Capítulo V

Al día siguiente por la mañana tenía en la boca un desagradable sabor a ajenjo y cuando, para el informe, hacia las nueve y cuarto, le anunciaron que le llamaban por teléfono, tuvo la impresión de que su aliento apestaba aún a alcohol, por lo que evitaba hablar de cerca a sus colegas.

Todos los jefes de servicio se encontraban allí, como cada mañana, en el despacho del jefe superior, cuyas ventanas daban sobre el Sena, y cada uno tenía en la mano un expediente más o menos grueso. Continuaba el tiempo gris, el río tenía un color pardusco, la gente caminaba con tanta rapidez como la víspera, al atravesar sobre todo el puente de Saint-Michel, barrido por el viento. Los hombres levantaban el brazo para sujetar sus sombreros, las mujeres lo bajaban para sujetar sus faldas.

—Hable usted desde aquí.

—Me temo que va a ser largo, jefe. Será mejor que vaya a mi despacho.

Los demás, que no debían de haber ingerido tanto alcohol como él la víspera, no tenían mejor cara y todo el mundo parecía de mal humor. Debía de ser un efecto de la luz.

—¿Es usted, jefe? —preguntó la voz de Janvier, en la que Maigret descubrió cierta excitación.

—¿Qué ocurre?

—Acaba de suceder ahora mismo. ¿Quiere que se lo cuente con todo detalle?

Tampoco Janvier, que había pasado toda la noche sobre el canapé del piso de Lulú, debía de tener buena cara.

—Habla.

—Verá. Ha ocurrido hace unos minutos, diez a lo sumo. Estaba en la cocina, bebiendo unas tazas de café que me había preparado. No tenía puesta la corbata ni la americana. Antes he de decirle que no me llegué a dormir hasta muy entrada la noche.

—¿Una noche tranquila?

—No oí nada. Sólo que no podía dormir.

—Sigue.

—Verá cómo es muy sencillo. Tan sencillo que aún no me lo explico. De pronto, oí un ruidito, una llave que giraba en la cerradura. Me quedé quieto, colocado de tal forma que pudiese vigilar sin ser visto desde el salón. Alguien entró en el vestíbulo, lo atravesó y abrió la segunda puerta. Era el profesor, que es más alto y más delgado de lo que yo imaginaba. Llevaba un abrigo oscuro, una bufanda de lana alrededor del cuerpo, sombrero y guantes.

—¿Qué hizo?

—A eso voy. Justamente es lo que quisiera explicarle. No hizo nada. Avanzó dos o tres pasos, como un hombre que entra en su casa. Me estaba preguntando qué miraría con tanta insistencia, cuando me di cuenta de que se trataba de mis zapatos, que había dejado sobre la alfombra. Al volver la cabeza me vio y frunció las cejas. Ligeramente. No pestañeó. No pareció molesto, ni asustado.

»Me miró como si estuviese pensando en otra cosa y le costara un esfuerzo volver a la realidad. Por fin me preguntó, sin alzar la voz:

»—¿Es usted policía?

»Me quedé tan sorprendido por su aspecto, por la manera que tenía de comportarse, que no se me ocurrió más que afirmar con la cabeza.

»Nos quedamos un rato en silencio, ambos, y por la manera especial que tenía de mirarme los pies descalzos me di cuenta de que aquello le desagradaba. Es sólo una impresión. Quizá no se tratara de mis pies.

»Por fin, logré decirle:

»—¿Qué ha venido usted a hacer, señor profesor?

»—¿Sabe, pues, quién soy?

»Es un hombre a cuyo lado uno no parece valer nada, que incluso cuando le mira a uno parece no concederle más importancia que a un pedazo de alfombra.

»—No he venido a nada especial —murmuró—. Simplemente a echar un vistazo.

»Y lo echó, en efecto. Se fijó en el canapé, donde aún estaban la almohada y la manta que yo había utilizado para pasar la noche. Olió el aroma del café.

