, gracias, Claire», Linda se atragantó con lo que estaba bebiendo y Henry y Claire le dieron grandes manotazos en la espalda y después se rieron sin ton ni son, Linda se agarró a Henry para no caerse al suelo. En medio de todo ello un hombre alto asomó la cabeza por la puerta de la cocina, tenía cejas negras y espesas, sonrió, «Divirtiéndose, eh», y desapareció. Cuando Henry se puso el abrigo para marcharse y le preguntó a Linda quién era aquel hombre, ella le dijo que era Theo, que a veces venía a pasar un tiempo con ellas, y susurró «Duerme en la cama de mamá». Quiso tragarse las palabras mientras las estaba diciendo, pero preguntó «¿para qué?» y Linda se echó a reír como una tonta escondiendo la cabeza en el muro de abrigos. Se sentaron los tres de nuevo en el asiento de delante, bien apretados, y en seguida Linda quiso que cantasen «Frére Jacques», cosa que hicieron sin cesar hasta llegar a Islington, tan alto que los ocupantes de los coches les oían cuando se paraban en las luces y les sonreían a través de las ventanillas. Dejaron de cantar cuando Claire se arrimó a la acera frente a la casa de Henry, de pronto se hizo un gran silencio. Se inclinó sobre el asiento para recoger las bolsas de atrás, murmurando gracias por… pero Claire le interrumpió preguntando si quería venir el domingo, y Linda gritó que tenía que ser todo el día, y todos hablaban al mismo tiempo, Claire, que si quería le podía recoger en el coche, Linda, que prometía llevarle a ver los cuadros de Kenwood House, Henry, que tenía que preguntárselo a Mina pero que seguro que sí. Linda le oprimió la mano, «Nos vemos en el colegio», gritando, saludando, con el comienzo de otro coro perdido en el estruendo de un camión que pasaba, le dejaron allí en la acera con sus bolsas y esperó un poquito antes de entrar en casa.

* * *

Mina estaba sentada a la mesa, con la cabeza entre las manos, rodeada de las cosas del té. No respondió al hola de Henry, que se entretuvo inquieto junto a la puerta, quitándose el abrigo, buscando en las bolsas. Mina dijo sin alzar la voz «¿Dónde has estado?». Henry miró el reloj, eran las seis menos diez, llegaba una hora y treinta y cinco minutos tarde. «Ya te dije que llegaría una hora tarde». «¿Una hora?» dijo, arrastrando lentamente las palabras, «ya son casi dos horas». Mina estaba rara, le recordaba algo, sintió que se le aflojaban las piernas. Cuando se sentó se puso a jugar con una cucharilla, embutiéndola en un túnel hecho con los nudillos, hasta que Mina resopló con fuerza. «Deja eso» estalló, «Te he preguntado que dónde has estado». Se lo explicó con voz temblorosa, la madre de un amigo del colegio le había invitado a tomar el té en su casa y… «Creía que ibas a buscar tu disfraz», hablaba sin levantar nada la voz. «Bueno, pensaba, pero…». Henry se miró los dedos, extendidos sobre la mesa. «Y si tenías que ir a casa de alguien podías habérmelo dicho». Entonces gritó a pleno pulmón «Tenemos un maldito teléfono». Ninguno de los dos dijo nada más, el eco de las palabras de Mina se quedó cinco minutos en la habitación, repicando en su cabeza, y después ella dijo bajito «Encima te importa un bledo. Sube y vístete». Él sabía que había frases que lo arreglarían todo, pero no tenía las palabras en la cabeza, solo estaban las cosas que veía, sus nudillos, el dibujo de la tela de debajo llenaba su atención, nada que decir. Se dirigió hacia la puerta por detrás de la silla de Mina, que se volvió y le cogió por el codo. «Y esta vez nada de tonterías», y después le apartó. En lo alto de las escaleras pensó en lo que le había dicho, nada de tonterías, algún nuevo traje humillante, por llegar tarde y estropear el ritual acostumbrado. Se aproximó a la niña extendida ordenadamente en la cama, la misma niña que la otra vez. Se quitó la ropa sin pensarlo, no podía provocar de nuevo el frenesí de Mina, la cruel necesidad que la hacía tan extraña, le asustaba, ahora temía y temblaba con la frialdad de la tela sobre su piel, y las mallas blancas, se apresuró para que no fuese a pensar que vacilaba. Manoseó las delgadas cintas de cuero, los dedos se movían solos, y cogió la peluca, se plantó delante del espejo para ponérsela bien, allí plantado se miró, se quedó paralizado, otra vez esa inquietud en la boca del estómago, porque ahora ella estaba allí en su dormitorio, con el pelo cayéndole libremente por los hombros, con su piel pálida y tersa, su nariz. Cogió el espejo de mano que había en el lavabo, se miró la cara desde todos los ángulos, los ojos eran de distinto color, los de él más azules y su nariz un poco más grande. Pero era el primer golpe de vista, la impresión del primer golpe de vista lo que no olvidaba. Se quitó la peluca, daba risa, su pelo negro y corto con el vestido de fiesta, le hizo reír. Se puso de nuevo la peluca, esbozó unos pasos de danza por la habitación, Henry y Linda al mismo tiempo, más cerca que en el coche, ahora dentro de ella y ella estaba dentro de él. Ya no estaba oprimido, se había liberado de la ira de Mina, invisible dentro de aquella niña. Empezó a peinarse la peluca como había visto a Linda hacerlo cuando volvía del colegio, empezando por un lado y hacia abajo, para no estropear las puntas le había dicho.

