El jueves vi mi primer cadáver. Hoy era domingo y no había nada que hacer. Y hacía calor. Nunca he sentido tanto calor en Inglaterra. Hacia mediodía decidí dar un paseo. Me detuve al salir de la casa, vacilando. No sabía con seguridad si ir hacia la izquierda o hacia la derecha. Charlie estaba al otro lado de la calle, debajo de un coche. Debió verme las piernas, porque gritó:
—¿Cómo va eso?
Nunca sé cómo contestar a preguntas como esa. Busqué en la cabeza unos segundos y dije:
—¿Cómo estás, Charlie? —Salió arrastrándose. El sol estaba de mi lado de la calle y le daba justo en los ojos. Se los protegió con la mano y dijo:
—¿Adónde vas ahora? —Seguía sin saberlo. Era domingo, no había nada que hacer, demasiado calor…
—Fuera —dije—. Un paseo… —Crucé la calle y me puse a mirar el motor del coche, aunque para mí no tenía sentido. Charlie es un viejo que sabe de máquinas. Arregla coches para la gente de la calle y sus amigos. Rodeó el coche acarreando una pesada caja de herramientas con las dos manos.
—¿Se murió por fin? —Se detuvo para limpiar una llave con un trozo de hilacha de algodón, por hacer algo. Ya lo sabía, claro, pero quería oír mi versión de la historia.
—Sí —le dije—. Está muerta. —Esperó a que prosiguiese. Me apoyé en un lateral del coche. El techo estaba demasiado caliente para tocarlo. Charlie me incitó.
—Fuiste el último que la vio…
—Yo estaba en el puente. La vi correr por el borde del canal.
—La viste…
—No la vi caerse. —Charlie metió de nuevo la llave en su caja. Se preparaba a arrastrarse otra vez bajo el coche, su forma de decirme que la conversación había terminado. Yo seguía pensando en qué dirección tomar. Antes de desaparecer, Charlie dijo:
—Qué pena, es horrible.
Eché a andar hacia la izquierda porque estaba mirando hacia allí. Recorrí varias calles, entre setos de aligustre y coches aparcados y calientes. En todas las calles había el mismo olor a almuerzos cocinándose. Oí el mismo programa de radio por las ventanas abiertas. Vi gatos y perros pero muy poca gente, y solo desde lejos. Me quité la chaqueta y me la puse bajo el brazo. Quería estar cerca de árboles y de agua. En esta parte de Londres no hay parques, solo aparcamientos. Y está el canal, el canal marrón que transcurre entre fábricas y pasa al lado de un depósito de chatarra, el canal donde se ahogó la pequeña Jane. Caminé hasta la biblioteca pública. Sabía de antemano que iba a estar cerrada, pero prefiero sentarme en las escaleras de la entrada. Me quedé allí sentado, protegido por un cuadrado decreciente de sombra. Por la calle soplaba un viento caliente. Removió la basura que había a mis pies. Vi una hoja de periódico impulsada por el viento en mitad de la calle, un pedazo del Daily Mirror. Se detuvo y pude leer parte de un titular… «HOMBRE QUE…». No se veía a nadie en los alrededores. Del otro lado de la esquina oí el tintineo de un camión de helados y me di cuenta de que tenía sed. Estaba tocando algo como una sonata de Mozart. Se paró de improviso, en mitad de una nota, como si alguien le hubiera dado una patada a la máquina. Subí rápidamente por la calle pero cuando llegué a la esquina, ya se había ido. Un instante después lo oí de nuevo, y sonaba muy lejos.
En el camino de vuelta no vi a nadie. Charlie se había metido dentro y el coche que estaba arreglando ya no estaba allí. Bebí agua del grifo de la cocina. He leído en algún sitio que un vaso de agua de un grifo de Londres ya se ha bebido antes cinco veces. Tenía un sabor metálico. Me recordaba la mesa de acero inoxidable donde habían puesto a la niña, su cadáver. Probablemente usan agua del grifo para limpiar la superficie de las mesas de la morgue. Tenía que ver a los padres de la niña a las 7 de la tarde. No fue idea mía, fue idea de uno de los sargentos de la policía, el que me tomó declaración. Debía haber estado más firme, pero me engañó, me asustó. Me cogía del codo mientras me hablaba. A lo mejor es un truco que les enseñan en la escuela de policía para darles el poder que necesitan. Me cogió cuando salía del edificio y me llevó a un rincón. No podía quitármelo de encima sin pelear con él. Hablaba amablemente, con urgencia, en un susurro entrecortado.
