Capítulo VII

Eran cerca de las seis cuando el coche de la P. J. se detuvo en la avenida Carnot, frente al edificio habitado por los Gouin, en la acera opuesta, con la parte delantera vuelta hacia el barrio de Ternes, Había anochecido temprano, pues aquel día, como los tres precedentes, no había lucido el sol.

Había luz en la portería. También en el piso de los Gouin, en la parte izquierda. Otras ventanas, aquí y allá, estaban igualmente iluminadas.

Algunos pisos estaban momentáneamente desocupados. Los Ottrebon, por ejemplo, belgas, dedicados a las altas finanzas, invernaban en Egipto. En el segundo, el conde de Tavera y su familia pasaban la estación de caza en su castillo, al sur del Loire.

Maigret, envuelto en su abrigo, con la pipa que surgía por entre el cuello vuelto, permanecía arrellanado en el fondo del coche y tenía tal aspecto de mal humor que, al cabo de unos minutos, el chófer sacó del bolsillo un periódico y dijo:

—¿Me permite?

Parecía difícil que pudiese leer a oscuras, a la sola claridad de un farol de gas.

Maigret había tenido el mismo aspecto durante toda la tarde. No era mal humor, propiamente hablando. Sus colaboradores lo sabían, pero los efectos eran los mismos, y por todo el Quai des Orfèvres se había corrido la voz para que no lo molestasen.

Apenas había salido de su despacho, salvo para aparecer una o dos veces en el de los inspectores, donde se les quedaba mirando abstraído, como si hubiese olvidado lo que había ido a hacer.

Había liquidado los asuntos pendientes durante un par de semanas, con tanto ardor como si fuesen casos urgentes. Hacia las cuatro y media llamó por primera vez al hospital americano de Neuilly.

—¿Está operando el doctor Gouin?

—Sí. No habrá terminado antes de una hora. ¿Quién le llama?

Colgó, releyó el informe que Janvier le había enviado sobre los restantes inquilinos de la casa y las respuestas que había obtenido en su conversación con ellos. Nadie había oído el disparo. En la misma planta que Louise Filon, en la parte derecha, vivía una cierta señorita Mittetal, una viuda todavía joven que había pasado la noche del lunes en el teatro. En el piso de abajo, los Cremieux habían ofrecido una cena de una docena de cubiertos y que había terminado bulliciosamente.

Maigret había trabajado en otro caso y hecho algunas llamadas telefónicas sin importancia.

A las cinco y media, cuando volvió a llamar a Neuilly, le dijeron que la operación acababa de terminar y que el profesor estaba arreglándose. Fue entonces cuando cogió el coche.

Pasaban pocas personas por las aceras de la avenida Carnot y los coches eran escasos. Por encima del hombro del chófer, pudo leer el grueso titular de la edición de tarde del periódico:

Pierrot, el músico, en libertad

Había sido el propio Maigret quien, según lo prometido, había facilitado la información a los periodistas. El reloj del cuadro de mandos estaba débilmente iluminado y señalaba las seis y veinte. Si hubiese habido una taberna próxima se habría acercado a tomar una copa y ahora lamentaba no haberlo hecho de camino.

A las siete menos diez, no antes, un taxi se detuvo frente al edificio. Étienne Gouin fue el primero en bajar y permanecer un instante inmóvil, de pie sobre la acera, mientras su secretaria iba a salir a su vez del coche.

Se encontraba bajo un farol y su silueta se recortaba perfectamente. Debía de sacarle la cabeza a Maigret y parecía ancho de hombros. Era difícil juzgar su corpulencia debido a su abrigo suelto, que parecía demasiado grande para él y cuya longitud no estaba a tenor de la moda de aquel año. Su aspecto exterior debía de preocuparle muy poco, porque el sombrero le descansaba de cualquier forma sobre la cabeza.

Desde allí, daba la impresión de un hombre grueso, que hubiera adelgazado y al que sólo le quedara una fuerte osamenta.

