Me pregunta usted qué hice cuando vi a aquella chica. Bueno, pues se lo diré. ¿Ve usted ese armario de ahí, que llena casi toda la habitación? Vine corriendo hasta aquí, me metí dentro y me hice una paja. No vaya a creer que me la hice pensando en la chica. No, no podría soportarlo. Retrocedí en mis recuerdos hasta que medía tres pies de altura. Eso me hizo terminar antes. Veo que piensa que soy sucio y retorcido. Pues después me lavé las manos, cosa que no todos hacen. Y también me sentí mejor. No sé si me entiende, me distendí. Tal como son las cosas aquí en esta habitación, ¿qué va uno a hacer? Usted no tiene problemas. Seguro que vive en una casa limpia y que su mujer lava las sábanas y que el gobierno le paga para que investigue a otras personas. Está bien, ya sé que es un… ¿cómo se dice?… un asistente social y que trata de ayudar, pero no puede hacer nada por mí como no sea escucharme. No voy a cambiar a estas alturas. He sido yo demasiado tiempo. Pero me hace bien hablar, así que le voy a contar mi vida.
Nunca conocí a mi padre, porque se murió antes de que yo naciera. Creo que los problemas empezaron ahí mismo… me educó mi madre, y nadie más. Vivíamos en una casa enorme cerca de Staines. Ella era retorcida, sabe usted, de ahí me vino a mí. Lo único que quería era tener hijos, pero ni se le pasaba por la cabeza casarse otra vez, por lo que solo quedaba yo; yo tuve que ser todos los niños que ella había deseado. Trató de evitar que creciera y durante mucho tiempo lo consiguió. Mire, no aprendí a hablar correctamente hasta los dieciocho años. Me tenía metido en casa, no fui nunca al colegio, decía que no era un lugar conveniente. Me abrazaba todo el tiempo, día y noche. Cuando me hice demasiado grande para la cuna se disgustó y fue y se compró una cama con barandilla en una subasta de artículos de hospital. Hacía este tipo de cosas. Yo dormí en aquel objeto hasta el día en que me fui. No podía acostarme en una cama normal, pensaba que me iba a caer y no me dormía nunca. Cuando ya medía dos pulgadas más que ella, seguía empeñada en ponerme babero. Estaba loca. Compró un martillo, clavos y unos pedazos de madera e intentó fabricar una especie de silla alta para mí, y eso cuando tenía catorce años. Bueno, ya se puede imaginar, aquella cosa se deshizo en pedazos en cuanto me sentó. ¡Dios mío, qué papillas me daba de comer! Por eso tengo problemas con el estómago. No me dejaba hacer nada solo, hasta intentó evitar que fuera limpio. Apenas podía moverme sin ella, y a la muy puta aquello le encantaba.
¿Por qué no me escapé cuando crecí? A lo mejor usted piensa que nada me lo impedía. Pues fíjese, ni siquiera se me ocurrió. No conocía ninguna otra vida, no pensaba que era especial. En cualquier caso, ¿cómo me iba a escapar si no podía ni bajar cincuenta pasos por la calle sin cagarme de miedo? ¿Y adónde iba a ir? No era capaz ni de atarme solo los cordones de los zapatos, por no hablar de conseguir un trabajo. ¿Lo digo con amargura? Le contaré algo gracioso. Nunca fui desgraciado, ¿sabe? En realidad ella hacía las cosas bien. Solía leerme cuentos y cosas así, y solíamos hacer figuras de cartón. Teníamos una especie de teatro que hicimos con una caja de fruta, y confeccionábamos personajes con papel y cartón. No, nunca fui desgraciado hasta que averigüé lo que los demás pensaban de mí. Supongo que podía haberme pasado la vida entera viviendo y reviviendo sin cesar mis primeros dos años, sin sentirme nunca desgraciado. Mi madre, en realidad, era una buena mujer. Solo que retorcida, eso es todo.
