GEOMETRÍA DE SÓLIDOS

El año 1875, en Melton Mowbray, mi bisabuelo, acompañado por su amigo M, pujó en una subasta de artículos de «gran curiosidad y valor» por el pene del Capitán Nicholls, muerto en la cárcel de Horsemonger en 1873. Se encontraba en un recipiente de cristal de doce pulgadas de longitud y, según anotó mi bisabuelo en su diario aquella noche, «en excelente estado de conservación». También se subastaba «la parte no mencionable de la difunta Lady Barrymore. Se la llevó Sam Israel por cincuenta guineas». A mi abuelo le gustaba la idea de poseer ambos artículos, como pareja, pero M le disuadió. Ello ilustra a la perfección su amistad. Mi bisabuelo era el teórico excitado, M el hombre de acción que sabía cuándo pujar en las subastas. Mi bisabuelo vivió sesenta y nueve años. Durante cuarenta y cinco de ellos, al terminar el día, se sentaba antes de acostarse a escribir sus pensamientos en un diario. Ahora tengo estos diarios sobre la mesa, cuarenta y cinco volúmenes encuadernados en piel de becerro, y a su izquierda está el Capitán Nicholls en su jarra de cristal. Mi bisabuelo vivía de los ingresos derivados de la patente de un invento de su padre, un cómodo corchete utilizado por los fabricantes de corsés hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. A mi bisabuelo le gustaban el cotilleo, los números y las teorías. También le gustaban el tabaco, el buen oporto, el paté de liebre y, muy de vez en cuando, el opio. Le gustaba considerarse matemático, aunque jamás tuvo un empleo y nunca publicó un libro. Tampoco llegó nunca a viajar, ni su nombre a salir en el Times, ni siquiera cuando murió. En 1869 casó con Alicia, hija única del Reverendo Toby Shadwell, coautor de un libro de poco renombre sobre flores silvestres inglesas. En mi opinión, mi bisabuelo fue un excelente redactor de diarios, y cuando termine de preparar la edición de los suyos y se publiquen estoy seguro de que será reconocido como se merece. Cuando termine el trabajo me tomaré unas largas vacaciones, iré a algún sitio frío y limpio y sin árboles, Islandia o las estepas rusas. Antes tenía la intención de divorciarme, si fuera posible, de Maisie, mi mujer, pero ya no hace ninguna falta.

Maisie gritaba en sueños a menudo, y yo tenía que despertarla.

—Abrázame —solía decir—. Ha sido un sueño horrible. No es la primera vez que lo tengo. Estaba en un avión, volando por encima de un desierto. Pero en realidad no era un desierto. Descendí y vi que había miles de bebés amontonados, tendiendo los brazos hacia el horizonte, todos desnudos y trepando unos por encima de otros. Me estaba quedando sin gasolina y tenía que aterrizar. Traté de buscar sitio, volé y volé buscando un sitio…

—Ahora duérmete —dije, bostezando—. No era más que un sueño.

—¡No! —gritó—. No debo dormirme, todavía no.

—Bueno, pues yo tengo que dormir ahora —le dije—. Tengo que levantarme temprano.

Me sacudió por el hombro.

—Por favor, no te duermas todavía, no me dejes aquí.

—Estoy en la misma cama —le dije—. No te voy a dejar sola.

—No importa, no me dejes despierta… —Pero mis ojos ya se cerraban.

Últimamente he caído en la costumbre de mi bisabuelo. Antes de acostarme, me siento media hora a pensar en el día que ha pasado. No tengo caprichos matemáticos ni teorías sexuales que anotar. Casi lo único que escribo es lo que Maisie me ha dicho y lo que yo le he dicho a Maisie. A veces, para mayor intimidad, me encierro en el cuarto de baño, me siento en el retrete y apoyo el cuaderno en las rodillas. Aparte de mí, en el cuarto de baño hay de vez en cuando una o dos arañas. Suben por la tubería de desagüe y se agazapan, completamente inmóviles, sobre el esmalte blanco y reluciente. Deben preguntarse dónde han ido a parar. Después de pasarse unas cuantas horas agazapadas regresan, perplejas, o quizás decepcionadas de no haber podido saber más. Que yo sepa, mi bisabuelo solo se refirió en una ocasión a las arañas. El 8 de mayo de 1906 escribió: «Bismarck es una araña».

Por la tarde, Maisie solía traerme el té y contarme sus pesadillas. Yo andaba en general revisando periódicos viejos, compilando índices, catalogando temas, cogiendo un volumen, dejando otro. Maisie decía que no se encontraba bien. Últimamente se pasaba todo el día en casa hojeando libros de psicología y ocultismo, y casi todas las noches tenía pesadillas. Desde el día en que nos agredimos físicamente, acechándonos a la salida del cuarto de baño para pegarnos ambos con el mismo zapato, la compadecía más bien poco. Su problema era en parte cuestión de celos. Estaba muy celosa… del diario en cuarenta y cinco volúmenes de mi bisabuelo, y de mi energía y voluntad de editarlo. Ella no hacía nada. Yo andaba levantando un volumen y dejando otro cuando Maisie entró con el té.