Esperaba sin impaciencia, mirando distraídamente a cierto punto, mientras la secretaria sacaba dinero de su bolso y pagaba al taxista. Luego, cuando el taxi se alejó, permaneció un momento escuchando lo que ella le decía. ¿Le estaría recordando, antes de dejarle, las citas pendientes del día siguiente?

Le acompañó hasta el portal, donde le entregó la cartera de cuero oscuro que ella sostenía en la mano y esperó a verle entrar en el ascensor antes de alejarse en dirección a Ternes.

—Síguela.

—De acuerdo, jefe.

Al automóvil le bastó con deslizarse por la inclinada avenida. Lucile Decaux caminaba con paso rápido, sin volverse. Era pequeña y morena, y por lo que se podía juzgar, regordeta. Dobló la esquina de la calle de las Acacias y entró en una carnicería, luego en una panadería y, finalmente, recorridos un centenar de metros, en una casa de aspecto destartalado.

Maigret esperó diez minutos en el coche antes de penetrar a su vez en la casa y dirigirse a la portera, cuyo cuchitril era muy diferente al de la avenida Carnot, y preguntar:

—¿La señorita Decaux?

—Cuarto, derecha. Acaba de entrar.

No había ascensor. Una vez en el cuarto, apretó un timbre eléctrico y oyó pasos en el interior. Una voz preguntó tras la puerta:

—¿Quién?

—Comisario Maigret.

—Un momento, por favor.

La voz no parecía sorprendida ni asustada. Pasó a otra habitación, en la que permaneció unos minutos, y cuando finalmente abrió la puerta, Maigret comprendió la razón de su tardanza al verla en bata y zapatillas.

—Pase —dijo, mirándole con curiosidad.

El piso, compuesto de tres habitaciones y de una cocina, estaba extremadamente limpio, y el parquet tan bien encerado que se podía patinar en él como en una pista. Le invitó a pasar a un salón, una especie de estudio más bien, con un diván cubierto por un tejido rayado, muchos libros en los estantes, un tocadiscos y discos amontonados. Encima de la chimenea, en la que la joven acababa de encender algunas astillas, se encontraba una fotografía enmarcada de Étienne Gouin.

—¿Me permite que me quite el abrigo?

—Con mucho gusto. Estaba poniéndome cómoda cuando usted llamó.

No era bonita. Sus rasgos no eran regulares, ni bien dibujados sus labios, pero parecía tener un cuerpo agradable.

—¿Le interrumpo los preparativos de la cena?

—No tiene importancia. Siéntese.

Le ofreció un sillón y ella se sentó, a su vez, en el borde del diván, recogiendo el extremo de la bata sobre sus piernas desnudas.

No le hacía ninguna pregunta y se limitaba a observarle, como lo hacen ciertas personas ante un personaje célebre al que, por fin, acaban por ver en carne y hueso.

—He preferido no molestarla en el hospital.

—Hubiera sido difícil, porque estaba en la sala de operaciones.

—¿Asiste a todas las operaciones del profesor?

—A todas.

—¿Desde hace mucho?

—Desde hace diez años. Antes, fui alumna suya.

—¿Es usted médico?

—Sí.

—¿Puedo preguntarle su edad?

—Treinta y seis años.

Respondía sin duda, con voz bastante neutra, aunque no por ello dejaba de reflejar cierta desconfianza, incluso hostilidad.

—He venido a verla para aclarar ciertos detalles. Puede suponerse que en una encuesta como la que yo conduzco es preciso verificarlo todo.

Ella esperaba la pregunta.

—El lunes por la tarde, si no me equivoco, fue usted a buscar a su jefe a la avenida Carnot, poco antes de las ocho.

—Es exacto. Cogí un taxi y llamé al profesor desde la portería para decirle que le esperaba abajo.

—¿Procede usted siempre de la misma forma?

—Sí. Sólo subo cuando hay arriba trabajo o documentos que recoger.

—¿Dónde esperó usted mientras bajaba el profesor?

