Tengo doce años y estoy en el patio trasero, tumbado boca abajo y semidesnudo al sol, cuando oigo por primera vez su risa. No sé nada, no me muevo, me limito a cerrar los ojos. Es una risa de chica, de una mujer joven, corta y nerviosa como si no se riese de nada gracioso. Tengo media cara en el césped que corté hace una hora y huelo la tierra fría de debajo. Hay una brisa ligera que viene del río, el sol de la tarde avanzada que me pica en la espalda y esa risa que me apuñala es como una sola cosa, un solo sabor en mi cabeza. La risa enmudece y no oigo más que la brisa que mueve las páginas de mi tebeo, el llanto de Alice en algún lugar del piso de arriba y una especie de pesadez veraniega por todo el jardín. Después los oigo acercarse caminando sobre el césped y me incorporo tan deprisa que me mareo, y todo pierde su color. Y ahí está esa mujer, o esa chica gorda, caminando hacia mí con mi hermano. Está tan gorda que los brazos no le cuelgan derechos de los hombros. Tiene michelines en el cuello. Están mirándome y hablando de mí, y cuando llegan a mi lado me levanto y ella me da la mano y sin dejar de mirarme suelta una especie de relincho como un caballo bien educado. Es el mismo ruido que oí antes, su risa. Tiene la mano caliente y húmeda y rosada como una esponja, con hoyuelos en la base de todos los dedos. Mi hermano la presenta como Jenny. Va a tomar el dormitorio del ático. Tiene la cara muy grande, redonda como una luna roja, y unas gruesas gafas que agrandan sus ojos hasta el punto de que parecen pelotas de golf. Cuando me suelta la mano no se me ocurre nada que decir. Pero mi hermano Peter no deja un momento de hablar, le cuenta qué verduras cultivamos y qué flores, la hace ponerse donde pueda ver el río entre los árboles y después la precede hasta la casa. Mi hermano tiene exactamente el doble de años que yo y se le da bien eso, hablar sin más.
Jenny toma el ático. Yo he estado allí arriba unas cuantas veces, buscando cosas en las cajas viejas o mirando el río desde la ventanita. En realidad no hay gran cosa en las cajas, solo pedazos de tela y patrones de vestidos. Es posible que algunos de ellos fueran de mi madre. En un rincón hay un montón de marcos sin cuadro. Una vez subí porque estaba lloviendo y abajo había una bronca entre Peter y algunos de los otros. Ayudé a José a despejar el sitio para transformarlo en dormitorio. José era antes el novio de Kate, y la primavera pasada sacó sus cosas del dormitorio de Kate y se trasladó al cuarto libre que había al lado del mío. Llevamos los marcos y las cajas al garaje, teñimos de negro el suelo de madera y pusimos alfombras. Desarmamos la cama suplementaria de mi cuarto y la llevamos arriba. Entre esto, una mesa y una silla, un armario y el techo abuhardillado, queda sitio justo para dos personas de pie. Todo el equipaje de Jenny consiste en una pequeña maleta y una bolsa. Se las llevo a su habitación y me sigue, respirando con cada vez mayores esfuerzos y deteniéndose entre el segundo y el tercer piso para descansar. Mi hermano Peter viene detrás y nos apelotonamos dentro como si todos fuéramos a vivir allí y lo viéramos por primera vez. Le señalo la ventana para que pueda ver el río. De vez en cuando, mientras escucha alguna historia que le cuenta Peter, se seca la cara, húmeda y roja, con un gran pañuelo blanco. Estoy sentado en la cama, detrás de ella, mirando lo enorme que tiene la espalda, y por debajo de la silla le veo las piernas, gruesas y rosadas, cómo disminuyen hasta embutirse por abajo en unos zapatos minúsculos. Es rosada por todas partes. El olor de su sudor llena la habitación. Huele como el césped recién cortado de afuera, y se me ocurre que no debo aspirarlo muy profundamente si no quiero engordar yo también. Nos levantamos para irnos y dejarla desempacar y nos da las gracias por todo, y cuando paso por la puerta suelta su pequeño gañido, su risa nerviosa. La miro sin querer desde la puerta y me está observando con sus ojos del tamaño de pelotas de golf.
—¿No hablas mucho, verdad? —dice. Y eso de alguna manera hace más difícil pensar en algo que decir. Así que me limito a sonreírle y sigo escaleras abajo.