»Luego, con voz poca, añadió:

»—Me extraña que su jefe no haya tenido la curiosidad de interrogarme. Puede usted decirle, joven, que me encuentro a su disposición. Ahora me dirijo a Cochin, donde estaré hasta las once. A continuación me pasaré por el hospital Saint-Joseph, antes de comer. Y esta tarde tengo una operación importante en el hospital americano de Neuilly.

»Dirigió otra mirada general al piso, dio media vuelta y se largó, cerrando tras sí la puerta.

»Abrí la ventana para verle marchar. En la acera de enfrente le aguardaban un taxi y una mujer joven, con aspecto de enfermera. Ella misma le abrió la portezuela y entró detrás de él.

»Me figuro que cuando viene a buscarle cada mañana, le telefonea desde la portería para decirle que ya le están esperando.

»Eso es todo, jefe.

—Gracias.

—¿Cree usted que el profesor es rico?

—Se dice que gana muchísimo dinero. Opera gratuitamente a los pacientes pobres, pero cuando cobra exige cantidades exorbitantes. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque esta noche, como no lograba conciliar el sueño, me dediqué a hacer el inventario de los enseres de la muchacha. No encontré lo que esperaba. Es cierto que hay dos abrigos de pieles, pero son de segunda clase y uno de ellos está muy usado. Ninguna de las prendas personales, desde los zapatos hasta la ropa interior, procede de una buena casa. No son las ropas que llevaba en el barrio de Barbés, por supuesto, pero tampoco corresponden a las que cabría esperar de una mujer mantenida por un hombre rico. No he encontrado ningún talonario de cheques, ni nada indicador de que poseyera una cuenta en el banco. Además, sólo hay algunos billetes de mil francos en el bolso y un par de ellos más en el cajón de la mesita de noche.

—Creo que puedes venirte ya. ¿Tienes llave?

—He visto una en el bolso.

—Cierra la puerta. Pon un hilo, o cualquiera de los otros trucos para saber si entra alguien. ¿No ha ido la asistenta?

No le habían dicho, la víspera, si tenía que ir o no para limpiar el piso. A nadie se le había ocurrido pensar que aquel día no le habían pagado.

No valía la pena volver al despacho del jefe, donde el informe matinal había pasado ya. Lober debía de estar cansado y transido en la calle Rivet, aunque la apertura de las tabernas le habría reconfortado algo.

Maigret llamó a la comisaría de la Goutte d’Or.

—¿Está por ahí Janin? ¿No ha ido esta mañana? Soy Maigret. ¿Quieren enviar a alguien a la calle Riquet, donde se encuentra uno de mis inspectores, Lober? Díganle que, a menos que haya ocurrido algo importante, transmita su informe por teléfono y vaya a acostarse.

Se esforzaba por recordar todas las cosas que la víspera, al volver de Barbés, había decidido hacer aquella mañana. Llamó a Lucas.

—¿Cómo va eso?

—Bien, jefe. Esta noche dos ciclistas del XX creyeron dar con Pierrot y llevaron un detenido a la comisaría. No se trataba de Pierrot, sino de un muchacho muy parecido a él y que, por casualidad, es también músico de un cabaret de la plaza Blanche.

—Vas a telefonear a Béziers. Trata de averiguar si cierto Ernest Filon, que se encontraba allí hace algunos años, en el hospital de la ciudad, vive aún en la región.

—Entendido.

—Quiero que se interrogue también a todos los taxistas que acostumbran estacionarse, por la noche, en los alrededores de Cochin. Uno de ellos condujo al profesor, anteayer, desde allí a su casa.

—¿Nada más?

—Eso es todo, por ahora.

Aquello formaba parte de la rutina. Y todo un montón de documentos para firmar le esperaba en su despacho, entre los informes del forense y del experto en armas.

Interrumpió el trabajo para pedir comunicación telefónica con su amigo Pardon, que era médico y a quien veía regularmente cada mes.

—¿Estás muy ocupado?

—Tengo cuatro o cinco enfermos en la salita. Menos de lo normal en esta época.