—Junto al ascensor.

—¿Sabe, pues, lo que sucedió entretanto?

—Se detuvo unos minutos en el tercero. Me figuro que está usted al corriente.

—Lo estoy.

—¿Por qué no ha hecho la pregunta directamente al profesor?

Prefirió no responder.

—¿Se comportó como las demás tardes? ¿No parecía preocupado?

—Sólo por el estado de su paciente.

—¿No le dijo nada durante la marcha?

—Suele hablar poco.

—Llegaron ustedes a Cochin pocos minutos después de las ocho. ¿Qué ocurrió?

—Entramos inmediatamente en la habitación del enfermo, en compañía del médico de guardia.

—¿Pasaron allí toda la noche?

—No. El profesor permaneció cerca de media hora esperando una reacción que no se producía. Le dije que era preferible que fuese a acostarse.

—¿Qué hora sería cuando subió al cuarto?

—Ya sé que ha hecho usted preguntas en el hospital.

—¿Se lo ha dicho la enfermera-jefe?

—No tiene importancia.

—¿Qué hora era?

—Aún no habían dado las nueve.

—¿No subió con él?

—Permanecí junto al enfermo. Es un niño.

—Estoy enterado. ¿A qué hora bajó el profesor?

—Hacia las once fui a avisarle de que la reacción que esperaba se había producido.

—¿Entró usted en la habitación donde él se hallaba acostado?

—Sí.

—¿Estaba vestido?

—En el hospital siempre se echa vestido. Se había quitado solamente la americana y la corbata.

—Así pues, pasó usted todo el tiempo, entre las ocho y media y las once, a la cabecera del enfermo. De forma que su jefe tuvo la posibilidad de bajar por la escalera y dejar el hospital sin que nadie le viese.

Ella debía de esperar tal aseveración, pues el comisario la había formulado ya en el hospital y la joven, por lo que decía, estaba plenamente informada de su visita. A pesar de ello, el pecho de la mujer comenzó a agitarse a un ritmo más rápido. ¿Tendría preparada una respuesta?

—Es imposible, porque a las diez y cuarto subí para asegurarme de que el profesor no necesitaba nada.

Maigret, que la miraba a los ojos, afirmó, sin levantar la voz, poniendo en sus palabras un deje de dulzura:

—Miente usted, ¿verdad?

—¿Por qué dice eso?

—Porque siento que miente. Dése cuenta, señorita Decaux; sé que me es muy sencillo reconstruir, esta misma tarde, todos sus movimientos en el hospital. Aunque haya advertido incluso al personal, siempre hay alguien que se contradice y que acaba confesando la verdad. Usted no subió antes de las once.

—El profesor no abandonó el hospital.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Porque le conozco mejor que nadie.

Señaló el periódico de la tarde que se encontraba sobre la librería.

—Lo encontré en Neuilly, en una sala, y lo he leído. ¿Por qué soltó a ese muchacho?

Se refería a Pierrot, cuyo nombre, en mayúsculas, podía leer el comisario al revés.

—¿Está convencido de que no es el culpable?

—No estoy convencido de nada.

—Pero sospecha que fue el profesor quien asesinó a la chica.

En lugar de responder, Maigret preguntó:

—¿La conocía usted?

—Olvida que soy ayudante del profesor. Estaba presente cuando la operó.

—¿No la apreciaba usted?

—¿Por qué tenía que hacerlo?

Como el comisario continuaba con la pipa en la mano, agregó:

—Puede usted fumar, no me molesta.

—¿Es cierto que entre el profesor y usted existían relaciones más íntimas que las estrictamente profesionales?

—También le han dicho eso, ¿eh?

Y sonrió, con cierta condescendencia.

—¿Es usted muy burgués, señor Maigret?

—Depende de lo que usted entienda por ello.

—Me pregunto si tiene usted ideas basadas en la moral convencional.

—Hace treinta y cinco años que estoy en la policía, muchacha.