—¿Te puedo contar lo que he soñado? —preguntó—. Estaba pilotando un avión por encima de una especie de desierto…

—Luego me lo cuentas, Maisie —dije yo—. Estoy en mitad de algo. —Cuando se fue, me puse a contemplar la pared situada frente a mi escritorio y pensé en M, que durante quince años vino regularmente a cenar y charlar con mi bisabuelo, hasta que una noche del año 1898 desapareció súbitamente y sin explicación, M, quienquiera que fuese, tenía algo de académico, no solo de hombre de acción. La noche del 9 de agosto de 1870, por ejemplo, hablando con mi bisabuelo sobre las diversas posturas para hacer el amor, M le dice que la copulación a posteriori es la forma más natural, debido a la posición del clitoris y porque otros antropoides prefieren este método. Mi bisabuelo, que había copulado una media docena de veces en toda su vida, todas ellas con Alicia y durante su primer año de matrimonio, se preguntó en voz alta cuál sería la opinión de la Iglesia, y M supo decirle que Teodoro, teólogo del siglo VII, consideraba la copulación a posteriori como un pecado comparable a la masturbación y merecedor, en consecuencia, de cuarenta penitencias. Más avanzada la misma noche, mi bisabuelo aportó pruebas matemáticas de que el número máximo de posiciones no puede exceder el número primo diecisiete. M se rio y le dijo que había visto una colección de dibujos de Romano, un discípulo de Rafael, donde se mostraban veinticuatro posiciones. Además, dijo, había oído hablar de un tal F. K. Forberg que relacionaba noventa. Cuando me acordé del té que Maisie había dejado a mi lado, ya se había enfriado.

Seguidamente voy a relatar cómo se alcanzó un estadio importante en el progresivo deterioro de nuestro matrimonio. Una noche estaba sentado en el cuarto de baño, describiendo una conversación que había tenido con Maisie sobre las cartas del Tarot, cuando súbitamente la sentí al otro lado de la puerta, aporreándola y sacudiendo la manija.

—Abre la puerta —gritó—. Quiero entrar.

—Tendrás que esperar unos minutos —le respondí—. Ya casi he terminado.

—Déjame entrar —gritó—. No estás usando el retrete.

—Espera —repuse, y escribí una o dos líneas más. Maisie ya había empezado a pegarle patadas a la puerta.

—Me ha llegado el período y necesito coger una cosa. —Haciendo caso omiso de sus alaridos, completé la obra, que me parecía especialmente importante. Si lo dejaba para más tarde se perderían algunos detalles. No se oía a Maisie y supuse que estaría en el dormitorio, pero al abrir la puerta me la encontré cerrándome el camino, con un zapato en la mano. Me golpeó con el tacón en la cabeza, tan rápidamente que solo tuve tiempo de apartarme un poco hacia un lado. El tacón me cazó en la parte superior de la oreja y me hizo un corte profundo.

—Ahí tienes —dijo Maisie y, evitando chocar conmigo, se metió en el cuarto de baño—. Así sangramos los dos —y cerró de un portazo. Recogí el zapato y me aposté paciente y silenciosamente a la salida del cuarto de baño, apretándome un pañuelo contra la oreja, que seguía sangrando. Maisie estuvo unos diez minutos en el cuarto de baño, y cuando salió la cacé limpia y certeramente en mitad de la cabeza. No le di tiempo a moverse. Se quedó perfectamente inmóvil un instante, mirándome fijamente a los ojos.

—Gusano —musitó, y se encaminó a la cocina para frotarse la cabeza sin que yo la viera.

Ayer, durante la cena, Maisie sostuvo que un hombre encerrado en una celda con unas cartas de Tarot tendría acceso a todo conocimiento. Aquella tarde había estado leyendo las cartas, que seguían esparcidas por el suelo.

—¿Podrías conocer la disposición de las calles de Valparaíso con las cartas? —pregunté.

—No seas idiota —respondió.

—¿Podrían decirme la mejor forma de montar una lavandería, la mejor forma de hacer una tortilla o un riñón artificial?

—Tienes una mente tan estrecha —se quejó—. Eres tan limitado, tan predecible…

—¿Podría decirme —insistí—, quién es M, o por qué?

—Son cosas que no importan —chilló—. No son necesarias.

—No dejan de ser conocimientos. ¿Sería capaz de averiguarlo?

Vaciló.

—Sí que sería capaz.

Sonreí y callé.

—¿De qué te ríes? —dijo. Me encogí de hombros, y empezó a enfadarse. Quería que la refutase—. ¿Por qué haces todas esas preguntas sin sentido?

Una vez más me encogí de hombros.

—Solo quería saber si de verdad hablabas de todo.