—Usted fue el último en ver a la niña antes de su muerte… —Se demoró en esta última palabra—… y a los padres, ya sabe, les gustaría conocerle. —Me asustaba lo que insinuaba, fuera lo que fuera, y mientras me estuviera tocando tenía el poder. Me apretó un poco más el codo—. Así que les dije que iría Vd. Vive casi al lado, ¿verdad? —Creo que aparté la vista y asentí. Sonrió, y así quedamos. En cualquier caso era algo, una reunión, un acontecimiento para darle sentido al día. Bien entrada la tarde decidí darme un baño y vestirme. Tenía tiempo que matar. Encontré una botella de colonia que nunca había abierto y una camisa limpia. Mientras corría el agua me quité la ropa y me miré el cuerpo en el espejo. Soy una persona sospechosa, lo sé, porque no tengo barbilla. Aunque no podían decir porqué, en la comisaría sospecharon de mí antes incluso de que declarara. Les dije que estaba parado en el puente y que la vi desde el puente, corriendo a lo largo del canal. El sargento de policía dijo:
—Vaya coincidencia, ¿verdad? Quiero decir el hecho de que viviera en la misma calle que usted. —Mi barbilla y mi cuello son una y la misma cosa, y eso genera desconfianza. Mi madre era así también. Hasta que me fui de casa no me pareció grotesca. Se murió el año pasado. A las mujeres no les gusta mi barbilla, no quieren ni acercarse. A mi madre le pasaba lo mismo, nunca tuvo amigos. Iba a todas partes sola, hasta en vacaciones. Iba todos los años a Littlehampton y se sentaba a solas en una tumbona, mirando al mar. Hacia el fin de su vida se volvió cruel y flaca, como un lebrel.
Hasta el jueves pasado, después de ver el cadáver de Jane, nunca había pensado nada especial de la muerte. Una vez vi cómo atropellaban a un perro. Vi cómo le pasaba la rueda por el cuello y cómo le reventaban los ojos. Entonces no significó nada para mí. Y cuando murió mi madre no aparecí, por indiferencia, sobre todo, y porque no me gustan mis parientes. Tampoco me daba curiosidad verla muerta, flaca y gris entre las flores. Imagino mi propia muerte como algo parecido. Pero por entonces nunca había visto un cadáver. Un cadáver te hace comparar a los vivos con los muertos. Me hicieron bajar una escalera de piedra y recorrer un pasillo. Yo pensaba que el depósito de cadáveres iba a ser un edificio aislado, pero estaba en un edificio de oficinas de siete pisos. Estábamos en la planta baja. Desde el fondo de las escaleras oía máquinas de escribir. El sargento estaba allí, y un par de personas más, con uniformes. Sujetó los batientes para que yo pasase. En realidad no pensaba que ella iba a estar allí. Se me ha olvidado lo que esperaba, quizás una fotografía, y algunos documentos que firmar. No había pensado mucho en el asunto. Pero estaba allí. Había cinco mesas altas de acero inoxidable puestas en fila. Y había luces fluorescentes en capuchas de zinc verde colgadas con largas cadenas del techo. Estaba en la mesa más cercana a la puerta. Estaba boca arriba, con las palmas vueltas hacia el cielo, las piernas juntas, la boca de par en par, los ojos de par en par, muy pálida, muy tranquila. Todavía tenía el pelo algo húmedo. Su vestido rojo parecía recién lavado. Exhalaba un leve olor a canal. Supongo que no era nada excepcional para el que ha visto muchos cadáveres, como el sargento. Tenía un pequeño cardenal sobre el ojo derecho. Quería tocarla, pero me daba la impresión de que me vigilaban estrechamente. El hombre de la bata blanca dijo rápidamente, como si fuera un vendedor de coches de segunda mano:
—Solo nueve años. —Nadie respondió, todos la miramos a la cara. El sargento se acercó a mi lado de la mesa con unos papeles en la mano.