Seguía delante del espejo cuando Mina entró de improviso en la habitación, el mismo uniforme de oficial, el rostro más duro aún que la otra vez, le hizo girar tomándole por los hombros hasta que lo tuvo de espaldas, entonces le ató el vestido por detrás, canturreando suavemente entre dientes. También ella le peinó la peluca, le pasó la mano por entre las piernas para sentir su ropa interior y, satisfecha, le hizo girar de nuevo hasta tenerle de frente y él sintió el mismo temor inmóvil al verse cerca de las profundas arrugas de la cara maquillada, los rectos mechones de pelo engominado. Se inclinó sobre él, le acercó, le besó en la frente, «No está mal», y le llevó abajo por la mano en silencio, y esta vez fue ella quien sirvió las bebidas, dos copas llenas de vino tinto. Inclinó la cabeza, le puso el vaso en la mano, se cuadró y dijo con una voz áspera y falsa «Aquí tienes, querida». Henry sostuvo la copa, tan poco habitual, el pie cobreado era demasiado corto para cogerlo con el puño cerrado, la sostuvo con las dos manos. En ocasiones especiales Mina le mezclaba cerveza y limonada, y lo normal era solo limonada. Ahora Mina se había plantado de espaldas al fuego, con el torso bien erguido, la copa al nivel de su pecho aplanado, «Salud», y bebió dos grandes tragos, «bebe». Se mojó la punta de la lengua, reprimió un estremecimiento agridulce y después cerró los ojos y tomó un sorbo, empujándolo rápidamente hacia el fondo de la garganta con la lengua y evitando así todo el sabor menos algo seco que le quedó en la boca de regusto. Mina vació su copa de vino, estaba esperando a que él vaciase la suya, llevó su copa vacía al mueblecito para volver a llenarla, puso el vino en la mesa y empezó a traer las fuentes. Mareado e irreal, la ayudó a traer una fuente del calientaplatos, el silencio de Mina le extrañaba. Se sentaron, Linda y Henry, Henry y Linda, Durante la comida Mina alzaba su copa y decía «Salud», no bebía hasta que él alzaba la suya, una vez se levantó para servir más vino. Ahora todo resbalaba, todo lo que miraba flotaba separándose e inmóvil al mismo tiempo, el espacio entre los objetos ondulaba, el rostro de Mina se astillaba movía y fundía con sus imágenes, así que se sujetó al borde de la mesa para estabilizar la habitación y vio que Mina le veía hacerlo, vio su desgarrada sonrisa que quería ser de aliento, la vio flotar pesadamente en busca de la cafetera por los desplazamientos del cuarto en sus tres dimensiones, y si cerraba los ojos si cierras los ojos puedes caerte del borde del mundo, se va elevando desde cerca de tus pies. Y mientras tanto Mina decía, Mina quería saber algo, cómo había pasado la tarde, qué había hecho en la otra casa, así que recuperó su lengua de donde esta estuviese para contárselo, oyó su propia voz acercarse desfallecida desde el cuarto de al lado, sintió el paladar seco, «Nosotros… la llevamos… nos llevó…» hasta que se dio por vencido, sometiéndose a los rebuznos y los ladridos y las risas de Mina. «Ay, mi nenita ha bebido demasiado», y mientras lo decía se precipitaba hacia él, le sujetaba por las axilas le medio llevaba medio arrastraba hasta el sillón y allí se lo sentaba en el regazo y le hacía girar el cuerpo para que le colgasen las piernas por un lado del sillón, le acunaba la cabeza en los brazos le oprimía caliente y toda encima como un luchador, él no podía mover los brazos y las piernas juntas para liberarse, le estrechaba con fuerza le oprimía la cara por la abertura de la chaquetilla desabrochada del uniforme y allí girando en sus brazos supo que moverse bruscamente y ponerse a devolver eran una y la misma cosa. Ella parecía desear a esta niña y le oprimió la cara aún más contra su pecho, porque debajo de la chaquetilla no había nada, nada más que la cara de Henry hundida en la piel arrugada y levemente perfumada