¿Cómo me hice adulto? Le voy a decir una cosa, todavía no he aprendido. Tengo que fingir. Tengo que hacer conscientemente todas esas cosas que usted da por supuestas. Siempre estoy pensando en ello, como en un escenario. Aquí me tiene, sentado en esta silla con los brazos cruzados, todo muy bien, pero preferiría estar tirado en el suelo gorjeando que hablar con usted. Ya veo que le parece que bromeo. Sigue costándome mucho trabajo vestirme por la mañana, y últimamente ni siquiera me he preocupado. Y ya ha visto lo torpe que soy con el tenedor y el cuchillo. Preferiría que viniera alguien a darme palmaditas en la espalda y la comida en la boca con una cuchara. ¿Me cree? ¿Le parece asqueroso? Bueno, pues a mí sí. Es la cosa más asquerosa que conozco. Por eso me cago en la memoria de mi madre, porque me hizo así.
Le voy a contar cómo llegué a aprender a fingir que era un adulto. Cuando yo tenía diecisiete años mi madre solo tenía treinta y ocho. Seguía siendo una mujer atractiva y parecía mucho más joven. De no ser por su obsesión conmigo, se podía haber casado sin el menor problema. Pero estaba demasiado ocupada intentando devolverme a su seno para pensar en esas cosas. Eso hasta que conoció a un tipo, y entonces todo cambió de la noche a la mañana. Sencillamente cambió de obsesión y se puso a recuperar todo el sexo que había perdido. Se volvió loca por aquel individuo, como si no estuviera ya lo bastante loca. Quería traerlo a casa pero no se atrevía por si él me veía, un bebé de diecisiete años. Por eso tuve que crecer toda una vida en solo dos meses. Empezó a pegarme cuando tiraba la comida o cuando no pronunciaba bien una palabra o sencillamente cuando me ponía a mirarla hacer algo. Y después empezó a salir de noche, dejándome solo en la casa. Ese entrenamiento intensivo fue demasiado para mí. Tener a alguien todo el día encima durante diecisiete años y de pronto encontrarse en plena guerra. Empecé a tener estos dolores de cabeza. Y después los ataques, sobre todo cuando se arreglaba para salir por la noche. Se me descontrolaban brazos y piernas, la lengua hacía cosas sola, como si fuera de otro. Era una pesadilla. Después todo se volvía más negro que el infierno. Cuando volvía en mí, mi madre se había ido de todas formas y yo me encontraba arrastrándome entre mi propia mierda por la casa oscura. Fueron malos tiempos.
Creo que los ataques se hicieron menos frecuentes, porque un día trajo a su hombre a casa. Para entonces yo era ya relativamente presentable. Mi madre decía que era retrasado mental, y supongo que lo era. No recuerdo gran cosa de aquel tipo excepto que era muy grande y que tenía el pelo largo y peinado hacia atrás con brillantina. Siempre llevaba trajes azules. Tenía un garaje en Clapham y como era grande y tenía éxito me odió desde el momento en que me puso por primera vez la vista encima. Ya puede imaginarse mi aspecto; prácticamente no había salido de casa en mi vida. Era delgado y pálido, todavía más delgado y más débil que ahora. Yo también le odié, porque se había llevado a mi madre. Cuando mi madre nos presentó se limitó a hacer un movimiento de cabeza y ya nunca más me dirigió la palabra. Ni siquiera se daba cuenta de mi presencia. Era tan grande y tan fuerte y tan lleno de sí que supongo que no podía soportar la idea de que existiera gente como yo.
Venía a casa con bastante regularidad, generalmente para llevarse a mi madre a algún sitio aquella noche. Yo me quedaba viendo la tele. Me sentía bastante solo. Cuando se terminaba el programa de noche solía quedarme sentado en la cocina esperando a mi madre, y aunque tenía diecisiete años solía llorar mucho. Una mañana bajé y me encontré con el novio de mi madre desayunando en bata. Ni siquiera me miró cuando entré en la cocina. Cuando miré a mi madre, esta hizo como que fregaba. Después empezó a quedarse con más y más frecuencia, y al final dormía todas las noches en casa. Una tarde se pusieron muy elegantes y salieron. Cuando regresaron se reían y se caían por todas partes. Debían haber bebido mucho. Esa noche mi madre me dijo que se habían casado y que tenía que llamarle Padre. Allí terminó todo. Tuve un ataque, el peor de mi vida. No puedo explicarle lo malo que fue, pareció durar días, aunque solo fue una hora, más o menos. Cuando acabó abrí los ojos y la cara de mi madre expresaba un asco sin límites. No se hace usted idea de lo que puede cambiar una persona en tan poco tiempo. Cuando vi su expresión me di cuenta de que me era tan desconocida como mi padre.
