Capítulo IV

Detalle curioso: en el coche que le conducía a la P. J., Maigret no pensaba en el profesor Gouin, ni en su mujer, sino, y casi a su pesar, en Louise Filon, de la que había guardado, antes de partir, las fotografías hechas en la verbena.

Hasta en aquellas fotografías, tomadas en ocasiones en las que ella debería aparecer radiante, el rostro de la muchacha no reflejaba la menor alegría. Maigret había conocido a muchas como ella, nacidas en idéntico medio, que habían tenido una vida y una infancia semejantes. Algunas daban muestra de una alegría bulliciosa que podía, sin transición, dar paso a las lágrimas o a la rebeldía. Otras, como Desirée Brault, se hacían, sobre todo con la edad, duras y cínicas.

Era difícil definir la expresión de Lulú en las fotografías, y que debía ser la misma que había tenido en la vida. No se trataba de tristeza, sino más bien de esa expresión de chiquilla huraña que, en el patio del colegio, permanece sola, viendo jugar a sus compañeras.

Era igualmente difícil colegir la forma en que había sido atractiva, aunque emanara atractivo, y cuando llegaba el caso el comisario solía interrogar a este tipo de mujeres, como a su pesar, con más dulzura que a las demás.

Eran jóvenes, emanaban cierta frescura; en algunos aspectos apenas parecían salidas de la infancia y, sin embargo, habían vivido mucho, conservaban en los ojos, que no parpadeaban, imágenes aterradoras y sus cuerpos tenían el encanto malsano de algo que va a derrumbarse, que lo está a medias.

La imaginaba en la habitación del hotel de la calle Riquet, en una alcoba cualquiera del barrio de Barbés, pasando días enteros en la cama, leyendo, durmiendo, mirando por la glauca ventana. La imaginaba en un café cualquiera del XVIII, sentada durante horas, mientras Pierrot y tres camaradas jugaban a las cartas. La imaginaba también, con el rostro grave y como inspirado, bailando en una sala de fiestas. La imaginaba, en fin, plantada en una esquina de la calle, espiando a los hombres en la oscuridad, sin molestarse en sonreír, subiendo luego las escaleras de un hotelucho, gritando su nombre a la encargada…

Había vivido más de un año en el respetable edificio de la avenida Carnot, donde el piso parecía demasiado grande, demasiado frío para ella, y era allí precisamente donde el comisario no lograba situarla; donde no podía imaginarla, frente a un hombre como Étienne Gouin.

En el Quai des Orfèvres, la mayoría de las luces estaban apagadas. Subió lentamente las escaleras, en las que quedaban huellas de suelas mojadas, y empujó la puerta de su despacho. Janvier le esperaba. Era la estación del año en la que es más sensible el contraste entre el frío de fuera y el calor de las casas, que parecen recalentadas y en las que uno se siente rápidamente sofocado.

—¿Nada nuevo?

La máquina policial se ocupaba de Pierre Eyraud. Los inspectores examinaban en las estaciones a los viajeros cuyas señas coincidían con las del sospechoso. También en los aeródromos. La brigada de los hoteles debía estar en plena tarea, inspeccionando todos los del barrio XVIII.

El joven Lapointe permanecía, desde el mediodía, montando guardia al pie del Hotel du Var, alrededor del cual, llegada la noche, merodeaban las prostitutas.

El inspector Janin, por su parte, se dedicaba, como hombre del barrio, a búsquedas más personales… Aquella parte de París, al nordeste de la ciudad, era una verdadera jungla de piedra, en la que el hombre puede desaparecer durante meses, en donde, a veces, sólo después de semanas se oye hablar de un crimen: millares de seres, hombres y mujeres, viven al margen de la ley en un mundo en el que se encuentran tantos refugios y complicidades como quieren, y donde la policía echa sus redes de vez en cuando para detener a alguien gracias a la delación telefónica de una prostituta celosa o de un soplón habitual.

—Gastine-Renette ha telefoneado hace una hora.

Era el experto armero.

—¿Qué ha dicho?

—Mañana remitirá su informe por escrito. La bala que mató a Louise Filon fue disparada por una pistola automática del 6,35.

Era lo que en la P. J. se conocía por arma de aficionado. Los profesionales, los que verdaderamente tienen intención de matar, se sirven de armas de mayor calibre.