de sus viejas ubres caídas y le sujetaba la nuca con el hueco de la mano, no podía salir de la tela marrón, no se atrevía a dar un tirón brusco, sabía lo que tenía en el estómago, no podía moverse ni cuando empezó a cantar y su otra mano empezó a vagar por las capas de traje que le cubrían y rodeaban el muslo, medio recitando medio cantando «Un soldado necesita una chica, un soldado necesita una chica», siguiendo el ritmo de su respiración cada vez más fuerte más profunda y Henry subía y bajaba con ella, sentía cómo le estrechaban con más fuerza abría los ojos en la palidez azul y gris de los pechos de Mina, azul y gris como se imaginaba la cara de un muerto. «Vomitar», murmuró pegado al cuerpo de Mina y una mezcla roja y marrón de cena y vino, color de la palidez de muerte del interior de la chaquetilla, se deslizó silenciosamente fuera de su boca. Se apartó rodando, ya no le sujetaban, al suelo con la peluca desprendiéndose de la cabeza, manchas rojas y marrones salpicaban el blanco y rosado tan fresco ahora tan cursi, se quitó del todo la peluca, «Soy Henry», dijo con voz ronca. Mina tardó un rato en moverse, sentada con los ojos fijos en la peluca caída en el suelo, después se levantó, pasó por encima de Henry, subió las escaleras, y desde el cuarto que giraba la oyó soltar el agua del baño, sentado donde había aterrizado, miró los dibujos de la alfombra moverse entre sus dedos, se encontraba mejor después de vomitar, no se podía mover.

Mina regresó del baño vestida de diario, de nuevo ella misma, y le ayudó a levantarse, le acercó al fuego, donde le desató el vestido, que llevó a la cocina y metió en un cubo. Recogió la peluca, le cogió por la mano y le enseñó a subir las escaleras, canturreando cada escalón como para un niño pequeño, «Uno y dos y tres y…». En el dormitorio se tambaleó apoyado en su hombro mientras ella le quitaba el resto de la ropa, encontró el pijama mientras ella no dejaba de hablarle, la primera vez que ella se emborrachó… bueno, al día siguiente no se acordaba de nada, y Henry no sabía bien lo que le estaba diciendo pero el tono era bueno, lo reconoció como el vestido, se echó boca arriba en la cama y ella le puso la mano en la frente para parar un poco el cuarto, cantando y recitando la canción de abajo, «Un soldado necesita una chica, como el león la melena, que le susurre al oído y que le quite las penas». Le acarició el pelo, y cuando se despertó al día siguiente tenía la peluca a su lado sobre la almohada, se le debió caer por la noche.

Al despertar pensó en Linda, en el dolor que sentía detrás de los ojos, en la impresión que había en el cuarto de que ya no era por la mañana. Abajo Mina le dijo «¿Quieres almorzar algo? Te dejé dormir la mona», pero ya se había puesto la ropa del colegio, cogía la cartera del colgador, cruzaba la puerta y salía a la calle mientras Mina le gritaba que volviera, sentía el aire húmedo en la frente desnuda, la noche fue confusa, pero estaba seguro de que Mina había falseado algo y ahora era fácil escaparse de su voz cada vez más lejanas. Hacia Linda. En el colegio se excusó, una enfermedad, era bastante cierto, por la tarde seguía tan blanco que era fácil creerle. Llegó a su pupitre a tiempo para las clases de la tarde, y le esperaba sonriente mientras se acercaba, dispuesta a ponerle una nota en la mano, un pedazo de papel que decía «¿Vas a venir el domingo?». Le dio la vuelta y escribió sí, con el mismo espíritu que le había permitido escabullirse por la mañana, lo pasó por debajo de la mesa y ella lo cogió con los dedos que se entrelazaron con los suyos y se quedaron allí un segundo o dos antes de soltarle. Sintió la boca del estómago, un poco de sangre en la ingle moviéndose por la piel prepúber, como flores brotando en primavera entre los pliegues de su ropa y la nota cayó inadvertida al suelo.