Estuve tres meses con ellos, hasta que encontraron un asilo donde internarme. Estaban demasiado ocupados el uno con el otro para prestarme atención. Casi nunca me hablaban y nunca hablaban entre ellos cuando yo estaba en la habitación. Mire, me alegré bastante de salir de allí, aunque era mi hogar, y sí que lloré un poco cuando me fui. Pero en definitiva me alegraba de alejarme de todo aquello, Y supongo que ellos se alegraban de perderme de vista. La casa donde me llevaron no estaba mal. La verdad es que no me importaba dónde estaba Pero me enseñaron a cuidar mejor de mí mismo y hasta empecé a aprender a leer y escribir, aunque ahora ya no me acuerdo de casi nada. No fui capaz de leer el impreso que me mandó, ¿verdad? Eso fue una tontería. En cualquier caso, allí no se vivía mal. Había gente rara para todos los gustos y eso me hacía sentirme más seguro. Tres veces por semana nos llevaban, a mí y a otros, a un taller donde aprendíamos a reparar relojes de pulsera y de pared. La idea era permitirme sostenerme y ganarme la vida cuando me marchase de allí. Hasta ahora no he podido ganar ni un penique con eso. Pides trabajo y te preguntan que dónde has aprendido. Cuando se lo dices no quieren saber nada. Una de las mejores cosas de aquel sitio fue conocer al Sr. Smith. Ya sé que no es un nombre muy sonoro, y él tenía un aspecto bastante vulgar, así que nadie esperaba nada especial de él. Pero era especial. Era el responsable del asilo y fue él quien intentó enseñarme a leer. No lo hice mal. Cuando me fui acababa de terminar The Hobbit y me había gustado. Pero una vez fuera nunca tuve mucho tiempo para esas cosas. En cualquier caso, el bueno de Smith intentó de verdad enseñarme. Y me enseñó muchas otras cosas. Cuando llegué, hablaba comiéndome las sílabas, y él me corregía cada vez que hablaba. Después me hacía repetirlo como él. Y después solía decir que me faltaba donaire. ¡Sí, donaire! Tenía en su habitación un tocadiscos enorme, y ponía discos y me hacía bailar. Al principio me sentía como un perfecto idiota. Me decía que me olvidara de dónde estaba, que relajara el cuerpo y flotara sintiendo la música. Así que yo daba cabriolas por la habitación agitando los brazos y las piernas y esperando que nadie me viera por la ventana. Y después empezó a gustarme. Era casi como tener un ataque, sabe, solo que agradable. Quiero decir que me soltaba de verdad, si es que puede imaginarse algo así. Entonces se terminaba el disco y yo me veía allí sudando y sin aliento, sintiéndome un poco loco. Pero al bueno de Smith no le importaba. Bailaba para él dos veces por semana, lunes y viernes. Algunos días tocaba el piano en vez de poner un disco. Eso no me gustaba tanto, pero nunca dije nada porque se le notaba en la cara que a él sí que le gustaba.
También me inició en la pintura. Pero no una pintura cualquiera, oiga. Por ejemplo, si usted quiere pintar un árbol, probablemente pondría algo de marrón abajo y una mancha verde arriba. Él me dijo que eso estaba mal. En aquel sitio había un gran jardín, y una mañana me llevó bajo unos viejos árboles. Nos detuvimos debajo de uno de ellos, uno que era enorme. Me dijo que quería que yo… ¿cómo era?… tenía que sentir el árbol y después recrearlo. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de lo que sugería. Seguí pintando a mi manera. Entonces me enseñó lo que quería decir. Supongamos, me dijo, que quiero pintar ese roble. ¿Qué se me ocurre? Tamaño, solidez, oscuridad. Pintó unas líneas gruesas y negras en el papel. Entonces capté la idea y empecé a pintar las cosas como las sentía. Me dijo que pintase mi propio retrato y pinté estas formas raras en amarillo y blanco. Y después, mi madre, y puse grandes bocas rojas por todo el papel —era su lápiz de labios— y pinté el interior de las bocas de negro. Eso era porque la odiaba. Aunque en el fondo no era así. No he vuelto a pintar desde que me fui, no hay sitio para cosas así fuera de un lugar como aquel.