—¿De acuerdo? —dijo. Recorrimos de nuevo el largo pasillo. En el piso de arriba firmé los papeles que decían que yo estaba andando por la pasarela, junto a las vías del ferrocarril, y que había visto a una niña, identificada como la del piso de abajo, corriendo a lo largo del camino de sirga del canal. Miré a otra parte y un poco más tarde vi en el agua algo rojo que se hundió hasta perderse de vista. Como no sé nadar, fui a buscar un policía, que se asomó al agua y dijo que no veía nada. Le di mi nombre y dirección y me marché a casa. Media hora más tarde la sacaron del fondo con un cable de arrastre. Firmé tres copias de la declaración. Después tardé mucho en marcharme del edificio. En uno de los pasillos encontré una silla anatómica de plástico y me senté en ella. Frente a mí, por una puerta abierta, veía a dos chicas escribiendo a máquina en su oficina. Me vieron mirarlas, se dijeron algo y se rieron. Una de ellas salió sonriendo y me preguntó si ya me atendían. Le dije que solo me había sentado a pensar un poco. La chica volvió a la oficina, se inclinó sobre su escritorio y se lo dijo a su amiga. Me miraron inquietas. Sospechaban algo, siempre sospechan. En realidad no estaba pensando en la chica muerta de abajo. Tenía imágenes confusas de ella, viva y muerta, pero no traté de reconciliarlas. Me quedé allí sentado toda la tarde porque no me apetecía ir a ningún otro sitio. Las chicas cerraron la puerta de su oficina. Al fin me fui porque todo el mundo se había ido a casa y querían cerrar. Fui el último en dejar el edificio.
Tardé mucho tiempo en vestirme. Planché mi traje negro, pensando que el negro era lo adecuado. Escogí una corbata azul porque no quería exagerar con el negro. Después, cuando me disponía a salir de la casa, cambié de opinión. Subí de nuevo y me quité el traje, la camisa y la corbata. De pronto me molesté conmigo mismo por tanta preparación. ¿Por qué me importaba tanto su aprobación? Me puse los pantalones y el jersey viejo que llevaba antes. Lamenté haberme bañado y traté de quitarme con agua la colonia de la nuca. Pero olía también a otra cosa, al jabón perfumado que había usado en el baño. Había usado el mismo jabón el jueves, y eso fue lo primero que me dijo la niña:
—Hueles a flores. —Yo pasaba por delante del jardincito que daba a la calle, dispuesto a dar un paseo. No le hice caso. Evito hablar con niños, me resulta difícil adoptar con ellos el tono adecuado. Y me molesta lo directos que son, me paraliza. La había visto muchas veces jugando en la calle, generalmente sola, o mirando a Charlie. Salió del jardín y me siguió.
—¿Dónde vas? —dijo. Seguí sin hacerle caso, esperando que perdiera interés. Además, no sabía muy bien adónde iba. Me preguntó otra vez—. ¿Dónde vas?
Tras una pausa, dije:
—No es asunto tuyo. —Echó a andar justo detrás mío, donde no podía verla. Me daba la impresión de que estaba imitando mi forma de andar, pero no me volví a mirar.
—¿Vas a la tienda del Sr. Watson?
—Sí, voy a la tienda del Sr. Watson.
Se puso a mi altura.
—Pues hoy está cerrada —dijo—. Estamos a miércoles. —Yo no tenía respuesta para eso. Cuando llegamos a la esquina de la calle dijo:
—De verdad, ¿dónde vas? —La miré con cuidado por primera vez. Tenía una cara larga y delicada y grandes ojos tristes. Llevaba el pelo, castaño y fino, atado con cintas rojas a juego con su vestido de algodón rojo. Era de una belleza extraña y casi siniestra, como una niña de un cuadro de Modigliani. Dije:
—No sé, solo voy de paseo.
—Quiero ir contigo. —No dije nada y caminamos juntos hacia el centro comercial. Ella iba también en silencio, y andaba un poco detrás como si esperara que le dijese que se marchara. Sacó un juego que tienen todos los chicos de por aquí. Son dos pelotas duras sujetas al extremo de dos cuerdas que entrechocan rápidamente moviendo de alguna forma la mano. Hace un ruido corto y agudo como el de una carraca de fútbol. Creo que lo hacía para complacerme. Y yo llevaba varios días sin hablar con nadie.