¿Podía contarle la mirada en el espejo, Henry y Linda fundidos en la apariencia, cómo fueron inmediatamente uno y se sintió libre y bailó un poco antes de que entrase Mina, quería contárselo, pero explicar las otras cosas, porque dónde empezar, cómo explicar juegos que no son juegos en realidad? En vez de eso le habló de la máscara que iba a comprar por la tarde, una especie de monstruo, «Pero que te da más risa que miedo», y eso significaba que le habló de la fiesta, su nombre estaba en la invitación con el de Mina, todos disfrazados y nadie sabe quién eres, todos pueden hacer lo que les apetezca porque no importa. Estaban en el patio, vacío porque todos se habían ido, inventaron historias sobre las cosas que se pueden hacer cuando nadie sabe quién eres. Su madre se acercaba por el patio, besó a Linda, le puso a Henry la mano en el hombro y se fueron todos juntos al coche. Linda le contó a su madre lo de la máscara y la fiesta de Henry, Claire le dijo que podía ir, parecía divertido. Se despidieron.

Llegó a la tienda sin aliento, no quería hacer esperar otra vez a Mina. El hombre de detrás del mostrador tenía un estilo para niños, un estilo jovial y sin gracia. «¿Dónde está el fuego?» dijo cuando Henry entró en la tienda, y rápidamente Henry le dijo, tratando de imponer su prisa, «He venido por la máscara». El tendero se inclinó lentamente por encima del mostrador, con la broma estremeciéndose en las comisuras de la boca, estaba impaciente por soltarla. «Qué raro, creía que la llevabas puesta», y observó la cara de Henry, en espera de que su risa se uniera a la suya. Henry le sonrió, «Me dijo que me la guardaría». «Veamos», mirando con grandes aspavientos las cifras del calendario, «si no me equivoco», contuvo el aliento y dijo lentamente, «si no me equivooo-co, hoy es martes». Sonrió abiertamente a su cliente Henry, arqueó las cejas, observando cómo su cliente se inquietaba. «¿La tiene todavía?» y con las cejas aún arqueadas agitó un dedo en el aire, como un idiota que no hace gracia a nadie, «Ese es el problema, si todavía la tengo». Mientras Henry empezaba a comprender el origen de la violencia, buscó por debajo del mostrador, «Vamos a ver qué tenemos aquí», y sacó la máscara, la máscara de Henry. «¿Me la puede envolver? Tiene que ser secreta, ¿sabe?». El hombre, se apercibió Henry, era un anciano, y le dio un poco de pena. El hombre envolvió cuidadosamente la máscara en dos capas de papel de estraza marrón y le dio una vieja bolsa de cuerda para llevarla. Ahora no decía nada, Henry hubiera preferido que siguiera con los chistes malos, esos al menos los entendía. Solo dijo una palabra más, «Toma», cuando le pasó la bolsa a Henry por encima del mostrador. Henry le dijo adiós al salir de la tienda, pero el hombre se había metido en la trastienda y no le oyó.

Mina no dijo nada sobre la noche pasada, en vez de eso le cortó trozos de tarta y habló mucho y muy deprisa, se refirió de pasada y con buen humor a la forma en que se había ido por la mañana, era de nuevo ella misma. Henry vio el vestido en un cubo de agua en la cocina, como un extraño pez muerto. Vaciló al hablar, «Alguien del colegio, la familia me ha invitado a pasar el domingo con ellos», y Mina le respondió, distante, «¿Ah, sí? ¿Conozco a tu amigo? ¿Por qué no le invitas a la fiesta?». «Ya lo he hecho y quieren que vaya el domingo», ¿por qué era tan importante no mencionar el sexo de su anfitrión? Mina no concretó, «Ya veremos», pero él la perseguía, la siguió hasta la cocina, «Es que tengo que decírselo mañana», y el tono de su voz exigió una respuesta en el silencio que se produjo. Mina sonrió, le apartó el pelo de los ojos con la mano, dijo amable y resignada, «Creo que no, mi amor. Por cierto, ¿y los deberes que no hiciste anoche?», empujándole dulcemente hasta el pie de las escaleras, donde él se apartó a un lado, «Pero me han pedido que vaya, quiero ir». Mina estaba alegre, «Creo que no, de verdad, mi amor». «Quiero ir». Le quitó la mano del hombro, se sentó en el primer escalón, apoyó la barbilla en las manos, se quedó pensando un buen rato y luego «¿Y qué quieres que haga yo el domingo si tú te vas con todos tus amigos?». Este cambio repentino, ahora él daba cuando antes recibía, él estaba de pie y ella sentada a sus pies, no se podía decir nada, se quedó paralizado. Al rato ella dijo «¿Y bien?» extendiendo los brazos, él se acercó un poco para situarse donde ella pudiera cogerle las manos, Mina le miró por encima de las gafas, se las quitó, y entonces Henry vio la humedad que se acumulaba alrededor de sus ojos. Eso estaba mal, eso era terrible, sentía un peso terrible sobre sí, ¿por qué la gente podía tener tanta importancia? Mina le apretó un poco más las manos, «Bueno», dijo él, «me quedaré».