Si le aburro me lo dice, ya sé que tiene que ver a mucha gente. No hay ninguna razón para que se quede conmigo. Pero sigamos. Una de las reglas de la casa era que uno tenía que irse al cumplir los veintiún años. Me acuerdo de que me hicieron una tarta para consolarme, pero a mí no me gustan las tartas así que se la di a los otros chicos. Me dieron cartas de presentación y nombres y direcciones de gente para visitar. Yo no quería saber nada de eso. Quería estar solo. Marca mucho tener siempre alguien que te cuida, aunque sea bueno contigo. Así que vine a Londres. Al principio me las arreglé, tenía la cabeza bien firme, sabe, sentía que podía encararme con Londres. Para alguien que en su vida había estado allí todo era nuevo y excitante. Encontré una habitación en Muswell Hill y me puse a buscar trabajo. Los únicos trabajos que estuve a punto de conseguir consistían en cargar, transportar o cavar. En cuanto me veían me decían que lo olvidase. Por fin encontré trabajo en un hotel, de lavaplatos. Era un lugar ostentoso… la zona de los clientes, claro. Alfombras de un rojo oscuro y candelabros de cristal y una orquestita tocando en un rincón del vestíbulo. El primer día me metí por equivocación en la zona de los clientes. La cocina no estaba tan bien. Dios, no, era una mierda asquerosa. Debían tener poco personal, porque el único que lavaba platos era yo. O a lo mejor me vieron venir. Por lo que fuera, tenía que hacerlo yo solo, doce horas al día con cuarenta y cinco minutos para almorzar.
Las horas de trabajo no me hubieran importado, estaba contento de ganarme yo solo la vida por primera vez. No, fue el jefe de cocina quien realmente me hartó. Me pagaba el sueldo y siempre me daba de menos. El dinero, naturalmente, se lo embolsaba él. El hijo puta era feo, además. En su vida ha visto usted unos granos como los que tenía aquel tipo. En la cara y en la frente, debajo de la barbilla, detrás de las orejas, hasta en los lóbulos. Enormes granos hinchados y también costras, rojas y amarillas. No sé cómo le dejaban acercarse a la comida. Aunque la verdad es que en aquella cocina no les importaban mucho esas cosas. Hubieran cocinado hasta las cucarachas si llegan a saber cómo cogerlas. El jefe de cocina realmente me hartó. Solía llamarme espantapájaros, y se moría de risa. —¡Eh, Espantapájaros! ¿A cuántos has asustado hoy? —Mira quien hablaba. Ninguna mujer sería capaz de acercarse a todo ese pus. Tenía la cabeza llena de pus porque el hijoputa tenía el cerebro sucio. Siempre babeando con sus revistas. Solía perseguir a las mujeres encargadas de limpiar la cocina. Eran todas unas brujas, ninguna de menos de sesenta años, casi todas negras y feas. Parece que le estoy viendo, riéndose y babeando y metiéndoles la mano por debajo de la falda. Las mujeres no se atrevían a decir nada porque podía echarlas. Usted dirá que por lo menos era normal. Pero yo no me cambiaría por él, ni hoy ni nunca.
Yo no me reía de sus chistes como los demás, así que Cara de Pus empezó a ponerse verdaderamente desagradable. Hacía lo indecible por darme más trabajo, todas las labores sucias las hacía yo. También me estaba cansando con la broma del espantapájaros, así que un día, después de haber tenido que restregar los cacharros tres veces por orden suya, le dije: —Vete a la mierda, Cara de Pus. —Eso le dolió de verdad. Nadie se lo había llamado a la cara antes. Me dejó en paz el resto del día. Pero lo primero que hizo la mañana siguiente fue acercarse y decirme: —Ponte a limpiar el horno principal. —Había un enorme horno de hierro forjado, creo que lo limpiaban una vez al año. Tenía las paredes cubiertas de una gruesa capa de escoria negra. Para quitarla había que meterse dentro con un tarro de agua y un raspador. Dentro del horno olía como a gato podrido. Cogí un tarro de agua y algunos raspadores y me metí dentro a gatas. No se podía respirar por la nariz, vomitarías. Cuando llevaba diez minutos allí dentro se cerró la puerta del horno. Cara de Pus me había encerrado. Oía su risa a través de las paredes de hierro. Me tuvo cinco horas dentro, hasta que terminó la pausa del almuerzo. Cinco horas en aquel apestoso horno negro, y encima después me hizo lavar los platos. Ya puede imaginarse lo furioso que yo estaba. No quería perder el trabajo, así que tuve que callarme.