Abajo me toca ayudar a Kate a hacer la cena. Kate es alta y delgada y triste. Justo lo contrario que Jenny. Cuando tenga novias las tendré como Kate. De todas formas, está muy pálida, incluso a estas alturas del verano. Tiene el pelo de un color extraño. Una vez le oí decir a Sam que era del color del papel kraft. Sam es un amigo de Peter que también vive aquí y que quería meter sus cosas en el dormitorio de Kate cuando José sacó las suyas. Pero Kate es algo altiva y no le gusta Sam porque es demasiado ruidoso. Si Sam se trasladase a la habitación de Kate estaría siempre despertando a Alice, la niñita de Kate. Cuando Kate y José están en el mismo cuarto siempre les observo para ver si alguna vez se miran, y nunca lo hacen. El pasado abril entré una tarde en la habitación de Kate para pedirle algo prestado y José y ella estaban en la cama, dormidos. Los padres de José son españoles y él tiene la piel muy oscura. Kate estaba tumbada de espaldas con un brazo estirado y José estaba apoyado en el brazo, arrimado a su costado. No llevaban pijama, y la sábana les llegaba a la cintura. Ella era tan blanca y él tan negro. Me quedé un largo rato al pie de la cama, observándoles. Era como si hubiera descubierto un secreto. Entonces Kate abrió los ojos y me vio allí y me dijo muy bajito que me largase. A mí me parece bastante extraño que estuvieran así tumbados y que ahora ni siquiera se miren. Si yo me acostara en brazos de alguna chica a mí no me pasaría eso. A Kate no le gusta cocinar. Tiene que dedicar mucho tiempo a evitar que Alice se meta cuchillos en la boca o tire cacharros hirviendo de la cocina al suelo. Kate prefiere arreglarse bien y salir, o hablar horas por teléfono, que es lo que yo preferiría si fuese una chica. Una vez tardó mucho en volver a casa y mi hermano Peter tuvo que meter a Alice en la cama. Kate siempre parece triste cuando habla con Alice, cuando le dice lo que tiene que hacer habla muy bajito, como si en realidad no quisiera para nada hablar con Alice. Y lo mismo cuando habla conmigo, es como si no estuviera hablando de verdad. Cuando me ve la espalda en la cocina me lleva al cuarto de baño de abajo y me embadurna de loción de calamina con un algodón. La veo en el espejo, su cara no parece expresar nada especial. Hace un ruido entre dientes, mitad silbido y mitad suspiro, y cuando quiere más luz en alguna parte de mi espalda me empuja o me tira del brazo. Me pregunta rápida y suavemente cómo es la chica de arriba, y cuando le digo que «es muy gorda y tiene una risa rara» no contesta nada. La ayudo cortando las verduras y pongo la mesa. Después bajo al río a ver mi barca. La compré con dinero que recibí cuando se murieron mis padres. Cuando llego al muelle ya se ha puesto el sol, y el río está negro con manchas rojas como los restos de tela que solía haber en el ático. Esta noche el río baja despacio y el aire es cálido y suave. No suelto el bote, tengo la espalda demasiado quemada para remar. En vez de eso me meto dentro y me quedo sentado, subiendo y bajando silenciosamente con el río, mirando la tela roja que se hunde en el agua negra y preguntándome si no habré respirado demasiado olor de Jenny.
Cuando vuelvo están a punto de ponerse a comer. Jenny está sentada al lado de Peter y cuando entro no levanta la cabeza del plato, ni siquiera cuando me siento a su otro lado. Es tan grande a mi lado, y al mismo tiempo está tan inclinada sobre su plato, con aspecto de no querer existir, que me da como pena y quiero decirle algo. Pero no se me ocurre nada que decir. De hecho, en esta comida nadie tiene nada que decir, todos se limitan a mover el tenedor desde y hacia el plato, y de vez en cuando alguien murmura que le pasen algo. En general no pasa esto cuando comemos, casi siempre ocurre algo. Pero está Jenny, más silenciosa que cualquiera de nosotros, y también más grande, y sin levantar la cabeza del plato, Sam se aclara la voz y mira hacia nuestra parte de la mesa, a Jenny, y los demás miran todos también, excepto ella, en espera de algo. Sam vuelve a aclararse la voz y dice:
—¿Dónde vivías antes, Jenny? —Como nadie hablaba suena insulso, como si Sam estuviera en una oficina rellenándole un impreso. Y Jenny, sin levantar la cabeza del plato, dice:
—Manchester. —Después mira a Sam—. En un piso. —Y suelta una risita gañido, probablemente porque todos estamos mirándola y escuchando, y vuelve a hundirse en su plato mientras Sam dice algo como «Ah, ya veo» y piensa en algo que añadir. Alice se pone a llorar en el piso de arriba, así que Kate va y la trae y la deja que se siente en su regazo. Cuando deja de llorar nos va señalando a todos por turno y grita «UH, UH, UH» por toda la mesa mientras nosotros seguimos comiendo y sin decir nada. Es como si nos acusara de no pensar en cosas que decir. Kate le dice que se calle con la voz triste que siempre tiene cuando está con Alice. A veces pienso que es así porque Alice no tiene padre. No se parece nada a Kate, tiene el pelo muy rubio y unas orejas demasiado grandes para su cabeza. Hace uno o dos años, cuando Alice era muy pequeña, yo pensaba que su padre era José. Pero él tiene el pelo negro, y nunca presta mucha atención a Alice. Cuando todos terminan el primer plato y ayudo a Kate a recoger los cacharros, Jenny se ofrece a sentarse a Alice en el regazo. Alice sigue gritando y señalando diferentes cosas en el cuarto, pero en cuanto llega al regazo de Jenny se queda muy callada. Probablemente porque nunca ha visto un regazo tan grande. Kate y yo traemos la fruta y el té, y cuando nos ponemos a pelar las naranjas y los plátanos y a comer las manzanas del árbol de nuestro jardín, sirviendo té y pasando en redondo tazas con leche y azúcar, todos empiezan a hablar y a reírse como de costumbre, como si nada les hubiera estado reprimiendo. Y Alice lo está pasando realmente bien en el regazo de Jenny, que galopa con las rodillas como un caballo, baja la mano como si fuera un pájaro hacia la tripa de Alice, le hace trucos con los dedos, con lo que Alice grita y grita pidiendo más. Es la primera vez que la oigo reírse así. Y entonces Jenny dirige la vista hacia Kate, que las ha observado jugar con la misma cara que hubiera tenido si hubiera estado viendo la tele. Jenny lleva a Alice a su madre, como si de pronto se sintiera culpable por llevar tanto tiempo con ella en el regazo y divertirse tanto. Alice grita «Más, más, más» cuando llega al otro lado de la mesa, y sigue gritando cinco minutos más tarde, cuando su madre se la lleva a la cama.
A la mañana siguiente, temprano, le subo café a Jenny a la habitación, porque mi hermano me lo ha pedido. Cuando llego la encuentro levantada, sentada a la mesa pegando sellos en cartas. Parece más pequeña que la noche pasada. Tiene la ventana abierta de par en par y el cuarto está lleno del aire de la mañana, parece que lleva mucho tiempo levantada, Desde su ventana veo el río alejarse entre los árboles, ligero y silencioso bajo el sol. Quiero salir, quiero ver mi barca antes de desayunar. Pero Jenny quiere hablar. Me hace sentarme en la cama y contarle cosas sobre mí. No me pregunta nada y, como no estoy seguro de por dónde empezar a contarle a alguien cosas sobre mí, me quedo allí sentado mirando mientras ella escribe direcciones en los sobres y bebe el café a sorbitos. Pero no me importa, se está bien en el cuarto de Jenny. Ha puesto dos fotos en la pared. Una es una foto enmarcada, sacada en un zoológico, de una mona andando cabeza abajo por una rama con su cría colgada del estómago. Se ve que es un zoo, porque en la esquina de abajo hay un gorro de guarda de zoo y parte de su cara. La otra es una foto en color, recortada de una revista, de dos niños corriendo por la orilla del mar cogidos de la mano. El sol se está poniendo y toda la foto es de color rojo oscuro, hasta los niños Es una foto muy buena. Termina sus cartas y me pregunta dónde está mi colegio. Le hablo del nuevo colegio al que voy a ir cuando acaben las vacaciones, el colegio de Reading. Pero todavía no he estado nunca allí, así que no le puedo contar gran cosa. Observa que miro otra vez por la ventana.
—¿Vas a bajar al río?
—Sí, tengo que ver mi barca.
