Parece que lo estoy viendo, nuestro cuarto de baño, demasiado estrecho, demasiada luz, y Connie, con una toalla sobre los hombros, llorando sentada al borde de la bañera mientras yo lleno el lavabo de agua caliente y silbo —de excelente humor— «Teddy Bear» de Elvis Presley; lo recuerdo, nunca me fue difícil recordar, pelusa de la colcha acanalada arremolinándose sobre la superficie del agua, pero solo últimamente me he dado plena cuenta de que si este fue el final de un determinado episodio, suponiendo que los episodios de la vida real tengan algún final, Raymond llenó, por así decirlo, el comienzo y la mitad; y si en los asuntos humanos no hay episodios, habría que insistir en que esta historia es sobre Raymond y no sobre la virginidad, el coito, el incesto y la masturbación. Empezaré, pues, por deciros que, debido a razones que no se aclararán hasta mucho más adelante —habréis de ser pacientes— tiene gracia que fuera precisamente Raymond quien quisiera alertarme sobre mi virginidad. Raymond se me acercó un día en el parque de Finsbury y, conduciéndome hasta unos arbustos, se puso a doblar y reenderezar misteriosamente un dedo delante de mis narices, sin dejar de mirarme fijamente. Yo le miré, inexpresivo, tras lo cual doblé y estiré a mi vez el dedo y supe que estaba haciendo lo adecuado, porque Raymond sonrió abiertamente.
—¿Te das cuenta? —dijo—. ¡Te das cuenta! —Asentí, contagiado por su regocijo y en la esperanza de que me dejara solo para poder doblar y estirar el dedo y llegar por mis propios medios a desentrañar en lo posible su asombrosa alegoría digital. Raymond me asió por las solapas con inusitada intensidad.
—Bueno, ¿qué me cuentas? —bufó. Tratando de ganar tiempo, volví a doblar y estirar lentamente el índice, frío, seguro, de hecho tan frío y tan seguro que Raymond contuvo el aliento y se puso rígido siguiendo el movimiento. Me miré el dedo estirado.
—Depende —dije, mientras me preguntaba si habría de descubrir en el curso del día de qué estábamos hablando.
Raymond tenía por entonces quince años, uno más que yo, y aunque yo me consideraba intelectuaimente superior —lo que me obligaba a simular que comprendía el significado de su dedo—, quien sabía cosas era Raymond, y Raymond era quien dirigía mi educación. Raymond me iniciaba en los secretos de la vida adulta, que él comprendía intuitivamente aunque nunca del todo. El mundo que me mostraba, con todos sus fascinantes detalles, secretos y pecados, ese mundo donde venía a ejercer la función de maestro fijo de ceremonias, nunca llegó a sentarle muy bien. Conocía ese mundo bastante bien, pero el mundo —por así decirlo— no lo conocía a él. Por ello, si Raymond conseguía cigarrillos, el que aprendía a tragarse el humo, hacer anillos y proteger la cerilla del viento con las manos como una estrella de cine era yo, mientras él se ahogaba y titubeaba; más adelante, cuando Raymond se hizo con un poco de marihuana, fui yo quien terminó por colocarse hasta la euforia, mientras Raymond confesaba —cosa que yo nunca hubiera hecho— no sentir nada. Igualmente, aunque era Raymond quien, gracias a su voz profunda e indicios de barba, nos abría las puertas de las películas de terror, después se pasaba la película tapándose las orejas y con los ojos cerrados. Algo realmente notable, dado que en un mes nos vimos veintidós películas de terror. Cuando Raymond robó una botella de whisky en un supermercado con el fin de introducirme en los secretos del alcohol, mi risita de borracho duró las mismas dos horas que sus ataques convulsivos de vómitos. Mis primeros pantalones largos habían pertenecido a Raymond, que me los había regalado cuando cumplí trece años. Instalados en Raymond se detenían, como toda su ropa, cuatro pulgadas por encima de los tobillos, se abultaban por las caderas, hacían bolsas por la ingle; y ahora, cual parábola de nuestra amistad, me quedaban como hechos a la medida, tan bien, tan cómodos de llevar que no me puse otros en un año. Todo ello sin olvidar las emociones del robo de tienda. La idea, tal como me la expuso Raymond, era bien simple. Entrabas en la librería de Foyle, te llenabas los bolsillos de libros y se los llevabas a un comerciante de Mile End Road que te pagaba gustosamente la mitad de su precio de costo. Para la primera ocasión tomé prestado el abrigo de mi padre, que arrastraba majestuosamente por la acera al caminar. Me reuní con Raymond frente a la tienda. Iba en mangas de camisa porque se había dejado la chaqueta en el metro, pero estaba seguro de que podía arreglárselas sin chaqueta, así que entramos en la tienda. Mientras yo embutía en mis numerosos bolsillos una selección de delgados volúmenes de prestigiosos versos, Raymond ocultaba en su persona los siete volúmenes de la Edición Variorum de las Obras de Edmund Spenser. Tratándose de cualquier otro, la misma audacia del acto podía haber ofrecido alguna posibilidad de éxito, pero la audacia de Raymond era de precaria calidad, más parecida, de hecho, a una indiferencia completa por las realidades de la situación. El subdirector se puso detrás de Raymond mientras este recogía los libros de su estante. Ambos estaban de pie junto a la puerta cuando me deslicé por su lado con mi carga, sonriendo con complicidad a Raymond, que aferraba aún los libros, y dando las gracias al subdirector, que me sostenía automáticamente la puerta. Por fortuna, el frustrado robo de Raymond era tan imposible, y sus excusas tan idiotas y transparentes, que el director terminó por dejarlo ir, tomándole generosamente, supongo, por retrasado mental.