A la mañana siguiente, Cara de Pus se me acercó cuando me disponía a lavar los platos de desayuno. —Me parece haberte dicho que limpiaras ese horno, Espantapájaros. —Así que cogí otra vez mis cosas y entré a gatas. Y en cuanto estuve dentro, la puerta se cerró con estrépito. Me puse como loco. Le llamé a Cara de Pus todo lo que se me ocurrió y golpeé las paredes hasta levantarme la piel de las manos. Pero no se oía nada, así que después de un rato me calmé y traté de ponerme cómodo. Tenía que mover las piernas todo el tiempo para no acalambrarme. Cuando llevaba allí dentro lo que parecieron ser unas seis horas, oí la risa de Cara de Pus cerca del horno. Entonces empezó a hacer calor. Al principio no me lo podía creer, pensé que estaba imaginando cosas. Cara de Pus había encendido el horno al nivel más bajo. Pronto estuvo demasiado caliente para sentarse y tuve que ponerme en cuclillas. Sentía el calor del suelo a través de los zapatos, me ardían la cara y la nariz. Sudaba por todos los poros y cada bocanada de aire me abrasaba la garganta. No podía golpear las paredes porque estaban demasiado calientes para tocarlas. Quería gritar pero no podía malgastar el aire. Pensé que iba a morir, porque sabía que Cara de Pus era capaz de asarme vivo. A finales de la tarde me dejó salir. Aunque estaba casi inconsciente le oí decir: —Vaya, Espantapájaros, ¿dónde has estado todo el día? Quería que limpiases el horno. —Se echó a reír y los demás le imitaron, solo porque le tenían miedo. Me fui en taxi a casa y me metí en la cama. Estaba hecho polvo. A la mañana siguiente estaba peor. Tenía ampollas en los pies y todo a lo largo de la columna, donde debí apoyarme en la pared del horno. Y vomitaba. Una cosa sabía seguro, que tenía que ir al trabajo para quedar en paz con Cara de Pus, aunque tuviera que morir en el intento. Andar era un suplicio, así que fui de nuevo en taxi. De alguna manera me las arreglé para resistir toda la mañana, hasta la pausa. Cara de Pus me dejó tranquilo. Durante la pausa se sentó solo a leer una de sus revistas sucias. Justo antes de que acabase el descanso encendí el gas bajo una de las sartenes de patatas fritas. Cabían dos litros, y en cuanto el aceite se puso a hervir me acerqué con él al lugar donde estaba sentado Cara de Pus. Me dolían tanto las plantas de los pies que me daban ganas de gritar. El corazón me latía con fuerza porque sabía que iba a pescar a Cara de Pus. Llegué a la altura de su silla. Levantó los ojos y al ver la expresión de mi cara supo exactamente lo que le iba a pasar. Pero no le dio tiempo a moverse. Le eché el aceite en la ingle, y por si había alguien mirando fingí resbalar. Cara de Pus aulló como un animal salvaje, nunca he oído a un hombre hacer un ruido como ese. Su ropa pareció disolverse y le vi las pelotas hinchadas y rojas y después blancas. Le había caído por ambas piernas. No paró de chillar en veinticinco minutos, hasta que llegó el médico y le dio morfina. Después me enteré de que Cara de Pus tuvo que pasar nueve meses en el hospital, mientras intentaban sacarle pedacitos de ropa de la carne. Así se la devolví a Cara de Pus.