Cuando bajé, tras cambiarme de nuevo de ropa, eran las seis y cuarto. Los padres de Jane vivían doce casas más allá, en el mismo lado de la calle que yo. Como había terminado de prepararme con cuarenta y cinco minutos de adelanto, decidí dar un paseo para matar el tiempo. La calle ya estaba en sombra. Vacilé en la puerta de la calle, pensando en la mejor ruta. Charlie estaba al otro lado de la calle, arreglando otro coche. Me vio, y sin realmente desearlo me acerqué a él. Levantó la cabeza, sin sonreír.
—¿Dónde vas ahora? —Me hablaba como si yo fuera un niño.
—A tomar un poco de aire —dije—. A tomar el aire de la tarde. —A Charlie le gusta saber lo que pasa en la calle. Conoce a todos los de por aquí, niños incluidos. Yo había visto a menudo a la niña allí con él. La última vez le estaba sujetando una llave. Por alguna razón me reprochaba su muerte. Había tenido todo el domingo para pensar sobre ello. Quería oír mi versión de la historia, pero no se animaba a preguntar directamente.
—¿Vas a ver a sus padres, no? ¿A las siete?
—Sí, a las siete en punto. —Esperó a que prosiguiera. Caminé alrededor del coche. Era grande, viejo y oxidado, un Ford Zodiac, el tipo de coche que se ve en esta calle. Era de la familia paquistaní que lleva la tiendecita del fondo de la calle. Por razones que ellos sabrán llaman a la tienda «Watson’s». Los gamberros locales les habían dado una paliza a sus dos hijos. Ahora estaban ahorrando para volver a Peshawar. El viejo solía contármelo cuando iba a su tienda, cómo se llevaba a casa a su familia por la violencia y el mal tiempo de Londres. Desde el otro lado del coche del Sr. Watson, Charlie me dijo:
—Era hija única. —Me estaba acusando.
—Sí —dije—. Ya sé. Es horrible. —Dimos otra vuelta al coche. Entonces Charlie dijo:
—Salió en el periódico. ¿Lo has visto? Decía que la viste hundirse.
—Es verdad.
—¿Y no pudiste alcanzarla?
—No, no pude. Se hundió. —Hice más amplio el círculo de mis pasos alrededor del coche y me fui apartando. Sabía que Charlie no me quitaba los ojos de encima mientras me alejaba por la calle, pero no me volví a confirmar su sospecha.
Al llegar al final de la calle fingí levantar la vista para ver un avión y eché una ojeada por encima del hombro. Charlie estaba de pie junto al coche, con las manos en las caderas, sin dejar de mirarme. A sus pies se había sentado un gran gato blanco y negro. Lo vi todo en un instante, justo antes de doblar la esquina. Eran las seis y media. Decidí caminar hasta la biblioteca para matar el tiempo que quedaba. Era el mismo paseo que había dado antes. Ahora se veía más gente Pasé junto a un grupo de niños antillanos que estaban jugando al fútbol en la calle. La pelota rodó hasta mí y pasé por encima. Se quedaron quietos y esperando mientras uno de los más jóvenes iba a recoger la pelota. Mientras pasaba a su lado se mantenían en silencio y me observaban con cuidado. En cuanto pasé, uno de ellos hizo rodar por la calle una piedrecita, dirigiéndola a mis pies. Sin darme la vuelta y casi sin mirar la atrapé limpiamente con el pie. Lo hice tan bien por pura casualidad. Todos se rieron y me aplaudieron y me vitorearon, y durante un feliz instante pensé que podría incorporarme a su juego. Alguien devolvió la pelota y se pusieron de nuevo a jugar. El instante pasó y seguí adelante. Estaba tan excitado que el corazón me latía con fuerza. Cuando llegué a la biblioteca y me senté en las escaleras, seguía sintiendo el golpeteo del pulso en las sienes. Rara vez tengo oportunidades como aquella. No veo a mucha gente; de hecho, los únicos con quienes hablo son Charlie y el Sr. Watson. Hablo con Charlie porque siempre está ahí cuando salgo por la puerta principal; siempre es él quien inicia la conversación, y no hay manera de evitarlo si quiero salir de casa. Con el Sr. Watson escucho más que hablo, y escucho porque tengo que entrar en su tienda a comprar comestibles. También fue una oportunidad tener alguien con quien pasear el miércoles, aunque solo fuera una niñita sin nada que hacer. Aunque en aquel momento no lo hubiera admitido, me gustaba que sintiera una curiosidad genuina por mí, y me atraía. Quería que fuera amiga mía.