Y para terminar, quizás con lo más significativo, Raymond me introdujo en los dudosos placeres de la masturbación. Yo tenía por entonces doce años, aurora de mi día sexual. Estábamos explorando el sótano de un refugio, curioseando por ver si los inquilinos habían dejado alguna cosa, cuando Raymond, tras bajarse los pantalones como para mear, comenzó a frotarse la polla con deslumbrante vigor, invitándome al mismo tiempo a imitarle. Así lo hice, y no tardó en penetrarme un placer cálido e indeterminado que creció hasta convertirse en una sensación flotante y disolvente, como si me fueran a desaparecer las tripas de un momento a otro. Nuestras manos, mientras tanto, bombeaban con furia. Cuando me disponía a felicitar a Raymond por su descubrimiento de tan simple, barata y, aun así, placentera forma de pasar el tiempo, todo ello sin dejar de preguntarme si no podría dedicar mi vida entera a tan gloriosa sensación —y supongo, visto desde ahora, que en muchos sentidos la he dedicado—, cuando me disponía a expresar toda suerte de cosas, me sentí de pronto izado por la piel de la nuca; mis brazos, mis piernas, mis vísceras se tendieron, se retorcieron, se estiraron, y todo ello produjo dos grumos de esperma que saltaron a la chaqueta de domingo de Raymond —era domingo— y serpentearon hasta introducirse en el bolsillo del pecho.
—¡Oye! —dijo, interrumpiendo sus movimientos—. ¿Por qué haces eso? —Recuperándome como estaba de tan devastadora experiencia, no dije nada, nada podía decir.
—Te he enseñado cómo hacerlo —me arengó Raymond, frotando delicadamente el brillante trazo sobre su chaqueta oscura—, y no se te ocurre más que escupirme.
De esta forma, a los catorce años había conocido, bajo la batuta de Raymond, una serie de placeres que asociaba, con razón, al mundo adulto. Fumaba unos diez pitillos al día, bebía whisky cuando lo había, tenía un gusto de conocedor por la violencia y la obscenidad, había fumado la embriagadora resina de la cannabis sativa y era consciente de mi precocidad sexual, aunque, por extraño que parezca, no le había encontrado aplicación práctica, por faltarle aún a mi imaginación el alimento del deseo y de las fantasías secretas. Todos estos entretenimientos eran financiados por el comerciante de Mile End Road, Raymond fue el Mefistófeles de mis gustos adquiridos, un torpe Virgilio ante Dante, mostrándome el camino de un Paraíso que él jamás habría de pisar. No podía fumar porque le daba tos, el whisky le ponía enfermo, las películas le asustaban o le aburrían, la cannabis no le hacía efecto, y mientras yo hacía estalactitas en el techo del refugio, a él no le sucedía absolutamente nada.
—A lo mejor —decía desolado una tarde, al salir del refugio—, a lo mejor soy un poco viejo para estas cosas.
En consecuencia, al ver a Raymond retorcer y enderezar el dedo, intuí la existencia de una nueva alcoba de lujo en la vasta, lóbrega y delectable mansión de la edad adulta, y supe que si resistía un poco más, ocultando, para salvar la dignidad, mi ignorancia, Raymond no tardaría en revelarme aquello en lo que yo no tardaría en destacar.
—Bueno, depende. —Cruzamos todo el parque de Finsbury, donde un día Raymond, en sus delincuentes comienzos, cebara a las palomas con astillas de vidrio, donde juntos y colmados de inocente felicidad, merecedora del Preludio[1], asáramos vivo al periquito de Sheila Harcourt, desmayada sobre el césped por allí cerca, donde de niños nos agazapáramos tras los arbustos para tirar cantazos a las parejas que jodían en los cenadores; en fin, cruzamos el parque de Finsbury, y Raymond dijo:
—¿A quién conoces? —¿A quién conocía yo? Seguía tanteando, y además podía tratarse de un cambio de tema, porque Raymond tenía una mente imprecisa. En vista de lo cual dije: —¿A quién conoces tú?—, a lo que Raymond respondió: —A Lulú Smith—, con lo que todo quedó claro, al menos en lo que se refiere al tema mismo, pues mi inocencia era notable. ¡Lulú Smith! ¡La pequeña Lulú!… su solo nombre me hace sentir como una mano helada en las pelotas. Lulú Lamour, de quien se decía que era capaz de cualquier cosa, y que las había hecho todas. Había chistes de judíos, chistes de elefantes y chistes de Lulú, los principales responsables de la extraordinaria leyenda. Lulú Slim —la cabeza me da vueltas—, su inmensidad física solo comparable a la inmensidad de su supuesto apetito y destreza sexual, su grosería a las groserías que inspiraba, su leyenda solo a la realidad. ¡Lulú la Zulú! La fama le atribuía un rastro de idiotas babeantes que cruzaba todo el norte de Londres, una desolada columna de cabezas y pollas destrozadas de Shepherds Bush a Holloway, de Ongar a Islington. ¡Lulú! Bamboleante circunferencia y risueños ojillos de lechón, caderas lozanas y articulaciones pecosas en los dedos, esta corpulenta y sudorosa masa de colegiala lo había hecho, según su reputación, con una jirafa, un colibrí, un hombre con un pulmón de acero (que después falleció), un yak, Cassius Clay, un tití, una barra de chocolate y la palanca de cambios del Morris Minor de su abuelo (y después con un guardia de tráfico).