Mina trató de acercarle atrayéndole por los brazos, pero él se soltó de sus manos y pasando a su lado corrió escaleras arriba. Quitó el traje marrón de la cama y lo colgó en la silla, se echó boca arriba en la cama, rechazó la imagen de Linda, sintiéndose culpable. Mina entró, se sentó a su lado mirándole fijamente a la cara mientras él evitaba mirarla, no quería volver a verle los ojos, y ella se quedó sentada jugueteando con una esquina de la manta, pellizcándola con el pulgar y el índice. Mina le arregló el pelo con los dedos, se puso rígido esperando que le dejara, no le gustaban esos dedos cerca de su cara, ahora no. «¿Estás enfadado conmigo, mi amor?». Negó con un movimiento de cabeza, sin mirarla a la cara. «Estás enfadado conmigo, se te nota». Se acercó a la mesa y cogió un pedazo de madera en bruto, él llevaba meses tallándolo, quería hacer un pez espada, no conseguía tallar un cuerpo poderoso o sinuoso, seguía siendo un simple trozo de madera, una representación infantil del Pez. Mina le dio vueltas y más vueltas en las manos, mirándolo, sin verlo. En el cielorraso estaba la gran escalera que se dividía en dos a mitad de camino y Linda y Claire peleaban con almohadas en el dormitorio, probablemente Claire quería animar a Linda porque era su primer día de colegio, y el hombre alto de gruesas cejas dormía en la misma cama que Claire. Mina dijo «Tienes muchas ganas de ir, ¿verdad?». Henry dijo «No importa, en realidad no es tan importante». Mina le dio vueltas a la madera en la mano, «Quieres ir, así que irás». Henry se incorporó, todavía no era lo bastante mayor para conocer los juegos especiales que le pueden gustar a la gente, no era lo bastante mayor así que dijo «Bueno, pues voy». Mina salió del cuarto llevándose el poderoso pez espada en la mano.

* * *

Henry levantó la pesada aldaba y la dejó caer sobre la blanca puerta. Claire le condujo por el pasillo oscuro hasta la cocina, «Linda se pasa casi todos los domingos por la mañana en la cama», emergieron bajo la luz fluorescente de la cocina, «puedes subir a jugar con ella pero antes puedes hablar conmigo y beber algo caliente». Le dio tiempo para quitarse el abrigo, se volvió para permitirla admirar su traje nuevo, «Vamos a buscarte ropa para que puedas jugar». Le preparó un chocolate, le arrastró en la conversación, no estaba preparado para sorpresas súbitas. Estaba encantada de que fuera amigo de Linda, se lo dijo, y le dijo que Linda hablaba todo el tiempo de él, «Te ha pintado y dibujado, pero seguro que no te lo enseña». Quería saber cosas de él, así que le contó que coleccionaba cosas de las tiendas de segunda mano, el teatro de cartón y todos los libros viejos, y después le habló de Mina, lo bien que contaba historias porque había trabajado en el teatro, en su vida había hablado tanto de un tirón y estaba a punto de contarle todo, los vestidos y la borrachera, pero se contuvo, no sabía bien cómo decirlo y quería gustarle, a lo mejor no le gustaba si le contaba lo que se había emborrachado y cómo vomitó encima de Mina. Le trajo ropa para jugar, un jersey azul claro y unos vaqueros desteñidos que eran de Linda, le preguntó si le importaba usarlos y él sonrió y dijo que no. Salió de la cocina para coger el teléfono, gritándole por encima del hombro que buscase el cuarto de Linda por el pasillo oscuro hasta el pie de las escaleras, no entendía porqué solo había luz en los dos extremos. Se detuvo en el descansillo junto a la enorme cómoda. Siguió con el dedo las figuras grabadas en el bronce, una procesión con los ricos delante, quizás parientes de los recién casados, abarrotando la calle y las aceras con los vestidos ondulando a sus espaldas, todos con el torso erguido y orgullosos, y luego detrás las gentes del pueblo, simple chusma, todos con un vaso de vino en la mano, tambaleándose y agarrándose al de al lado, borrachos y riéndose de los que iban delante. Allí cerca había una puerta abierta y se asomó, un dormitorio, el mayor que había visto en su vida, una gran cama de matrimonio en el medio, no contra la pared. Entró unos pasos en la habitación, la cama no estaba hecha, tenía un bulto en el centro, y ahora veía que había un hombre dormido boca abajo, se quedó de una pieza, luego retrocedió rápidamente hasta el descansillo cerrando la puerta sin ruido al salir. Se acordó de la ropa de Linda, que había dejado sobre la cómoda, la encontró y subió corriendo la segunda escalera hasta el cuarto de Linda.