Después de eso me sentía demasiado enfermo para seguir trabajando. Había pagado ya la renta de mi casa y me sobraba algo de dinero. Pasé las dos semanas siguientes entre mi habitación y la consulta del médico, todos los días. Cuando se me fueron las ampollas empecé a buscar otro trabajo. Pero entonces ya no me sentía tan fuerte. Londres empezaba a pesarme demasiado. Me costaba salir de la cama por las mañanas. Bajo las sábanas estaba mejor, me encontraba más seguro. Me deprimía la sola idea de enfrentarme con miles de personas, el estruendo del tráfico, las colas y esas cosas. Empecé a pensar en los viejos tiempos, cuando estaba con mi madre. Deseaba estar de nuevo allí. La vieja vida entre algodones, donde me lo hacían todo, caliente y seguro. Ya sé que parece una idiotez, pero empecé a pensar que a lo mejor mi madre se había cansado de su marido y que si volvía podríamos reanudar nuestra vida de antes. Bueno, le estuve dando vueltas en la cabeza a lo mismo hasta que llegó a obsesionarme. No pensaba en otra cosa, me llegué a convencer de que me estaba esperando, a lo mejor había pedido a la policía que me localizase. Tenía que ir a casa, y entonces me abrazaría, me pondría la comida en la boca, haríamos juntos otro teatro de cartón. Una tarde, pensando en lo mismo, decidí ir a ella. ¿A qué estaba esperando? Salí corriendo a la calle, bajé toda la calle corriendo. Casi iba cantando de alegría. Tomé el tren de Staines y fui corriendo de la estación a casa. Todo se iba a arreglar. Cuando llegué a nuestra calle aflojé el paso. Las luces del piso de abajo estaban encendidas. Toqué el timbre. Me temblaban tanto las piernas que tuve que apoyarme en la pared. La persona que acudió a la puerta no era mi madre. Era una chica, una chica muy guapa de unos dieciocho años. No se me ocurría nada que decir. Se hizo un silencio estúpido mientras pensaba en algo. Entonces me preguntó qué quién era. Le dije que había vivido en esa casa y que estaba buscando a mi madre. Me dijo que vivía allí con sus padres desde hacía dos años. Se fue adentro para averiguar si alguien había dejado alguna dirección. Cuando se fue me puse a mirar el vestíbulo. Todo era distinto. Había grandes estantes de libros, el papel de la pared no era el mismo y había un teléfono, que nosotros no teníamos. Me dio mucha tristeza verlo todo cambiado, me sentí estafado. La chica volvió y me dijo que nadie había dejado su dirección. Le di las buenas noches y me alejé por el camino de entrada. Me habían dejado fuera. Esa casa era en realidad mía, y yo quería que la chica me invitase a pasar al calor. Si me hubiera echado los brazos al cuello y me hubiera dicho «Ven a vivir con nosotros…». Parece una estupidez, pero eso era lo que pensaba mientras caminaba de vuelta hacia la estación.
Así que me puse otra vez a buscar trabajo. Creo que todo fue por el horno. Quiero decir que fue el horno lo que me hizo pensar que podía volver a Staines como si no hubiera pasado nada. Pensé mucho en aquel horno. De día tenía fantasías donde me veía nacido para vivir dentro de un horno. Parece increíble, sobre todo después de lo que le hice a Cara de Pus. Pero eso era lo que pensaba, y no podía evitarlo. Cuanto más pensaba en ello, más cuenta me daba de que cuando entré a limpiar el horno la segunda vez en el fondo deseaba que me encerraran. Era como si lo deseara sin saberlo, ¿entiende? Quería estar frustrado. Quería estar donde no pudiera salir. Eso era en el fondo lo que pensaba. Mientras estuve en el horno andaba demasiado preocupado por salir y demasiado furioso con Cara de Pus para aprovecharlo. Se me ocurrió después, eso es todo.
No tuve suerte en la búsqueda de trabajo y, como me estaba quedando sin dinero, empecé a robar en las tiendas. A lo mejor le parece que fue una idiotez, pero era muy fácil. Además, ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía que comer. Solo cogía un poco en cada tienda, generalmente en supermercados. Llevaba un abrigo largo con grandes bolsillos. Robaba cosas como carne congelada y latas de cosas. También tenía que pagar el alquiler de la casa, así que empecé a coger cosas más valiosas y a venderlas en tiendas de segunda mano. Esto funcionó bastante bien durante cosa de un mes. Tenía todo lo que quería, y si quería alguna otra cosa no tenía más que metérmela en el bolsillo. Pero entonces debí descuidarme, porque el detective de una tienda me pescó robando un reloj de un mostrador. No me detuvo allí, cuando lo estaba haciendo. No, me dejó cogerlo y me siguió a la calle. Estaba en la parada del autobús cuando me cogió del brazo y me dijo que volviera a la tienda. Llamaron a la policía y tuve que comparecer ante un tribunal. Resultó que llevaban bastante tiempo vigilándome, así que tenía que responder de varias cosas. Como no tenía antecedentes, me hicieron presentarme dos veces por semana a un funcionario encargado de la libertad vigilada. Tuve suerte. Me podían haber caído seis meses sin más. Eso me dijo el sargento de policía.
