Maigret hizo una pausa. Con el vaso en la mano, observaba al profesor que, a su vez, le miraba tranquilamente.
—También la portera le está reconocida, ¿verdad? Me he enterado de que salvó la vida a su hijo.
—No espero de nadie reconocimiento.
—No le es menos adicta y, como Lucile Decaux, estaría dispuesta a mentir para sacarle de un apuro.
—Ciertamente. Siempre es agradable sentirse heroico.
—¿No se siente usted a veces solo en el mundo, tal como lo piensa?
—El ser humano está solo, piense lo que piense. Basta con admitirlo una sola vez y olvidarlo.
—Creí que le aterraba la soledad.
—No me he referido a esa clase de soledad. Digamos, mejor, que la vida me angustia. No me gusta estar solo en un piso, en la acera o en un automóvil. Se trata de una soledad física, no de una soledad moral.
—¿Tiene miedo a la muerte?
—Me es indiferente estar muerto. Detesto a la propia muerte, con lo que lleva en sí. En su oficio, comisario, ha tenido que verla con la misma frecuencia que yo.
Sabía que era su punto débil, que aquel miedo a morir era su única cobardía humana, lo que le hacía en definitiva un hombre como los demás. No se avergonzaba de ello.
—Desde mi última crisis cardíaca he estado casi siempre acompañado. Médicamente, no serviría de nada. Sin embargo, por extraño que parezca, la presencia de alguien me da seguridad. Una vez que me encontraba solo en plena ciudad y sentí de pronto un malestar vago, me metí en el primer bar que encontré.
Fue el momento elegido por Maigret para hacer la pregunta que tenía reservada.
—¿Cuál fue su reacción cuando supo que Louise estaba en estado?
Pareció sorprendido, no porque se hablase de aquello, sino porque aquello fuese considerado como un problema.
—Ninguna —dijo sencillamente.
—¿Lo habló ella con usted?
—No. Supongo que aún no lo sabía.
—Lo supo el lunes, hacia las seis. Usted la vio poco después. ¿No le dijo nada?
—Me dijo solamente que no se encontraba bien y que iba a acostarse.
—¿Pensó usted en si el niño era suyo?
—No pensé nada de ese tipo.
—¿Nunca ha tenido hijos?
—No, que yo sepa.
—¿Ha deseado tenerlos?
Su respuesta chocó a Maigret, que desde hacía treinta años había deseado tanto ser padre.
—¿Por qué razón?
—¡Efectivamente!
—¿Qué quiere decir?
—Nada.
—Algunas personas que no tienen un interés serio en la vida se imaginan que un niño se la da, y que de esa forma dejarán algo tras ellos. No es mi caso.
—¿No se imagina que, dada su edad y la de su amante, Pierrot, Lulú pensase que el niño era de este último?
—Científicamente, es un argumento sin valor.
—Me refiero a lo que ella pensase.
—Es posible.
—¿No sería un motivo suficiente para decidirla a dejarle a usted y marcharse con Pierrot?
No dudó.
—No —respondió, como un hombre seguro de poseer la verdad—. Me habría dicho con toda certeza que el niño era mío.
—¿Lo habría reconocido usted?
—¿Por qué no?
—¿Incluso dudando de su paternidad?
—¿Qué diferencia hay en ello? Un niño vale lo mismo que otro.
—¿Se habría casado con la madre?
—No veo el motivo.
—Según usted, ¿ella no habría exigido el matrimonio?
—Aunque lo hubiese intentado, no lo habría conseguido.
—¿Porque no quiere usted abandonar a su mujer?
—Porque encuentro tales complicaciones ridículas.
—¿Habló de ello con su mujer?
—El domingo por la tarde, si no recuerdo mal. Sí, el domingo. Pasé parte de la tarde en casa.
—¿Por qué le habló de ello?
—También le hablé a mi secretaria.
—Lo sé.
—¿Entonces?
Tenía razón al pensar que Maigret comprendía. Había algo terriblemente altivo y, al mismo tiempo, terriblemente trágico, en la forma en que el profesor hablaba de aquellos, o más bien de aquellas, que le rodeaban. Los tomaba en su propio valor, sin la menor ilusión, sin preguntarles lo que ellas podían darle. Apenas si eran, a sus ojos, algo más que seres inanimados.