El parque de Finsbury estaba impregnado del espíritu de Lulú Smith, y yo sentí por primera vez, junto a la simple curiosidad, indefinidos deseos. Sabía aproximadamente lo que había que hacer, pues había visto parejas amontonadas en todos los rincones del parque durante las largas tardes del verano, y les había lanzado piedras y también los había rociado con agua… cosa que ahora lamentaba supersticiosamente. Y allí, de pronto, en el parque de Finsbury, mientras enhebrábamos el paso entre los descarados montones de mierda de perro, me hicieron rencorosamente consciente de mi virginidad. Yo sabía que era la última alcoba de la mansión, sabía con certeza que era la más lujosa, la mejor amueblada de todas las habitaciones, la de más mortíferas atracciones, y el no haberlo hecho, tenido, conseguido nunca era anatema total, mí impedimento oculto, y esperaba que Raymond, cuyo dedo seguía estirado delante de sus narices, me revelase lo que tenía que hacer. Raymond lo sabía, sin duda…
A la salida del colegio Raymond y yo fuimos a un café cercano al Odeon del parque de Finsbury. Mientras otros muchachos de nuestra edad se hurgaban las narices ante su colección de cromos o sus deberes, Raymond y yo pasábamos muchas horas allí, hablando generalmente de las distintas formas de hacer dinero fácil y bebiendo grandes tazas de té. A veces entablábamos conversación con los trabajadores que allí acudían. Ahí tenía que haber estado Millais para pintarnos mientras escuchábamos extasiados sus ininteligibles fantasías y hazañas, historias de trapicheos con camioneros, plomo de los tejados de las iglesias, combustible que falta del departamento de ingeniería de la ciudad, y después de coños, tías, faldas, caricias, palizas, polvos, mamadas, de culos y tetas, por delante y por detrás, de frente y de lado, encima y debajo, de arañazos, desgarrones, de lamer y cagar, de coños jugosos derramándose, cálidos e infinitos, de otros fríos y áridos pero que valía la pena probar, de pollas viejas y fláccidas, jóvenes y bulliciosas, de correrse, demasiado pronto, demasiado tarde o nunca, de cuántas veces al día, de las subsiguientes enfermedades, de pus e hinchazones, úlceras y lamentaciones, de ovarios emponzoñados y testículos miserables; oímos cómo y con quién follaban los deshollinadores, cómo la insertaban los lecheros de la cooperativa, lo que podía amontonar el carbonero, lo que podía cubrir el tapicero, lo que podía erigir el constructor, lo que podía inspeccionar el inspector, lo que podía amasar el panadero, olfatear el hombre del gas, desatrancar el fontanero, conectar el electricista, inyectar el doctor, alegar el abogado, instalar el mueblista… y así de seguido, en un conjunto irreal de gastados retruécanos e insinuaciones, fórmulas, consignas, folklore y bravatas. Yo escuchaba sin comprender, recordando y registrando anécdotas que algún día habría de usar, acumulando historias de perversiones y costumbres sexuales… de hecho, una moral sexual completa, por lo que cuando finalmente empecé a comprender, por experiencia propia, de qué iba la cosa, tenía a mi disposición una educación completa que, incrementada mediante una rápida lectura de las partes más interesantes de Havelock Ellis y Henry Miller, me ganó la reputación de juvenil conocedor del coito a quien acudían en busca de consejo docenas de varones… y, afortunadamente, también hembras. Y todo ello, esta reputación que me acompañó hasta la Facultad de Arte y alegró mi carrera, todo ello tras un solo polvo… el tema de esta historia.
