Maigret había interrogado a millares, a decenas de millares de personas durante su carrera, algunas que ocupaban posiciones considerables, otras que eran célebres por su riqueza y otras, en fin, tenidas entre los más inteligentes criminales internacionales.
No obstante, concedía a aquel interrogatorio una importancia que no había concedido a ningún otro hasta la fecha, y no era la situación social de Gouin lo que le impresionaba, ni la celebridad de que gozaba en el mundo entero.
Se daba cuenta de que Lucas, desde el principio del caso, se preguntaba por qué su jefe no iba a hacer ciertas preguntas al profesor y, ahora mismo, el buen Lucas no comprendía el malhumor del comisario.
La verdad, no la podría confesar Maigret ni a su propia mujer. En realidad, ni siquiera se atrevía a formulársela a sí mismo.
Lo que sabía de Gouin, lo que de él había oído, le impresionaba, desde luego. Pero por una razón que nadie, probablemente, habría adivinado.
Maigret había nacido, como el profesor, en un pueblecito del centro de Francia, y como él todo lo había hecho por sí mismo.
El propio Maigret había comenzado la carrera de medicina. De haberla acabado, no se habría convertido en un célebre cirujano como el profesor, pues carecía de la habilidad manual precisa, a pesar de lo cual encontraba entre el profesor y él rasgos muy comunes.
Pensar así, denotaba mucho orgullo por su parte, y ésta era la razón por la que prefería no hacerlo. Ambos tenían, a su parecer, conocimientos semejantes de los hombres y de la vida.
No idénticos, no idénticas reacciones, sobre todo. Eran, más bien, como dos contrarios, pero de un valor semejante.
Todo lo que sabía de Gouin lo había sacado de sus conversaciones con cinco mujeres diferentes. Poco sabía directamente de él; su silueta, al bajar del taxi en la avenida Carnot, la fotografía sobre la chimenea de su secretaria, y el incidente relatado por Janvier, lo más revelador, sobre la aparición del profesor en el piso de Louise Filon.
Iba a comprobar si tenía razón. Se había preparado en la medida de lo posible, y si llevaba a Lucas consigo no era porque necesitase ayuda, sino para dar un carácter más oficial a la entrevista, quizá para recordarse a sí mismo que acudía a la avenida Carnot en calidad de comisario de la P. J. y no como un hombre interesado por otro hombre.
Había bebido vino durante la comida. Cuando el camarero le preguntó, a los postres, si deseaba algún licor, había pedido un viejo ajenjo de Borgoña, de forma que al subir al automóvil se notó lleno de ese especial calorcillo interior.
La avenida Carnot estaba desierta, apacible, y el interior de los pisos aparecía tenuemente iluminado. Cuando pasó frente a la portería, creyó distinguir que la portera le miraba con aire de reproche.
Los dos policías subieron en ascensor y la casa, a su alrededor, estaba silenciosa, encerrada en sí misma, guardando sus secretos.
Eran las nueve menos diez cuando Maigret tiró del resorte de cobre lustroso que accionaba un timbre eléctrico y oyó unos pasos quedos en el interior. Se abrió la puerta y una doncella bastante joven, más bien bonita, que llevaba un coquetón delantal sobre su uniforme negro, les sonrió, diciendo:
—Me permiten los abrigos…
Se había preguntado si Gouin les recibiría en el salón, en la parte más familiar del piso. La respuesta tardó en llegar. La doncella colgó los abrigos de un perchero, dejó a los visitantes en una salita de recepción y salió.
No volvió a aparecer. Gouin lo hizo en su lugar. Parecía más alto y más delgado. Apenas les miró, contentándose en murmurar:
—¿Quieren pasar por aquí?…
Les precedió a lo largo de un pasillo que conducía a la biblioteca. Sus paredes estaban casi por completo cubiertas de libros. Reinaba en ella una luz tenue, procedente de unos candelabros colocados sobre una chimenea, más vasta que la del piso de Lucile Decaux.
—Siéntense.
Les señaló dos sillones, y eligió otro. Todo aquello no contaba. Aún ambos no se habían mirado. Lucas, que se sentía desplazado, se notó más a disgusto todavía al comprobar que el sillón era demasiado profundo para sus cortas piernas y que era, de los tres, el que se hallaba sentado más cerca del fuego.
—Esperaba que viniese usted solo.
Maigret presentó a su colaborador.
—He traído conmigo al inspector Lucas, que tomará algunas notas.