Maisie pegó un puñetazo en la mesa y gritó:

—¡Maldita sea! ¿Por qué tienes que estar siempre poniéndome a prueba? ¿Es que no puedes decir algo real alguna vez? —Entonces ambos nos dimos cuenta de que habíamos llegado al punto donde siempre terminaban nuestras discusiones y volvimos a un amargo silencio.

Mi trabajo con los diarios no puede avanzar mientras no haya conseguido aclarar el misterio de M. Después de venir a cenar con regularidad a casa de mi bisabuelo durante quince años, proporcionándole una gran masa de material para sus teorías, M sencillamente desaparece de las páginas del diario. El martes 6 de diciembre, mi bisabuelo invitó a M a cenar con él el sábado siguiente y, aunque M acudió, las notas del día de mi bisabuelo solo dicen «M a cenar». En todos los demás días se registra con gran lujo de detalles la conversación de la comida. M había acudido a cenar el lunes 5 de diciembre, y la conversación había versado sobre geometría, y las anotaciones del resto de la semana están dedicadas por entero al mismo tema. No hay la menor sugerencia de antagonismo. Además, mi bisabuelo necesitaba a M. M le proporcionaba material, M estaba al tanto de lo que pasaba, conocía bien Londres y había estado varias veces en el continente. De socialismo y de Darwin lo sabía todo, y tenía un conocido en el movimiento del amor libre, un amigo de James Hinton. M estaba en el mundo, a diferencia de mi abuelo, que solo salió una vez en su vida de Melton Mowbray, para visitar Nottingham. Mi bisabuelo prefirió desde su juventud teorizar junto al fuego; lo único que necesitaba era el material que M le proporcionaba. Por ejemplo, una noche de junio del año 1884, M, que acababa de volver de Londres, le contó a mi abuelo que las calles de la ciudad estaban llenas de excrementos de caballo. Mi bisabuelo había estado leyendo precisamente esa semana el ensayo de Malthus titulado «Del Principio de la Población». Aquella noche menciona muy excitado en su diario un panfleto que pensaba escribir y publicar. Se titularía «De Stercore Equorum». El panfleto no llegó nunca a publicarse, ni probablemente a escribirse, pero hay notas detalladas en las anotaciones de las dos semanas siguientes. En «De Stercore Equorum». («Sobre la Mierda de Caballo») supone un crecimiento geométrico de la población equina y, trabajando sobre planos detallados de las calles de la ciudad, predice que la metrópolis sería intransitable en 1935. Impracticable significaba un grosor medio de un pie (comprimido) en todas las calles principales. Describe detallados experimentos, realizados en sus propias cuadras, para determinar la capacidad de comprensión del estiércol de caballo, que consigue expresar matemáticamente. Naturalmente, era pura teoría. Sus resultados se basaban en la suposición de que no se barrería el estiércol durante los cincuenta años siguientes. Es bien probable que fuera M quien disuadiera a mi bisabuelo de su proyecto.

Una mañana, tras una larga noche de pesadillas de Maisie, estábamos juntos en la cama y yo dije:

—¿Qué es lo que quieres en realidad? ¿Por qué no vuelves a tu trabajo? Esos largos paseos, todo este análisis, sentada en casa, tumbada en la cama toda la mañana, las cartas de Tarot, las pesadillas… ¿qué buscas?

Y me dijo:

—Quiero ponerme la cabeza en orden —cosa que ya me había dicho muchas veces.

Yo dije:

—Tu cabeza, tu mente, no es como la cocina de un hotel, sabes, no puedes desechar cosas como si fueran latas viejas. Se parece más a un río que a un lugar, cambia y se mueve todo el tiempo. No puedes obligar al río a discurrir derecho.

—No empecemos otra vez —dijo—. No estoy tratando de hacer que los ríos vayan derechos, solo estoy tratando de ponerme la cabeza en orden.

—Tienes que hacer algo —le dije—. No puedes estar sin hacer nada. ¿Por qué no vuelves al trabajo? Cuando trabajabas nunca tenías pesadillas. Nunca eras tan desgraciada cuando trabajabas.

—Tengo que apartarme de todo eso —dijo—. No estoy segura de lo que significa.

—Moda —dije—. No es más que moda. Metáforas de moda, lecturas de moda, malestar de moda. ¿Qué te importa Jung, por ejemplo? Has leído doce páginas en un mes.

—No sigas por ahí —suplicó—. Ya sabes que no llegamos a ningún sitio.

Pero yo seguí.

—Nunca has estado en ninguna parte —le dije—. Nunca has hecho nada. Eres una chica guapa que no ha tenido siquiera la bendición de una infancia triste. Tu budismo sentimental, este misticismo de trastero, esa terapia de pebete, esa astrología de revista… nada de eso es tuyo, no has llegado a nada de eso por ti sola. Has caído allí, has caído en un lodazal de intuiciones respetables. No tienes ni la originalidad ni la pasión suficientes para intuir por ti sola algo que no sea tu propia infelicidad. ¿Por qué tienes que llenarte la cabeza con las vulgaridades místicas de otra gente y fabricarte pesadillas? —Me levanté de la cama, descorrí las cortinas y empecé a vestirme.