Estaba sentada en la cama dibujando algo con carboncillo negro en un cartón blanco, empezó a hablarle según entraba en la habitación, «¿Por qué estás sin aliento?». Henry se sentó en la cama. «He subido las escaleras corriendo, vi un hombre dormido en un dormitorio, parecía como muerto». Linda dejó caer al suelo el dibujo y se echó a reír, «Ese es Theo, ¿no te había hablado de él?». Se subió la sábana hasta el cuello, «los domingos me despierto temprano pero no me levanto hasta la hora de comer». Le mostró la ropa, «Me la ha dado tu madre, ¿dónde puedo cambiarme?». «Aquí, claro, al lado del pie tienes una percha y puedes meter el traje en el armario». Subió más la sábana, hasta dejar solo los ojos destapados, y miró a Henry colgar el traje, venir a sentarse en la cama a su lado, esta vez sin pantalones ni chaqueta para sentir en sus piernas desnudas el calor de su cuerpo a través de las gruesas mantas, se apoyó en sus pies, miró fijamente el pelo amarillo extendido sobre la almohada como un abanico. Los dos se rieron de improviso sin motivo, Linda sacó la mano de la cama, le tiró del hombro. «¿Por qué no te metes tú también?». Henry se levantó, «Bueno». Ella se zambulló bajo las sábanas riendo como una tonta y diciendo con voz apagada «Pero antes tienes que quitarte toda la ropa». Lo hizo, se metió a su lado, su cuerpo estaba más frío que el de Linda y la hizo tiritar cuando se echó apoyando el pecho en su espalda. Ella se dio la vuelta para mirarle de frente, en la penumbra color de rosa olía lechosa y animal, este fue el comienzo y el final de su domingo cuando se acordaba de él, su corazón latía con fuerza en la almohada donde apoyaba la oreja, levantó una vez la cabeza para que ella apartase el pelo, y hablaron, sobre todo del colegio, su primera semana allí, los amigos que tenían y los profesores, no parecía posible que el día se llenara con otras cosas, se había puesto los vaqueros y el jersey de Linda, había almorzado y caminado con los miles de personas que hormigueaban sin rumbo por Hampstead Heath y dejó que Linda le enseñase los cuadros de Kenwood House, damas altivas y frías, sus inverosímiles hijos, y se quedaron largo rato frente al Rembrandt, de acuerdo en que era lo mejor de allí y quizás lo mejor del mundo, aunque a Linda no le gustaba la oscuridad que rodeaba a la figura, quería conocer su cuarto, después se sentaron en la casa de verano de Samuel Johnson, claro que era un escritor famoso pero de qué y cuándo, y de vuelta por el Heath con los centenares en la penumbra invernal, salió de debajo de las mantas para respirar y ella le apoyó la cabeza en el pecho y luego salió también, se quedaron echados con las frentes en contacto y dormitaron media hora, a lo mejor pasó todo en esa media hora de sueño, todo como una especie de largo sueño. Lo verdadero fue estar allí tumbado media hora o más, eso le pareció aquella noche en casa, en su propia cama.