Fue en aquel momento cuando sus miradas se cruzaron por primera vez y Maigret leyó como un reproche en los ojos del profesor. ¿Quizá también, no estaba seguro, una especie de decepción? Era difícil de decir porque, exteriormente, Gouin era un hombre bastante común. En el teatro se ven a veces ciertos actores, bajos cantantes sobre todo, que tenían aquel gran corpachón huesudo, aquel rostro de rasgos fuertemente dibujados, aquellos ojos acompañados de bolsas.
Las pupilas eran claras, pequeñas, sin brillo particular, y sin embargo su mirada tenía un peso inusitado.
¿Le encontraría él, a su vez, más vulgar que la imagen que del comisario se hubiese hecho?
Lucas había sacado del bolsillo un cuaderno y un lápiz, lo que le daba cierta continencia.
Resultaba difícil predecir el tono que iba a adquirir la conversación y Maigret prefería permanecer callado y esperar.
—¿No cree usted, señor Maigret, que hubiera sido más racional dirigirse directamente a mí en lugar de molestar a esa pobre muchacha?
Hablaba con naturalidad, con voz monótona, como si dijese cosas vulgares.
—¿Se refiere usted a la señorita Decaux? No ha dado la impresión de que la haya molestado. Me imagino que en cuanto me marché se apresuró a telefonearle.
—Me ha repetido las preguntas de usted y sus respuestas. Se figuraba que era importante. Las mujeres tienen una perpetua necesidad de convencerse de su importancia.
—Lucile Decaux es su más inmediata colaboradora, ¿no?
—Es mi ayudante.
—¿También su secretaria?
—Exactamente. Además, ya ha debido decírselo ella: me sigue por todas partes. Eso le da la impresión de que desempeña un papel importante en mi vida.
—¿Está enamorada de usted?
—Como lo estaría siempre de su jefe, con tal de que ése fuese célebre.
—Me ha parecido tan adicta a usted, que la creo capaz de hacer un juramento falso con tal de sacarle a usted de un aprieto.
—Lo haría sin vacilación. También mi mujer ha estado en contacto con usted.
—¿Se lo ha dicho?
—Igual que Lucile, me ha repetido preguntas y respuestas.
Hablaba de su mujer con el mismo tono distanciado que había empleado para referirse a su secretaria. En su voz no había ningún calor. Constataba determinados hechos, los relacionaba, sin concederles un valor sentimental.
Las personas que le rodeaban debían extasiarse ante su simplicidad y, efectivamente, no había en él la menor pose, ni se preocupaba en lo más mínimo sobre el efecto que causaba en los demás.
Resulta raro encontrar personas que no interpreten un papel, ni siquiera cuando están a solas consigo mismas. La mayoría de los hombres experimentan la necesidad de mirarse vivir, de escucharse hablar.
Gouin no. Era él, y no se molestaba en ocultar sus sentimientos.
Cuando había hablado de Lucile Decaux, sus palabras y su actitud venían a decir:
«Lo que ella toma por consagración no es más que una especie de vanidad, una necesidad de creerse excepcional. Cualquiera de mis estudiantes haría lo mismo que ella. Ella convierte su vida en algo interesante y, sin duda, cree que debo estarle reconocido».
Si no llegaba a precisar tanto era porque juzgaba a Maigret capaz de comprender y le trataba de igual a igual.
—Aún no le he dicho por qué le he telefoneado esta tarde rogándole que viniese. Aunque, de todas formas, deseaba verle.
Era un hombre, y era sincero. Desde el momento en que se hallaban uno enfrente del otro no dejaba de observar al comisario, como examinaría a una especie humana interesante de conocer.
—Mientras cenábamos, mi mujer y yo, recibí una llamada telefónica. Se trataba de alguien a quien usted ya conoce, la señora Brault, que servía de asistente a Louise.
No decía Lulú, sino Louise. Se refería a ella con la misma naturalidad que a las demás, sabiendo que era superfluo andarse con explicaciones.
—A la señora Brault se le ocurrió un medio de hacerme chantaje. Y no se anduvo por las ramas, pues desde la primera frase destapó su juego. Me dijo: «Señor Gouin, tengo la pistola». Yo me pregunté, inmediatamente, de qué pistola se trataría.
—¿Me permite una pregunta?
—Dígame.
—¿Conocía usted ya a la señora Brault?
—No lo creo. Louise me habló de ella. La conocía antes de instalarse aquí. Al parecer es un personaje curioso, que ha visitado la cárcel con frecuencia. Como sólo trabajaba por las mañanas en el piso y yo casi nunca lo visité a tales horas, dudo que nos hayamos visto. Tal vez nos hemos cruzado en la escalera.
—Continúe, por favor.
—Me dijo, sencillamente, que al entrar en el salón, el lunes por la mañana, había encontrado la pistola sobre la mesa y…
—¿Precisó: sobre la mesa?