Tampoco se molestaba en callar delante de ellas. ¿Qué importancia tenía hacerlo? Podía pensar en voz alta, sin preocuparse por sus reacciones, menos aún por lo que ellas pudiesen pensar o sentir.
—¿Qué dijo su mujer?
—Me preguntó lo que pensaba hacer.
—¿Le respondió usted que reconocería al niño?
Él afirmó con la cabeza.
—¿No se le ocurrió que tal revelación podía acongojarla?
—Quizá.
Esta vez Maigret percibió en su interlocutor algo que no había percibido hasta entonces, o que no había sido capaz de percibir. Hubo en la voz del profesor una secreta satisfacción cuando pronunció: «Quizá».
—¿Lo hizo a propósito? —atacó el comisario.
—¿El hablarla?
Maigret estaba seguro de que Gouin hubiera preferido no sonreír, permanecer impasible, pero era más fuerte que él y, por primera vez, sus labios se alargaron de forma extraña.
—En suma, no le importó llenar de desesperación a su mujer, como había hecho antes con su secretaria.
La forma que tuvo Gouin de callar, constituyó un asentimiento.
—¿No habrían podido concebir la idea, cualquiera de las dos, de suprimir a Louise Filon?
—Era una idea que debía de serles familiar desde hacía ya algún tiempo. Ambas odiaban a Louise. No conozco a nadie que, en determinado momento, no haya deseado la muerte de un ser humano. Pero son pocos los que se consideran capaces de llevar a la práctica su idea. ¡Felizmente para ustedes!
Todo aquello era cierto. Era también lo que daba un aire alucinante a la conversación. Maigret había pensado a fondo lo que el profesor había dicho desde el principio. En realidad, sus ideas sobre los hombres y sus motivaciones no eran muy diferentes.
Lo que les diferenciaba era su actitud frente al problema.
Gouin sólo se servía de lo que Maigret hubiera llamado sangre fría. El comisario, en cambio, intentaba…
Le hubiera sido difícil decir lo que intentaba. Quizá el comprender a las personas le embargaba de un sentimiento hacia ellas, más que de piedad, afectuoso.
Gouin le miraba desde arriba.
Maigret se colocaba en el mismo plano que ellos.
—Louise Filon fue asesinada —dijo el comisario lentamente.
—Es un hecho. Alguien llegó hasta el final.
—¿No se ha preguntado quién?
—Es asunto suyo, no mío.
—¿No se le ha ocurrido pensar que también podía ser suyo?
—Ciertamente. Cuando aún no sabía que mi mujer había hablado con usted, estaba sorprendido de que no viniera a interrogarme. La portera me advirtió de que habían hablado ustedes sobre mí.
¡Ella también! Y Gouin aceptaba aquello como un deber.
—Estuvo usted en Cochin, el lunes por la noche, pero sólo permaneció media hora a la cabecera de su enfermo.
—Subí a echarme un rato a una habitación del cuarto piso, que tengo a mi disposición.
—Se encontraba usted solo y nada le impedía salir del hospital sin ser visto, venir hasta aquí en taxi y regresar de la misma forma.
—¿A qué hora, según usted, tuvieron lugar esas idas y venidas?
—Entre las nueve y las once, fatalmente.
—¿A qué hora estaba Pierre Eyraud en casa de Lulú?
—A las diez menos cuarto.
—¿Tuve que haber matado a Louise después?
Maigret asintió.
—Teniendo en cuenta el tiempo que se necesita para llegar hasta allí, si hubiese cometido el crimen no habría podido encontrarme en el hospital entre las diez y las diez y media.
Maigret calculaba mentalmente. El razonamiento del profesor era lógico. Y, de pronto, el comisario se sintió decepcionado. Había algo que no iba tal como él había previsto. Esperaba la continuación, atento a lo que fuera a decirle su interlocutor.