—En ese caso, no hable de relaciones íntimas. Las hay, relacionadas con nuestro trabajo. Lo demás, no tiene importancia.

—Eso quiere decir que entre ustedes no hay amor.

—En el sentido que usted lo entiende, no. Admiro al profesor Gouin más que a ningún otro ser en el mundo. Me esfuerzo en ayudarle en la medida de lo posible. Estoy junto a él durante diez, doce, y a menudo más horas del día, y mi compañía se ha hecho tan natural que, a veces, no se da cuenta de ella. En ocasiones, tenemos que esperar una noche entera para que en cierto paciente se manifiesten determinados síntomas. Cuando opera en provincias o en el extranjero, le acompaño. Soy la encargada de pagar los taxis, de concertar las citas y de telefonear a su mujer para anunciarle que el profesor no irá a casa.

»Hace mucho tiempo sucedió lo que suele ocurrir entre un hombre y una mujer que se hallan en contacto frecuente.

»Él no le concedió importancia. Ha hecho lo mismo con las enfermeras y con muchas otras.

—¿Tampoco usted le concedió importancia?

—Ninguna.

Miró fijamente al comisario, como desafiándole a contradecirla.

—¿No ha estado usted enamorada nunca?

—¿De quién?

—De algún hombre. Del profesor.

—En el sentido que usted le da, no.

—Pero le ha consagrado usted su vida, ¿no?

—Sí.

—¿La eligió a usted como ayudante cuando terminó su doctorado?

—Me ofrecí a ello. Acariciaba esta idea desde el momento en que había sido alumna suya.

—Me ha dicho usted que, al principio, ocurrieron entre ustedes ciertas cosas. ¿Quiere decir que después no volvió a suceder?

—Es usted un confesor excelente, señor Maigret. Sucede de vez en cuando.

—¿Aquí?

—Jamás ha venido aquí. No le veo subiendo a pie los cuatro pisos y entrando en esta casa.

—¿En el hospital?

—A veces. Otras, en su casa. Recuerde que hago las veces de secretaria y que frecuentemente paso el día en la avenida Carnot.

—¿Conoce bien a su mujer?

—Suelo verla a diario.

—¿Cuáles son sus relaciones?

Tuvo la impresión de que la mirada de Lucile Decaux se hacía más dura.

—Indiferentes —respondió.

—¿Por ambas partes?

—¿Qué intenta hacerme decir?

—La verdad.

—La señora Gouin me mira de la misma forma que mira a sus criados. Se esfuerza constantemente en persuadirme de que es la mujer del profesor. ¿La ha visto usted?

Maigret evitó la respuesta, una vez más.

—¿Por qué se casó con ella su jefe?

—Por no estar solo, supongo.

—Fue antes de que usted se convirtiese en su ayudante, ¿verdad?

—Varios años antes.

—¿Se lleva bien con ella?

—No es un hombre que suela discutir por nimiedades, y goza de una excepcional facultad para ignorar a las personas.

—¿Ignora a su mujer?

—Cena con ella cierto número de veces.

—¿Nada más?

—Eso creo.

—¿Por qué cree que se casó con ella?

—Cuando se casaron, ella no era más que una modesta enfermera, no lo olvide. El profesor pasaba por un hombre rico.

—¿Lo es?

—Gana muchísimo dinero. Pero ello no le preocupa.

—¿Posee, pues, una cierta fortuna?

Ella afirmó con la cabeza y cruzó las piernas, al tiempo que se ajustaba la bata.

—De forma que, en su opinión, el profesor no es feliz en el hogar.

—No es del todo exacto. Su mujer no podría hacerle desgraciado.

—¿Y Lulú?

—Lulú tampoco, en mi opinión.

—Si no estaba enamorado de ella, ¿cómo explica que durante dos años…?

—No puedo explicárselo. Debe usted comprenderlo por sí mismo.

—Alguien me ha dicho que «estaba loco por ella».

—¿Quién?

—¿Es falso?