Finalmente, en el café donde había escuchado, recordado y no entendido nada, Raymond relajó el dedo para curvarlo sobre el asa de su copa, y dijo:
—Lulú Smith se lo deja ver por un chelín. —Aquello me gustó. Me gustó que no me metieran prisa, me gustó que no me dejasen solo con Lulú Smith con la obligación de realizar lo aterradoramente oscuro, me gustó que la primera maniobra de esta aventura necesaria fuera una maniobra de reconocimiento. Por otro lado, no había visto más que dos mujeres desnudas en toda mi vida. Las películas obscenas que frecuentábamos entonces no eran, ni mucho menos, lo bastante obscenas, pues solo dejaban ver las piernas, espaldas y rostros extáticos de parejas dichosas, abandonando lo demás a nuestra imaginación tumefacta, sin aclarar nada. Por lo que se refiere a las dos mujeres desnudas, mi madre era enorme y grotesca, la piel le colgaba como cuero de sapo desollado, y mi hermana de diez años era una especie de monicaco que de niño apenas podía forzarme a mirar, por no hablar de compartir el baño. Y después de todo, un chelín no era dinero, teniendo en cuenta que Raymond y yo éramos más ricos que la mayoría de los trabajadores que llenaban el café. La verdad es que yo era más rico que cualquiera de mis muchos tíos, o que mi padre, que se mataba a trabajar, o que cualquier otro miembro de la familia que yo conociera. Solía reírme pensando en el turno de doce horas de mi padre en el molino, en su rostro agotado, pálido y malhumorado cuando llegaba por la tarde a casa, y me reía un poco más alto al pensar en los miles de personas que fluían cada mañana de casas escalonadas como la nuestra para trabajar toda la semana, descansar el domingo y volver el lunes al trabajo en los molinos, las fábricas, los depósitos de madera y los muelles de Londres, regresando cada noche más viejos, más cansados y no más ricos. Entre taza y taza de té me reía con Raymond de esta reposada traición a toda una vida, cargando, cavando, empujando, empacando, comprobando, sudando y gimiendo en beneficio de otros, de cómo, para tranquilizarse, hacen una virtud de esta servidumbre vitalicia, de cómo se preciaban de no haberse perdido un solo día de este infierno; y me reía más que nunca cuando los tíos Bob o Ted o mi padre me regalaban uno de sus bien ganados chelines —en ocasiones especiales un billete de diez chelines—, me reía porque sabía que una buena tarde de trabajo en la librería daba más de lo que ellos rascaban en una semana. Naturalmente, tenía que reírme por lo bajo, porque no era cosa de estropear un regalo como aquel, sobre todo cuando era evidente que les complacía mucho hacérmelo. Parece que los estoy viendo, a uno de los tíos o a mi padre dando zancadas en el diminuto saloncito de delante, con la moneda o el billete en la mano, recordándome cosas, relatándome anécdotas, aconsejándome sobre la Vida, serenos en el lujo del dar, y sintiéndose bien, sintiéndose tan bien que daba gusto verlos. Se sentían, y durante ese corto período lo eran, liberales, sabios, reflexivos, de buen corazón y expansivos, y quizás, quién sabe, un poco divinos; patricios dispensando a su hijo o sobrino, en la forma más sabia y generosa, los frutos de su astucia y su riqueza… Eran dioses en sus propios templos, y ¿quién era yo para rechazar su obsequio? A patadas en el culo por la fábrica cincuenta horas por semana, necesitaban esos pequeños milagros de salón, esas confrontaciones míticas entre Padre e Hijo; y yo, que conocía y no era insensible a todos los matices de la situación, aceptaba su dinero, colaboraba un poco, aun a riesgo de aburrirme, y ocultaba mi hilaridad hasta más tarde, para darle entonces rienda suelta hasta el agotamiento, entre lágrimas y ruidosas carcajadas. Mucho antes de saberlo resulté ser un estudioso, un prometedor estudioso de lo irónico.
En estas condiciones, un chelín no era demasiado pagar por una mirada a lo incomunicable, corazón del misterio en el misterio, Grial de la Carne, el conejo de la pequeña Lulú, y le pedí a Raymond que organizara lo antes posible el espectáculo. Raymond se puso rápidamente en su papel de director escénico, frunciendo el entrecejo con importancia, murmurando fechas, horas, lugares, pagos, y dibujando cifras en el reverso de un sobre. Era uno de esos raros individuos que gozan lo indecible organizando acontecimientos y además lo hacen rematadamente mal. Había, pues, grandes posibilidades de que llegáramos en mal día a la mala hora, de que no estuvieran claros el pago o la duración del espectáculo, pero algo era en definitiva más seguro que cualquier otra cosa, más seguro que el nacimiento del sol mañana, y ese algo era que terminarían por enseñarnos el chumino exquisito. La vida, en efecto, estaba sin duda del lado de Raymond. Yo no hubiera podido entonces expresarlo en palabras, pero sentía que en la disposición cósmica de destinos individuales, el de Raymond era diametralmente opuesto al mío. La fortuna le gastaba bromas pesadas, a veces incluso le echaba arena en los ojos, pero jamás le escupió a la cara, ni le pisó a propósito los callos existenciales… los errores, las pérdidas, las traiciones y las injurias de Raymond eran todas, a primera vista, más cómicas que trágicas. Recuerdo que una vez Raymond pagó diecisiete libras por una piedra de dos onzas de hashish que luego resultó no ser hashish. Para cubrir las pérdidas, Raymond llevó el material a un lugar bien conocido de Soho y allí trató de vendérselo a un policía de paisano que, afortunadamente, no