—¿Conoces al profesor Gouin?

—Algunos de mis pacientes han sido operados por él y yo he asistido a las operaciones.

—¿Qué piensas de él?

—Que es uno de los mejores cirujanos, no sólo que tenemos, sino incluso que hemos tenido. Contrariamente a la mayoría de los cirujanos, no sólo tiene buenas manos, sino también un cerebro privilegiado. Ha hecho descubrimientos que se mantendrán vigentes durante mucho tiempo.

—¿Y como persona?

—¿Qué quieres saber en concreto?

—Lo que piensas al respecto.

—Es difícil de decir. No es muy comunicativo, sobre todo con un modesto médico de barrio como yo. Parece que también con los demás se muestra distante.

—¿No tiene simpatías?

—Inspira cierto miedo. Tiene una forma muy especial de responder a las preguntas que se le hacen. Parece que es aún más duro con algunos de sus pacientes. Se cuenta la historia de cierta mujer de edad, extremadamente rica, y que suplicaba ser operada por él a cambio de una elevada fortuna. ¿Sabes lo que le respondió? «La operación le servirá para vivir quince días, quizá un mes. Con esa misma operación podré salvar probablemente la vida entera de otro enfermo.» Aparte de eso, todo el personal de Cochin le adora.

—¿Las mujeres sobre todo?

—¿Ya te han hablado? Parece ser que, en ese aspecto, es todo un caso. Parece que lo necesita después de cada operación… ¿Comprendes?

—Sí. ¿Algo más?

—Todo ello no representa ningún obstáculo para que sea un gran hombre.

—Gracias, viejo.

Tenía ganas, sin saber muy bien por qué, de charlar con Desirée Brault. Hubiera podido citarla o mandar en su busca. Era la forma en que trabajaban los otros jefes de servicio y algunos de ellos no abandonaban el despacho durante todo el día.

Se reunió con Lucas, ocupado en telefonear.

—Salgo fuera un par de horas.

Cogió uno de los coches y ordenó que le condujeran a la calle Nollet, detrás de la plaza de Clichy, donde vivía la asistenta de Lulú. La casa era un edificio destartalado, que no había recibido una mano de pintura desde hacía años, y en el que se amontonaban familias enteras, que desbordaban sobre los descansillos y en la escalera, donde jugaban los niños.

La señora Brault vivía en el cuarto, en un interior. No había ascensor y los escalones estaban gastados. Maigret se detuvo un par de veces, para husmear olores más o menos agradables.

—¿Quién es? —gritó una voz de mujer, cuando llamó a la puerta—. Entre, no puedo abrirle.

Estaba en la cocina, en combinación, descalza, lavando la ropa en una artesa. No se inmutó ante la presencia del comisario, ni respondió a su saludo, esperando simplemente a que él hablase.

—Me pillaba usted de paso y he subido a verla.

—¡No me diga!

Debido al agua caliente de la colada, los cristales de la ventana estaban empapados y habían perdido su transparencia. De la habitación vecina llegaba un ronquido y Maigret distinguió el pie de una cama. La señora Brault acudió a cerrar la puerta.

—Mi marido, que duerme —dijo.

—¿Borracho?

—Para no variar.

—¿Por qué no me dijo ayer quién era el amante de Lulú?

—Porque usted no me lo preguntó. Me preguntó, me acuerdo perfectamente, si había visto al hombre que la visitaba.

—¿Y nunca le vio usted?

—No.

—Pero usted sabía que era el profesor.

Por su aspecto, podía juzgarse que sabía bastante más. Pero sólo lo diría a la fuerza. En realidad, no tenía nada que ocultar por sí misma. Tampoco, probablemente, para proteger a alguien. Era un principio en ella: no ayudar a la policía. Lo que, en definitiva, era natural, teniendo en cuenta el género de vida que había llevado. Los policías no le agradaban. Eran sus enemigos naturales.

—¿No le hablaba de él Lulú?