—Es y no es cierto. Se había convertido en algo que le pertenecía.

—¿Se habría divorciado para casarse con ella?

Ella le miró con estupor y protestó:

—¡Jamás! Aparte de que nunca se hubiese complicado la vida con un divorcio.

—¿Ni para casarse con usted?

—Nunca ha pensado en ello.

—¿Y usted?

La joven enrojeció.

—Yo tampoco. ¿Qué habría obtenido con ello? Al contrario, habría perdido con el cambio. Dése cuenta de que soy yo quien lleva la mejor parte. No hace casi nada sin mí. Participo en su trabajo. Conozco sus obras según las va escribiendo y, a veces, soy yo misma quien le hago algunas búsquedas. No atraviesa París sin que yo esté a su lado.

—¿Tiene miedo el profesor a morir de repente?

—¿Por qué lo pregunta?

Parecía sorprendida por la perspicacia del comisario.

—Es cierto. Sobre todo desde que hace algunos años descubrió que su corazón no es perfecto. En aquel entonces consultó a varios compañeros. Quizá no lo sepa usted, pero a los médicos les asusta la enfermedad más que a sus propios pacientes.

—Lo sé.

—No me dijo nada a este propósito, pero poco a poco, adquirió la costumbre de no permanecer nunca solo.

—¿Si le sucediese un ataque, en taxi, por ejemplo, qué podría usted hacer?

—Casi nada. Pero le comprendo.

—En suma, lo que le asusta es la idea de morir solo.

—¿Por qué razón exacta vino usted a verme, señor comisario?

—Quizá para no molestar a su jefe inútilmente. Su amante fue asesinada el lunes por la noche.

—No me gusta esa palabra. Es inexacta.

—La utilizo en el sentido que generalmente se da al término. Gouin tuvo la posibilidad material de cometer el crimen. Como ha admitido usted hace un rato, permaneció solo en el piso cuarto del hospital, entre las nueve y cuarto y las once. Nada le impidió bajar a la calle y llegar hasta la avenida Carnot.

—En primer lugar, si usted le conociese no se le ocurriría la idea de que el profesor pueda matar a alguien.

—¡Sí! —replicó él.

Fue tan categórico que ella le miró asombrada, sin atreverse a protestar.

—¿Qué quiere decir?

—Admite usted que su trabajo, su carrera, sus búsquedas científicas, su actividad médica o docente, todo ello es lo único que a él le importa.

—En cierta medida.

—En una medida mucho mayor que a nadie, que yo haya conocido en mi vida. Refiriéndose a él, hoy me han hablado de «una fuerza de la naturaleza».

En esta ocasión, ella no preguntó quién.

—Las fuerzas de la naturaleza no se preocupan de los estragos que cometen. Si Lulú, por una u otra razón, se había convertido en una amenaza para su actividad…

—¿De qué forma podía haber amenazado la actividad del profesor?

—¿Sabía usted que estaba en estado?

—¿Cambia eso la situación?

No había parecido sorprenderse.

—¿Lo sabía?

—El profesor me habló de ello.

—¿Cuándo?

—El sábado último.

—¿Está segura de que fue el sábado?

—Completamente. Volvíamos del hospital, en taxi. Me dijo, como me dice muchas cosas, sin darle importancia y como si se hablase a sí mismo: «Creo que Louise está embarazada».

—¿Qué aspecto tenía?

—Ninguno. Más bien irónico, según acostumbra. Ya ve, hay muchas cosas a las que la gente concede gran importancia, y él no.

—Lo que me sorprende es que le haya hablado a usted de ello el sábado si Lulú no lo supo hasta el lunes, a las seis.

—Se olvida usted de que es médico y de que se acostaba con ella.

—¿Cree que hablaría de ello también con su mujer?

—No lo creo.

—Imagínese que a Louise Filon se le metiera en la cabeza la idea de casarse.