—¿Puedo ir contigo? ¿Me enseñarás el río? —La espero al lado de la puerta, observando cómo embute sus pies redondos y rosados en unos zapatos planos y pequeños y cómo se cepilla el pelo, muy corto, con un cepillo que tiene un espejo por detrás. Cruzamos el césped hasta la verja colgante del fondo del jardín y tomamos el sendero flanqueado por altos helechos. A mitad de camino me paro a escuchar a un picamaderos, y ella me dice que no conoce el canto de un solo pájaro. La mayoría de los adultos nunca te dicen que no saben algo. Así que nos paramos más adelante, bajo un roble, justo antes de que el sendero se abra al muelle, para que pueda oír un mirlo. Sé que hay uno allí arriba, siempre está allí arriba cantando a estas horas de la mañana. Se calla justo cuando llegamos y tenemos que esperar en silencio a que vuelva a empezar. Allí parados, bajo el viejo tronco medio muerto, oigo a otros pájaros en otros árboles y al río que salpica contra el muelle. Pero nuestro pájaro está descansando. Por alguna razón, la espera en silencio pone nerviosa a Jenny, y se aprieta fuerte la nariz para reprimir su risa-gañido. Tengo tantas ganas de oír al mirlo que le pongo la mano en el brazo, y cuando lo hago se quita la mano de la nariz y sonríe. Unos segundos después, el mirlo inicia su largo y complicado canto. Estaba todo el tiempo esperando a que nos calmásemos. Salimos al muelle y le enseño mi barca amarrada a un lado. Es un bote de remos, verde por fuera y rojo por dentro, como una fruta. He bajado todos los días del verano para remar, para pintarlo, limpiarlo, y a veces solo para mirarlo. Una vez remé siete millas río arriba y me pasé el resto del día bajando con la corriente. Nos sentamos al borde del muelle mirando a mi barca, al río y a los árboles de la otra orilla. Entonces Jenny mira río abajo y dice:
—Londres está allá abajo. —Londres es un secreto terrible que trato de ocultar al río: aún no sabe nada de Londres a su paso por nuestra casa. Así que asiento y no digo nada. Jenny me pregunta si puede sentarse en la barca. Al principio me preocupa que pueda ser demasiado pesada. Pero, claro, no puedo decirle eso. Me inclino sobre el agua y sujeto la amarra para que se suba. Lo hace con muchos gruñidos y vaivenes. Y como la barca no parece más hundida de lo habitual, yo también me monto y miramos el río desde este nuevo nivel, donde se ve lo fuerte y lo viejo que realmente es. Nos quedamos largo rato sentados, charlando. Primero le cuento que mis padres murieron hace dos años en un accidente de coche y que mi hermano tiene idea de transformar la casa en una especie de comuna. Primero pensaba tener más de veinte personas viviendo en ella. Pero creo que ahora quiere limitarlo a unas ocho. Después Jenny me cuenta que trabajó como profesora en una gran escuela de Manchester donde los chicos se reían siempre de ella por lo gorda que era. Sin embargo, no parece que le importe hablar de ello. Cuenta historias graciosas del tiempo que pasó allá. Cuando me cuenta que los niños la encerraron una vez en un armario para libros, ambos nos reímos tanto que la barca se mece de lado a lado y forma unas olitas que llegan al río. Esta vez la risa de Jenny es fácil y tiene algo de rítmico, no es dura y chillona como antes. En el camino de vuelta reconoce dos mirlos por su canto, y cuando cruzamos el césped señala otro. Yo me limito a asentir. En realidad es un tordo alirrojo, pero tengo demasiada hambre para explicarle la diferencia.
Tres días más tarde oigo a Jenny cantar. Estoy en el patio trasero intentando componer una bicicleta a base de distintas piezas y la oigo por la ventana de la cocina, que está abierta. Está allí haciendo la comida y cuidando a Alice mientras Kate visita a unos amigos. Es una canción cuya letra no conoce, entre alegre y triste, y se la canta a Alice graznando como una vieja negra. Nuevo día, hombre la-la, la-la-la, l’la, nuevo día, hombre la-la-la, la-la, l’la, nuevo día hombre sácame de aquí. Esa tarde la llevo a remar por el río y canta otra canción con el mismo tipo de melodía, pero esta vez sin palabras de ninguna clase. Ya-la-la, ya-laaa, ya-eeeee. Extiende las manos y gira sus grandes ojos amplificados como si fuese una serenata especial para mí. Una semana más tarde, las canciones de Jenny se han apoderado de toda la casa, a veces con una línea o dos si se acuerda, pero en general sin palabras. Pasa mucho tiempo en la cocina, y allí es donde más suele cantar. De alguna manera amplía el espacio disponible. Rasca la pintura de la ventana que da al norte para que entre más luz. Nadie se imagina porqué se le ocurrió a alguien pintarla. Saca una mesa vieja, y cuando está fuera todos se dan cuenta de que siempre molestaba. Una tarde pinta toda una pared de blanco para que la cocina parezca mayor, y organiza los cacharros y los platos de forma que siempre sabes dónde están y hasta yo puedo alcanzarlos. La transforma en una de esas cocinas donde puedes estar sentado cuando no tienes otra cosa que hacer. Jenny hace pan y hace pasteles, cosas que solemos comprar en la tienda. Al tercer día de su llegada encuentro sábanas limpias en mi cama. Lleva a lavar las sábanas que he estado usando todo el verano y la mayor parte de mi ropa. Pasa una tarde entera preparando un curry, y esa noche ceno como no había cenado en dos años. Cuando los otros le dicen lo bueno que les parece Jenny se pone nerviosa y suelta su risa-gañido. Veo que a los otros les sigue perturbando que lo haga, apartan la vista como si se tratara de algo asqueroso que fuera de mala educación mirar. Pero a mí no me preocupa nada que suelte esa risa, ni siquiera la oigo salvo cuando los otros apartan los ojos en la mesa. Casi todas las tardes salimos juntos al río y trato de enseñarle a remar y escucho historias de cuando daba clase y de cuando trabajaba en un supermercado, cómo veía a los ancianos acudir todos los días a robar bacon y mantequilla. Le enseño algún canto de pájaro más, pero el único que de verdad recuerda es el primero, el del mirlo. En su habitación me enseña fotos de sus padres y de su hermano y dice:
—Yo soy la única gorda. —Yo también le enseño algunas fotos de mis padres. Una es de un mes antes de su muerte, y se les ve bajando unas escaleras cogidos de la mano y riéndose por algo que queda fuera de la foto. Se reían de mi hermano que estaba haciendo el payaso para que se riesen para la foto que yo les estaba sacando. Me acababan de regalar la máquina de fotos por mi décimo cumpleaños y esa fue una de las primeras fotos que saqué con ella. Jenny la mira un largo rato y dice algo así como que era una mujer muy guapa, y de pronto veo a mi madre simplemente como una mujer en una foto, podía ser cualquier mujer, y por primera vez está lejos, no en mi cabeza o mirando hacia afuera sino fuera de mi cabeza, observada por mí, por Jenny o por cualquiera que coja la foto. Jenny me la quita de la mano y la guarda con las otras en la caja de zapatos. Mientras bajamos inicia una larga historia sobre un amigo suyo que montaba una obra de teatro que terminaba de una forma extraña y silenciosa. El amigo quería que Jenny iniciase el aplauso al final, pero Jenny se equivocó por alguna razón y puso a todo el mundo a aplaudir quince minutos antes del final, en un momento de silencio, así que se perdió la última parte de la obra y los aplausos fueron aún más fuertes porque nadie sabía de qué trataba la obra. Todo ello, supongo, para que deje de pensar en mi madre, cosa que hago.
Kate pasa más tiempo con sus amigos de Reading. Una mañana estoy en la cocina y ella entra muy bien vestida con una especie de traje de cuero y botas altas de cuero. Se sienta enfrente mío a esperar a que baje Jenny para decirle lo que hay que darle de comer a Alice ese día y a qué hora va a volver. Me recuerda otra mañana, hace casi dos años, cuando Kate entró en la cocina con el mismo tipo de traje. Se sentó a la mesa, se desabrochó la blusa y empezó a sacarse leche de color blanco azulado primero de una teta y después de la otra presionando con los dedos. No pareció darse cuenta de mi presencia.
—¿Para qué haces eso? —le pregunté.
—Es para que Janet se la dé a Alice más tarde. Tengo que salir —dijo, Janet era una chica negra que vivía aquí. Era extraño ver a Kate ordeñarse en una botella. Me hizo pensar que no somos más que animales vestidos que hacen cosas muy raras, como unos monos reunidos para tomar el té. Pero generalmente nos acostumbramos unos a otros. Me pregunto si Kate estará pensando en aquello ahora, sentada conmigo en la cocina a primera hora de la mañana Se ha pintado los labios de color naranja y se ha echado el pelo hacia atrás, lo que la hace parecer aún más delgada que de costumbre. Su lápiz de labios es fluorescente, como una señal de tráfico. No pasa un minuto sin que mire el reloj, y el cuero cruje. Parece una hermosa mujer del espacio exterior. En ese momento baja Jenny, metida en una enorme bata vieja hecha de retales y bostezando porque se acaba de levantar, y Kate le habla muy bajito y muy deprisa de la comida de Alice para el día. Parece como si hablar de eso la pusiera triste. Coge el bolso y sale rápidamente de la cocina diciendo «adiós» por encima del hombro. Jenny se sienta a la mesa y bebe té y la verdad es que parece una gran ama que se queda en casa para cuidar a la hija de la señora rica. Tu padre es rico y tu madre muy guapa, la-la-la-la la-la no llores. Y hay algo especial en la forma en que los otros tratan a Jenny. Como si fuera ajena a todo, y no verdaderamente una persona como ellos. Se han acostumbrado a sus grandes comidas y a sus pasteles. Ya nadie dice nada sobre eso. Algunas noches, Peter, Kate, José y Sam se sientan a fumar hashish en la pipa de agua de fabricación casera de Peter y escuchan el tocadiscos puesto bien alto. Cuando esto ocurre, Jenny por lo general se sube a su cuarto, no le gusta estar con ellos cuando hacen eso, y yo noto como que aquello les molesta. Y, aunque es una chica, no es guapa como Kate o Sharon, la novia de mi hermano. Tampoco se pone vaqueros ni camisas indias como ellas, probablemente porque no encuentra ninguna que le quede bien. Lleva vestidos de flores y cosas normales como mi madre o la señora de Correos. Y cuando se pone nerviosa por alguna cosa y suelta su risa noto que la consideran como una especie de enferma mental, lo noto por la forma en que apartan la vista. Y no se les olvida lo gorda que es. A veces, cuando no está, Sam la llama Jim el Flaco, y los demás siempre se ríen. No es que sean antipáticos con ella, ni nada parecido, lo que pasa es que, en alguna forma difícil de describir, la mantienen aparte. Un día, en el río, me pregunta por el hashish:
—¿Qué piensas de todo eso? —dice, y le digo que mi hermano no me deja probarlo hasta que cumpla los quince años. Yo sé que ella está completamente en contra, pero no vuelve a mencionarlo. Esa misma tarde le saco una foto apoyada en la puerta de la cocina con Alice en los brazos y achicando los ojos porque tiene el sol de frente. Ella me saca a mí también, montando sin manos por el patio trasero en la bicicleta que me apañé con piezas de aquí y allá.