—Supongo que sí.

—¿Qué quiere decir?

—¡Me hablaba de tantas cosas!

—¿Deseaba abandonarle?

—No sé si deseaba abandonarle, pero no se sentía feliz en la casa.

Maigret se sentó, sin pedir permiso, en una de las sillas, cuyo fondo de paja crujió.

—¿Qué es lo que le impedía marcharse?

—No se lo pregunté.

—¿Amaba a Pierrot?

—Eso parecía.

—¿Recibía mucho dinero de Gouin?

—Le daba cuando ella se lo pedía.

—¿Le pedía a menudo?

—Cuando no había en casa. Algunas veces, me encontraba al ir a hacer la compra que sólo le quedaban algunas monedas en su bolsillo. Se lo decía y ella contestaba: «En seguida lo pido».

—¿Daba dinero a Pierrot?

—No me interesa. Si hubiese sido más inteligente…

Se calló.

—¿Qué hubiera sucedido?

—En primer lugar, que no habría ido a vivir a aquella casa, donde tenía todo el aspecto de una prisionera.

—¿No la dejaba él salir?

—Era ella quien, la mayoría de las veces, no se atrevía a salir por miedo a que el señor tuviera la ocurrencia de pasar a darle los buenos días. No era su amante, sino una especie de criada, con la diferencia de que su ocupación no era trabajar, sino acostarse. Si ella hubiera seguido con su piso en otra parte y hubiera tenido que ser él quien se molestara… Pero ¿de qué sirve todo esto? ¿Qué quiere de mí, exactamente?

—Una información.

—Hoy viene a por un informe, y se quita el sombrero. Pero si mañana, por cualquier causa, me veo en un aprieto, usted no dudará en apretarme los tornillos. ¿Qué informe desea?

Colgó la ropa en una cuerda que atravesaba la cocina.

—¿Sabía usted que Lulú estaba en estado?

Ella se volvió bruscamente.

—¿Quién se lo ha dicho?

—La autopsia.

—Entonces, no se engañaba.

—¿Cuándo le habló de ello?

—Tres días antes, quizá, de que le metieran una bala en la cabeza.

—¿No estaba segura?

—No. Aún no había visto al médico. Tenía miedo de ir a verle.

—¿Por qué?

—Por temor, supongo, de que no fuese cierto.

—¿Deseaba tener un hijo?

—Me parece que estaba contenta de hallarse embarazada. Era aún pronto para alegrarse de ello. Le dije que ahora los médicos saben una martingala para estar seguros, pero que había que esperar dos o tres semanas.

—¿Fue a consultar a alguno?

—Me pidió la dirección de uno, conocido mío, que vive cerca de aquí, en la calle Dames, y se la di.

—¿Sabe si llegó a verle?

—Si lo hizo, no me lo dijo.

—¿Estaba Pierrot al corriente?

—¿Y usted conoce a las mujeres? ¿Ha encontrado a alguna mujer que hable de ello a un hombre, sin estar completamente segura?

—¿Cree que hablaría de ello al profesor?

—Utilice por un instante su mollera.

—¿Qué habría ocurrido, en su opinión, si ella no llega a ser asesinada?

—No sé leer el porvenir.

—¿Hubiera conservado el niño?

—Seguramente.

—¿Hubiera permanecido con el profesor?

—A no ser que se hubiese marchado con Pierrot.

—¿Quién era el padre, según usted?

Una vez más, ella le miró como si el comisario no entendiese nada de nada.

—¿Cree usted que iba a ser del viejo?

—Suele suceder.

—Ya, en los periódicos. De todas formas, como las mujeres no son animales encerrados en sus establos y a las que se les echa una vez por año el macho, es difícil jurar con absoluta certeza.

En la habitación contigua, el marido rebullía. Ella fue a abrir la puerta.

—¡Un momento, Jules! Tengo visita. En seguida te traigo el café.

Y vuelta hacia Maigret:

—¿Aún más preguntas?