—Hablas como si esto fuera un seminario sobre ficción —dijo Maisie—. ¿Por qué tienes que ponerme peor las cosas? —Empezó a rebosar autocompasión, pero logró dominarla—. Cuando te pones a hablar —siguió diciendo—, siento, sabes, que me enrollan como si fuese una hoja de papel.

—A lo mejor que estamos en un seminario sobre ficción —dije, ceñudo. Maisie se sentó en la cama con los ojos fijos en el regazo. De pronto cambió de tono. Golpeó ligeramente la almohada que tenía a su lado y dijo con dulzura:

—Ven aquí. Siéntate aquí. Quiero tocarte, quiero que me toques… —Pero yo, tras un suspiro, me encaminaba ya hacia la cocina.

En la cocina me preparé algo de café y me lo llevé al estudio. Durante la noche de sueño interrumpido se me había ocurrido que en las páginas de geometría a lo mejor encontraba una pista sobre la desaparición de M. Las matemáticas no me interesan, y siempre me había saltado aquellas páginas. El lunes 5 de diciembre de 1898, M y mi bisabuelo habían discutido la vescia piscis, que según parece es objeto de la primera proposición de Euclides y ha tenido profunda influencia en los fundamentos de muchos antiguos edificios religiosos. Leí cuidadosamente la relación de la conversación, intentando comprender lo mejor posible sus aspectos geométricos. Después, al pasar de página, encontré una larga anécdota que M relató a mi bisabuelo aquella misma noche, servido ya el café y encendidos los cigarros. Cuando empezaba a leerla entró Maisie.

—Y tú, ¿qué? ——dijo, como si nuestra conversación no llevara una hora interrumpida—. Todo lo que tienes son libros. Arrastrándote por el pasado como una mosca en la mierda.

Me enfadé, claro, pero sonreí y dije alegremente:

—¿Arrastrándome? Bueno, por lo menos me muevo.

—No me hablas nunca más —dijo—. Juegas conmigo igual que con una máquina, a ver cuántos puntos sacas.

—Buenos días, Hamlet —respondí, y me quedé inmóvil en la silla a esperar con paciencia lo que me tuviera que decir. Pero no dijo nada, se fue, cerrando con cuidado la puerta del estudio al salir.

—En septiembre de 1870 —le decía M a mi bisabuelo,

llegaron a mis manos ciertos documentos que no solo invalidan cuanto hay de fundamental en nuestros conocimientos de geometría de sólidos sino que también socavan todos los cánones de nuestras leyes físicas y nos obligan a redefinir nuestro lugar en el esquema de la Naturaleza. Estos papeles sobrepasan en importancia a las obras de Marx y Darwin combinadas. Me los confió un joven matemático americano, y son obra de David Hunter, escocés y también matemático. El nombre del americano era Goodman. Yo había mantenido con su padre una correspondencia de varios años en relación con su trabajo sobre la teoría cíclica de la menstruación, que, aunque parezca increíble, sigue estando generalmente desacreditada en este país. Tropecé con el joven Goodman en Viena, donde había participado, junto con Hunter y otros matemáticos de una docena de países, en una conferencia internacional sobre matemáticas. Cuando nos encontramos, Goodman estaba pálido y muy perturbado, y planeaba marcharse a América al día siguiente, a pesar de que la conferencia no había llegado aún a la mitad de su desarrollo. Me encomendó los papeles, con instrucciones de entregárselos a David Hunter si alguna vez llegaba a conocer su paradero. Y después, tras mucha insistencia y persuasión por mi parte, me contó lo que había visto el tercer día de la conferencia. La conferencia se reunía cada mañana a las nueve y media; se leía una comunicación y se abría un debate general. A las once se traían refrescos, y muchos de los matemáticos se levantaban de la mesa, larga y pulida como un espejo, alrededor de la cual se reunían, para ponerse a pasear por la larga y elegante habitación charlando de asuntos informales con sus colegas. Ahora bien, la conferencia duraba dos semanas, y según un arreglo tradicional, los primeros en leer sus comunicaciones eran los matemáticos más eminentes, seguidos de los un poco menos eminentes y así sucesivamente, en una jerarquía descendente de dos semanas de duración que causaba, como acostumbra a ocurrir entre hombres de gran inteligencia, envidias ocasionales pero intensas. Hunter era un matemático brillante, pero aún joven y prácticamente desconocido fuera de su propia universidad, que era la de Edimburgo. Había solicitado presentar lo que él calificaba de documento de gran importancia en el campo de la geometría de sólidos, pero como contaba poco en aquel panteón, le había tocado leerlo el penúltimo día, cuando la mayor parte de las figuras importantes habrían emprendido ya el regreso a sus respectivos países. Así pues, en la tercera mañana, mientras los criados entraban con los refrescos. Hunter se levantó de pronto e interpeló a sus colegas cuando estos se levantaban de sus asientos. Era un hombre grande y peludo que, a pesar de su juventud, imponía en cierto modo por su presencia, y el zumbido de las conversaciones se redujo a un completo silencio.