se empeñó en denunciarle. Después de todo, no había, al menos entonces, leyes que prohibieran comerciar con estiércol de caballo en polvo, aun envuelto en papel de plata. Me acuerdo también de la carrera campo a través. Raymond, mediocre corredor, era uno de los diez elegidos para representar al colegio en la competición entre subcondados. Yo nunca faltaba a la cita. De hecho, ningún otro deporte me proporcionaba pareadas oportunidades de contemplación serena, entretenida y alegre. Me deleitaban los rostros torturados y deformes de los corredores que entraban en el túnel de banderas y cruzaban la línea de meta; especialmente interesantes me parecían los que llegaban después de los primeros cincuenta o así, corriendo con más ganas que cualesquiera otros de los concursantes y compitiendo endemoniadamente por el puesto ciento trece. Observaba cómo penetraban a traspiés en el túnel de banderas, aferrándose la garganta, dando arcadas, agitando los brazos y cayéndose al césped, y me convencía de que tenía ante mí una visión de la futilidad del hombre. En la competición, los únicos que se tenían en cuenta eran los treinta primeros, y una vez llegados estos el público empezaba a dispersarse, dejando a los demás dedicados a sus batallas particulares… momento en que mi interés se agudizaba. Mucho después de haberse ido los jueces, árbitros y cronometradores, yo esperaba en la línea de meta, rodeado de la creciente oscuridad de una tarde de invierno avanzado, para ver arrastrarse hasta la línea a los últimos corredores. Ayudaba a levantarse a los que caían, proporcionaba pañuelos a las narices sangrantes, golpeaba en la espalda a los que vomitaban, masajeaba pantorrillas y dedos acalambrados… en verdad, como la misma Florence Nightingale, solo que yo me regocijaba, me fascinaba alegremente con el espíritu triunfante de aquellos fracasados que se habían hecho pedazos para nada. Cómo se elevaba mi mente, cómo se humedecían mis ojos cuando, tras diez, quince y hasta veinte minutos de espera en aquel campo vasto y miserable, rodeado por todas partes de fábricas, pilones, casas y garajes repetidos, azotado por un creciente viento frío que anunciaba los comienzos de una llovizna helada, esperando en la tiniebla, apercibía de pronto, al otro lado del terreno, ¡una burbuja blanca y coja que avanzaba despacio hacia el túnel, midiendo lentamente sobre el césped húmedo, con los pies insensibles, su microdestino de absoluta futilidad! Y allí mismo, bajo al amenazador cielo de la metrópoli, como para unificar la compleja totalidad de la evolución orgánica y el destino humano poniéndolo todo a mi alcance, la diminuta burbuja amébida de enfrente tomaba forma humana pero seguía obedeciendo al mismo propósito, tambaleándose con decisión en su inútil esfuerzo por alcanzar las banderas… la vida misma, la vida sin rostro y autorrenovadora ante la cual, al derrumbarse aquella forma sobre la meta, mi corazón palpitaba y mi espíritu se elevaba en el total abandono de una morbosa y fatal identificación con el proceso de la vida cósmica… el Logos.
—Mala suerte, Raymond —le decía para animarle mientras le entregaba el jersey—. La próxima vez será mejor. —Y Raymond, sonriendo débilmente con la certeza segura y triste de Arlequín, de Peste, la certeza de que es el Comediante, no el Trágico, quien posee el Triunfo, el vigésimosegundo Arcano, cuya letra es Than, cuyo símbolo es Sol, sonriendo mientras nos marchábamos del terreno, donde la oscuridad reinaba casi por completo, decía:
—Bueno, no era más que una carrera, un juego, ya sabes.
Raymond prometió someter nuestra proposición a la divina Lulú Smith al día siguiente, a la salida del colegio, y yo, me había prometido cuidar de mi hermana aquella noche mientras mis padres iban al canódromo de Walthamstow, me despedí de él en el café. Durante todo el camino estuve pensando en coños. Los veía en la sonrisa de la cobradora, los oía en el rugido del tráfico, los olía en las emanaciones de la fábrica de betún, los conjeturaba bajo las faldas de las amas de casa que pasaban a mi lado, los sentía en la punta de los dedos, los notaba en el aire, los dibujaba en la cabeza; llegada la hora de la cena, que consistía en salchichas en su jugo, devoré, como en un rito secreto, genitales de salsa y salchicha. Y, pese a todo, seguía sin saber exactamente lo que era un coño. Miré a mi hermana por encima de la mesa. Reconozco que exageré un poquito cuando dije que era un monicaco… empecé a pensar que después de todo no era tan horrorosa. Los dientes se le escapaban por delante, eso no se podía negar, tenía los mofletes algo hundidos, cosa que no se vería en la oscuridad, y cuando se había lavado la cabeza, como ahora ocurría, casi se la podía considerar pasable. No es, por ello, sorprendente que mientras me comía las salchichas me asaltara la idea de que, con un poco de adulación y quizás algunas honrosas mentiras, podría llevar a Connie a pensar en sí misma, aunque solo fuera por unos minutos, como algo más que una hermana, algo así, digamos, como una hermosa señorita, una estrella de cine y, a lo mejor, Connie, podemos meternos en la cama y ensayar esta conmovedora escena, anda, quítate ese absurdo pijama, yo me ocuparé de la luz… Una vez armado de esta sabiduría, obtenida con toda comodidad, podría afrontar a la temida Lulú con dedicación y abandono, la aterradora ordalía palidecería hasta la insignificancia y, quién sabe, a lo mejor me la podía tirar allí mismo, durante la función visual.
