Capítulo VI

Desde un punto de vista técnico, Antoinette no estaba, en cierta forma, demasiado equivocada.

Cuando Maigret llegó al hospital Cochin, en el barrio de Saint-Jacques, Étienne Gouin se había marchado ya a la clínica Saint-Joseph, en Passy, en compañía de su ayudante. El comisario ya se lo esperaba, pues eran más de las once. No había ido allí para encontrarse con el profesor. Quizá, en el fondo, sin saber muy bien por qué, el comisario no deseaba hallarse aún frente a él.

El servicio de Gouin estaba en el segundo piso y Maigret tuvo que hablar un buen rato con la secretaria antes de que le dejasen subir. Encontró un largo pasillo, mucho más animado de lo que esperaba, cruzado por enfermeras. A la que se dirigió, que salía de una de las salas, tenía un aspecto menos atareado que las demás y era una mujer de cierta edad, de cabello ya emblanquecido.

—¿Es usted la enfermera-jefe?

—La enfermera-jefe de día.

Le dijo quién era y añadió que deseaba hacerle algunas preguntas.

—¿A qué respecto?

Dudó en declarar que se referían al profesor. La enfermera le había conducido hasta la puerta de un despachito, pero no le invitaba a entrar en él.

—¿Aquella sala que queda al extremo del pasillo, es la de operaciones?

—Una de las salas de operaciones.

—¿Qué ocurre cuando uno de los cirujanos pasa parte de la noche en el hospital?

—No comprendo. ¿Quiere decir cuando un cirujano viene a efectuar una operación?

—No. Si no me equivoco, suelen venir aquí por otras razones, por vigilar a un enfermo o para cerciorarse del resultado de una operación. ¿No es así?

—Suele ser, desde luego.

—¿Dónde permanecen?

—Depende.

—¿De qué?

—Del tiempo que estén aquí. Si es por poco tiempo, se instalan en mi despacho o van y vienen por el pasillo. Si, por el contrario, se trata de esperar durante horas por si se hace preciso actuar con urgencia, suben arriba, con los internos, donde tienen dos o tres habitaciones a su disposición.

—¿Suben por la escalera?

—O toman el ascensor. Las habitaciones están en el piso cuarto. La mayor parte del tiempo, los médicos reposan hasta que se precisa de ellos.

La enfermera se preguntaba visiblemente a qué venía todo aquello. Los periódicos no habían impreso el nombre de Gouin en relación con la muerte de Lulú. Y probablemente ella ignoraba sus relaciones con la muchacha.

—¿Puedo hablar con alguien que se encontrara aquí anteayer por la tarde?

—¿Después de las ocho?

—Sí. Me refiero a la noche entre el lunes y el martes.

—Las enfermeras que puede encontrar ahora se hallan en mi caso. Pertenecen al equipo de día. Puede que alguno de los internos haya estado de servicio. Espere.

Entró en dos o tres salas y volvió, al fin, en compañía de un muchacho pelirrojo y huesudo, que lucía unas verrugas enormes.

—Alguien de la policía —presentó la enfermera antes de sentarse en su despacho, a donde no les invitó a pasar.

—Comisario Maigret —precisó éste.

—Me había parecido reconocerle. ¿Desea algún informe?

—¿Estuvo usted aquí durante la noche del lunes al martes?

—Una gran parte de la noche. El profesor Gouin operó a un niño el lunes por la tarde. Era un caso muy difícil y me rogó que vigilara al paciente constantemente.

—¿No vino él en persona?

—Pasó parte de la tarde en el hospital.

—¿Estuvo en este piso con usted?

—Llegó poco después de las ocho en compañía de su secretaria. Entramos juntos en la habitación del enfermo y esperamos durante un buen rato a que se produjese algo que esperábamos. ¿Le interesan los detalles técnicos?

—No los comprendería, seguramente. ¿Permanecieron una hora, o dos, junto al enfermo?

—Menos de una hora. La señorita Decaux insistió en que el profesor fuese a descansar, porque la noche anterior había operado un caso urgente. El profesor acabó por subir para echarse un rato.