—No, del todo. ¿Detesta usted al profesor Gouin?

—Nunca le he visto, ya se lo he dicho.

—¿Pero, a pesar de ello, le detesta?

—Detesto a toda esa gente.

—Suponga que, al llegar por la mañana, hubiera descubierto usted en la mano de Lulú, o sobre la alfombra, al alcance de su mano, una pistola. ¿No se le habría ocurrido esconderla, para descartar la idea del suicidio y hacer recaer las sospechas sobre el profesor?

—¿Eso es todo lo que se le ocurre? ¿Me cree tan tonta como para suponer que cuando la policía debe elegir entre un tipo importante, como el profesor, y un pobre diablo, como Pierrot, va a inclinarse por el primero?

Vertió el café en un vaso, lo azucaró y gritó a su marido:

—¡Ya va!

Maigret no insistió. Pero al llegar al descansillo regresó para preguntar a la mujer la dirección y el nombre del médico de la calle Dames.

Era un tal Duelos. No hacía mucho tiempo que se había instalado allí y acababa de terminar sin duda sus estudios, porque su consultorio estaba casi nuevo, luciendo los mínimos instrumentos imprescindibles, comprados de ocasión. Cuando Maigret se dio a conocer, el médico pareció comprender en seguida.

—Me extrañaba que no vinieran ustedes.

—¿Le dio su nombre?

—Sí. Llené yo mismo la ficha.

—¿Desde cuándo sabía usted que estaba embarazada?

El médico parecía más bien un estudiante y, para darse importancia, consultó su fichero, casi vacío.

—Vino el sábado, de parte de una mujer a la que yo había tratado.

—La señora Brault, ya lo sé.

—Me dijo que se creía en estado y que deseaba asegurarse de ello.

—Un momento. ¿Parecía inquieta?

—Puedo asegurarle que no. Cuando una muchacha como ella me hace tal pregunta, siempre espero que acabe por preguntarme si estoy dispuesto a hacerla abortar. Ocurre veinte veces por semana. Ignoro si pasa igual en los demás barrios. Por eso la observé con atención. Le pedí el análisis normal de orina. Ella quiso saber qué es lo que ocurriría después, y yo le expliqué el test del cobayo.

—¿Cuál fue su reacción?

—Le inquietó saber si estábamos obligados a matar siempre al cobayo. Le pedí que volviera el lunes por la tarde.

—¿Vino?

—A las cinco y media. Le anuncié que estaba embarazada sin lugar a dudas, y ella me dio las gracias.

—¿No preguntó nada más?

—Insistió en saber si era una certeza absoluta.

—¿Parecía contenta?

—Yo diría que sí.

Así pues, el lunes, hacia las seis, Lulú salía de la calle de Dames y volvía a la avenida Carnot. Alrededor de las ocho, el profesor, una vez terminada su cena, había entrado unos minutos en su piso, según afirmaba la señora Gouin, y se había dirigido luego al hospital.

Hasta las diez, aproximadamente, Louise Filon había estado sola en el piso. Había comido langosta en lata y había bebido un poco de vino blanco. Luego, al parecer, se había acostado un rato, pues la cama parecía deshecha. No en desorden, como si se hubiera acostado en ella con un hombre, sino sencillamente deshecha.

En aquel momento Pierrot se encontraba ya en el Grelot y ella hubiera podido llamarle entonces por teléfono. Sin embargo, no lo hizo hasta las nueve y media.

¿Le había hecho ir hasta el piso de l’Étoile, en sus horas de trabajo, simplemente para anunciarle la nueva? Si era así, ¿por qué había esperado tanto tiempo para hacerlo?

¿Habría cogido Pierrot un taxi? Según la portera, había permanecido unos veinte minutos en el piso.

Gouin, también según la portera y su mujer, había regresado un poco después de las once y no había entrado en el piso de su amante.

Al día siguiente por la mañana, a las ocho, la señora Brault, al comenzar su servicio, encontraba a Louise muerta sobre el canapé del salón y afirmaba que no había ningún arma junto al cuerpo.