Nunca me había gustado quedarme a cuidar a Connie. Era una niña presumida, mimada, y todo el tiempo quería jugar, en vez de ver la televisión. En general me las arreglaba para acostarla una hora antes de lo debido adelantando el reloj. Esa noche lo retrasé. En cuanto mi madre y mi padre se marcharon al canódromo, le pregunté a Connie a qué quería jugár, podía elegir lo que más le gustase.
—No quiero jugar contigo.
—¿Por qué?
—Porque te has pasado toda la cena mirándome.
—Claro que te miraba, Connie. Estaba pensando en los juegos que más te gustan y por esto te estaba mirando, eso es todo. —Finalmente accedió a jugar al escondite, que yo había sugerido con especial insistencia porque, dado el tamaño de nuestra casa, uno solo podía esconderse en dos habitaciones, ambas dormitorios. Connie se escondió primero. Me tapé los ojos, percibiendo todo el tiempo sus pasos en el dormitorio de mis padres, oyendo con satisfacción el crujido de la cama… se había escondido debajo del edredón, que ocupaba el segundo lugar en sus preferencias. Grité: —¡Ya voy! —y empecé a subir las escaleras. Creo que en los primeros escalones no había decidido todavía del todo lo que iba a hacer; quizás solo echar un vistazo, observar la posición de las cosas, preparar mentalmente un plano para futuras referencias… después de todo, no era cosa de asustar a mi hermanita, que se lo contaría todo a mi padre sin pensárselo dos veces, lo que significaría algún tipo de escena, laboriosas mentiras que inventar, gritos y lágrimas y cosas así, justo cuando necesitaba toda mi energía para la obsesión inmediata. Cuando llegué arriba, no obstante, la sangre se me había desplazado de la cabeza a la ingle, literalmente del sentido a la sensación; al recuperar el aliento en el último escalón, mientras acercaba la mano húmeda al tirador del dormitorio, había decidido violar a mi hermana. Abrí con dulzura la puerta y grité con voz argentina:
—Connieeee, ¿dónde estás? —Eso solía hacerla reír, pero esta vez no se oyó nada. Me acerqué de puntillas y sin respirar a la cama y entoné:
—Ya séééé dóóónde estás —e inclinándome sobre el revelador bulto susurré:
—Te voy a pescar —y empecé a separar suavemente, casi con ternura, el voluminoso cobertor, tratando de ver algo en el oscuro calor de debajo. Aturdido por el deseo, lo levanté bruscamente, y allí no había otra cosa que los pijamas de mis padres, desamparados e inocentes, y cuando me incorporé sorprendido recibí en los riñones un golpe de un vigor tan inusitado que solo podía provenir de una hermana. Y allí estaba Connie, brincando de regocijo, y una puerta del armario batía tras ella.
—¡Te he visto, te he visto y tú a mí no! —Le di una patada en la espinilla para sentirme mejor y me senté en la cama a considerar mi próximo movimiento, mientras Connie, tan histriónica como cabía prever, ululaba sentada en el suelo. Al poco rato el ruido me pareció deprimente, por lo que me fui al piso de abajo a leer el periódico, seguro de que Connie no tardaría en seguirme. Me siguió, y estaba enfurruñada.
—¿A qué quieres jugar ahora? —le pregunté. Se sentó al borde del sofá haciendo pucheros, sorbiendo y odiándome. A punto estaba de renunciar al plan y entregarme a una noche de televisión cuando concebí una idea, una idea de tal simplicidad, elegancia, claridad y belleza formal que portaba sobre sí misma, como hecha a la medida, la seguridad de su propio éxito. Hay un juego irresistible para todas las niñas caseras y faltas de imaginación como Connie, un juego con el que Connie me había perseguido desde que aprendió a decir las palabras necesarias, por lo que mis años de niñez fueron hechizados por sus súplicas y exorcizados por mis inevitables negativas; en dos palabras, preferiría que me quemasen vivo a que mis amigos me vieran jugando a ese juego. Y ahora, por fin, íbamos a jugar a Papá y Mamá.
—Yo sé a qué te gustaría jugar, Connie —dije. Como es natural, no me contestó, pero dejé las palabras colgando en el aire como cebo—. Hay un juego que a ti te gustaría mucho. —Levantó la cabeza.
—¿Qué juego?
—Uno al que siempre quieres jugar.
Se le iluminó la cara. —¿Papá y Mamá? Se transformó, aquello fue el éxtasis. Trajo de su habitación cochecitos de niño, muñecas, cocinitas, neveras, catres, tazas de té, una lavadora y una casita de perro, y lo puso todo a mi alrededor en un volátil arranque de celo organizativo.