—¿Cómo estaba vestido?

—No iba a operar, ni tenía por qué hacerlo. Siguió vestido de calle.

—¿Le hizo a usted compañía la señorita Decaux?

—Sí. Estuvimos charlando. Un poco antes de las once, bajó el profesor. Yo había visitado al paciente cada cuarto de hora. Volvimos a estar juntos y, como el peligro parecía haber desaparecido, el profesor decidió volverse a casa.

—¿Con la señorita Decaux?

—Entran y salen casi siempre juntos.

—De forma que, desde las nueve menos cuarto hasta las once, el profesor se encontró solo en el cuarto piso.

—Solo en una habitación, si acaso. Pero no veo cuál pueda ser el motivo de todas estas preguntas.

—¿Pudo bajar, mientras tanto, sin que ustedes le vieran?

—Por la escalera, sí.

—¿Habría podido pasar por delante de la conserjería sin que reparasen en él?

—Es posible. No se fijan mucho en los médicos que entran y salen, sobre todo por la noche.

—Muchas gracias. ¿Quiere darme su nombre?

—Mansuny. Raoul Mansuny.

A esto se debía el que la hermana de la señora Gouin no estuviese, en cierta forma, demasiado equivocada. Étienne Gouin había tenido tiempo material para dejar el hospital, llegar hasta la avenida Carnot y regresar sin que nadie se hubiese dado cuenta de su ausencia.

—Supongo que no puedo saber por qué… —comenzó a decir el médico interno cuando Maigret se alejaba.

El comisario dijo que no con la cabeza y descendió, atravesó el jardín del hospital y subió al cochecito negro de la P. J., que le esperaba aparcado junto a la acera. Cuando llegó al Quai des Orfèvres no se le ocurrió echar su habitual vistazo a la gente que aguardaba en la sala de espera. Antes de entrar en su despacho entró en el de los inspectores, donde Lucas se levantó para hablarle.

—Tengo noticias de Béziers.

Maigret casi había olvidado al padre de Louise Filon.

—Murió de una cirrosis hepática hace tres años. Antes trabajaba, eventualmente, en el alcantarillado de la ciudad.

Nadie se había presentado aún para reclamar la herencia de Louise, si es que la había.

—Un tal Louis le espera desde hace media hora.

—¿Un músico?

—Eso creo.

—Hágale pasar a mi despacho.

Maigret entró en él, se quitó el abrigo y el sombrero, se sentó en su puesto y cogió una de las pipas. Poco después entraba el acordeonista, con aspecto inseguro, mirando a su alrededor como si esperase caer de un momento a otro en una trampa.

—Déjanos solos, Lucas.

Y a Louis:

—Si lo que tiene que decirme le va a llevar algún tiempo, haría mejor quitándose el abrigo.

—No vale la pena. Pierrot me ha telefoneado.

—¿Cuándo?

—Esta mañana, poco después de las nueve.

Observaba al comisario, dudó, acabó preguntando:

—¿Mantiene su palabra?

—¿Sobre lo que le dije ayer? Por supuesto. Si Pierrot es inocente, no tiene nada que temer.

—Él no la mató. A mí me lo hubiera dicho. Le di su encargo, le dije que usted estaba dispuesto a verse con él donde él quisiese y que luego podría marcharse otra vez.

—Dejemos las cosas claras. No quiero que haya un malentendido. Si le considero inocente, se encontrará en completa libertad. Si le creo culpable, o si tengo dudas, le dejaré marcharse en ese momento, pero inmediatamente después intensificaré su búsqueda.

—Es poco más o menos lo que yo le he dicho.

—¿Qué ha respondido?

—Que está dispuesto a verle inmediatamente. No tiene nada que ocultar.

—¿Vendrá aquí?

—A condición de no caer en manos de periodistas y fotógrafos. A condición también de poder llegar hasta aquí sin que los policías le pisen los talones.

Louis hablaba despacio, pensando las palabras, sin apartar la mirada del rostro de Maigret.