Pero al principio me sentía incómodo. Andaba unos pasos detrás de mí, jugando con su peonza y me figuro que haciendo gestos a mis espaldas como suelen hacer los niños. Después, cuando llegamos a la calle comercial principal, se puso a mi lado.
—¿Por qué no trabajas? —dijo—. Mi papá va a trabajar todos los días menos el domingo.
—No me hace falta trabajar.
—¿Ya tienes montones de dinero? —Asentí—. ¿De verdad montones?
—Sí.
—¿Podrías comprarme algo si quisieras?
—Si quisiera… —Estaba señalando una juguetería.
—Una de esas, por favor, anda, una de esas, anda. —Se me colgó del brazo, inició una pequeña danza ávida en la acera y trató de empujarme hacia la tienda. Hacía mucho tiempo que nadie me tocaba así, a propósito, desde que era niño. Sentí una oleada fría de emoción en el estómago y me temblaron las piernas. Llevaba un poco de dinero en el bolsillo y no veía razón para no comprarle algo. La hice esperar afuera mientras entraba en la tienda y le traía lo que quería, una muñequita rosada y desnuda, fundida en una pieza de plástico. En cuanto la tuvo, pareció perder interés por ella. En la misma calle, más abajo, me pidió que le comprara un helado. Se paró en la puerta de la heladería esperando que la siguiera. Esta vez no me tocó. Naturalmente, vacilé, no estaba seguro de qué pasaba. Pero ahora me daban curiosidad ella y el efecto que producía en mí. Le di dinero suficiente para comprar helados para los dos y la dejé entrar a comprarlos. Era evidente que estaba acostumbrada a los regalos. Cuando avanzamos un poco más por la calle le dije de la forma más amistosa posible:
—¿Nunca das las gracias cuando alguien te regala algo? —Me miró con desprecio, con sus labios delgados y pálidos enmarcados en helado.
—No.
Le pregunté su nombre. Quería una conversación amistosa.
—Jane.
—¿Qué ha pasado con la muñeca que te compré, Jane? —Se miró las manos.
—Me la dejé en la heladería.
—¿No la querías?
—Se me olvidó. —Cuando estaba a punto de decirle que corriera a buscarla, me di cuenta de lo mucho que deseaba tenerla a mi lado, y de lo cerca que estábamos del canal.
El canal es la única extensión de agua que hay por aquí. Andar al lado del agua, aunque sea el agua marrón y hedionda que corre a espaldas de las fábricas, tiene algo de especial. La mayor parte de las fábricas que dan al canal carecen de ventanas y están desiertas. Se puede andar una milla y media por el camino y no encontrar casi nunca a nadie. El sendero pasa por un antiguo depósito de chatarra. Hasta hace dos años había un anciano silencioso que vigilaba el montón de desechos desde una pequeña barraca de lata cerca de la cual tenía, atado a un poste, un gran perro alsaciano. Era demasiado viejo para ladrar. Después la cabaña, el anciano y el perro desaparecieron y en la verja apareció un cerrojo. Los chicos del barrio fueron derribando poco a poco la cerca que rodeaba el terreno, y hoy solo queda la verja. El depósito de chatarra es lo único interesante de esa milla y media, porque el resto del camino transcurre al pie de los muros de las fábricas. Pero a mí me gusta el canal y me siento menos prisionero junto al agua que en cualquier otro lugar de esta zona de la ciudad. Tras caminar conmigo en silencio un rato, Jane me preguntó de nuevo:
—¿Dónde vas? ¿Por dónde vas a pasear?
—Por el canal.
Se lo pensó un minuto.
—A mí no me dejan acercarme al canal.
—¿Por qué no?
—Porque no. —Ahora caminaba precediéndome un poco. El círculo blanco que rodeaba sus labios se había secado. Mis piernas no me sostenían bien y el calor del sol reflejado en la acera me sofocaba. Ya era necesario persuadirla de que me acompañase a pasear por el canal. La idea misma me puso malo. Tiré lo que quedaba de mi helado y dije:
—Yo paseo por el canal casi todos los días.