—También ha telefoneado el doctor Paul. Quiere hablar personalmente con usted.

Janvier miró la hora. Eran poco más de las siete y cuarto.

—Debe estar ya en el restaurante La Perouse, donde preside una cena.

Maigret llamó al restaurante. Un instante después tenía al experto en medicina legal al otro extremo del hilo.

—He practicado la autopsia de la muchacha que me envió. Quizá me equivoque, pero tenía la impresión de conocerla.

—Había sido detenida con anterioridad varias veces.

No sería, sin duda, el rostro desfigurado por la bala, lo que había atraído la atención del doctor, sino el cuerpo de Lulú.

—Por supuesto, el disparo fue hecho a quemarropa. No hace falta ser un experto para darse cuenta de ello. Calculo que la distancia habrá sido de veinte o treinta centímetros, no más.

—Me figuro que la muerte fue instantánea.

—Completamente. El estómago contenía todavía residuos de alimentos sin digerir, entre otros, langosta.

Maigret se acordó de haber visto en el cubo de la basura una lata de langosta vacía.

—Bebió vino blanco en la cena. ¿Le interesa?

Maigret no lo sabía aún. En el punto en que se hallaba la encuesta era imposible determinar lo que tenía importancia o no.

—He descubierto otra cosa, que quizá le sorprenda. ¿Sabía usted que la muchacha estaba embarazada?

Maigret se quedó sorprendido, en efecto, tan sorprendido que tardó un instante en hablar.

—¿De cuánto tiempo? —acabó por preguntar.

—De unas seis semanas. Es posible que ella no lo supiese. Si lo sabía, sería desde hacía poco tiempo.

—¿Me figuro que es una certeza?

—Absoluta. En mi informe encontrará los detalles técnicos.

Maigret colgó y dijo a Janvier, que esperaba, de pie junto al teléfono:

—Estaba embarazada.

Pero Janvier, que conocía el caso a grandes rasgos, no pareció sorprenderse.

—¿Qué hacemos con Lapointe?

—Es verdad. Habrá que enviar a alguien para que le releve.

—Mandaré a Lober, que no tiene nada especial que hacer.

—Habría que relevar también a Lucas. No servirá probablemente de nada, pero prefiero que haya alguien que continúe vigilando el piso.

—Si puedo comer antes algo, iré yo mismo. No habrá inconveniente en que uno pueda dormir, ¿no?

—Ninguno.

Maigret echó una ojeada a la última edición de los periódicos. Todavía no se publicaba la fotografía de Pierrot. Debía haber llegado demasiado tarde a las salas de redacción, pero se facilitaba su descripción completa:

La policía busca al novio de Louise Filon, un músico de cabaret, llamado Pierre Eyraud, apodado «Pierrot», que fue el último en visitarla en la tarde de ayer.

Pierre Eyraud, que ha sufrido varias condenas, ha desaparecido de la circulación, y la policía supone que se oculta en el barrio de la Chapelle, que conoce perfectamente…

Maigret se encogió de hombros, se levantó y dudó, al dirigirse hacia la puerta.

—Si hay algo nuevo, ¿le llamo a casa?

Dijo que sí. No había ninguna razón para quedarse en el despacho. Ordenó a uno de los coches oficiales que le llevara a su casa y, como de costumbre, la señora Maigret abrió la puerta del piso antes de que él hubiese llamado. No le regañó por el hecho de que llegara tarde. La cena estaba ya servida.

—¿No habrás cogido frío?

—No lo creo.

—Deberías quitarte los zapatos.

—No me he mojado los pies.

Era cierto. Apenas había caminado durante el día. Vio sobre un mueble el mismo periódico de la tarde, que acababa de ojear en la P. J. Su mujer estaba, pues, al corriente, aunque no le hiciera ninguna pregunta.

Sabía que su marido tenía necesidad de volver a salir, pues no se había quitado la corbata, como hacía todos los días. Una vez terminada la cena, siguió con la vista a Maigret, que abrió el bar para servirse una copa de jugo de ciruelas.

—¿Sales?

Hacía un momento, no estaba seguro. A decir verdad, había esperado a que el profesor Gouin le telefonease. No estaba basado en nada preciso. ¿Esperaría Gouin que la policía no le interrogase? ¿No se sorprendería al darse cuenta de que la policía no se ocupaba de él, cuando tantas personas estaban al corriente de sus relaciones con Lulú?