—Tú te pones ahí, no, allí, y esta es la cocina y esta es la puerta por donde entras y no pises ahí porque hay una pared y yo entro y te veo y te digo y entonces me dices y te vas y yo hago la comida. Me encontré sumergido en el microcosmos de las monótonas y aburridas banalidades cotidianas, en los horrendos y mezquinos detalles de la vida de nuestros padres y sus amigos, esa vida que Connie tan ansiosamente quería imitar. Fui a trabajar y volví, fui a la taberna y volví, fui a echar una carta y volví, leí el periódico, pellizqué las mejillas de baquelita de mi prole, leí otro periódico, pellizqué unas cuantas mejillas más, me fui a trabajar y volví. ¿Y Connie? Ella cocinaba, lavaba en el fregadero, bañaba, alimentaba, dormía y despertaba a sus diecisiete muñecas y después volvía a servir té… y estaba feliz. Diosa-ama de casa intergaláctica, poseía y controlaba cuanto la rodeaba, todo lo veía, todo lo sabía, me decía cuándo había que salir, cuándo que entrar, en qué habitación estaba, qué decir, cómo y cuándo decirlo. Estaba feliz. Estaba en su plenitud, jamás he visto un ser humano tan completo, sonreía con un gesto abierto, gozoso e inocente que no he vuelto a ver… paladeaba el Paraíso sobre la Tierra. Hubo un momento en que se quedó tan bloqueada ante semejante milagro y éxtasis, que sus palabras se ahogaron a mitad de frase, se sentó sobre los talones, con los ojos brillantes, y emitió un largo y musical suspiro de rara y maravillosa felicidad. Casi me dio pena pensar que la iba a violar. Al volver por vigésima vez del trabajo dije:
—Connie, nos estamos olvidando de una de las cosas más importantes que los Papás y las Mamás hacen juntos. —No podía creer que nos hubiésemos olvidado algo y quiso saber de qué se trataba.
—Joden juntos, Connie, no me digas que no lo sabes.
—¿Joden? —En sus labios la palabra parecía extrañamente desprovista de sentido, y supongo que no lo tenía, al menos en lo que a mí tocaba. El asunto era darle algún significado.
—¿Joden? ¿Qué es eso?
—Bueno, es lo que hacen por la noche, cuando se van a la cama, justo antes de dormirse.
—Enséñame. —Le expliqué que teníamos que subir arriba y meternos en la cama.
—No hace falta. Podemos jugar a que esto es la cama —dijo, señalando un cuadrado en el dibujo de la alfombra.
—No puedo jugar y enseñarte al mismo tiempo. —Y heme aquí subiendo una vez más las escaleras, con el corazón palpitante y la virilidad orgullosamente inquieta. Connie estaba también bastante excitada, en el feliz delirio del juego y complacida por sus nuevas perspectivas.
—Lo primero que hacen —dije, llevándola hacia la cama— es quitarse toda la ropa. —La tendí en la cama y, con dedos casi inutilizados por la excitación, le desabroché el pijama; allí quedó desnuda, sentada ante mí, perfumada aún del baño y riéndose como una tonta. Después me desnudé yo, sin quitarme los calzoncillos para no alarmarla, y me senté a su lado. De niños nos habíamos visto los cuerpos lo bastante para que nuestra desnudez no fuera nada extraño, pero hacía tiempo de eso y noté que se inquietaba.
—¿Estás seguro de que hacen esto?
Mí incertidumbre estaba ya oscurecida por la lujuria.
—Sí —dije— es muy fácil. Tú tienes ahí un agujero y yo meto el pito dentro. —Se echó las manos a la boca, riendo nerviosa e incrédula.
—Qué tontería. ¿Para qué van a hacer eso? —En mi fuero interno tuve que confesar que en aquello había algo de irreal.
—Lo hacen porque es su forma de decirse que se quieren. —Connie empezaba a preguntarse si no me habría inventado aquel asunto, lo que, en cierto modo, supongo era verdad. Me miró fijamente, con los ojos abiertos como platos.
—Estás chiflado. ¿Por qué no se lo dicen y ya está? —Me puse a la defensiva, como un sabio loco explicando su último invento extravagante, el coito, a un público de escépticos racionalistas.
—Mira —le dije a mi hermana—, no es solo eso. También da mucho gusto. Lo hacen para sentir gusto.
—¿Sentir gusto? —Aún no me creía del todo—. ¿Sentir gusto? ¿Qué es eso de sentir gusto?
—Te voy a enseñar —le dije, tumbándola en la cama y echándome encima de ella según lo deducido de las películas que veía con Raymond. Seguía con los calzoncillos puestos, Connie me miraba distraída, ni siquiera asustada… de hecho, parecía más bien aburrida. Me contorsioné lateralmente con el fin de quitarme los calzoncillos sin tener que levantarme.
—No siento nada —protestó desde abajo—. No siento ningún gusto. ¿Tú sientes algo?