—¿Por qué?
—Hay mucha paz… y hay muchas cosas que ver.
—¿Qué cosas?
—Mariposas. —La palabra se me escapó sin que pudiera retenerla. Se volvió hacia mí, súbitamente interesada. Ninguna mariposa podría sobrevivir cerca del canal, el hedor las disolvería. Y ella no tardaría en darse cuenta.
—¿Mariposas de qué color?
—Rojas… amarillas.
—¿Qué más cosas hay?
Vacilé.
—Hay un depósito de chatarra. —Arrugó la nariz. Proseguí rápidamente—: Y también barcas, en el canal hay barcas.
—¿Barcas de verdad?
—Sí, claro, barcas de verdad. —Tampoco esta vez había querido decirlo. Se detuvo y yo también lo hice. Dijo:
—¿No se lo dirás a nadie si voy, verdad?
—No, no se lo diré a nadie, pero tienes que ir a mi lado cuando lleguemos al canal. ¿De acuerdo? —Asintió—. Y quítate el helado de la boca. —Se pasó el revés de la mano por la cara sin mucha convicción—. Ven, ya lo haré yo. —La atraje hacia mí y le puse la mano izquierda en la nuca. Me mojé el índice de la otra mano, como había visto hacer a los padres, y se lo pasé por los labios. Jamás le había tocado los labios a otra persona, ni sentido esta clase de placer. Subía dolorosamente de la ingle al pecho y se instalaba allí, como un puño oprimiéndome las costillas. Me mojé de nuevo el dedo y ella saboreó el dulzor pegajoso de la yema. Se lo pasé una vez más por los labios y esta vez se apartó.
—Me haces daño —dijo—. Aprietas demasiado fuerte. —Nos echamos a andar, y esta vez se quedó a mi lado.
Para bajar al camino de sirga teníamos que cruzar el canal por un puente negro y estrecho con pretiles altos. A mitad de camino, Jane se puso de puntillas y trató de mirar por encima del pretil.
—Levántame —dijo—. Quiero ver los barcos.
—Desde aquí no se pueden ver. —Pero le enlacé por la cintura con las manos y la levanté. Su traje rojo y corto le descubrió el trasero y volví a sentir el puño en el pecho. Me gritó por encima del hombro:
—El río está muy sucio.
—Siempre ha estado sucio —dije—. Es un canal. —Mientras bajábamos los escalones de piedra que llevaban al camino de sirga. Jane se me acercó más. Me dio la impresión de que retenía el aliento. El canal suele fluir hacia el norte, pero hoy estaba completamente quieto. En la superficie se veían manchas de escoria amarilla, que tampoco se movían porque no había viento para empujarlas. De vez en cuando pasaba un coche por el puente, sobre nosotros, y a lo lejos se oía el distante sonido del tráfico de Londres. Aparte de eso, no se oía ningún ruido en el canal. El calor fortalecía el olor del canal, un olor de escoria más animal que químico. Jane susurró:
—¿Dónde están las mariposas?
—No están lejos. Primero tenemos que pasar dos puentes.
—Quiero volver. Quiero volver. —Ya estábamos a más de cien yardas de las escaleras de piedra. Quería detenerse pero yo la apremiaba. Estaba demasiado asustada para separarse de mí y correr sola hasta las escaleras.
—Dentro de poco veremos las mariposas. Rojas, amarillas, a veces verdes. —Me dejé llevar por la mentira, ya no me preocupaba lo que le decía. Me cogió de la mano.
—¿Y los barcos?
—Ya los verás. Más arriba. —Mientras caminábamos, yo solo pensaba en cómo retenerla a mi lado. En algunos puntos del canal hay túneles que pasan por debajo de las fábricas, carreteras y vías de ferrocarril. El primero de ellos era un edificio de tres pisos que conectaba las fábricas de ambos lados del canal. Ahora estaba vacío, como todas las fábricas. En la entrada del túnel Jane trató de retroceder.
—¿Qué es ese ruido? No quiero entrar aquí. —Oía el agua gotear del techo del túnel al canal, un eco extraño y vacío.