Es difícil saber con exactitud cuándo se convierte Jenny en madre de Alice. Al principio se limita a cuidarla cuando Kate se marcha a visitar a sus amigos. Después las visitas se hacen más frecuentes hasta que son casi diarias. Así que los tres, Jenny, Alice y yo, pasamos mucho tiempo juntos en el río. Al lado del muelle hay un campo de hierba que baja hasta una diminuta playa de arena de unos seis pies de ancho. Jenny se sienta allí a jugar con Alice mientras yo hago cosas en la barca. La primera vez que metemos a Alice en la barca chilla como un cerdito. No se fía del agua. Tarda mucho tiempo en instalarse en la playita, y cuando por fin lo hace no aparta los ojos del borde del agua para asegurarse de que no se le echa encima. Pero cuando ve a Jenny saludarla desde la barca cambia de opinión y hacemos un viaje al otro lado del río. A Alice no le importa que no esté Kate porque le gusta Jenny, que le canta las partes de las canciones que se sabe y le habla todo el tiempo cuando están sentadas en el terraplén de hierba junto al río. Alice no entiende una palabra, pero le gusta el sonido incesante de la voz de Jenny. A veces Alice apunta a la boca de Jenny y dice «Más, más». Kate está siempre tan callada y triste cuando está con ella que no oye a menudo voces que la hablen directamente. Una noche Kate se queda fuera y no vuelve hasta la mañana siguiente. Alice está sentada en las rodillas de Jenny extendiendo su desayuno por la mesa de la cocina cuando Kate llega corriendo, la coge en brazos, la achucha y le pregunta una y otra vez, sin darle a nadie la oportunidad de responder:
—¿No le ha pasado nada? ¿No le ha pasado nada? ¿No le ha pasado nada? —Esa misma tarde Alice vuelve a estar con Jenny porque Kate tiene que irse otra vez a algún sitio. Estoy en el vestíbulo que da a la cocina y le oigo decirle a Jenny que volverá a última hora de la tarde y unos minutos más tarde la veo marcharse por el paseo con una maleta pequeña en la mano. Cuando vuelve, a los dos días, se limita a asomarse para ver si Alice sigue allí y después sube a su habitación. No siempre es tan buena cosa tener a Alice todo el rato con nosotros. No podemos ir muy lejos con la barca. A los veinte minutos Alice vuelve a sospechar del agua y quiere que la lleven a la orilla. Y si queremos ir andando a algún sitio hay que llevar a Alice en brazos casi todo el camino. Eso quiere decir que no puedo enseñarle a Jenny algunos de mis sitios especiales en el río. Al terminar el día Alice se pone bastante pesada, quejándose y llorando sin razón, porque está cansada. A veces me harto de pasar tanto tiempo con Alice. Kate pasa casi todo el día en su cuarto. Una tarde le llevo una taza de té y está dormida sentada en una silla. Con Alice allí tanto tiempo, Jenny y yo no hablamos tanto como solíamos cuando llegó. No porque Alice esté escuchando, sino porque Jenny le dedica todo su tiempo. La verdad es que no piensa en otra cosa, parece que solo quiere hablar con Alice. Una noche estamos todos sentados en el cuarto de delante después de la cena. Kate está en el vestíbulo y tiene una larga discusión con alguien por teléfono. Termina, entra, se sienta haciendo bastante ruido y se pone a leer. Pero yo veo que está enfadada y que en realidad no lee nada. Estamos un rato callados, y entonces Alice empieza a llorar arriba y a llamar a gritos a Jenny. Jenny y Kate levantan la vista al mismo tiempo y se miran un instante. Entonces Kate se levanta y sale de la habitación. Todos fingimos seguir leyendo pero la verdad es que estamos escuchando los pasos de Kate en la escalera. La oímos entrar en el cuarto de Alice, que está justo encima de este, y oímos que Alice grita cada vez más fuerte pidiendo que suba Jenny. Kate baja las escaleras, esta vez deprisa. Cuando entra en la habitación, Jenny levanta la cabeza y las dos vuelven a mirarse. Y mientras tanto Alice no deja de llamar a gritos a Jenny. Jenny se levanta y cruza la puerta pegada a Kate. No dicen nada. Los demás, Peter, Sam, José y yo, seguimos fingiendo que leemos mientras escuchamos los pasos de Jenny en el piso de arriba. El llanto cesa y ella se queda allí arriba largo rato. Cuando vuelve, Kate está de nuevo en su silla con su revista, Jenny se sienta y nadie levanta la cabeza, nadie dice nada.
