—¿Dónde la has encontrado? —preguntó Maigret a Lucas.
—En el estante superior del armario de la cocina.
Se trataba de una caja de zapatos de cartón blanco y Lucas había dejado sobre la mesa el bramante rojo que la ataba cuando él la había descubierto. Su contenido recordaba a Maigret otros «tesoros» que había visto a menudo en las casas de los pobres; la partida de matrimonio, algunas cartas amarillentas, a veces un resguardo del Monte de Piedad, no siempre todo ello dentro de una caja de zapatos, sino más bien dentro de la sopera del mejor servicio, o dentro de un sencillo cajón.
El tesoro de Louise Filon no difería mucho. No contenía la partida matrimonial, pero sí un certificado de nacimiento otorgado por la tenencia de alcaldía del distrito XVIII, por el que se atestiguaba que era hija de un tal Filon, carnicero, vecino de la calle Cambrai, cerca de los mataderos de la Villette, y de Philippine Le Flem, planchadora.
A esta última debía de pertenecer probablemente una fotografía hecha por algún fotógrafo del barrio. El tradicional teloncillo de fondo representaba un parque, con balaustrada en primer término. La mujer, que debía contar unos treinta años cuando se hizo la fotografía, no había sido capaz de sonreír a la invitación del fotógrafo y miraba fijamente ante sí. Debía haber tenido sin duda otros hijos además de Louise, porque su cuerpo estaba ya deformado y sus senos parecían vacíos, dentro del corsé.
Lucas había vuelto a sentarse en el sillón que ocupaba antes de levantarse a abrir al comisario. Éste no había podido menos de sonreír, al entrar, pues cerca del habano que ardía en un cenicero se encontraba una de las novelas populares de Lulú y que el policía debía haber cogido por aburrimiento, porque ya había leído casi su mitad.
—Murió —dijo Lucas, señalando la fotografía—. Hace siete años.
Ofreció a su jefe un recorte de periódico, la parte dedicada a noticias de sociedad, y en la que se citaban las personas fallecidas en el día, entre las que se encontraba Philippine Filon, de soltera Le Flem.
Habían dejado la puerta entreabierta y Maigret aguzó el oído al paso del ascensor. La única vez que hasta entonces había funcionado, se había detenido en el segundo piso.
—¿Y su padre?
—Sólo hay esta carta.
Estaba escrita a lápiz, sobre papel barato, y la caligrafía correspondía a alguien que no había ido demasiado tiempo a la escuela.
Mi querida Louise: La presente es para comunicarte que estoy otra vez en el hospital y que soy muy desgraciado. Dios quiera que seas muy buena y te acuerdes de mí para enviarme un poco de dinero con que comprar tabaco. Dicen que comer me sienta mal y me están matando de hambre. Te mando esta carta a un bar, donde uno que dice conocerte te ha visto. Seguramente allí sabrán de ti. No espero vivir mucho tiempo. Tu padre.
En el ángulo superior figuraba el distintivo de un hospital de Beziers, en Hérault. No llevaba fecha que pudiese determinar cuándo había sido escrita la carta, probablemente dos o tres años antes, a juzgar por el estado del papel.
¿No habría recibido otras Louise Filon? ¿Por qué había guardado únicamente aquélla? ¿Quizá porque su padre había muerto poco después?
—Te informarás en Beziers.
—De acuerdo, jefe.
Maigret no vio otras cartas, sólo fotografías, la mayoría hechas en verbenas, algunas que representaban a Louise sola, otras en compañía de Pierrot. Había también fotos de identidad de la muchacha, realizadas en «fotos al minuto».
El resto consistía en objetos diversos, ganados también en las verbenas, un encendedor, un elefantito de cristal hilado y dos florecillas de papel.
Hubiera sido completamente normal encontrar aquel tesoro en cualquier parte de Barbés o de la Chapelle. Pero allí, en el lujoso piso de la avenida Carnot, la caja de cartón cobraba un aspecto casi trágico.
—¿Nada más?
En el momento en que Lucas iba a responder, sonó el teléfono y ambos se sobresaltaron. Maigret se acercó a descolgar.
—Diga.
—¿Está ahí el señor Maigret?
Era una mujer quien hablaba.