El doctor Paul, prudente siempre en sus afirmaciones, situaba la hora de la muerte entre las nueve y las once. Debido a la llamada telefónica al Grelot se podía sustituir las nueve por las nueve y media.

Las huellas digitales descubiertas en el piso pertenecían a cuatro personas, solamente: la propia Lulú, la asistenta, el profesor y Pierre Eyraud. Moers había enviado a alguien a fotografiar las huellas del profesor, dejadas sobre una ficha que Gouin acababa de firmar. Los otros tres no habían dado problemas, pues sus huellas se encontraban en los ficheros de la Policía Judicial.

Era también evidente que Lulú no esperaba ser atacada, pues habían podido disparar sobre ella a placer.

El piso no había sido registrado, lo que indicaba que el asesino no había cometido su crimen por dinero, ni por apoderarse de ningún documento.

—Muchas gracias, doctor. Supongo que después de su visita no vino nadie a hablarle del asunto. Ni que le han telefoneado para hablarle de ello.

—No. Cuando leí en el periódico que había sido asesinada, esperé la visita de ustedes, teniendo en cuenta que había sido su asistenta la que le había dado mi dirección. A decir verdad, si no hubiese usted venido esta mañana, pensaba llamarles por teléfono esta tarde.

Poco después, en una taberna de la calle de Dames, Maigret telefoneó a la señora Gouin. Ésta reconoció inmediatamente su voz y no pareció sorprendida.

—Dígame, señor comisario.

—Ayer me dijo usted que su hermana trabajaba en una biblioteca. ¿Puede decirme en cuál?

—La biblioteca municipal de la plaza Saint-Sulpice.

—Muchas gracias.

—¿Ha descubierto algo nuevo?

—Únicamente que Louise Filon estaba en estado.

—¡Ah!

Lamentó habérselo dicho por teléfono, pues de tal forma no pudo juzgar su reacción.

—¿Le sorprende?

—Sí… Bastante… Quizá sea ridículo, pero a veces eso es lo último que se espera de ciertas mujeres. Se llega a olvidar que son tan mujeres como las demás.

—¿No sabe si su marido estaba enterado de ello?

—Me lo habría dicho.

—¿No ha tenido ningún hijo?

—Nunca.

—¿Lo deseaba?

—Creo que tanto le preocupaba el tenerlo como el no tenerlo. A ello se debe el que nosotros no lo hayamos tenido.

El cochecito de la policía le llevó a la plaza Saint-Sulpice, que era, sin razón aparente, la plaza que más detestaba de París. En ella se tenía la impresión de hallarse en cualquier rincón provinciano. Hasta las tiendas no tenían, en su opinión, el mismo aspecto que las demás y sus peatones le parecían más lentos y aburridos.

La biblioteca, también de aspecto aburrido, estaba además mal iluminada, silenciosa, como una iglesia vacía y, a aquella hora, no había más que tres o cuatro personas, habituales probablemente, que consultaban obras polvorientas.

Antoinette Ollivier, la hermana de la señora Gouin, le observaba mientras se dirigía hacia ella. Representaba más de los cincuenta años que tenía y poseía la seguridad un poco despreciativa de ciertas mujeres que parecen haber descubierto todas las verdades.

—Soy el comisario Maigret, de la Policía Judicial.

—Le he reconocido por sus fotografías en los periódicos.

Hablaba en voz baja, como si estuviesen en una iglesia. Sin embargo, el ambiente le recordó más a una escuela que a una iglesia cuando ella le obligó a sentarse junto a la mesa, cubierta por un tapete verde, que le servía de despacho. Era más gruesa que su hermana Germaine, pero de un grosor sin vida y su piel era de un color neutro, como el de ciertas religiosas.

—Supongo que ha venido aquí para hacerme algunas preguntas.

—No se equivoca usted. Su hermana me ha dicho que anteayer por la tarde la visitó usted.