De pronto se acaba el verano. Jenny entra en mi cuarto una mañana temprano para llevarse las sábanas de mi cama y toda la ropa que encuentra en el cuarto. Hay que lavarlo todo antes de que empiece el colegio. Entonces me hace limpiar el cuarto, todos los tebeos viejos y los platos y las tazas que se han ido acumulando bajo mi cama a lo largo del verano, todo el polvo y los botes de pintura que he estado usando en mi barca. Encuentra una mesita en el garaje y le ayudo a meterla en mi cuarto. Va a ser mi escritorio para hacer los deberes. Me lleva al pueblo para convidarme a algo, y no me quiere decir lo que es. Cuando llegamos resulta que es un corte de pelo. Estoy a punto de largarme cuando me pone la mano en el hombro.
—No seas tonto —dice—. No puedes ir al colegio con ese aspecto, no durarías ni un día. —Así que me pongo sin moverme en manos del peluquero y le dejo que me corte el pelo de todo el verano mientras Jenny se sienta detrás mío y se ríe de mi gesto ceñudo en el espejo. Le saca algo de dinero a mi hermano Peter y me lleva en autobús al pueblo a comprar un uniforme para el colegio. Es extraño que de pronto me diga todo lo que tengo que hacer, después del tiempo que hemos pasado en el río. Pero la verdad es que no me importa, no se me ocurre ninguna buena razón para no hacer las cosas que dice. Me dirige por las principales calles comerciales, a zapaterías y tiendas de ropa, me compra una chaqueta y una gorra rojas, dos pares de zapatos de cuero negros, seis pares de calcetines grises, dos pantalones grises y seis camisas grises, y dice todo el tiempo—. ¿Te gustan estos? ¿Te gusta esto? —y como no tengo especial preferencia por ningún tono de gris, escojo siempre lo que mejor le parece. En una hora terminamos. Esa noche saca mi colección de piedras de los cajones para hacer sitio para la ropa nueva, y me hace ponerme el uniforme completo. Abajo todos se ríen mucho, sobre todo cuando me pongo la gorra roja. Sam dice que parezco un cartero intergaláctico. Jenny me hace restregarme las rodillas tres noches seguidas con un cepillo de uñas para sacarme la suciedad de debajo de la piel.
Entonces, el domingo, el día antes de empezar el colegio, bajo a la barca con Jenny y Alice por última vez. Por la tarde ayudaré a Peter y a Sam a arrastrar mi barca por el sendero y por encima del césped para guardarla en el garaje para el invierno. Más adelante vamos a construir otro muelle, uno más fuerte. Es el último viaje en barca del verano. Jenny mete a Alice y sube mientras yo sujeto la barca desde el muelle para que no se mueva. Mientras la separo empujándola con un remo, Jenny inicia una de sus canciones. Jeeesús, ven a nosotros Jeeesús, ven a nosotros, Jeeesús, ven a nosotros, la, la-la la-lah, la-la. Alice se incorpora entre las rodillas de Jenny mirándome remar. Le hace gracia mi forma de moverme hacia delante y hacia atrás. Cree que estoy jugando con ella, acercándome a su cara y separándome. Es extraño, nuestro último día en el río. Cuando Jenny termina de cantar nadie dice nada en un largo rato. Alice sigue riéndose de mí. El río está tan silencioso que su risa se desliza sobre el agua hasta desaparecer. El sol está de un amarillo pálido, como si se hubiera consumido con el paso del verano, no hay viento en los árboles de las orillas, los pájaros no cantan. Ni siquiera los remos se oyen en el agua. Remo río arriba de espaldas al sol, pero está demasiado pálido para sentirlo, demasiado pálido hasta para hacer sombras. Delante hay un viejo, de pie bajo un roble, pescando. Cuando llegamos a su altura levanta la cabeza y nos mira pasar en el bote y nosotros le miramos en su orilla. No le cambia la cara al mirarnos. Nuestras caras tampoco cambian, nadie saluda. Tiene un tallo largo de hierba en la boca y cuando hemos pasado se lo saca y escupe silencioso en el río. Jenny mete una mano en el agua espesa y observa la orilla como si fuera algo que solo estuviera en su cabeza. Me hace pensar que en realidad no tiene ganas de estar allí fuera en el río conmigo. Solo vino por todas las otras veces que hemos ido juntos a remar, y porque es la última vez este verano. Pensar eso me pone como triste, me cuesta más remar. Después, cuando ya ha pasado una media hora, me mira y sonríe y me doy cuenta de que todo eran imaginaciones mías, lo de que no quería estar en el río, porque empieza a