—Sí. Añadió que la había escondido en un tiesto que hay en el descansillo. Sus hombres registrarían probablemente el piso y no se les ocurrió mirar fuera.
—Muy astuto, por su parte.
—En resumen, ella posee en la actualidad esa pistola y está dispuesta a devolvérmela por una suma muy importante.
—¿A devolvérsela?
—Me pertenece.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Me la ha descrito, incluido el número de serie.
—¿Hace mucho tiempo que poseía esa arma?
—Ocho o nueve años. Había ido a operar a Bélgica. Por aquel entonces, viajaba más que ahora. Llegué a operar incluso en Estados Unidos y en la India. Mi mujer me había repetido a menudo que le daba miedo quedarse sola en el piso durante varios días, a veces semanas. En el hotel donde yo me hospedaba, en Lieja, había varias armas de fuego expuestas en una vitrina. Se me ocurrió comprar una automática pequeña. He de añadir que no la declaré en la aduana.
Maigret sonrió.
—¿En qué habitación se encontraba?
—En un armario de mi despacho. La vi allí por última vez hace algunos meses. Nunca la he utilizado. La había olvidado por completo hasta que recibí esa llamada telefónica.
—¿Qué respondió a la señora Brault?
—Que le daría una respuesta.
—¿Cuándo?
—Esta noche, probablemente. Por esa razón le llamé a usted.
—¿Quieres ir allí, Lucas? ¿Tienes la dirección?
—Sí, jefe.
Lucas se mostró satisfecho por escapar de la pesada atmósfera de la habitación, pues aunque los dos hombres hablaban a media voz y de cosas aparentemente sin importancia, la tensión era evidente.
—¿Sabrá encontrar su abrigo? ¿Quiere que llame a la doncella?
—No hace falta.
Una vez cerrada la puerta, guardaron silencio un momento. Fue Maigret quien abrió el fuego.
—¿Está su mujer al corriente?
—¿Del chantaje de la señora Brault?
—Sí.
—Oyó la conversación, pues hablé desde el propio comedor. Luego le conté el resto.
—¿Cuál fue su reacción?
—Me aconsejó ceder.
—¿No se preguntó usted por qué?
—Dése cuenta, señor Maigret, de que ya sea mi mujer, ya Lucile Decaux o cualquier otra, todos experimentan una gran satisfacción creyendo que se consagran a proteger a mi tranquilidad y al trabajo de ayudarme por encima de todo.
Hablaba sin ironía. También sin rencor. Diseccionaba su estado de ánimo con la misma precisión con que habría diseccionado un cuerpo.
—¿Por qué cree usted que experimentó mi mujer el deseo de hablar con usted? Para asignarse el papel de esposa que protege la tranquilidad y el trabajo de su marido.
—¿No es el caso?
Miró a Maigret sin responder.
—Su mujer, profesor, me pareció dar pruebas con respecto a usted de una comprensión poco común.
—Pretende no estar celosa, en efecto.
—¿Sólo lo pretende?
—Depende del sentido que dé usted a la palabra. No hay duda de que le es igual que me acueste con cualquiera.
—¿Incluso con Louise Filon?
—Al principio, sí. No olvide que Germaine, que era simplemente una oscura enfermera, se convirtió de pronto en la señora Gouin.
—¿La amaba usted?
—No.
—¿Por qué se casó con ella?
—Por tener a alguien en casa. El ama que se ocupaba de mí era ya muy anciana. No me gusta estar solo, señor Maigret. Quizá conozca usted este sentimiento.
—¿Tal vez prefiere usted que las personas que le rodean le deban todo?
No protestó. Al contrario, la pregunta pareció agradarle.
—En cierta forma, sí.
—¿Por eso eligió usted a una muchacha de condición modesta?
—Las otras me horripilan.
—¿Sabía ella a lo que se exponía al casarse?
—Con toda exactitud.
—¿En qué momento comenzó a mostrarse desagradable?
—Nunca se ha mostrado desagradable. Ya la ha visto usted. Es perfecta, cuida admirablemente de la casa, no protesta porque salga las noches en que ella tiene invitados para cenar.
—Si no he comprendido mal, se pasa el día esperando su llegada.
—Poco más o menos. Le basta con saberse la señora Gouin, y más adelante la señora viuda de Gouin.
—¿La cree interesada?
—Digamos que el disponer de la fortuna que yo le deje, no la molestará. Apostaría a que en estos momentos está escuchando detrás de la puerta. Cuando le llamé a usted, se inquietó. Hubiera preferido que le recibiese en el salón, en presencia de ella.
No había bajado la voz para anunciar que Germaine les estaría escuchando detrás de la puerta y Maigret juraría que oyó un ligero ruido en la habitación vecina.