Llamó al piso de Louise Filon. Lapointe acababa de instalarse en él.

—¿Nada nuevo?

—Nada, jefe. Ya he avisado a mi mujer. Estoy tranquilo. Voy a pasar la noche sobre el canapé, que es sensacional.

—¿Sabes si ha vuelto el profesor?

—Lucas me dijo que llegó a eso de las siete y media. Aún no le he oído salir.

—Buenas noches.

¿Habría adivinado Gouin que su mujer hablaría con Maigret? ¿Habría sido ella capaz de no darle a entender nada? ¿Qué se habrían dicho aquella noche, al cenar juntos frente a frente? Una vez acabada la cena, ¿acostumbraría el profesor retirarse a su despacho?

Maigret se sirvió un segundo vaso, que bebió de pie, junto al mueble bar. Luego se dirigió al perchero y descolgó su abrigo.

—Coge una bufanda. ¿Piensas estar fuera mucho tiempo?

—Una o dos horas.

Tuvo que andar hasta el bulevar Voltaire para coger un taxi, al que dio la dirección del Grelot. No había mucha animación en las calles, salvo en los alrededores de la estación del Este y de la estación del Norte, y aquello recordó a Maigret sus primeros años de policía.

En el bulevar de la Chapelle, por debajo del metro aéreo, las siluetas familiares estaban en sus lugares, las mismas de todas las noches, y aunque era fácil decir lo que hacían allí aquellas mujeres, lo que esperaban, no lo era tanto el definir las razones de ciertos hombres que vagaban por aquel lugar, sin hacer nada, entre la oscuridad y el frío. No todos buscaban compañía momentánea. No todos tenían tampoco una cita. Los había de todas las razas, de todas las edades, que salían al anochecer de sus rincones, como las ratas, y se arriesgaban en la oscuridad.

El reclamo de neón del Grelot lanzaba un haz de luz violeta sobre un trozo de calle, y ya desde el taxi Maigret oyó una música queda, un ritmo más bien acompañado por un bullicio sordo. Dos agentes de uniforme estaban de parón bajo un farol de gas, a corta distancia, y a la puerta del cabaret había un muchacho que parecía tomar el aire pero que, en cuanto Maigret descendió del taxi, se precipitó hacia el interior.

Siempre ocurría lo mismo en aquellos lugares. Apenas había entrado el comisario, dos hombres salían ya precipitadamente y, empujándole, se lanzaban hacia las profundidades del barrio.

Otros, en el mostrador, volvían la cabeza a su paso con la esperanza de no ser reconocidos, y en cuanto el comisario les daba la espalda, desfilaban a su vez.

El dueño avanzó, bajo y rechoncho.

—Si busca usted a Pierrot, comisario…

Hablaba intencionadamente en voz alta, subrayando la palabra comisario, para que todo el mundo, en la sala, se diera cuenta. También dentro la luz era violeta y apenas se distinguía a los parroquianos, sentados en las mesas. Únicamente la pista estaba iluminada, de forma que los rostros sólo recibían indirectamente la luz de los proyectores, lo que les hacía parecer más fantasmagóricos.

La música no cesaba de sonar, las parejas de bailar, pero las conversaciones se habían interrumpido y todos los ojos estaban vueltos hacia la maciza silueta del comisario, que buscaba una mesa libre.

—¿Quiere sentarse?

—Sí.

—Por aquí, comisario…

Al decir aquellas palabras, el dueño tenía el aspecto de un feriante que hiciera el reclamo de su barraca.

—¿Qué quiere beber? La casa invita.

Maigret esperaba todo aquello desde que entró. Ya estaba acostumbrado.

—Un coñac.

—¡Un coñac de marca para el comisario Maigret, uno!

Los cuatro músicos, colgados de su estrado, llevaban un pantalón negro y una camisa de seda roja oscura, de mangas amplias. Se había encontrado el medio de reemplazar a Pierrot, porque alguien tocaba el saxofón, alternándolo con el acordeón.

—¿Es conmigo con quien desea hablar?

Maigret dijo que no y señaló al estrado.

—¿Con los músicos?

—Con el que mejor conozca a Pierrot.