—Caballeros —dijo Hunter—, les pido disculpas por esta forma poco adecuada de dirigirme a ustedes, pero tengo que comunicarles algo de la mayor importancia. He descubierto el plano sin superficie. —Entre sonrisas conmiserativas y risas confusas y suaves, Hunter cogió de la mesa una hoja grande de papel en blanco. Hizo con un cortaplumas una incisión de unas tres pulgadas en la superficie del papel, cerca del centro. Después hizo rápidamente unos complicados pliegues, levantó el papel para que todos pudieran verlo, dio la impresión de que pasaba una esquina del mismo por la incisión, y al hacerlo el papel desapareció.

—Observen, caballeros —dijo Hunter, mostrando sus manos vacías a los demás—. El plano sin superficie.

Maisie entró en la habitación, bien lavada y oliendo levemente a jabón perfumado. Se acercó por detrás hasta mi silla y me puso las manos en los hombros.

—¿Qué estás leyendo? —dijo.

—Bueno, partes del diario que no había leído antes. —Empezó a masajearme suavemente la base del cuello. Si solo hubiéramos llevado un año casados me hubiera parecido agradable, pero llevábamos seis años y aquello me generó una especie de tensión que se transmitió a toda la columna. Maisie quería algo. Puse mi mano derecha sobre su mano izquierda para retenerla, pero lo tomó por un gesto cariñoso, se inclinó hacia adelante y me besó detrás de la oreja. El aliento le olía a pasta de dientes y a tostadas. Me tironeó del hombro.

—Vamos al dormitorio —susurró—. Hace casi dos semanas que no hacemos el amor.

—Ya sé —respondí—. Ya sabes lo que pasa… con mi trabajo. —No deseaba a Maisie, ni a ninguna otra mujer. Lo único que quería era pasar la página del diario de mi bisabuelo. Maisie me quitó las manos de los hombros y se quedó inmóvil. Había tal ferocidad en su silencio, que me sentí tan tenso como un corredor en la línea de salida. Alargó un brazo y cogió la jarra sellada que contenía al Capitán Nicholls. La levantó, y el pene se desplazó ensoñadoramente de un lado al otro del cristal.

—Eres tan EGOÍSTA —chilló Maisie, un instante antes de lanzar contra la pared la botella de cristal. Me cubrí instintivamente la cara con las manos para defenderme de los pedazos de vidrio. Cuando abrí los ojos escuché mi propia voz diciendo:

—¿Por qué has hecho eso? Era de mi bisabuelo. —Entre los cristales rotos y el creciente hedor a formol, el Capitán Nicholls yacía relajado sobre las tapas de piel de uno de los volúmenes del diario, gris, blando y amenazador, transformado de una curiosidad preciada en una horrible obscenidad.

—Es espantoso. ¿Por qué has hecho eso? —dije de nuevo.

—Me voy a dar una vuelta —respondió Maisie, y esta vez dio un portazo al marcharse.

Permanecí largo rato sentado donde estaba. Maisie había destruido un objeto de gran valor para mí. Estuvo en su estudio durante su vida, y después en el mío, ligando mi vida a la suya. Recogí algunas astillas de cristal que me habían caído en el regazo y observé el pedazo de otro ser humano que a sus 160 años descansaba sobre mi mesa. Lo miré y pensé en todos los enjambres de homúnculos que habían transitado por él. Pensé en todos los lugares donde había estado, Ciudad del Cabo, Boston, Jerusalén, viajando en el interior, oscuro y fétido, de los calzones del Capitán Nicholls, exponiéndose de vez en cuando a algún sol deslumbrante para descargar orina en algún lugar público atestado de gente. Pensé también en todo lo que había tocado, en todas las moléculas, en las manos exploradoras del Capitán Nicholls durante las noches solitarias y sin otro consuelo de sus travesías marítimas, en las paredes húmedas de coños de muchachas jóvenes y zorras viejas, cuyas moléculas deben existir todavía, como un polvo fino volando con el viento de Cheapside a Leicestershire. Quién sabe cuánto hubiera podido aún durar en su jarra de cristal. Me dispuse a poner un poco de orden. Traje el cubo de la basura de la cocina. Barrí y recogí todo el cristal que encontré y fregué el formol. Después intenté colocar al Capitán Nicholls en una página de periódico, cogiéndolo por un extremo. El prepucio empezó a desprenderse entre mis dedos y el estómago me dio un vuelco. Finalmente conseguí lo que me proponía, no sin cerrar los ojos, y envolviéndolo cuidadosamente en el periódico, lo saqué al jardín y lo enterré debajo de los geranios. Durante todo este proceso traté de evitar que mi resentimiento con Maisie me ocupara el pensamiento. Quería seguir con la historia de M. De vuelta en mi silla, limpié unas gotas de formol que habían emborronado el escrito y me puse a leer.