—Según ella, fue su propia esposa quien le sugirió instalar a Louise Filon en esta casa.
—Es cierto. A mí no se me había ocurrido. Ni siquiera sabía que había en la casa un piso desalquilado.
—¿No le pareció extraña esta combinación?
—¿Por qué?
La pregunta le sorprendía.
—¿Amaba usted a Louise?
—Señor Maigret, es la segunda vez que emplea usted esa palabra. En medicina, no la conocemos.
—¿La necesitaba?
—Físicamente, sí. ¿Es necesario que se lo explique? Tengo sesenta y dos años.
—Ya lo sé.
—Eso es todo.
—¿Estaba celoso de Pierrot?
—Hubiera preferido que no existiera.
Como en casa de Lucile Decaux, Maigret se levantó para arreglar un leño que se había caído. Tenía sed. Al profesor no se le ocurría ofrecerle de beber. El ajenjo que había tomado antes de comer le apelmazaba la boca y no había cesado de fumar.
—¿Le encontró alguna vez?
—¿A quién?
—A Pierrot.
—Una vez. Por lo general se las componían para que no sucediese tal cosa.
—¿Cuáles eran los sentimientos de Lulú con respecto a usted?
—¿Qué sentimientos quiere usted que experimentase? Supongo que conoce la historia. Por supuesto, ella no me hablaba de reconocimiento, ni de afecto. La verdad es más sencilla. No deseaba conocer de nuevo la miseria. Debería usted saberlo. Las personas que han padecido hambre, que han vivido la más negra miseria y que, de una u otra manera, han salido de ella, harán lo que sea para no volver a su antigua vida.
Era cierto. Maigret estaba bien situado para saberlo.
—¿Amaba a Pierrot?
—¡Le gusta a usted la palabra! —suspiró el profesor, resignado—. Necesitaba algo sentimental en su vida. Necesitaba también crearse problemas. Hace un rato le dije que las mujeres experimentan la necesidad de sentirse importantes. Por eso, sin duda, se complican la existencia, se hacen preguntas, se imaginan que tienen que elegir.
—¿Entre qué? —preguntó Maigret con una sombra de sonrisa, para obligar a su interlocutor a precisar.
—Louise se imaginaba que tenía que elegir entre el músico y yo.
—¿No tenía que hacerlo?
—En realidad, no. Ya le he explicado por qué.
—¿No le había amenazado nunca con abandonarle?
—A veces aparentaba dudarlo.
—¿No temía usted que ocurriese tal cosa?
—No.
—¿No intentó nunca casarse con usted?
—Su ambición no llegaba a tanto. Estoy seguro que el convertirse en la señora Gouin le habría asustado. Lo único que necesitaba era seguridad. Un piso confortable, tres comidas por día y vestidos convenientes.
—¿Qué habría sucedido si hubiese usted desaparecido?
—Había contratado un seguro de vida en su beneficio.
—¿Ha contratado otro en beneficio de Lucile Decaux?
—No. Sería inútil. Muerto yo, se habría pegado a mi sucesor como está pegada a mí y nada habría cambiado.
La llamada del teléfono les interrumpió. Gouin estaba a punto de levantarse cuando se detuvo.
—Debe de ser su inspector.
Era Lucas, efectivamente, que llamaba desde la comisaría de Batignolles, la más cercana al piso de Desirée Brault.
—Tengo el arma, jefe. Al principio fingió ignorar de qué hablaba.
—¿Y la señora Brault?
—Está aquí conmigo.
—Que la lleven al Quai. ¿Dónde encontró el revólver?
—Sigue afirmando que estaba sobre la mesa.
—¿Por qué supuso que pertenecía al profesor?
—Según ella, es evidente. No da más detalles. Está furiosa. Ha intentado pegarme. ¿Y él, qué dice?
—Nada definitivo, aún. Charlamos.
—¿Me reúno con usted?
—Pásate antes por el laboratorio, para asegurarte de que no hay huellas en la automática. De esta forma puedes llevar tú mismo a la prisionera.
—De acuerdo, jefe —suspiró Lucas, sin entusiasmo.
Precisamente en aquel momento, a Gouin se le ocurrió ofrecer bebida.
—¿Acepta una copa de coñac?
—Con mucho gusto.
Apretó un timbre eléctrico. La doncella que había recibido a Maigret y a Lucas apareció inmediatamente.
—¡Coñac!
Mientras lo esperaban, no hablaron. Cuando llegó, sólo había una copa sobre la bandeja.
—Perdóneme, pero yo no bebo nunca —dijo el profesor, dejando que Maigret se sirviese.
No lo haría por virtud, ni probablemente por régimen, sino sencillamente porque no lo necesitaba.