—¿Podría ser ahora mismo? —preguntó el comisario.

Miró la hora. No eran aún las doce. Entre las doce y las dos, las oficinas del Quai des Orfèvres estaban tranquilas, casi desiertas. Era el mejor momento del día para poder celebrar un interrogatorio delicado.

—Puede estar aquí dentro de media hora.

—En tal caso, atienda. Supongo que tendrá dinero encima. Que coja un taxi y lo mande aparcar frente al Depósito, en el Quai de l’Horloge, donde no suele haber nadie. Allí le esperará uno de mis inspectores que lo traerá hasta este despacho por el Palacio de Justicia.

Louis se levantó y miró durante un rato a Maigret, consciente de la responsabilidad que contraía con respecto a su amigo.

—Le creo —terminó diciendo—. Dentro de media hora, una a lo sumo.

Cuando hubo salido, Maigret telefoneó a la cervecería Dauphine y encargó que le subieran algo de comer.

—Para dos personas. Y ponga cuatro cervezas.

Luego llamó a su mujer para advertirle que no iría a comer.

Finalmente, por deber de conciencia, se dirigió hacia el despacho del jefe para ponerle al corriente de lo que iba a hacer.

—¿Le cree usted inocente?

—Hasta que no se pruebe lo contrario. Si fuese culpable, no tendría por qué venir a verme. O sería un tipo de muchos recursos.

—¿El profesor?

—No lo sé. Aún no sé nada.

—¿Ha hablado con él?

—No. Janvier charló con él un rato.

El jefe superior se dio cuenta de que era inútil hacer más preguntas. Maigret tenía el aire huraño y pesado que tan bien conocían a veces en el Quai des Orfèvres. En tales ocasiones, el comisario se mostraba menos locuaz que nunca.

—La muchacha estaba en estado —se limitó a decir, como si aquello le intranquilizase.

Volvió junto a los inspectores. Lucas no se había ido todavía a comer.

—Me figuro que el taxi no habrá aparecido aún.

—No aparecerá hasta esta tarde. Los taxistas que hacen el servicio nocturno duermen por las mañanas.

—Sería mejor buscar dos taxis.

—No comprendo.

—Hay alguna posibilidad de que el profesor cogiera uno, poco antes de las diez, para dirigirse a la avenida Carnot, y luego regresara en otro al hospital.

—Lo verificaremos.

El comisario buscó con la mirada al inspector idóneo para enviarle al Depósito y acabó eligiendo al joven Lapointe.

—Te vas a colocar en la acera de enfrente al Depósito. Al cabo de un rato verás que alguien desciende de un taxi. Es el saxofonista.

—¿Se entrega?

—Viene a hablar conmigo. Me lo subes, con cortesía. Procura no amedrentarle. Tráele por los pasillos interiores del Palacio. Le he prometido que no se tropezaría con los periodistas.

Siempre los había por los pasillos, pero era fácil alejarles por un rato.

Cuando entró de nuevo en su despacho, los bocadillos y la cerveza descansaban sobre la mesa. Bebió una de las cervezas, pero no comió. Durante un cuarto de hora contempló el paso de las barcazas sobre el agua gris del Sena.

Por último oyó los pasos de dos hombres en el pasillo. Acudió a abrir la puerta e indicó a Lapointe que podía marcharse.

—Pase, Pierrot.

Éste, pálido, con los ojos enrojecidos, estaba visiblemente emocionado. Igual que su camarada, comenzó mirando a su alrededor, como si esperase una trampa.

—Sólo estamos los dos en la habitación —le aseguró Maigret—. Déme su abrigo.

Lo colocó sobre el respaldo de una silla.

—¿Una cerveza?

Se la ofreció, y tomó otra para sí.

—Siéntese. Creí que no vendría.

—¿Por qué?

Su voz estaba enronquecida, como la de alguien que no ha dormido en toda la noche y que ha estado fumando cigarrillo tras cigarrillo. Los dedos de su mano derecha estaban dorados por el tabaco. No se había afeitado. Probablemente no habría podido hacerlo en el agujero donde había estado agazapado.