—Yo soy.
—Le pido perdón por molestarle, señor comisario. Le he telefoneado a su despacho y me han dicho que estaría usted probablemente ahí. Soy la señora del profesor Gouin.
—La escucho, señora.
—¿No puedo bajar un momento a verle?
—¿No sería más sencillo que subiese yo a verla?
La voz del inspector era firme. Ella sólo pudo responder:
—Preferiría bajar. No quiero que nos vea juntos mi marido, cuando venga.
—Como quiera.
—Bajo en seguida.
Maigret apenas tuvo tiempo de decir a Lucas:
—Es la mujer del profesor Gouin, que vive en el piso de arriba.
Un instante después oyeron pisadas en la escalera, a alguien que franqueaba la puerta que ellos habían dejado abierta, y que la cerraba tras de sí. Después golpearon suavemente en la puerta de comunicación entre el vestíbulo y el salón, dejada entreabierta, y Maigret se adelantó, diciendo:
—Pase, señora.
Ella lo hizo con naturalidad, como si entrase en un piso cualquiera, sin examinar la habitación, y su mirada se fijó inmediatamente en el comisario.
—Le presento al inspector Lucas. Si quiere usted sentarse…
—Gracias.
Era alta, bastante fuerte, sin estar gruesa. Mientras que Gouin tenía sesenta y dos años, ella contaría probablemente unos cuarenta y cinco, bien llevados.
—Supongo que, más o menos, esperaba usted mi llamada telefónica —dijo ella, con un esbozo de sonrisa.
—¿Le previno la portera?
Dudó un instante, sin dejar de mirarle, y su sonrisa se acentuó.
—Sí. Acaba de telefonearme.
—Sabía, pues, que yo estaba aquí. Si se ha molestado en llamar a mi despacho ha sido, simplemente, por dar a su llamada un aire de espontaneidad.
Apenas si se sonrojó, sin perder ni un instante su apariencia de seguridad.
—He debido suponerme que usted se lo imaginaría. De todas formas, créame, me habría puesto en contacto con usted. Desde esta mañana, en cuanto me enteré de lo que había ocurrido aquí, pensé hablarle.
—¿Por qué no lo ha hecho?
—Quizá porque hubiese preferido que mi marido no se viera mezclado en este asunto.
Maigret no había dejado de observarla. Se había dado cuenta de que no había dedicado ni una sola mirada al decorado que les rodeaba, que no había dado muestras de la menor curiosidad.
—¿Cuándo vino usted aquí por última vez, señora?
Esta vez sus mejillas se sonrojaron ligeramente, pero continuó decidida con su juego.
—¿También sabe eso? Sin embargo, no se lo han podido decir. Ni siquiera la señora Cornet.
Reflexionaba. No tardó en encontrar la respuesta a su pregunta.
—Probablemente no me he comportado como alguien que entra por primera vez en un piso, sobre todo en un piso donde se acaba de cometer un asesinato, ¿no es cierto?
Lucas se hallaba sentado ahora en el extremo del canapé, casi en el lugar que ocupaba Louise Filon aquella mañana. La señora Gouin se había sentado en un sillón y Maigret permanecía de pie, con la espalda contra la chimenea.
—De todas formas, voy a responderle. Una noche, hace siete u ocho meses, la persona que vivía aquí me llamó, alocada, porque mi marido acababa de sufrir un síncope cardíaco.
—¿Se encontraba en la alcoba?
—Sí. Bajé y le presté los primeros cuidados.
—¿Ha estudiado usted medicina?
—Antes de nuestro matrimonio era enfermera.
Desde que había entrado, Maigret se preguntaba a qué medio pertenecía, sin llegar a descubrirlo. Ahora comprendía mejor la seguridad de su actitud.
—Continúe.
—Eso es casi todo. Iba a llamar a uno de nuestros amigos médicos, cuando Étienne volvió en sí y me prohibió llamar a nadie, quienquiera que fuese.
—¿No se sorprendió de verla a usted a su cabecera?
—No. Siempre me había tenido al corriente. No me ocultaba nada. Aquella noche subió conmigo y acabó por dormirse apaciblemente.
—¿Era su primer ataque?