Estar en libertad vigilada no era algo que me pagara la comida o el alquiler. El funcionario era un buen tipo supongo, hizo lo que pudo. Tenía tanta gente en el libro que de lunes a jueves olvidaba mi nombre. En todos los sitios donde trató de conseguirme trabajo querían alguien que supiera leer y escribir, y los demás trabajos exigían fuerza para levantar cosas. Además, la verdad es que yo no quería encontrar otro trabajo. No quería conocer a nadie más y que me llamaran Espantapájaros otra vez. Así que ¿qué iba a hacer? Empecé otra vez a robar. Ahora con más cuidado y nunca dos veces en el mismo sitio. Pero fíjese, me pescaron casi en seguida, más o menos a la semana. Cogí un cuchillo de adorno en un gran almacén, pero los bolsillos de mi abrigo se habían desgastado de tanto llevar cosas. Justo cuando salía por la puerta se me cayó el cuchillo al suelo por el interior del abrigo. Se me echaron tres de ellos encima antes de que pudiera volver la cabeza. Comparecí de nuevo ante el mismo magistrado, y esta vez me puso tres meses.
La cárcel es un sitio curioso. Pero no muy divertido. Yo pensaba que allí dentro todos eran unos gangsters muy rudos, sabe, hombres duros. Pero solo había unos pocos así. Los demás eran simplemente chiflados, como en el asilo. Allí dentro no se estaba tan mal, mucho mejor de lo que yo me había figurado. Mi celda no era muy distinta de mi habitación de Muswell Hill. De hecho, la ventana de mi celda en la prisión tenía mucho mejor vista, porque estaba más alta. Había una cama, una mesa, y una pequeña estantería y un lavabo. Se podían recortar fotos de revistas y ponerlas en la pared, y en la habitación de Muswell Hill eso no estaba permitido. Tampoco estaba encerrado en la celda, solo un par de horas al día. Nos dejaban pasearnos y podíamos visitar otras celdas, aunque solo las del mismo piso. Había una puerta de hierro que impedía subir o bajar las escaleras cuando era la hora.
Había algunos tipos raros en aquella cárcel. Había un tío que solía encaramarse a su silla a la hora de comer y enseñaba las partes La primera vez que lo vi me sorprendí mucho, pero los demás siguieron comiendo y hablando, así que yo hice lo mismo. Al poco tiempo no me preocupaba nada, aunque lo hacía con mucha frecuencia. Es sorprendente a lo que uno se acostumbra con el tiempo. Y después estaba Jacko. El segundo día entró en mi celda por la mañana y se presentó. Dijo que estaba dentro por estafa y me contó que su padre era entrenador de caballos y que habían tenido mala suerte. Y más y más, me contó un montón de cosas que se me han olvidado. Después se fue. Más adelante vino otra vez y volvió a presentarse desde el principio, como si no me hubiera visto en su vida. Esta vez dijo que estaba dentro por violación múltiple, y que nunca había podido satisfacer su apetito sexual. Yo pensé que me estaba tomando el pelo, porque todavía creía en su primera historia. Pero hablaba completamente en serio. Cada vez que me veía me contaba una historia distinta. Nunca se acordaba de nuestra última conversación, ni quién era. Creo que ni siquiera él sabía en realidad quién era. Como si no tuviera una identidad propia… Uno de los otros me dijo que Jacko había recibido un golpe en la cabeza durante un atraco a mano armada. No sé si sería verdad o no. Nunca sabes qué creer.
No me interprete mal. No todos eran así. Había algunos buenos tipos, y el Sordo era uno de los mejores. Nadie conocía su verdadero nombre, ni el Sordo se lo podía decir porque era sordomudo. Creo que se había pasado casi toda la vida dentro. Su celda era la más cómoda de toda la cárcel, era el único autorizado a hacerse el té. Estuve a menudo en su cuarto. No se hablaba nada, como es natural. Estábamos ahí sentados, a veces nos sonreíamos, nada más. Hacía té —el mejor que he probado en mi vida. Algunas tardes daba una cabezada en su sillón, mientras él leía uno de los tebeos de guerra que tenía apilados en un rincón. Cuando algo me preocupaba solía contárselo. No entendía una palabra, pero asentía y sonreía o se ponía triste, lo que le parecía adecuado a la expresión de mi cara. Creo que le gustaba sentir que participaba en algo. En general, los demás presos le hacían muy poco caso. Los guardias le apreciaban y le traían todo lo que quería. A veces tomábamos tarta de chocolate con el té. Sabía leer y escribir, así que no estaba mucho peor que yo.