La habitación se quedó helada un minuto entero, y a cada segundo que pasaba parecía helarse más. El primero en hablar fue el Dr. Stanley Rose, de la Universidad de Cambridge, que tenía mucho que perder con el plano sin superficie de Hunter. Su reputación, en verdad muy considerable, se basaba en sus «Principios de Geometría de Sólidos».

—Cómo se atreve, señor mío. Cómo se atreve a insultar a la dignidad de esta asamblea con un despreciable truco de prestidigitador. —Después, alentado por el creciente murmullo de la concurrencia a sus espaldas, añadió—: Debiera darle vergüenza, joven, muchísima vergüenza. —Entonces la habitación estalló como un volcán. Todos, excepto el joven Goodman y los criados, que seguían allí con los refrescos, se volvieron hacia Hunter y le dirigieron un batiburrillo sin sentido de denuncias, invectivas y amenazas. Algunos, furiosos, golpearon la mesa con el puño, otros lo agitaron cerrado en el aire. Un caballero alemán muy frágil cayó al suelo con un ataque de apoplejía y hubo que ayudarle a sentarse. Hunter, mientras tanto, no se movió; firme y sin dar muestras de preocupación, mantenía la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado y los dedos apoyados levemente en la superficie de la encerada mesa. El hecho de que un despreciable truco de prestidigitador provocara tal tumulto demostraba hasta qué punto había generado inquietud, detalle que sin duda no pasó desapercibido a Hunter. Levantó la mano, los demás enmudecieron otra vez súbitamente y dijo:

—Caballeros, su preocupación es comprensible, por lo que voy a presentar otra prueba, la prueba definitiva. —Una vez dicho esto, se sentó y se quitó los zapatos, se levantó y se quitó la chaqueta, y finalmente pidió un voluntario que le ayudase, acercándose Goodman. Hunter se abrió paso entre la multitud hasta un canapé pegado a una de las paredes, y mientras se instalaba en él pidió a Goodman, que le miraba perplejo, que al regresar a Inglaterra se llevara los papeles de Hunter y los conservase hasta que él pasara a recogerlos. Cuando los matemáticos se agolparon alrededor del canapé, Hunter se colocó boca abajo y entrelazó las manos detrás de la espalda en una posición extraña que formaba un aro con los brazos. Pidió a Goodman que le sujetara los brazos en esa posición, se tumbó de lado e inició una serie de complicados movimientos bruscos que le permitieron pasar un pie por el aro. Pidió a su ayudante que le tumbara sobre el otro lado, y allí realizó de nuevo los mismos movimientos hasta conseguir pasar el otro pie entre sus brazos, flexionando al mismo tiempo el tronco para poder pasar la cabeza por el aro en dirección opuesta a la de sus pies. Ayudado por su asistente, comenzó a pasar la cabeza y la pierna, en dirección opuesta, por el aro que formaban sus brazos. En ese momento, la distinguida asamblea emitió unánime un gañido de total incredulidad. Hunter estaba desapareciendo, y mientras su cabeza y sus piernas pasaban, con mayor facilidad que antes, entre sus brazos, hasta el punto de parecer impulsadas por un poder invisible, él casi se había ido. Un segundo más tarde… se había ido, se había ido del todo, no quedaba nada.

La historia de M excitó extraordinariamente a mi bisabuelo. Esa noche describe en su diario cómo intentó «convencer a mi invitado de que mandara a buscar los papeles de inmediato», a pesar de que ya eran las dos de la mañana. M, sin embargo, veía todo el asunto con mayor escepticismo. —Los americanos —le dijo a mi bisabuelo—, se dejan llevar a menudo por historias fantásticas. —Prometió, sin embargo, traer los papeles al día siguiente. Aunque M no cenó con mi bisabuelo aquella noche porque ya tenía un compromiso, se presentó, bien entrada la tarde, con los papeles. Antes de despedirse le dijo a mi bisabuelo que había repasado los papeles unas cuantas veces y que «no tenían ningún sentido». No sabía hasta qué punto subestimaba la capacidad de mi bisabuelo como matemático aficionado. Sentados frente al fuego de la sala de estar, con una copa de jerez en la mano, los dos amigos quedaron en cenar juntos de nuevo al término de la semana, concretamente el sábado. Durante los tres días siguientes, mi bisabuelo se dedicó a los teoremas de Hunter hasta el punto de casi olvidarse de comer y dormir. El diario no habla de otra cosa. Las páginas están llenas de garabatos, diagramas y símbolos. Parece que Hunter tuvo que inventar toda una nueva serie de símbolos, prácticamente un lenguaje nuevo, para expresar sus ideas. A fines del segundo día, mi bisabuelo abrió la primera brecha. Al pie de una página de garabatos matemáticos escribió: «la dimensionalidad está en función de la conciencia». Al pasar a las anotaciones del día siguiente leí las palabras «desapareció entre mis manos». Había restablecido el plano sin superficie. Y allí, ante mis ojos, había instrucciones detalladísimas sobre la manera de doblar la hoja de papel. Al pasar de página comprendí de pronto el misterio de la desaparición de M. Alentado sin duda por mi bisabuelo, aquella noche había participado en un experimento científico, probablemente con el mayor escepticismo. En efecto, mi bisabuelo había dibujado una serie de pequeños bosquejos que ilustraban lo que a primera vista parecían posiciones de yoga. Evidentemente, se trataba del secreto de la desaparición de Hunter.