—Pero sucedió, señor Maigret, que a las diez y cinco minutos uno de mis compañeros, el doctor Lanvin, que acababa de celebrar una consulta en el tercer piso, subió a verme. No se fiaba de su diagnóstico. Me pidió que le acompañara un momento. Bajé al tercero. Ni mi secretaria ni el personal de servicio pueden confirmarlo, porque no saben nada.
»No se trata tampoco del testimonio de una pobre mujer, deseosa de hacerme un favor. Fueron cinco o seis las personas que me vieron en el tercero, entre ellas el propio enfermo, un hombre que nunca me había visto hasta entonces y que probablemente ignora mi nombre.
—Nunca pensé que usted hubiera matado a Lulú.
La llamaba expresamente por aquel nombre, que parecía disgustar al profesor.
—Esperaba simplemente que usted tratase de encubrir a la persona que la mató.
Gouin encajó el golpe. En sus mejillas apareció un ligero rubor y, un instante después, sus ojos se apartaron del comisario.
Llamaron a la puerta de entrada. Era Lucas, a quien la doncella introdujo en el salón. Traía un paquetito en la mano.
—Ninguna huella —dijo, desempaquetando el arma, que tendió a su jefe.
Miró a uno y otro, sorprendido de la calma que allí reinaba, sorprendido también de encontrarles en la misma actitud, como si, mientras él corría por la ciudad, el tiempo se hubiese detenido en la biblioteca.
—¿Es su pistola, señor Gouin?
Era un arma de fantasía, de cañón niquelado, con culata de nácar y que, de no haberse hecho el disparo a quemarropa, no causaría gran daño.
—Falta una bala en el cargador —explicó Lucas—. He telefoneado a Gastine-Renette que hará mañana las experiencias habituales. Está convencido, sin embargo, de que se trata de la misma pistola con la que dispararon el lunes por la noche.
—Supongo, señor Gouin, que tanto su mujer como su secretaria tenían acceso al cajón de su mesa. ¿No estaría cerrado con llave?
—No cierro nada con llave.
Aquello constituía también cierto desprecio de la gente. No tenía nada que ocultar. No le importaba que leyesen sus papeles personales.
—¿No le sorprendió, al entrar el lunes en su casa, el ver en ella a su cuñada?
—Tiene por costumbre evitarme.
—Creo que esta mujer le detesta, ¿no?
—Es una forma de hacer más interesante su vida.
—Su mujer me dijo que su hermana vino a verla por casualidad, porque se encontraba de paso en el barrio.
—Puede ser.
—Cuando interrogué a Antoinette me dijo, en cambio, que había venido porque su hermana se lo había pedido.
Gouin escuchaba con atención, sin que en su rostro se pudiese leer el menor sentimiento. Arrellanado en su sillón, con las piernas cruzadas. Tenía juntas las palmas de las manos y Maigret se asombró de la longitud de sus dedos, finos y delicados, como los de un pianista.
—Siéntate, Lucas.
—¿Quiere que pida una copa para su inspector?
Lucas rehusó con un gesto.
—Hay otra afirmación de su mujer que debo comprobar y sólo por medio de usted puedo hacerlo.
El profesor dio a entender que esperaba.
—Hace algún tiempo tuvo usted un síncope cardíaco cuando se encontraba en el piso de Lulú.
—Es cierto. Un poco exagerado, pero cierto.
—¿Es verdad que su amante, asustada, llamó a su mujer?
Gouin pareció sorprendido.
—¿Quién le ha dicho eso?
—No importa. ¿Es cierto?
—En absoluto.
—¿Se da usted cuenta de que su respuesta tiene una gran importancia?
—Me doy perfecta cuenta de la forma en que hace usted la pregunta, pero ignoro por qué. No me sentí bien, aquella noche. Le pedí a Louise que subiese para recoger cierta medicina que se encontraba en mi cuarto de baño. Ella lo hizo. Fue mi mujer quien la abrió, pues la doncella estaba ya acostada en el sexto. Mi mujer estaba también acostada, pero se levantó, fue a recoger la medicina y se la entregó a Louise.
—¿Bajaron juntas?