—¿Ha comido usted?

—No tengo apetito.

Parecía más joven de lo que era y estaba tan nervioso que el mirarle cansaba. Hasta sentado, continuaba temblando de pies a cabeza.

—Ha prometido usted… —comenzó.

—Mantendré mi palabra.

—He venido aquí de propio grado.

—Ha hecho usted bien.

—Yo no maté a Lulú.

De pronto, cuando Maigret menos lo esperaba, estalló en sollozos. Debía de ser la primera vez que se desahogaba, desde que había sabido la muerte de su amiga. Lloraba como un niño, ocultando el rostro entre las manos, y el comisario se guardaba muy bien de intervenir. Probablemente, desde que había leído el periódico en el restaurante de Barbés, Pierrot sólo había pensado en la amenaza que recaería sobre él y no, como ahora por vez primera, en ella.

Se había convertido, minuto a minuto, en un hombre perseguido, que se jugaba su libertad, o su cabeza.

Ahora, sentado frente a la policía en el Quai des Orfèvres, la pesadilla había terminado y su tensión se relajaba.

—Le juro que no la maté… —repetía.

Maigret le creyó. No eran la voz ni la actitud de un culpable. Louis tenía razón cuando aseguraba, la víspera, que Pierrot era un ser débil que se las daba de duro.

Más que un golfo parecía, con su cabello rubio, sus ojos claros y su rostro casi de muñeca, un empleado de oficina al que uno imaginaba paseando con su mujer el domingo por la tarde, a lo largo de los Champs-Elysées.

—¿Ha creído de verdad que podía ser yo?

—No.

—Entonces, ¿por qué lo dijo a los periódicos?

—No dije nada. Los periodistas escriben de su propia cosecha. Además, las circunstancias…

—Yo no la maté.

—Ahora, cálmese. Fume, si le apetece.

La mano de Pierrot temblaba aún cuando encendió el cigarrillo.

—Hay una pregunta que debo hacerle antes de nada. Cuando usted fue a la avenida Carnot, el lunes por la tarde, ¿vivía aún Louise?

Pierrot abrió los ojos y casi gritó:

—¡Claro!

Era probablemente cierto. De no ser así, no habría esperado hasta leer el periódico al día siguiente y esconderse entonces.

—¿Cuando ella le telefoneó al Grelot, no se imaginaba usted lo que quería decirle?

—En lo más mínimo. Estaba muy excitada y quería hablarme en seguida.

—¿Qué pensó usted?

—Que había tomado una decisión.

—¿Cuál?

—Plantarlo todo.

—¿El qué?

—Al viejo.

—¿Le había pedido usted que lo hiciese?

—Hace dos años que le suplicaba que se viniera a vivir conmigo.

Añadió, con aire de desafiar al comisario, de desafiar al mundo entero.

—¡La quería!

No había énfasis en su voz. Al contrario, silabeó la frase.

—¿Insiste en que no le apetece comer algo?

Esta vez, Pierrot cogió maquinalmente uno de los bocadillos, y Maigret tomó otro. Así era mejor. Ambos comieron y aquello descargó la atmósfera. No se oía ningún ruido en los despachos y sólo, a lo lejos, el tac-tac de una máquina de escribir.

—¿Le había pedido Lulú, en otra ocasión, que fuese a la avenida Carnot estando usted trabajando?

—No. A la avenida Carnot, no. En otra circunstancia, vivía en la calle de La Fayette y se encontró de pronto enferma… Se trataba sólo de una mala digestión, pero ella tenía miedo… Siempre tenía miedo a morir…

Debido a aquella palabra, a las imágenes que evocaba, sus ojos parecieron humedecerse y tardó un rato antes de volver a morder el bocadillo.

—¿Qué le dijo el lunes por la tarde? Un momento. Antes de responder a mi pregunta dígame si tiene usted una llave del piso.

—No.

—¿Por qué?

—No lo sé. Por ninguna razón especial. Apenas iba allí, y cuando iba estaba ella para abrirme.