Con las manos temblando, hice sitio en la mesa. Escogí una hoja en blanco de papel para mecanografía y la puse ante mí. Fui al cuarto de baño a buscar una cuchilla. Revolví en un cajón hasta encontrar un viejo compás, saqué punta a un lápiz y lo encajé en su lugar. Busqué por toda la casa hasta encontrar una buena regla de acero que había utilizado una vez para ajustar los cristales de las ventanas, y así terminé mis preparativos. Primero tuve que cortar el papel a su tamaño adecuado. Evidentemente, el papel que Hunter recogió de la mesa había sido preparado de antemano con todo cuidado. La longitud de los lados tenía que expresar una relación determinada. Con ayuda del compás encontré el centro del papel y dibujé allí una línea paralela a uno de los lados, prolongándola hasta el mismo borde de la hoja. Después tuve que construir un rectángulo cuyas medidas tenían una relación determinada con los lados del papel. El centro de este rectángulo coincidía con la línea cortándola por su justo medio. Desde la parte superior del rectángulo dibujé arcos intersecantes, de radios proporcionales específicos. Repetí la operación en la base del rectángulo, y en el punto de unión de los dos puntos de intersección establecí la línea de incisión. Después me puse a trabajar en los pliegues. Cada línea parecía expresar, mediante su longitud, su ángulo de inclinación y su punto de intersección con otras líneas, una misteriosa armonía numérica interior. Mientras intersecaba arcos, dibujaba líneas y hacía pliegues sentía que manipulaba ciegamente un sistema de la más alta y terrible forma de conocimiento, las matemáticas de lo Absoluto. Cuando terminé el último pliegue, el papel tenía la forma de una flor geométrica con tres anillos concéntricos dispuestos alrededor de la incisión central. Era un diseño tan sereno y perfecto, algo tan remoto e imponente, que al mirarlo sentí que entraba en un ligero trance y que mi mente se iba poniendo a la vez clara e inactiva. Moví la cabeza y aparté la vista. Había llegado el momento de volver la flor sobre sí misma y hacerla pasar por la incisión. Era una operación delicada, y las manos me volvían a temblar. Solo podía calmarme mirando fijamente al centro de la figura. Empecé a empujar con los pulgares los lados de la flor de papel hacia el centro, y al hacerlo sentí un entumecimiento en la zona posterior del cráneo. Empujé un poco más, el papel brilló un instante, haciéndose más blanco, y entonces pareció desaparecer. Digo que «pareció» porque al principio no pude determinar con exactitud si todavía lo sentía en las manos pero no lo veía, si lo veía pero no lo sentía o si sentía que había desaparecido aunque sus propiedades externas permanecían. El entumecimiento se había extendido por toda la cabeza y por los hombros. Mis sentidos parecían inadecuados para captar lo que estaba ocurriendo. «La dimensionalidad está en función de la conciencia» pensé. Uní las manos y no encontré nada entre ellas, pero ni siquiera después de abrigarlas de nuevo y no ver nada pude estar seguro de que la flor de papel se había ido por completo. Quedaba una impresión, una segunda imagen, no en la retina sino en la misma mente. En ese momento se abrió la puerta a mis espaldas y Maisie dijo:

—¿Qué estás haciendo?

Regresé al cuarto como si despertara de un sueño y percibí un ligero olor a formol. Había pasado mucho, mucho tiempo desde la destrucción del Capitán Nicholls, pero el olor avivó mi resentimiento, que se expandió en mi interior como el entumecimiento. Maisie estaba tranquila en la puerta, enmascarada tras un grueso abrigo y una bufanda de lana. Parecía muy lejana, y al mirarla mi resentimiento se transformó en el tedio habitual de nuestro matrimonio. ¿Por qué rompió el cristal? pensé. ¿Porque quería hacer el amor? ¿Porque quería un pene? ¿Porque estaba celosa de mi trabajo y quería destrozar la conexión que tenía con la vida de mi bisabuelo?

—¿Por qué lo hiciste? —dije en voz alta, involuntariamente. Maisie bufó. Al abrir la puerta me había encontrado inclinado sobre la mesa, mirándome las manos.

—¿Te has pasado toda la tarde ahí sentado —preguntó— pensando en eso? —Se rio nerviosa—. Por cierto, ¿qué ha sido de él? ¿Te lo has chupado?

—Lo enterré —dije—. Debajo de los geranios.

Entró un poco en el cuarto y adoptó un tono circunspecto.