—No creo que se le ocurriese tal idea. Pero, incluso en ese caso, él no la hubiese matado. Ha equivocado la pista, señor comisario. No quiero decir con ello que haya puesto en libertad al verdadero culpable. Tampoco veo la razón por la que ese Pierrot haya podido matar a la muchacha.

—Por amor, si ella le había amenazado con no verle más.

Ella se encogió de hombros.

—Va usted demasiado lejos.

—¿Tiene usted alguna idea?

—No me he preocupado de ello.

El comisario se levantó para vaciar la pipa en la chimenea y, maquinalmente, como si se encontrase en su casa, cogió las tenazas para arreglar los leños.

—¿Piensa en su mujer? —preguntó, de espaldas, con tono indiferente.

—No pienso en nadie.

—¿No la aprecia?

¿Cómo iba a apreciarla? Germaine Gouin era una simple enfermera, hija de pescadores, que se había convertido de la noche a la mañana en la mujer legítima del profesor, mientras ella, Lucile Decaux, que le había consagrado su vida y que era capaz de ayudarle en sus trabajos, no era más que su ayudante. Cada tarde, al regresar del hospital, salían juntos de un taxi, pero sólo para decirle adiós y despedirse de él en el portal, para regresar a su piso de la calle de las Acacias, mientras él subía para encontrarse con su mujer.

—¿Sospecha usted de ella, señorita Decaux?

—No he dicho eso.

—Pero lo piensa.

—Pienso que se preocupa usted demasiado en averiguar los actos y los pasos de mi jefe durante la noche del lunes, y que se preocupa en cambio muy poco de los de ella.

—¿Y usted qué sabe?

—Sé, por lo menos, y no importa cómo, que pasó la tarde del lunes con su hermana. ¿Conoce usted a Antoinette?

—Personalmente no. El profesor me ha hablado de ella.

—¿No la apreciaba?

—Es ella quien le odia. Me dijo en cierta ocasión que siempre que se ven, él espera que ella le escupa.

—¿No sabe nada más de la señora Gouin?

—¡Nada! —respondió ella secamente.

—¿Tiene algún amante?

—No, que yo sepa. Además, no es asunto mío.

—¿Cree que, de ser ella culpable, dejaría que condenasen a su marido?

No respondió y Maigret sonrió imperceptiblemente.

—Confiese que si ella hubiese matado a Lulú y nosotros lo probamos, no se disgustaría usted.

—De lo único que estoy segura, es de que el profesor no la ha matado.

—¿Le habló del crimen?

—El martes por la mañana, no. Aún no estaba al corriente. Por la tarde me dijo incidentalmente que esperaba que la policía le citase para hablar con él.

—¿Y después?

—Ha hecho varias veces alusión a ello.

—¿No le afectó la muerte de Louise?

—Si le afectó, no lo dejó entrever. Estaba como de costumbre.

—Me figuro que no tiene nada más que decirme. ¿Le habló alguna vez de Pierre Eyraud, el músico?

—Jamás.

—¿Nunca se le ocurrió que pudiese sentirse celoso?

—No es de la clase de hombres que pueda sentirse celoso.

—Le doy las gracias, muchacha, y le ruego me perdone el que le haya retrasado la cena. Si llega a acordarse de algo interesante, llámeme por teléfono.

—¿No piensa ver a mi jefe?

—Aún no lo sé. ¿Está libre esta tarde en su casa?

—Es su único día libre de la semana.

—¿En qué lo emplea?

—En trabajar, como siempre. Tiene pendientes de repasar las pruebas de su último libro.

Maigret se puso el abrigo, suspirando.

—Es usted una muchacha nada común —dijo, como para sí mismo.

—No tengo nada extraordinario.

—Buenas noches.

—Buenas noches, señor Maigret.

Le acompañó hasta el descansillo y esperó hasta verle desaparecer. El comisario encontró fuera el coche negro, cuyo chófer le abrió la puerta.