—De acuerdo. Usted llamó y ella le abrió.

—No tuve tiempo de llamar. Me esperaba y apenas hube cerrado la puerta del ascensor cuando ella abrió ya la puerta.

—Creí que estaba acostada.

—Se había acostado antes. Debió de llamarme desde la cama. Se había levantado un poco antes de que yo llegara y tenía puesta una bata.

—¿Le pareció que estaba en su estado normal?

—No.

—¿Cómo estaba?

—Es difícil decirlo. Tenía el aspecto de haber reflexionado mucho y de ir a tomar una decisión. Al verla, sentí miedo.

—¿De qué?

El músico dudó.

—¡Allá penas! —acabó murmurando—. Tuve miedo por culpa del viejo.

—Supongo que se refiere usted al doctor Gouin, ¿no?

—Sí. Esperaba siempre que hubiese decidido divorciarse de su mujer para casarse con Lulú.

—¿Le había hablado de ello a Lulú?

—Si lo había hecho, a mí no me lo dijo.

—¿Deseaba ella casarse con él?

—No lo sé. No lo creo.

—¿Le amaba a usted?

—Me figuro que sí.

—¿No está seguro?

—Supongo que las mujeres no son como los hombres.

—¿Qué quiere decir?

No precisó su idea, quizá porque fuese incapaz, y se limitó a encogerse de hombros.

—Era una pobre muchacha —murmuró para sí.

Los bocados pasaban con dificultad por su garganta, pero seguía comiendo.

—¿Dónde estaba sentada cuando usted llegó?

—No estaba sentada. Se hallaba demasiado agitada para sentarse. Se puso a dar vueltas y me dijo, sin mirarme: «Tengo algo muy importante que anunciarte». Luego, como para quitarse un gran peso de encima, soltó de golpe: «Estoy en estado».

—¿Parecía agradarle?

—Ni agradarle, ni desagradarle.

—¿Pensó usted que el niño era de usted?

No se atrevió a responder, pero su actitud dejaba ver que para él aquello era evidente.

—¿Qué respondió usted?

—Nada. Me quedé de una pieza. Intenté abrazarla.

—¿Ella no se lo permitió?

—No. Continuó dando vueltas. Dijo, poco más o menos: «No sé qué voy a hacer. Esto lo cambia todo. ¡Puede ser tan importante! Si se lo dijese…».

—¿Se refería al profesor?

—Sí. No sabía si confesarle la verdad o no. No estaba muy segura de su reacción.

Y Pierrot, que había terminado su bocadillo, suspiró desanimado:

—No sé cómo explicárselo. Me acuerdo de todos los detalles, y al mismo tiempo todo está confuso. No me imaginaba que aquello sucediese así.

—¿Qué había esperado usted?

—Que ella se lanzase en mis brazos y me anunciase que había decidido venirse conmigo.

—¿Y no se le había ocurrido tal idea?

—Quizá. Estoy casi seguro de que sí. Lo deseaba. Al principio, cuando salió del hospital, pretendía que estaba obligada a actuar de aquella forma por reconocimiento.

—¿Consideraba que había contraído una deuda con el profesor Gouin?

—Él le había salvado la vida. Dedicóse a cuidarla más horas de las que había dedicado a ninguno de sus enfermos.

—¿Y usted lo creyó?

—¿El qué?

—El reconocimiento de Lulú.

—Le dije que no tenía por qué estar obligada a ser su amante. Ya tenía él bastantes.

—¿Cree que el profesor estaba enamorado de ella?

—Con seguridad. Le tenía chiflado.

—¿Y usted?

—Yo la quería.

—En definitiva, ¿por qué le había llamado a usted aquella noche?

—También me lo he preguntado yo.

—Fue a las cinco y media de aquella tarde cuando tuvo la certeza de que estaba en estado, según le aseguró un médico de la calle de Dames. ¿No había podido llamarle en aquel momento?

—Sí. Sabía dónde solía cenar, antes de entrar en el Grelot.