—En tal caso, con Louis, el acordeonista. Es él quien dirige la orquesta. De aquí a un cuarto de hora habrá una pausa y entonces podrá charlar un rato con usted. ¿Supongo que no tendrá demasiada prisa?

Cinco o seis personajes más, comprendido uno de los bailarines, experimentaron el deseo de ir a tomar el fresco. Maigret no se ocupaba de ellos, miraba tranquilamente a su alrededor y la gente reemprendió, poco a poco, sus conversaciones.

Reconocía entre las presentes a muchas prostitutas, pero ninguna de ellas acudía allí para buscar un cliente. Habían acudido al cabaret para bailar, la mayoría con sus novios, y se dedicaban a bailar, lo que para ellas era un rito sagrado. Algunas cerraban los ojos, como en éxtasis, otras apretaban sus mejillas contra las de sus caballeros, sin que sus cuerpos intentaran aproximarse.

También había mecanógrafas en la sala, dependientas, que estaban allí únicamente por la música y el baile, y no había curiosos, ni parejas acarameladas, como en la mayoría de los cabarets, dándose el lote.

Sólo había un par de cabarets como aquél en todo París, muy poco frecuentados por los iniciados, en el que se bebía más limonada que bebidas alcohólicas.

Los cuatro músicos miraban desde arriba a Maigret, con aire imperturbable, sin que fuera posible adivinar lo que pensaban. El acordeonista era un guapo muchacho moreno, de unos treinta años, que recordaba a un joven galán de cine.

Sobre la pista permanecían varias parejas. Hubo una pieza más, un tango esta vez, en cuyo acompañamiento los proyectores pasaron del violeta al rojo, acentuando el maquillaje de las mujeres, apagando el color de las camisas de los músicos. Por fin, éstos dejaron sus instrumentos y el dueño, desde abajo, dijo algunas palabras al acordeonista, a quien había llamado Louis.

Éste miró una vez más hacia la mesa a Maigret y luego se decidió a bajar por la escala.

—Puede usted sentarse —le dijo el comisario.

—Volvemos a tocar dentro de diez minutos.

—Será bastante. ¿Quiere tomar algo?

—Nada.

Se hizo un silencio. Desde las otras mesas les observaban. En el mostrador, el grupo de hombres era ahora más numeroso. En algunas mesas, sólo había mujeres, que se componían el maquillaje.

Louis fue el primero en hablar.

—Se equivoca usted de arriba a abajo —dijo, con cierto rencor.

—¿A propósito de Pierrot?

—Pierrot no ha matado a Lulú. ¡Aunque siempre ocurre igual!

—¿Por qué ha desaparecido?

—No es tonto. Sabe que todas las sospechas recaerán sobre él. ¿Le gustaría a usted estar detenido?

—¿Es amigo suyo?

—Soy amigo de él, sí. Y le conozco, probablemente, mejor que nadie.

—¿Sabe usted, quizá, dónde se encuentra?

—Si lo supiese, no se lo diría.

—¿Lo sabe?

—No. No he vuelto a tener noticias suyas desde que nos separamos la noche última. ¿No ha leído usted los periódicos?

La voz de Louis temblaba de cólera contenida.

—La gente se figura que porque uno trabaja en una sala de fiestas es ya un perdido. ¿Es también ésa su opinión?

—No.

—¿Ve usted a aquel rubio que toca la batería? Es un muchacho que ha estudiado bachillerato y que ha ido, incluso, a la Universidad. Sus padres son burgueses. Está aquí porque esto le gusta. Se casará, la próxima semana, con una muchacha que estudia medicina. Yo también estoy casado, si le interesa saberlo, y tengo dos hijos. Mi mujer espera el tercero y vivimos en un piso de cuatro habitaciones, en el bulevar Voltaire.

Maigret sabía que era cierto. Louis olvidaba que el comisario conocía aquel medio tan bien como él.

—¿Por qué no se casó Pierrot? —preguntó, no obstante, con voz fatigada.

—Es una historia aparte.

—¿No quería a Lulú?

—No he dicho eso.

—Hace años, Pierrot fue detenido por chulo.

—Lo sabía.

—¿Entonces?

—Le repito que es una historia aparte.

—¿Qué historia?