—Es cierto. Llegué hacia las ocho y media y me fui a las once y media, aproximadamente, tras la llegada del sujeto que usted conoce.

Aquello de no pronunciar el nombre de su cuñado debía constituir para ella el colmo del desprecio, y la palabra sujeto, que pronunciaba recalcando cada sílaba, parecía llenarla de satisfacción.

—¿Suele pasar a menudo la tarde con su hermana?

Sin saber por qué, Maigret pensó que la mujer estaba en guardia y que sería aún más reticente que la portera o que la señora Brault.

Las otras respondían con prudencia, porque temían causar algún mal al profesor.

Ésta, al contrario, temía hacerle bien.

—Pocas veces —acabó por responder.

—¿Quiere usted decir una vez cada seis meses, una vez al año, o cada dos años?

—Quizá una vez al año.

—¿Fue usted quien se citó con su hermana?

—No hace falta citarse con mi hermana.

—¿Acudió usted allí sin saber si su hermana estaba en casa? ¿Tiene usted teléfono en su casa?

—Sí.

—¿No telefoneó a su hermana?

—Fue ella quien me llamó.

—¿Para pedir que fuese usted a verla?

—No tanto. Para hablar de unas cosas y otras.

—¿De cuáles?

—De la familia, sobre todo. Escribe muy poco. Soy yo la que estoy en contacto con los demás hermanos y hermanas.

—¿Le dijo que quería verla?

—Más o menos. Me preguntó si estaba ocupada.

—¿Qué hora sería?

—Alrededor de las seis y media. Acababa de entrar y preparaba la cena.

—¿No le sorprendió su llamada?

—No. Me aseguré, únicamente, de que «él» no estaba allí. ¿Qué le ha dicho «él»?

—¿Se refiere al profesor Gouin?

—Sí.

—Aún no he hablado con él.

—¿Porque se figura que es inocente? Porque es un cirujano célebre, miembro de la Academia de Medicina, porque…

Sin elevar el tono, su voz se había hecho más vibrante.

—¿Qué ocurrió —interrumpió el comisario— cuando usted llegó a la avenida Carnot?

—Subí, abracé a mi hermana y me quité el abrigo y el sombrero.

—¿Dónde se sentaron ustedes?

—En la habitación que queda junto a la alcoba de Germaine, la que ella llama su gabinete. El salón es un lugar siniestro y casi nunca lo utiliza.

—¿Qué hicieron ustedes?

—Lo que hacen dos hermanas de nuestra edad, que no se ven desde hace meses. Charlar. Yo le di noticias de todo el mundo. Le hablé sobre todo de François, un sobrino que ha sido ordenado sacerdote hace un año y que se marcha de misionero al Canadá.

—¿Bebieron algo?

La pregunta la sorprendió de tal forma que hasta llegó a ruborizarse un poco.

—Al principio bebimos una taza de café.

—¿Y luego?

—Yo había estornudado varias veces. Le dije a mi hermana que temía haber atrapado un resfriado al salir del metro, donde hacía un calor sofocante. En casa de mi hermana hacía también mucho calor.

—¿No estaban las criadas en el piso?

—Habían subido a sus habitaciones a las nueve, después de desear las buenas noches. Mi hermana tiene la misma cocinera desde hace nueve años. Las doncellas cambian muy a menudo, por una razón harto evidente.

Maigret no se informó de la razón: había comprendido.

—Así pues, usted estornudó…

—Y mi hermana propuso ir a preparar unos ponches a la cocina.

—¿A qué se dedicó usted mientras tanto?

—Leí un artículo de cierta revista en el que se hablaba precisamente de nuestro pueblo.

—¿Tardó mucho su hermana en preparar los ponches?

—El tiempo necesario para que hirviese la leche.

—En otras ocasiones, ¿solía usted esperar el regreso de su cuñado para irse?

—Procuro evitar el encontrarme con él.

—¿Se sorprendió usted al verle entrar?

—Mi hermana me había asegurado que no regresaría hasta medianoche.

—¿Qué aspecto tenía?