—Lo siento, lo siento mucho Lo hice sin saber lo que hacía. ¿Me perdonas? —Vacilé, y entonces, florecido el tedio hasta convertirse en una súbita decisión, dije:

—Sí, claro que te perdono. No era más que una polla en escabeche —y los dos nos reímos. Maisie se acercó y me besó, y yo le devolví el beso, abriéndole los labios con la lengua.

—¿Tienes hambre? —me dijo cuando terminamos de besarnos—. ¿Quieres que haga algo de cenar?

—Sí —dije—. Me encantaría. —Maisie me besó en la coronilla y salió de la habitación, y yo reemprendí mis estudios, dispuesto a ser lo más amable posible con Maisie aquella noche.

Al rato estábamos sentados en la cocina comiendo lo que Maisie había preparado y emborrachándonos moderadamente con una botella de vino. Nos fumamos un porro, el primero que fumábamos juntos desde hacía mucho tiempo. Maisie me contó que iba a conseguir un trabajo con la Comisión Forestal, plantar árboles en Escocia el verano siguiente. Y yo le conté a Maisie la conversación que habían tenido M y mi bisabuelo sobre a posteriori, y la teoría de mi abuelo de que el número primo diecisiete era el límite de las posiciones para hacer el amor. Los dos nos reímos, Maisie me oprimió la mano, el tema del coito flotó entre nosotros en la cálida niebla de la cocina. Después nos pusimos los abrigos y salimos a dar un paseo. La luna estaba casi llena. Caminamos por la calle principal, donde se encuentra nuestra casa, y después nos metimos por una calle estrecha, donde se apelotonan casas con jardines diminutos e inmaculados. No hablamos mucho, pero íbamos del brazo y Maisie me contó lo colocada y lo contenta que estaba. Llegamos a un parquecito cerrado y nos quedamos al lado de la verja mirando a la luna a través de las ramas semidesnudas. Cuando llegamos de nuevo a casa, Maisie se dio un largo baño caliente mientras yo hojeaba libros repasando algunos detalles. Nuestro dormitorio es una habitación cálida y confortable, lujosa a su manera. La cama mide siete pies por ocho, y la hice yo personalmente durante nuestro primer año de casados. Maisie cosió las sábanas, las tiñó en un hermoso tono azul oscuro y bordó las fundas de las almohadas. La única luz del cuarto pasaba por una tosca pantalla de pie de cabra que Maisie había comprado a un vendedor de puerta a puerta. Hacía mucho tiempo que yo no me interesaba por el dormitorio. Nos tumbamos juntos entre un lío de sábanas y mantas, Maisie voluptuosa y soñolienta tras el baño, yo apoyado en el codo. Maisie dijo soñadora:

—Esta tarde estuve andando por la orilla del río. Los árboles están preciosos ahora, los robles, los olmos… hay dos hayas cobrizas como a una milla del puente, tendrías que verlas ahora… ahh, cómo me gusta eso. —La había tumbado boca abajo y la estaba acariciando mientras hablaba—. Hay moras, las más grandes que he visto en mi vida, por todo el camino, y también bayas de saúco. Este otoño voy a hacer vino… —Me incliné y la besé en la nuca y le puse sus brazos a la espalda. Le gustaba que la manipulasen y se sometió cálidamente—. Y el río está muy tranquilo —decía—. Ya sabes, reflejando los árboles, y las hojas caen al río. Tendríamos que ir allí juntos antes de que llegue el invierno, al río, entre las hojas. He encontrado un pequeño sitio. Nadie pasa por allí… —Manteniendo en posición los brazos de Maisie con una mano, moví con la otra sus piernas hacia el «aro»—… Me pasé media hora sentada sin moverme en ese sitio, como un árbol. Vi una rata de agua corriendo por la otra orilla, y distintas especies de patos posándose en el agua y echando a volar. Oí unos ruiditos en el agua pero no sabía de dónde venían y vi dos mariposas naranjas, casi se me posaron en la mano. —Cuando le puse las piernas en su sitio Maisie me dijo «Posición número dieciocho», y los dos nos reímos suavemente—. Vayamos mañana al río —dijo Maisie mientras yo le acercaba la cabeza a los brazos—. Cuidado, cuidado, me haces daño —gritó de pronto, y trató de oponerse. Pero era demasiado tarde, tenía las piernas y la cabeza situadas en el aro de sus brazos, y yo empezaba a empujar para que pasaran en dirección opuesta—. ¿Qué pasa? —gritó Maisie. La posición de sus miembros expresaba ya la conmovedora belleza, la nobleza de la forma humana, y, como en la flor de papel, había un poder fascinante en su simetría. Sentí que entraba una vez más en trance; tenía la nuca entumecida. Cuando terminé de pasarle los brazos y las piernas, Maisie pareció volverse sobre sí misma como un calcetín—. Oh, Dios mío —suspiró—, ¿qué está pasando? —y su voz venía de muy lejos. Entonces desapareció… y aún estaba allí. Su voz era diminuta—. ¿Qué está pasando? —y todo lo que quedó fue el eco de su pregunta flotando entre el azul oscuro de las sábanas.