—Sí. Pero entretanto me había pasado el ataque y yo me disponía a subir. Había franqueado la puerta cuando Louise y mi mujer, ambas en bata, aparecieron.
—¿Me permite un instante?
Maigret habló en voz baja a Lucas, que abandonó la habitación. Gouin no hizo ninguna pregunta, ni apareció sorprendido.
—¿Estaba la puerta abierta de par en par, tras usted?
—Estaba cerrada.
Maigret hubiera preferido que mintiese. Desde hacía una hora había deseado ver mentir a Gouin, siquiera una vez, pero el profesor era de una sinceridad implacable.
—¿Está seguro?
Le daba su última oportunidad.
—Completamente seguro.
—¿No bajó nunca su mujer al piso de Lulú, que usted sepa?
—La conoce usted mal.
¿No había afirmado Germaine Gouin que aquélla no había sido la única vez que había penetrado en el piso de Louise Filon?
Por lo tanto, nunca había estado allí. Sin embargo, cuando bajó para hablar con el comisario, no había lanzado una sola mirada de curiosidad a su alrededor y se había comportado como si el piso le fuese familiar.
Era su segunda mentira, a la que había que añadir una tercera: su afirmación de que el profesor no le había dicho que Lulú estuviese embarazada.
—¿Cree usted que sigue escuchando detrás de la puerta?
Era una precaución inútil el haber enviado a Lucas para vigilar la entrada del piso.
—Estoy seguro de ello… —comentó el profesor.
Y la puerta de comunicación se abrió, efectivamente. La señora Gouin avanzó dos pasos, justo lo suficiente para mirar de frente a su marido, y jamás Maigret había visto en ojos humanos tanto odio y desprecio. El profesor no volvió la cabeza y aguantó su mirada sin pestañear.
El comisario se levantó a su vez.
—Me veo obligado a detenerla, señora Gouin.
Ella respondió distraídamente, sin dejar de mirar a su marido:
—Lo sé.
—¿Ha escuchado usted todo lo que hemos hablado?
—Sí.
—¿Confiesa haber matado usted a Louise Filon?
Ella asintió con la cabeza mientras parecía presta a saltar como un tigre sobre el hombre que continuaba sosteniéndole la mirada.
—Sabía que esto llegaría a ocurrir —dijo al fin con voz entrecortada, mientras su pecho se agitaba con una cadencia rápida—. Ahora me preguntó si no sería esto lo que él quería. Si no me hacía, solapadamente, ciertas confidencias para empujarme a ello.
—¿Llamó a su hermana para prepararse una coartada?
Volvió a asentir con la cabeza. Maigret prosiguió:
—Me imagino que bajó usted cuando dejó sola a su hermana so pretexto de ir a preparar aquellos ponches.
La vio arquear las cejas, apartarse de Gouin y volverse hacia él. Parecía dudar. Se adivinaba en su interior una lucha. Y al fin, con voz seca, dijo:
—No es cierto.
—¿El qué?
—Que mi hermana haya permanecido sola.
Ante la mirada de Gouin, en la que brillaba un punto irónico, Maigret enrojeció, pues aquella mirada parecía indicar: «¿Qué le decía yo a usted?».
Y era cierto que Germaine no aceptaba llevar sola el peso del crimen. Le habría bastado con callar. Habló.
—Antoinette sabía lo que iba a hacer. Como en el último momento me faltó valor, bajó conmigo.
—¿Entró en el piso?
—Me esperó en el descansillo.
Y, tras un silencio, gritó con aire de desafiar a todos:
—¡Me alegro! Es la verdad.
Sus labios temblaban de rabia contenida.
—¡Ahora podrá renovar su harén!
La señora Gouin se equivocaba. Hubo pocos cambios en la vida del profesor. Lucile Decaux vino a vivir con él, sólo unos meses más tarde, al tiempo que continuaba sirviéndole de secretaria.
¿Intentaría casarse con él? Maigret lo ignoraba.
En todo caso, el profesor no volvió a hacerlo.
Y cuando su nombre surgía en una conversación, Maigret fingía no haberlo oído o se apresuraba a cambiar de tema.
FIN