hablar del verano, de todas las cosas que hemos hecho. Hace que todo suene muy bien, mucho mejor de lo que en realidad fue. Los largos paseos que dimos, los chapoteos con Alice a la orilla del río, cómo traté de enseñarla a remar y a recordar diferentes cantos de pájaros, las veces que nos levantamos cuando los demás seguían dormidos y remamos en el río antes del desayuno. Eso me anima, recordar todo lo que hicimos, como cuando creímos ver un ampélido, y otra vez que esperamos al anochecer detrás de un arbusto para ver a un tejón de su madriguera. Pronto nos animamos mucho pensando en el verano que ha pasado y en las cosas que vamos a hacer el año que viene, gritando y riendo bajo el aire muerto, Y entonces Jenny dice:
—Y mañana te pones la gorra roja y al colegio. —Hay algo en la forma en que lo dice, fingiendo seriedad y como sermoneándome, agitando un dedo en el aire, que lo convierte en la cosa más graciosa que he oído en mi vida. La misma idea, hacer todas esas cosas en el verano y después ponerse una gorra roja y al colegio. Nos echamos a reír y parece que no vamos a parar nunca. Tengo que dejar los remos. Nuestros resoplidos y cacareos son cada vez más altos porque el aire está inmóvil y no se los lleva por el agua y todo el ruido se queda en la barca. Cada vez que nos miramos nos reímos más fuerte, hasta que empieza a dolerme el costado y más que otra cosa tengo ganas de parar. Alice rompe a llorar porque no entiende qué está pasando, y eso nos hace reír aún más. Jenny se asoma por un lado de la barca para no verme. Pero su risa se va tensando y secando, pequeños gañidos, como si tuviera piedrecitas en la garganta. Su gran cara rosada y sus grandes brazos rosados tiemblan y se esfuerzan por conseguir una bocanada de aire, pero todo se le escapa como pequeñas piedrecitas. Se sienta otra vez derecha en la barca. Su boca ríe, pero sus ojos parecen asustados y secos. Se deja caer de rodillas, con las manos en el estómago para que no le duela la risa, y al hacerlo tira a Alice. Y la barca vuelca. Vuelca porque Jenny cae sobre un costado, porque Jenny es grande y mi barca pequeña. Se da la vuelta deprisa, como el clic del interruptor de mi máquina de fotos, y de pronto estoy en el lecho verde y profundo del río tocando el barro suave y frío con el revés de la mano y sintiendo los juncos en la cara. Cerca de mi oreja se oye una risa como una piedrecita hundiéndose. Pero cuando me impulso hasta la superficie no siento a nadie cerca. Cuando emerjo el río está oscuro. He estado mucho tiempo abajo. Algo me toca la cabeza y me doy cuenta de que estoy dentro de la barca volcada. Me hundo de nuevo y salgo por el otro lado. Tardo mucho tiempo en recuperar el aliento. Voy rodeando la barca llamando a gritos a Jenny y a Alice. Meto la boca en el agua y grito sus nombres. Pero nadie contesta, nada sale a la superficie. Estoy solo en el río. Así que me cuelgo de un lado de la barca y espero a que salgan. Espero mucho tiempo, llevado por la corriente con la barca, con la risa todavía en la cabeza, mirando el río y las manchas amarillas que forma el sol poniente. A veces siento grandes escalofríos en las piernas y la espalda, pero por lo demás estoy calmo, colgado del casco verde sin nada en la cabeza, nada en absoluto, solo mirando al río, esperando que la superficie se abra y las manchas amarillas se esparzan. Paso flotando por el lugar donde pescaba el viejo y parece que ha pasado mucho tiempo. Ya se ha ido, no queda más que una bolsa de papel donde él estaba. Estoy tan cansado que cierro los ojos y siento como si estuviera acostado en casa y es invierno y mi madre entra en el cuarto para darme las buenas noches. Apaga la luz y me deslizo de la barca al río. Entonces me acuerdo y llamo a gritos a Jenny y a Alice y miro otra vez al río y los ojos se me empiezan a cerrar y mi madre entra en el cuarto y me da las buenas noches y apaga la luz y vuelvo a hundirme en el agua. Después de mucho rato se me olvida llamar a Jenny y a Alice, solo me agarro y floto con la corriente. Estoy mirando hacia un lugar de la orilla que hace mucho tiempo conocía muy bien. Hay una mancha de arena y un terraplén de hierba junto a un muelle. Las manchas amarillas se están hundiendo en el río cuando me separo de la barca. La dejo bajar por el río hacia Londres y nado lentamente por el agua negra hasta el muelle.