—Volvió a su casa. Luego, más tarde, entre las siete y media y las ocho, el profesor pasó a verla.

—Me lo dijo.

—¿Le dijo también si había comunicado la noticia al profesor?

—No le dijo absolutamente nada.

—Cenó y se acostó. Es probable que no hubiera dormido. Y hacia las nueve le llamó a usted.

—Sé que no tiene ningún sentido. Yo mismo he pensado en ello y no encuentro ninguna explicación. Lo único que sé con certeza es que yo no la maté.

—Respóndame con franqueza a esta pregunta, Pierrot: si el lunes por la noche Lulú le hubiera dicho a usted que no deseaba verle más, ¿la hubiese matado?

El joven le miró con una vaga sonrisa en los labios.

—¿Quiere que me ponga la soga al cuello?

—No le obligo a responder.

—Quizá la hubiera matado. Pero, en primer lugar, ella no me lo dijo. Y en segundo, yo no tenía pistola.

—Tenía usted una cuando fue detenido por última vez.

—Hace muchos años de eso, y la policía no me la devolvió. Desde entonces no he tenido otra. Iba a añadir que no la hubiera matado así.

—¿Cómo lo hubiera hecho?

—No lo sé. Quizá la hubiese golpeado o la hubiese estrangulado.

Miró al suelo, a sus pies, y tardó un rato antes de añadir con voz más baja:

—Quizá no hubiese hecho nada. Hay cosas como ésa que se piensan cuando uno duerme y que luego no se realizan nunca.

—¿Se le ha ocurrido, durmiendo, matar a Lulú?

—Sí.

—¿Porque se sentía celoso del profesor?

Se encogió nuevamente de hombros, como significando sin duda que no era eso exactamente, y que la verdad era mucho más complicada.

—Antes de que apareciese Gouin, usted era ya amante de Louise Filon y, por lo que sé, usted no le prohibió el que ella ejerciese la prostitución.

—Es distinto.

Maigret se esforzaba en atrapar al máximo posible la verdad, pero se daba cuenta de que la verdad absoluta era inalcanzable.

—¿Se aprovechó usted del dinero del profesor?

—¡Nunca! —respondió, tan vivamente y con tan brusco movimiento de cabeza que pareció como si acabara de picarle una víbora.

—¿No le hacía Louise regalos?

—Tonterías, corbatas, zapatos, cosas por el estilo.

—¿Y usted los aceptaba?

—No quería apenarla.

—¿Qué hubiera hecho usted si hubiese dejado a Gouin?

—Hubiéramos vivido juntos.

—¿Como antes?

—No.

—¿Por qué?

—Porque aquello nunca me gustó.

—¿De qué habrían vivido?

—Yo me gano la vida.

—Mal, por lo que Louis me ha dicho.

—Está bien, mal. Pero no pensaba quedarme en París.

—¿Dónde pensaba ir?

—A cualquier parte, a América del Sur o al Canadá.

Era, pues, más joven de carácter de lo que Maigret había imaginado.

—¿Le gustaban tales proyectos a Lulú?

—A veces le atraían, y entonces aseguraba que nos iríamos dentro de uno o dos meses.

—Me figuro que hablaría así por las noches.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Y por las mañanas veía las cosas más negras.

—Tenía miedo.

—¿De qué?

—De morir de hambre.

Por fin llegaban a ello. Y en Pierrot nacía un resentimiento que no podía ocultar.

—¿No cree usted que era por eso, precisamente, por lo que permanecía ligada al profesor?

—Quizá.

—Pasó hambre en su vida, ¿no es cierto?

El joven respondió, desafiante:

—¡Yo también!

—Pero era ella la que tenía miedo de volver a pasar hambre.

—¿Qué quiere probar con ello?

—Nada, por ahora. Intento comprender, simplemente. Sólo hay un hecho seguro: el lunes por la noche, alguien disparó un tiro a quemarropa a Lulú. Usted asegura que no fue, y yo le creo.

—¿Está seguro de que me cree? —preguntó Pierrot con desconfianza.