Aquellos tres meses fueron los mejores desde que había salido de casa. Puse mi celda cómoda y establecí una rutina rígida. Prácticamente no hablaba más que con el Sordo. No tenía ganas, quería una vida sin complicaciones. A lo mejor está pensando que lo que le dije de estar encerrado en un horno era lo mismo que estar encerrado en una celda. No, no era el dolor-placer de sentirse frustrado. Era un placer más profundo, el de sentirse seguro. De hecho, ahora me acuerdo de que a veces hubiera querido tener menos libertad. Me gustaba la parte del día que teníamos que pasar en la celda. Si nos hubieran obligado a quedarnos todo el día creo que no me habría quejado, lo único es que no habría podido ver al Sordo. Nunca tenía que planear nada. Todos los días eran como el día anterior. No tenía que preocuparme por la comida o el alquiler. Para mí el tiempo no pasaba, como si flotara en un lago. Empecé a preocuparme por tener que salir de allí. Fui a ver al subdirector y le pregunté si podía quedarme. Pero me dijo que cada uno de los de adentro costaba dieciséis libras al día, y que había muchos esperando para entrar. No tenían sitio para todos nosotros.
Así que tuve que salir. Me encontraron trabajo en una fábrica. Me cambié a esta buhardilla, y desde entonces estoy aquí. En la fábrica tenía que sacar latas de frambruesas de una cinta sin fin. Aquello no me importaba, porque había tanto ruido que no tenías que hablar con nadie. Ahora me siento raro. No raro para mí, porque yo sabía que iba a acabar así. Desde aquel horno, quiero estar contenido. Quiero ser pequeño. No quiero el ruido y la gente a mi alrededor. Quiero estar fuera de todo eso, en la oscuridad. ¿Ve usted ese armario, que ocupa casi toda la habitación? Si mira dentro no encontrará ropa colgada. Está lleno de cojines y de mantas. Me meto ahí, cierro la puerta desde dentro con llave y me quedo horas sentado en la oscuridad. Eso le debe parecer bastante idiota. Yo me encuentro bien dentro. No me aburro ni nada parecido. Estoy sentado, sencillamente sentado. A veces desearía que el armario se levantase y se pusiera a andar olvidándose de que yo estoy dentro. Al principio solo entraba de vez en cuando, pero después se fue haciendo más y más frecuente, hasta que empecé a pasar ahí noches enteras. Como tampoco quería salir por las mañanas, llegaba tarde al trabajo. Después simplemente dejé de acudir al trabajo. Hace tres meses que no voy. Detesto salir. Prefiero mi armario.
No quiero ser libre. Por eso me dan envidia esos bebés que veo por la calle arropados y transportados por sus madres. Quiero ser uno de ellos. ¿Por qué no voy a poder? ¿Por qué tengo que andar, trabajar, hacerme la comida y las mil cosas que hay que hacer al día para seguir vivo? Quiero subirme al cochecito. Es una idiotez. Mido seis pies. Pero eso no cambia en absoluto mis sentimientos. El otro día robé una manta de un cochecito. No sé porqué, supongo que necesitaba entrar en contacto con su mundo, sentir que tenía algo que ver con él. Me siento excluido. No tengo necesidades sexuales ni cosas así. Cuando veo una chica guapa como la que le contaba me retuerzo todo por dentro, y entonces vuelvo aquí y me hago una paja, como le dije. No puede haber muchos como yo. Guardo en el armario la manta que robé. Quiero llenarlo con docenas de mantas como esa.
Ahora no salgo mucho. Hace dos semanas que no me muevo de esta buhardilla. La última vez compré algunas latas de comida, aunque nunca tengo mucha hambre. Casi siempre estoy sentado en el armario pensando en los viejos tiempos de Staines, deseando que vuelvan. Cuando llueve por la noche, la lluvia golpea en el techo y me despierto. Pienso en la chica que vive ahora en nuestra casa, oigo el viento y el tráfico. Quiero tener otra vez un año. Pero no va a pasar. Sé que no va a pasar.