* * *

No fue exactamente como él pensaba, las cosas nunca son como tú piensas que van a ser, no exactamente, porque ese día se olvidó de las bombillas rojas y ahora era tarde porque las tiendas estaban cerradas, y la receta del ponche estaba en un sobre, ya no hay tiempo para buscarla, en vez de eso Mina compró una caja de botellas de vino, sobre todo vino, dijo, porque a casi todo el mundo le gusta el vino, y dos jarras de sidra para los que no les guste. No había magnetófono, Henry jamás había visto ninguno, era el viejo tocadiscos prestado por el hijo de la Sra. Simpson y los discos viejos prestados por la Sra. Simpson. En sus expectativas, representándose mentalmente la fiesta, la casa era más grande, las habitaciones como salas, los invitados parecían enanos por la altura de los techos, la música sonaba potente por todas partes. Los disfraces eran exóticos, príncipes de otros países, devoradores de cadáveres, capitanes de alta mar y cosas así, y él con su máscara. Pero ya era hora de que llegara el primer invitado, las habitaciones tenían el tamaño de siempre, y cómo iba a ser de otra manera, la música salía de un rincón, cascada y monótona, y ya llegaban los primeros invitados, Henry les abría la puerta con su máscara de treinta chelines y con expresión de asombro, ¿esos eran los invitados disfrazados de personas normales y corrientes, estaban disfrazados? ¿habían leído bien la invitación? Se quedó junto a la puerta sujetándola abierta, silencioso mientras pasaban a su lado, inclinaban la cabeza, no parecían sorprenderse por su máscara, simplemente el hijo de alguien abriendo la puerta, entraban de dos en dos y de cuatro en cuatro, riendo y hablando con moderación, se servían ellos mismos la bebida y reían y hablaban con menos moderación, hombres vestidos de gris y de negro con las manos bien metidas en los bolsillos acercándose y alejándose de sus interlocutores mientras hablaban, las mujeres con el pelo gris recogido en un moño, manoseando sus vasos, todos parecían iguales. Mina estaba arriba dispuesta a presentarse discretamente para mezclarse inadvertida y disfrazada con sus invitados, Henry miró en torno, podía estar ya ahí, no había una sola mujer u hombre que se le pareciera. Se movió entre los grupos de conversadores, había algo en los hombres, algo en las mujeres, las caderas de uno, los hombros de las otras, un hombre bajo, calvo y perfumado, el cuello demasiado flaco para la camisa, el nudo de la corbata del tamaño de su puño, se inclinó sobre Henry cuando este pasaba buscando a Mina, «Tú debes ser Henry», tenía una voz aguda y gangosa, «tienes que serlo, lo noto en tu expresión». Se enderezó para reír, volviéndose a ver si alguien había escuchado su gracioso chiste, Henry esperó, era como en la tienda, atendiendo a las bromas de los demás. El hombre bajo y calvo se volvió de nuevo hacia él, dispuesto a reconciliarse, en voz baja, «Naturalmente sabía quién eras por tu tamaño, querido. ¿Sabes quién soy yo?». Henry negó con un movimiento de cabeza, vio al hombre llevarse las manos a la mollera, levantar la piel con el índice y el pulgar y enseñar, en vez del cerebro y los huesos, su pelo, un pelo negro rizado en grandes ondas que volvió a cubrir con la piel de la cabeza, «¿Lo adivinas ahora?, ¿no?». Estaba satisfecho, claramente satisfecho, se agachó un poco para susurrarle a Henry al oído «Soy la tía Lucy», y después se alejó. Lucy, una de esas tías que no eran tías, una amiga de Mina que venía a tomar café por las mañanas y que quería meter a Henry en su pequeña compañía de teatro, siempre quería que se incorporase y jamás se desanimaba por las negativas; Mina, tal vez celosa, no quería que se incorporase, no había peligro. Pero Mina, ¿cuál de esos hombres de anchas caderas, cuál de esas robustas mujeres era? ¿o es que estaba aún esperando a que todos bebieran más vino? Bebió vino por la abertura de la máscara, recordando la última primera vez, su vestido empapándose después en un cubo ¿dónde estaba ahora? Se echó el vino rápidamente a la garganta, evitando el sabor, la sequedad en sus dientes que la lengua no podía eliminar, buscando a Mina, esperando a Linda que tenía que venir pronto, sin disfraz, le dijo que no lo necesitaba porque no era conocida, era un desconocido y todos los desconocidos llevan disfraz. Pero esto era una fiesta, donde todos se movían, charlaban, contaban chistes, se trasladaban de un grupo a otro, nadie escuchaba el tocadiscos, tapado por las voces, nadie cambiaba el disco, ¿eran así todas las fiestas? Cambió él mismo el disco, iba a coger la tapa, un resto pelado de cartón hecho jirones, cuando una mano le agarró por la muñeca, una mano vieja, y al levantar la vista vio a un hombre viejo, un hombre muy viejo, encorvado