—Hasta que no se demuestre lo contrario.

—¿Me dejará marchar?

—Cuando hayamos terminado esta entrevista.

—¿Detendrá sus pesquisas, ordenará a sus hombres que me dejen tranquilo?

—Le permitiré, incluso, que vuelva a ocupar su puesto en el Grelot.

—¿Y los periódicos?

—Enviaré inmediatamente un comunicado diciendo que usted se ha presentado espontáneamente en la P. J. y que, tras sus explicaciones, yo mismo le he puesto en libertad.

—Eso quiere decir que ya no soy sospechoso.

—Yo añadiría que no hay ningún indicio contra usted.

—Eso está mejor.

—¿Tenía Lulú algún arma?

—No.

—Ha dicho usted, hace un instante, que tenía miedo.

—A la vida, a la miseria, no a las personas. No le hubiera servido para nada una pistola.

—¿No permaneció con ella más de un cuarto de hora, el lunes por la noche?

—Tenía que regresar al Grelot. Además, no me gustaba quedarme allí sabiendo que el viejo podía entrar de un momento a otro. Tenía llave.

—¿Había sucedido eso alguna vez?

—Una vez, sí.

—¿Qué ocurrió?

—Nada. Sucedió una tarde, a una hora en la que él no había entrado nunca en casa de Lulú. Nos habíamos citado a las cinco en la calle, pero ocurrió algo que me impidió a mí acudir a la cita. Como me encontraba en el barrio, subí a verla. Estábamos los dos en el salón, charlando tranquilamente, cuando oímos la llave que giraba en la cerradura. Entró. Yo no me oculté. No me miró. Avanzó hasta el centro de la habitación, con el sombrero en la mano y esperó sin decir una sola palabra. Algo así como si yo no fuese un ser humano.

—Resumiendo, ignora usted la verdadera razón por la que Lulú le hizo acudir a su casa el lunes por la noche, ¿no es eso?

—Me figuro que tenía necesidad de hablar con alguien.

—¿Cómo finalizó su entrevista?

—Me dijo: «Quería que lo supieses. No sé aún lo que voy a hacer. De todas formas, es difícil de preverlo. Piensa tú, por tu parte».

—¿No había hablado nunca Lulú de casarse con el profesor?

Se quedó pensativo, como buscando por algún rincón de su memoria.

—Una vez que nos encontrábamos en un restaurante del bulevar Rochechouart y que hablábamos de una prostituta, a la que nosotros conocíamos y que acababa de casarse, ella dijo de pronto: «En cuanto me diese la gana, él se divorciaría para casarse conmigo».

—¿La creyó usted?

—Probablemente, lo habría hecho. A esa edad, los hombres son capaces de todo.

Maigret esbozó una sonrisa.

—No le pregunto dónde ha estado usted escondido desde ayer por la tarde.

—No se lo diría. ¿Estoy libre?

—Completamente.

—Si salgo, ¿no me detendrán sus hombres?

—Haría mejor, efectivamente, permaneciendo oculto en el barrio durante un par de horas, para que yo pueda dar en tanto las órdenes oportunas. Hay una cervecería en la plaza Dauphine donde usted estará tranquilo.

—Déme el abrigo.

Parecía más fatigado que cuando entró, pues ya no eran los nervios los que le sostenían.

—Sería preferible que cogiese usted una habitación en el primer hotel que encuentre y que se acostase.

—No dormiría. —Al llegar al umbral, se volvió—. ¿Qué van a hacer…?

Maigret comprendió.

—Si nadie la reclama…

—¿Puedo reclamarla yo?

—A falta de familia…

—¿Me orientará sobre lo que debo hacer?

Quería que Lulú tuviese un entierro decente, presidir el duelo en compañía de sus amigos del cabaret y del barrio de Barbés.

Maigret contempló cómo se alejaba por el largo pasillo su fatigada silueta y cerró lentamente la puerta. Permaneció un rato inmóvil en medio de su despacho y, por último, se dirigió hacia el de los inspectores.