—No es más que agua —dije—. Mira, se ve el otro lado. —El sendero se estrechaba mucho en el túnel, así que la hice andar delante y le puse una mano en el hombro. La sentía temblar. Al llegar al fondo se detuvo bruscamente y señaló. En la salida del túnel, donde el sol entraba un poco, crecía una flor entre los ladrillos. Parecía una especie de diente de león y salía de un montoncito de hierba.
—Es uña de caballo —dijo, la cogió y se la puso en el pelo, detrás de la oreja. Yo dije:
—Nunca he visto flores aquí.
—Tiene que haber flores —explicó—. Para las mariposas. Caminamos en silencio un cuarto de hora más. Jane me habló una vez para preguntarme de nuevo por las mariposas. Ya parecía haberle perdido algo de miedo al canal y me soltó la mano. Yo quería tocarla, pero no se me ocurría ninguna forma de hacerlo sin asustarla. Traté de pensar en algún tema posible de conversación, pero tenía la cabeza vacía. El sendero empezaba a ensancharse a nuestra derecha. Tras el siguiente recodo del canal, en un terreno inmenso situado entre una fábrica y un almacén, estaba el depósito de chatarra. Delante nuestro veíamos una columna de humo negro ascender hacia el cielo, y al doblar la esquina vi que salía del depósito de chatarra. Un grupo de chicos se movía alrededor de un fuego. Eran una especie de banda, todos llevaban las mismas cazadoras azules y el pelo corto. Me dio la impresión de que se disponían a asar vivo a un gato. El humo flotaba sobre sus cabezas en el aire estancado, y el montón de chatarra parecía una montaña a sus espaldas. Habían atado al gato por el cuello a un poste, el mismo poste donde solía estar atado el perro alsaciano. El gato tenía las cuatro patas atadas juntas. Estaban construyendo una jaula de alambre sobre el fuego y cuando pasamos a su lado uno de ellos arrastraba al gato por la cuerda del cuello hacia el fuego. Cogí a Jane por la mano y apretamos el paso. Trabajaban concentrados y en silencio, y apenas si hicieron una pausa para mirarnos. Jane tenía los ojos clavados en el suelo. A través de su mano sentía que su cuerpo temblaba.
—¿Qué le estaban haciendo al gato?
—No sé. —Miré por encima del hombro. El humo negro impedía ver bien lo que hacían. Ya estaban bastante lejos, y nuestro sendero se había unido de nuevo a los muros de las fábricas. Jane estaba a punto de llorar, y si tenía la mano en la mía era porque yo la sujetaba firmemente. En realidad no era necesario, porque no había ningún sitio donde se atreviera a correr sola. Atrás, el sendero del depósito de chatarra, delante del túnel al que nos acercábamos. Yo no tenía la menor idea de lo que iba a ocurrir cuando llegáramos al final del camino. Querría correr a casa, y yo sabía que no la podía dejar marchar. Aparté esta idea de la cabeza. Jane se detuvo a la entrada del segundo túnel.
—No hay mariposas, ¿verdad? —Su voz subió de tono al final de la frase, porque estaba a punto de romper a llorar. Empecé a decirle que quizás hacía demasiado calor para las mariposas. Pero no me escuchaba, estaba gimiendo:
—¡Has dicho una mentira, no hay mariposas, es mentira! —Empezó a llorar con tristeza y sin verdaderas ganas y trató de soltarse de mi mano. Traté de hacerla entrar en razón pero no quiso escucharme. Le apreté la mano y la metí en el túnel. Ahora estaba chillando, un sonido penetrante y continuo que rebotaba en las paredes y el techo del túnel y me llenaba la cabeza. La llevé y la arrastré por el túnel, hasta más o menos la mitad. Y allí, de pronto, sus alaridos fueron ahogados por el estruendo de un tren pasando sobre nuestras cabezas, y el aire y el suelo temblaron. El tren tardó mucho en pasar del todo. Le sujeté los brazos a los costados y no se opuso. El estruendo la sobrecogía. Cuando se apagaron los últimos ecos dijo sin énfasis:
—Quiero ir con mi mamá. —Me bajé la cremallera de la bragueta. No sabía si ella podía ver en la oscuridad lo que se extendía hacia ella.