—No lo comprenderá usted, de todas formas. En primer lugar, Pierrot se crió en la inclusa. ¿No le dice eso nada?

—Sí.

—A los dieciséis años le soltaron en medio de la ciudad, y él hizo lo que pudo. Tal vez yo en su lugar hubiera sido peor. Yo he tenido padres, como todo el mundo. Todavía los tengo.

Estaba orgulloso de ser un hombre como los demás, pero al mismo tiempo experimentaba la necesidad de defender a los que se encontraban al otro lado de la barrera, y Maigret no pudo dejar de sonreírle con simpatía.

—¿Por qué sonríe?

—Porque conozco todo eso.

—Si conociese de verdad a Pierrot, no lanzaría a sus sabuesos tras sus huellas.

—¿Cómo sabe que la policía le busca?

—Los periódicos no inventan lo que publican. Y en el barrio se huelen ya sus movimientos. Desde el momento en que aparecen ciertos rostros, ya se sabe lo que ello significa.

A Louis no le gustaba la policía. No lo ocultaba.

—Hubo un tiempo en el que Pierrot se las daba de duro —prosiguió.

—¿Y ya no?

—¿Me cree si le aseguro que es un tímido y un sentimental?

—¿Quería a Lulú?

—Sí.

—¿La conoció cuando ella ejercía la prostitución?

—Sí.

—¿Y la dejó continuar?

—¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? ¡Ve cómo no comprende usted!

—Luego, le permitió que tuviese un amante serio y que se dejase mantener por él.

—Es diferente.

—¿Por qué?

—¿Qué podía ofrecerle él, dígame? ¿Cree usted que con lo que él ganaba podían vivir?

—Su familia puede vivir, ¿no?

—¡Qué iluso! Mi mujer es costurera y trabaja seis horas diarias, mientras se ocupa de los niños. Lo que usted no comprende es que no habiendo salido del barrio, no habiendo conocido otras perspectivas…

Se interrumpió.

—Sólo quedan cuatro minutos.

Los otros, arriba, les miraban fijamente, sin expresión en el rostro.

—Lo único que sé es que él no la ha matado. ¿No ha pensado usted en su matasanos?…

—¿Sabía usted quién era el amante de Lulú?

—¿Y qué?

—¿Fue Pierrot quien se lo dijo?

—Todo el mundo sabe que aquello comenzó en el hospital. Ahora voy a explicarle yo lo que Pierrot pensó. Ella tenía una oportunidad de salir de su ambiente, de tener una vida regular y un porvenir asegurado. Ésa es la razón de que él no protestara.

—¿Y Lulú?

—Quizá tuviera sus razones.

—¿Cuáles?

—No me interesan.

—¿Qué clase de muchacha era?

Louis miró a las mujeres que había a su alrededor, con el aire de decir que Lulú no se diferenciaba mucho de ellas.

—Llevó una vida dura —terminó por decir, como si eso lo explicara todo—. Tampoco fue feliz en la nueva.

Con «la nueva» se quería referir evidentemente a la vida en el barrio de l’Étoile, que, visto desde allí, parecía otro mundo.

—Venía por aquí de vez en cuando…

—¿Parecía triste?

Louis se encogió de hombros. ¿Tenía algún sentido aquella palabra en la Chapelle? ¿Había, en realidad, personas alegres a su alrededor? Hasta las chicas dependientas, al bailar, adoptaban un aire nostálgico y reclamaban canciones tristes.

—Nos queda un minuto. Si aún me necesita, tendrá que esperar media hora.

—Cuando Pierrot llegó ayer de la avenida Carnot, ¿no le dijo nada?

—Pidió perdón por la ausencia, y habló de una novedad importante, sin precisar.

—¿Estaba sombrío?

—Siempre está sombrío.

—¿Sabía usted que Lulú estaba embarazada?

Louis le miró fijamente, primero incrédulo, luego estupefacto y, por último, grave.

—¿Está seguro de ello?

—El forense que ha practicado la autopsia no puede equivocarse.

—¿De cuántos meses?

—De seis semanas.

Aquello le impresionaba, quizá porque estaba casado y tenía hijos, porque su mujer esperaba otro. Se volvió hacia el camarero, que se encontraba cerca de ellos, intentando oír su conversación.

—Dame algo de beber, Ernest. Una copa de lo que sea.