Estuvo a punto de darle la dirección de la avenida Carnot. Tarde o temprano tendría que decidirse por hablar con el profesor Gouin. ¿Por qué lo iría dejando siempre para más adelante? Estaba dando vueltas a su alrededor, sin atreverse a acercarse a él, como si la personalidad del profesor le impresionase.

—¡Al Quai!

A aquella hora, Étienne Gouin estaría cenando con su mujer. Al pasar, Maigret observó que no había luz en la parte derecha del piso.

Había un punto, por lo menos, en el que su secretaria se engañaba. En contra de lo que había afirmado, las relaciones conyugales entre los Gouin eran menos neutrales de lo que ella creía. Lucile Decaux afirmaba que el profesor no hablaba de sus asuntos con su mujer. Sin embargo, la señora Gouin había proporcionado al comisario detalles que sólo a través de su marido podía conocer.

¿Le habría dicho a ella también que suponía a Lulú encinta?

Ordenó detener el coche en la parte más alta de la avenida, junto a una taberna en la que ya otra vez bebió un coñac. Aquella tarde el ambiente estaba menos frío y pidió otra cosa, un ajenjo, aunque no fuese precisamente la hora de beber un aguardiente seco, simplemente porque lo había bebido la víspera. En el Quai des Orfèvres se divertían a su costa por esta manía. Si comenzaba una encuesta con calvados, por ejemplo, la continuaba con calvados, de forma que había encuestas de cerveza, de vino tinto, de coñac, hasta de whisky.

Estuvo a punto de telefonear al despacho para saber si había alguna nueva noticia y marcharse luego directamente a su casa. Cambió de opinión simplemente porque la cabina estaba ocupada.

No habló durante el camino.

—¿Me necesita aún? —le preguntó el chófer, al llegar al patio de la P. J.

—Vas a llevarme al bulevar Richard dentro de un rato. A no ser que hayas terminado ya tu servicio.

—No termino hasta las ocho.

Subió, encendió su despacho y vio cómo se abría la puerta inmediatamente después para dar paso a Lucas.

—Ha telefoneado Janin. Estaba enfadado porque no se le haya avisado de que Pierrot ha sido puesto en libertad.

Todo el mundo se había olvidado de Janin, que había continuado sus pesquisas en el barrio de la Chapelle, hasta que se enteró por los periódicos de que el músico había sido puesto en libertad por el propio Maigret.

—Ha preguntado si debía continuar la guardia.

—No vale la pena. ¿Algo más?

Lucas abría la boca en el momento en que sonó el teléfono. Maigret lo descolgó.

—Comisario Maigret al habla —dijo, arqueando las cejas.

Y, acto seguido, Lucas comprendió que era importante.

—Aquí, Étienne Gouin —pronunciaron al otro extremo del teléfono.

—Dígame.

—Acabo de enterarme de que ha interrogado usted a mi secretaria.

Lucile Decaux había llamado a su jefe para ponerle al corriente.

—Es cierto —respondió Maigret.

—Me hubiera parecido más correcto, si necesitaba informes a mi respecto, que se hubiera dirigido a mí directamente.

Lucas tuvo la impresión de que Maigret se airaba un poco, de que hacía un esfuerzo para recuperar su sangre fría.

—Es una cuestión de apreciación —respondió secamente.

—Ya sabe usted dónde vivo.

—Lo sé muy bien. Iré a verle.

Se hizo el silencio al otro extremo del hilo. El comisario percibió vagamente una voz de mujer. Era probablemente la señora Gouin, que decía algo a su marido y éste preguntó:

—¿Cuándo?

—Dentro de una hora u hora y media. Aún no he cenado.

—Le esperaré.

Colgó.

—¿El profesor? —preguntó Lucas.

—Quiere ser interrogado. ¿Estás libre?

—¿Para ir con usted?

—Sí. Antes iremos a cenar algo.

Se sentaron en el Dauphine, en la mesa en la que el comisario había comido tantas veces que se la conocía por «la mesa Maigret».

Durante todo el tiempo que duró la cena no dijo una sola palabra.