—Tócamela —dije, y le sacudí suavemente un hombro. No se movió, así que la sacudí de nuevo.
—Tócame, anda. Sabes lo que digo, ¿verdad? —En realidad lo que quería era algo muy simple. Esta vez la agarré con las dos manos y grité:
—¡Tócamela, tócamela! —Alargó el brazo y me rozó levemente la punta con los dedos. No hizo falta más. Me incliné y me corrí, me corrí en el hueco de mis manos. Igual que el tren, tardé mucho tiempo en bombearlo todo a la mano. Bombeé todo el tiempo que había pasado solo, todas las horas caminando solo y todos los pensamientos que había tenido, todo en la mano. Cuando se acabó me quedé varios minutos en la misma postura, doblado en dos con las manos ahuecadas por delante. Tenía la cabeza clara, el cuerpo relajado, y no pensaba en nada. Me tendí boca abajo, estiré los brazos y me lavé las manos en el canal. Era difícil quitarse aquello con agua fría. Se me pegaba como escoria a los dedos. Lo arranqué a tiras. Entonces me acordé de la niña, que ya no estaba conmigo. Ahora no podía dejarla que volviera a casa, después de lo que había pasado. Tendría que correr tras ella. Me levanté y vi su silueta destacarse contra el fondo del túnel. Iba andando despacio, aturdida, por el borde del canal. Yo no podía correr porque no veía el suelo a mis pies. Cuanto más me acercaba a la luz del sol en la salida del túnel más me costaba ver. Jane estaba a punto de salir del túnel. Cuando oyó mis pisadas a sus espaldas se volvió y dio una especie de grito animal. También echó a correr, e inmediatamente perdió pie. Desde donde yo me encontraba era difícil ver lo que le había ocurrido; su silueta destacada en el cielo desapareció de pronto en la oscuridad. Cuando llegué a su lado estaba tendida boca abajo, con la pierna izquierda casi fuera del sendero y en el agua. Se había golpeado la cabeza al caer y se le veía un chichón sobre el ojo derecho. Tenía el brazo derecho extendido hacia delante y casi llegaba a la luz del sol. Me incliné sobre su rostro para escuchar su respiración. Era profunda y regular. Tenía los ojos bien cerrados y las pestañas aún húmedas de llanto. Yo ya no quería tocarla, ya había bombeado todo aquello al canal. Le quité algo de porquería de la cara y otro poco de la espalda de su traje rojo.
—Niña tonta —dije—. No hay mariposas. —Después la levanté dulcemente, lo más dulcemente que pude, para no despertarla, y la metí con cuidado en el canal.
Suelo sentarme en las escaleras de la biblioteca, me gusta más que meterme dentro a leer libros. Fuera hay más que aprender. Allí estaba sentado ahora, domingo por la tarde, observando cómo mi pulso recuperaba su ritmo cotidiano. Pensé una y otra vez en lo sucedido y en lo que debía haber hecho. Vi la piedra resbalando por la calle, y me vi atraparla limpiamente con el pie, casi sin volverme. Debía haberme vuelto en ese momento, para recibir sus aplausos con una leve sonrisa. Después hubiera devuelto la piedra de una patada, o mejor, hubiera pasado por encima y me hubiera acercado a ellos sin darle importancia, y entonces, al volver la pelota, hubiera estado con ellos, hubiera sido uno de ellos, uno del equipo. Jugaría con ellos en la calle casi todas las tardes, aprendería todos sus nombres y ellos sabrían el mío. Les vería en la ciudad durante el día y me llamarían del otro lado de la calle y cruzarían a charlar. Al terminar el partido uno de ellos se acerca y me coge por el brazo.
—Bueno, hasta mañana…
—Sí, mañana. —Iríamos juntos a tomar copas cuando fueran mayores, y yo conseguiría que me gustara beber cerveza. Me levanté y empecé a rehacer el camino por donde había venido. Sabía que no iba a participar nunca en los partidos de fútbol. Las oportunidades son raras, como las mariposas. Tratas de cogerlas y ya se han ido. Pasé por la calle donde jugaban. Ahora estaba desierta y la piedra que había atrapado con el pie seguía en mitad de la calle. La recogí, me la metí en un bolsillo y seguí caminando para acudir a mi cita.