Olvidaba que el minuto había pasado. El dueño les espiaba desde el mostrador.

—No me esperaba eso.

—Yo tampoco —confesó Maigret.

—El profesor está ya demasiado viejo para ello, ¿no?

—Hay hombres que han tenido hijos a los ochenta años.

—Si dice usted eso, tiene una razón de más para comprender que él no la ha matado.

—Escúcheme, Louis.

Éste le miró aún con cierta desconfianza, pero en su actitud no había ya nada de agresivo.

—Es posible que tenga usted noticias de Pierrot, de una manera o de otra. No le pido que «le entregue». Únicamente que le diga, sencillamente, que deseo hablarle, donde quiera y cuando quiera. ¿Comprende?

—¿Le dejará luego marcharse?

—No digo que piense detener su búsqueda. Sólo aseguro que después de nuestra entrevista, le dejaré marchar.

—¿Qué quiere preguntarle?

—Aún no lo sé.

—¿Sigue creyendo que la ha matado él?

—No creo nada.

—No estoy seguro de que llegue a ponerse en contacto conmigo.

—Si lo hace…

—Le transmitiré su mensaje. Ahora, le ruego que me perdone…

Vació de un trago su vaso, subió al estrado y ató alrededor de sus hombros y de su cintura las correas del acordeón. Los otros no le preguntaron nada. Se inclinó hacia ellos, lo justo para anunciarles el título de lo que iban a tocar. Los hombres acodados en el mostrador examinaban de lejos a las mujeres, eligiendo a las que iban a invitar.

—¡Camarero!

—Está todo pagado. La casa invita.

No merecía la pena discutir. Se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¿Se ha enterado de algo nuevo?

Había cierta ironía en la voz del dueño.

—Gracias por el coñac.

Era inútil buscar un taxi por los alrededores, y Maigret alcanzó el bulevar de la Chapelle apartando a las prostitutas que no le conocían y que intentaban acercarse a él. A trescientos metros brillaban las luces de la encrucijada Barbés. Ya no llovía. Sobre la ciudad comenzaba a posarse la misma neblina de la mañana y las luces de los automóviles se veían rodeadas de una aureola.

La calle Riquet quedaba a dos pasos. Dobló la esquina y no tardó en encontrar al inspector Lober, que tenía casi su edad pero que no había ascendido. Estaba apoyado contra la pared y fumaba un cigarrillo.

—¿Nada?

—Entran y salen montones de parejas, pero a él no le he visto.

Maigret estuvo a punto de enviar a Lober a su casa. También sintió ganas de telefonear a Janvier y de enviarle a la suya. Y suprimir la vigilancia de las estaciones, porque estaba seguro de que Pierrot no intentaría abandonar París. Pero estaba obligado a seguir la rutina. No tenía derecho a correr ningún riesgo.

—¿Tienes frío?

Lober denotaba ya el reúma. Mientras la taberna de la esquina estuviese abierta, todo iría bien. Aquélla era la razón por la que Lober no pasaría en su vida del grado de inspector.

—Buenas noches, viejo. Si aparece, me llamas a casa.

Eran las once. La gente comenzaba a salir de los cines. Las parejas marchaban sobre la acera, cogidos del brazo, y las mujeres abrazaban por la cintura a sus compañeros. Había algunos que permanecían apretados durante un momento, en los rincones, y otros que corrían para alcanzar el autobús.

Fuera de los bulevares iluminados, cada calle tenía su misterio y sus sombras; cada una lucía también el reclamo luminoso de algún hotel.

Se dirigió hacia las luces y entró en un bar violentamente iluminado, en el centro de Barbés, donde cuarenta o cincuenta personas rodeaban un mostrador de cobre.

Aunque su intención era tomar un café, pidió maquinalmente, a causa de su bebida en el Grelot:

—Un ajenjo.

Por aquí había parado antaño Lulú, como otras lo hacían en aquel momento, atentas a las miradas de los hombres.

Se dirigió hacia la cabina telefónica, deslizó una ficha en el aparato y marcó el número del Quai des Orfèvres. No sabía quién estaba de guardia. Reconoció la voz de un tal Lucien, un novato que había hecho estudios muy competentes y que preparaba ya el examen de ascenso.

—Aquí, Maigret. ¿Algo nuevo?