—Espera —gruñí, asiendo los calzoncillos con la punta de los dedos de un pie—, espera un minuto y ya verás. —Empezaba a perder la paciencia con Connie, conmigo mismo, con el universo, pero sobre todo con los calzoncillos, que se enrollaban decididos por los tobillos. Finalmente conseguí liberarme Tenía la polla dura y pegajosa sobre la barriga de Connie, y empecé a maniobrar con una mano para situarla entre sus piernas mientras apoyaba el cuerpo en la otra mano. Busqué su diminuta hendidura sin la menor idea de lo que buscaba, pero en el fondo esperando transformarme en cualquier momento en un torbellino humano de sensaciones. Creo que tenía en la cabeza algo así como una cámara tibia y carnosa, pero tras mucho empujar y rastrear, clavar y acariciar, no encontré más que piel tensa y resistente. Connie, mientras tanto, se limitaba a estar tumbada, haciendo pequeños comentarios ocasionales.
—Aay, eso es por donde hago pis. Estoy segura de que nuestra mamá y nuestro papá no hacen esto. —El brazo de apoyo se me dormía, me sentía como un novato, pero seguía tanteando y empujando, cada vez más desesperado—. Sigo sin sentir nada —repetía Connie, y yo sentí que se escapaba una onza más de mi virilidad. Finalmente tuve que descansar. Me senté al borde de la cama para meditar sobre mi lamentable fracaso mientras Connie, a mis espaldas, se incorporaba y se apoyaba en los codos. Unos instantes más tarde sentí que la cama temblaba con silenciosos espasmos y al darme la vuelta vi a Connie con el rostro arrugado y lágrimas en los ojos, incapaz de hablar y retorciéndose en su afán de contener la risa.
—¿Qué pasa? —pregunté, pero solo era capaz de señalar hacia donde yo me encontraba y gemir, y después se tumbó otra vez, jadeando y vencida por el regocijo. Sentado a su lado, sin saber qué pensar, decidí, mientras Connie temblaba a mis espaldas, que una nueva intentona estaba fuera de lugar. Finalmente, pudo pronunciar algunas palabras. Se incorporó, señaló a mi aún erecta polla y balbució:
—Parece tan… parece tan… —tuvo otro ataque y después consiguió decir en un solo chillido—. Tan tonto, parece tan tonto —para recaer en una risita aguda y zumbona. Yo meditaba en un vacío solitario y desinflado, llevado por esta última humillación a percatarme de que no tenía a mi lado a una verdadera chica, aquello no era verdaderamente representativo de ese sexo; no era un chico, desde luego, ni tampoco, en definitiva, una chica… después de todo era mi hermana. Me miré la polla, fláccida, meditando sobre su vergonzoso aspecto, y cuando me disponía a poner en orden la ropa, Connie, ya silenciosa, me tocó el codo.
—Yo sé dónde va —dijo y se tumbó en la cama con las piernas bien abiertas, cosa que a mí no se me había ocurrido pedirle. Se puso cómoda entre las almohadas—. Sé donde está el agujero.
Olvidé la hermana y mi polla respondió curiosa y esperanzada a la invitación susurrada por Connie. Ya se encontraba bien, estaba metida en Papás y Mamas y controlaba de nuevo el juego. Me introdujo con la mano en su coño de niña, seco y estrecho, y nos quedamos un rato inmóviles. Deseé que Raymond pudiera verme, y me alegró que me hubiera apercibido de mi virginidad, deseé que pudiera verme la pequeña Lulú, y en verdad, de haberse colmado mis deseos, hubiera hecho pasar a todos mis amigos, a todos mis conocidos, por el dormitorio para captarme en tan espléndida pose. En efecto, más que placer, más que explosión alguna en los oídos, lanzazos en el estómago, alboroto en la ingle o zarpazos en el alma, sensaciones que en cualquier caso no tuve, lo que sentí fue orgullo, orgullo de estar jodiendo aunque solo fuera a Connie, mi hermanita de diez años, y aunque hubiera sido una cabra lisiada me hubiera sentido orgulloso de estar tumbado en tan viril posición, orgulloso anticipando el poder decir «he jodido», orgulloso de pertenecer íntima e irreversiblemente a esa mitad superior de la humanidad que ha conocido el coito y fertilizado el mundo con él. Connie permanecía también inmóvil, con los ojos semicerrados, respirando profundamente… estaba dormida. Hacía mucho tiempo que su hora de acostarse había pasado, y nuestro extraño juego la había agotado. Me moví dulcemente adelante y atrás, unas pocas veces, y me corrí tristemente, rendido y sin sentir apenas placer. Connie se despertó indignada.
—Me estás mojando por dentro —y se puso a llorar. Sin darme apenas cuenta, me levanté y empecé a vestirme. Aunque bien pudo ser este uno de los ayuntamientos más desoladores que haya conocido la humanidad fornicadora, con mentiras, engaños, humillación, incesto, compañera dormida, orgasmo de mosquito y los sollozos que ahora llenaban el dormitorio, yo estaba encantado con él, con Connie, conmigo mismo, dispuesto a dejar que todo ello descansara, a abandonar el tema. Llevé a Connie al cuarto de baño y empecé a llenar el lavabo… mis padres llegarían pronto y Connie tenía que estar dormida en su cama. Había llegado por fin al mundo adulto, estaba complacido, pero por el momento no tenía ganas de ver más chicas desnudas, ni nada desnudo. Al día siguiente le diría a Raymond que olvidase la cita con Lulú, salvo que quisiera ir solo. Y yo estaba plenamente seguro de que no querría.