—El de siempre, el de un hombre que se cree más allá de las reglas de la moral y de la decencia.

—¿No notó en él nada especial?

—No me digné mirarle. Me puse el sombrero y el abrigo y me marché dando un portazo.

—¿Mientras estuvo usted allí no oyó ningún ruido que pudiera haber sido tomado por un disparo?

—No. Hacia las once alguien en la casa tocó un piano, en el piso de arriba. Reconocí a Chopin.

—¿Sabía usted que la amante de su cuñado estaba encinta?

—No me sorprende lo más mínimo.

—¿Le habló su hermana de ello?

—Mi hermana no me habló de esa prostituta.

—¿Nunca le habló de ella?

—No.

—Sin embargo, estaba usted informada.

Volvió a enrojecer.

—Debió de referirse a ella al principio, cuando el sujeto la instaló en la casa.

—¿Le preocupaba a su hermana?

—Cada uno tiene sus ideas. Es imposible vivir durante años con un ser semejante, sin acabar estando influenciada por él.

—Dicho de otra forma, su hermana no reprochaba la relación de su marido con Louise Filon, ni le odiaba por la presencia de ella en la casa, ¿no es eso?

—¿A dónde quiere ir a parar?

Le hubiera costado responder con claridad a aquella pregunta, pues aunque se sentía avanzar, no sabía bien en qué dirección, preocupado como estaba por hacerse una idea exacta de los personajes que habían tenido relación con Lulú, y de la propia Lulú.

Un joven que precisaba ciertos libros se acercó a ellos y Antoinette abandonó al comisario durante cinco o seis minutos. Cuando regresó, venía provista de una nueva cantidad de odio contra su cuñado y no dio tiempo a Maigret para abrir la boca.

—¿Cuándo va a detenerle?

—¿Cree usted que ha sido él quien mató a Louise Filon?

—¿Quién, si no?

—Pudo haber sido su amante Pierrot, por ejemplo.

—¿Por qué razón iba a haberlo hecho?

—Por celos, o porque ella tenía intención de romper con él.

—¿Y se figura usted que el otro no estaba celoso? ¿Se cree usted que un hombre de su edad no eliminaría a una muchacha que prefiere a uno más joven? ¿Y si era ella quien había decidido abandonarle?

Parecía querer hipnotizar al comisario, para hacerle comprender con más facilidad la culpabilidad de su cuñado.

—Si usted le conociese, sabría que es el tipo de hombre que no dudaría dos veces en eliminar a un ser humano.

—Creía, por el contrario, que consagraba su vida a salvar seres humanos.

—¡Por vanidad! Para demostrar al mundo que es el mejor cirujano de nuestro tiempo. La prueba es que sólo acepta operaciones difíciles.

—Quizá porque otros son capaces de encargarse de las más sencillas.

—Le está defendiendo sin conocerle.

—Intento comprender.

—No es tan complicado como usted quiere.

—Olvida usted que, según la medicina legal, que pocas veces se equivoca, el crimen fue cometido antes de las once. Y eran más de las once cuando la portera vio subir al profesor, directamente hasta su piso.

—¿Quién le asegura de que no vino otra vez, antes de ésa?

—Es fácil enterarse en el hospital del empleo de su tiempo aquella tarde.

—¿Lo ha hecho?

Esta vez fue Maigret quien enrojeció.

—Todavía no.

—¡Ah!, muy bien. ¡Hágalo! Valdrá más que perseguir a un pobre muchacho que probablemente no ha hecho nada.

—¿Odia usted al profesor?

—Odio a él y a todos los que se le parecen.

Y dijo aquello con tanta fuerza que los tres lectores que consultaban sus libros levantaron la cabeza al mismo tiempo.

—¡Se olvida usted su sombrero!

—Creí que lo había dejado en la entrada.

Ella se lo mostró con gesto desdeñoso sobre el tapete verde de la mesa, donde la presencia de un sombrero de hombre debía constituir para ella una incongruencia.