—No, señor comisario. Salvo que dos árabes acaban de pelearse a puñaladas en la calle de la Goutte d’Or. Uno de ellos ha muerto en el momento en que llegaba la ambulancia. El otro, herido, ha logrado escaparse.

Aquello era a menos de trescientos metros de donde se encontraba. Habría ocurrido haría apenas diez minutos, quizá mientras él caminaba a lo largo del bulevar de la Chapelle. No había visto ni oído nada. Tal vez el asesino había pasado junto a él. Antes de terminar la noche tendrían lugar otros dramas en el barrio, uno o dos, probablemente, de los que la policía tendría noticia, y otros de los que se enteraría más tarde.

Pierrot, a su vez, estaría escondido entre Barbés y La Villette.

¿Sabría él que Lulú se hallaba embarazada? ¿Sería aquélla la causa de que ella le hubiese telefoneado al Grelot para pedirle que fuese a verla?

El doctor Paul había dicho que seis semanas. Aquello significaba que, desde hacía varios días, ella tenía sus sospechas.

¿Habría hablado de ello a Étienne Gouin?

Era posible, pero no probable. Pertenecía más bien al tipo de mujer que consultaría antes a un médico de barrio o a una comadrona.

Sólo podía hacer suposiciones. De regreso a su casa, Lulú habría permanecido algún tiempo sin tomar una decisión. Según la señora Gouin, el profesor había entrado en su casa después de cenar y sólo había permanecido allí unos minutos.

De vuelta al mostrador, Maigret pidió una segunda copa. No tenía ganas de irse tan pronto. Aquél le parecía un lugar adecuado para pensar en Pierrot y Lulú.

—La muchacha no habló a Gouin —murmuró.

Se habría confiado en primer lugar a Pierre Eyraud, lo que explicaba la precipitada visita de éste.

En tal caso, ¿la habría matado él?

En primer lugar, había que asegurarse de que ella estaba al corriente de su estado. Si hubiese vivido en otro barrio, Maigret estaba convencido de que la mujer habría visitado a algún médico de los alrededores. En l’Étoile, donde ella seguía siendo una extraña, era menos probable.

Tendría que enviar al día siguiente una nota a todos los médicos y a todas las comadronas de París. Aquello le parecía importante. Desde la llamada telefónica del doctor Paul, Maigret estaba convencido de que la maternidad de Lulú era la clave del drama.

¿Dormiría Gouin tranquilamente? ¿Aprovecharía una noche de descanso, para trabajar sobre algún tratado quirúrgico?

Era demasiado tarde para ir a ver a la asistenta, la señora Brault, que tampoco vivía lejos de allí, en las proximidades de la plaza Clichy. ¿Por qué no habría hablado, a su vez, del profesor? ¿Sería posible que, permaneciendo todas las mañanas en el piso, ignorase la identidad del amante de Lulú?

Ambas mujeres charlaban. Era la única en la casa que podía comprender las confidencias de una Louise Filon.

La portera había guardado silencio, al principio, porque tenía una deuda de reconocimiento hacia el profesor, y porque debía estar, más o menos conscientemente, enamorada de él.

Se diría que todas las mujeres que le conocían trataban de protegerle, lo que resultaba tan curioso como el prestigio que un hombre de sesenta y dos años tenía entre ellas.

No hacía nada para seducirlas. Se servía de ellas como por distracción, con objeto de conseguir un relajamiento físico, y ninguna le odiaba por su cinismo.

Maigret tendría que interrogar a la ayudante, Lucile Decaux. Y quizá también a la hermana de la señora Gouin, la única, hasta el momento, sobre la que el profesor no parecía ejercer ninguna influencia.

—¿Qué le debo?

Subió en el primer taxi parado.

—Bulevar Richard-Lenoir.

—Ya sé, señor Maigret.

Aquello le recordó que debía buscar al taxi que en la víspera condujo a Gouin desde el hospital a su domicilio.

Se sentía pesado, amodorrado por el ajenjo que había bebido. Entornó los ojos, mientras las luces desfilaban a ambos lados del automóvil.

Su pensamiento volvía constantemente sobre Lulú. Sacó del bolsillo la cartera para observar, en la penumbra del taxi, sus fotografías. Tampoco la madre, frente al fotógrafo, había sonreído.