de un hombro, curvado sobre una joroba que formaba una ligera protuberancia bajo la chaqueta y en la cara una barba como un cepillo con los pelos muy separados, y encima de los labios una mancha aceitosa donde no crecía nada, el hombre le agarró por la muñeca, se la oprimió y después soltó la mano, «Yo no me preocuparía, de todas formas no lo escucha nadie». Henry se volvió hacia el hombre, cogió el vaso de vino para defenderse, «¿Está usted disfrazado, están todos disfrazados?». El hombre se señaló por encima del hombro, no estaba dolido, «¿Cómo puede disfrazarse esto?». «Podía ser parte del disfraz, quiero decir relleno o algo así…». La voz de Henry se fue desvaneciendo en la barahúnda, el hombre le estaba volviendo la espalda, y decía, «Tócala, anda, tócala y dime si es relleno o no». Es como el vino, estas cosas pueden hacerse si se hacen deprisa, échatelo rápido al estómago, alargó el brazo y le tocó la espalda a aquel hombre, apartó la mano, y otra vez cuando el hombre le dijo que con eso no bastaba para saber si era o no relleno, esta vez manoseó la joroba, Henry con su sonriente cara horrenda, el pelo disparado en todas direcciones, los labios pintados empapados de vino, este pequeño monstruo sonriente manoseó la joroba del viejo, dura y maleable al mismo tiempo, hasta que el hombre quedó satisfecho y se dio la vuelta, «No hay quien esconda una cosa así», y se fue al otro extremo de la habitación, se quedó allí de pie haciendo muecas a todo el mundo y bebiendo su vaso de vino. Henry llenó su vaso y bebió también, moviéndose entre los círculos de conversadores, sus voces subían y bajaban a su alrededor, lamentos de registros de órganos que le marcaban, tenía que agarrarse a la mesa para sustentarse, esperando, ¿dónde estaba Mina, dónde estaba Linda? Ninguno de aquellos bebedores y conversadores se asombraba por el aspecto de los demás, suponiendo que estuviesen disfrazados sabían quiénes eran, les resultaba fácil hablar, cuando no eres tú mismo sigues siendo alguien, y alguien tiene que cargar con la culpa, culpa, ¿culpa de qué? Henry se agarró más fuerte al borde con ambas manos, ¿culpa de qué, en qué estaba pensando? Más vino más vino, algo nervioso le hacía llevarse el vaso a la boca cada diez segundos, porque nadie le hacía caso, porque no era nadie en la fiesta de los mayores, un niño pequeño que les abría la puerta para que entrasen, porque no era interesante como se había imaginado, por todo eso se bebió cuatro vasos de vino. En el otro extremo de la habitación un hombre se separó de un grupo, tambaleándose hacia atrás con un vaso en la mano, se desplomó en la gran silla que tenía detrás y allí se quedó riéndose de sus amigos que se reían de él. Las palabras de Henry vacilaban en su cabeza como grandes números en una pizarra, le llegaban despacio, si se alejaba de la mesa se caería al suelo. ¿Era el monstruo quien cayó al suelo o Henry? ¿de quién era la culpa? entonces se le ocurrió, vestido como otra persona y pretendiendo ser ellos, asumes su culpa por lo que hicieron, o lo que tú convertido en ellos haces… ¿hiciste? los grandes números eran tan lentos, todo aquello significaba algo, cuando Mina se vestía para cenar ¿quién creía que era cuando hacía lo que hacía? El vestido en el cubo como un extraño animal marino, estaban en el patio desierto y bromeaban sobre lo que se puede hacer disfrazado y Claire se acercaba a ellos parecía vieja y joven a la vez, y el oficial que se secaba la pierna con una toalla, el hombre en la cama, la oscuridad detrás de la cabeza de Rembrandt, allí Linda le había dicho que prefería, Linda, allí, pero Linda estaba aquí, en el otro extremo de la habitación, dándole la espalda, su catarata de pelo como Alicia en el País de las Maravillas, había demasiadas voces de otros para que le oyera llamarla, no podía soltar la mesa. Y estaba hablando con el hombre que se cayó en la silla, el hombre de la silla, el hombre de la silla, ¡esos grandes números!, el hombre de la silla sentaba a Linda en sus rodillas, Linda y Henry, él estaba plantado delante del espejo de su dormitorio y se sentía libre, unos pasos de danza de Henry y Linda, estaba sentando a Linda en sus rodillas sujetándola fuerte por la nuca, estaba demasiado asustada para moverse, aterrorizada, y no podía mover la lengua y ¿quién la iba a oír en medio de tantas voces? se estaba desabrochando la camisa con una mano el hombre de la silla, las voces crecían en un coro disonante, nadie veía nada, el hombre de la silla le apretó la cabeza fuertemente contra su pecho, no quería soltarla, Henry pensó ¿de quién era la culpa? soltando la mesa empezó, inseguro y muy despacio y con el vino subiéndole del estómago, empezó a moverse hacia ellos atravesando la atestada habitación.