—Había tenido otro, más benigno, tres años antes.
Permanecía tranquila en todo momento, dueña de sí misma, como era fácil imaginarla a la cabecera de un enfermo. El más sorprendido era Lucas, que no estaba aún al corriente de la situación y que no comprendía cómo una mujer pudiese hablar tan tranquilamente sobre la amante de su marido.
—¿Por qué —preguntó Maigret— deseó hablarme?
—La portera me previno de que usted se disponía a tener una conversación con mi marido. Me he preguntado si sería posible evitarla, si una entrevista conmigo no le proporcionaría los mismos informes. ¿Conoce usted al profesor?
—Sólo por su fama.
—Es un hombre excepcional, como hay muy pocos en cada generación.
El comisario aprobó con la cabeza.
—Consagra toda su vida a su trabajo, que es para él un verdadero apostolado. Además de su consulta y su servicio en el hospital Cochin, suele realizar tres o cuatro operaciones diarias y usted sabe, sin duda, que tales operaciones son muy delicadas. ¿No es natural que trate de evitarle toda preocupación?
—¿Vio usted a su marido después de la muerte de Louise Filon?
—Vino a comer. Esta mañana, cuando salió, había ya gente en este piso, pero no sabíamos aún el motivo.
—¿Cuál ha sido su actitud por la tarde?
—Ha sido un golpe muy duro para él.
—¿La amaba?
Ella le miró un instante, sin responder. Luego, lanzó una mirada a Lucas, cuya presencia parecía serle desagradable.
—Creo, por lo que oído decir, que es usted un hombre comprensivo, señor Maigret. Precisamente porque los demás no llegarían a comprender, quisiera que este asunto no se tergiversase. El profesor es un hombre al que no deberían alcanzar ciertas habladurías y su actividad es demasiado preciosa para todo el mundo como para correr el riesgo de abrumarle con preocupaciones inútiles.
El comisario miró instintivamente al lugar que ocupara aquella mañana el cuerpo de Lulú y su gesto fue como un comentario a las palabras «preocupaciones inútiles».
—¿Me permite darle una idea de su carácter?
—Se lo ruego.
—Probablemente sabrá usted que procede de una familia de campesinos pobres de Cevennes.
—Sabía que su origen era muy modesto.
—Ha alcanzado el lugar que ahora ocupa a fuerza de voluntad. Podría decirse, sin exagerar, que nunca ha sido un niño, ni un joven. ¿Comprende lo que le quiero decir?
—Perfectamente.
—Es una especie de fuerza de la naturaleza. Aunque yo sea su mujer, me creo en el derecho de decir que es un hombre genial, pues otros lo han dicho antes que yo y continuarán diciéndolo.
Maigret seguía aprobando.
—Las personas, en general, adoptan una extraña actitud frente a los genios. Están dispuestas a admitir que son diferentes de los demás en lo que concierne a sus actividades profesionales o a su inteligencia. Cualquier enfermo encuentra normal que el profesor se levante a las dos de la mañana para practicar una operación urgente, que es el único capaz de realizar, y que a las nueve se halle de nuevo en el hospital, dedicado a otros pacientes. Sin embargo, esos mismos enfermos se desconciertan al saber que, en otros terrenos, el profesor es también diferente a ellos.
Maigret adivinaba la continuación, pero prefería dejarla hablar.
Por su parte, ella lo hacía con una tranquilidad convincente.
—Étienne no se ha preocupado nunca por los placeres menores de la vida. No ha tenido, por ejemplo, amigos. No recuerdo que se haya tomado nunca unas verdaderas vacaciones. Su reserva de energía es increíble. Y la única fórmula a que ha recurrido siempre para relajarse han sido las mujeres.
Miró brevemente a Lucas, y luego se volvió de nuevo hacia Maigret.
—¿Le sorprende que le hable así?
—En absoluto.
—¿Me comprende? No es un hombre que se dedique a conquistar a las mujeres. No hubiera tenido ni paciencia ni ganas. Lo único que les pide es un escape brutal, y creo que nunca ha estado enamorado de ninguna.
—¿Tampoco de usted?
—Me lo he preguntado a menudo. No lo sé. Hace veintidós años que nos casamos. En aquel entonces él era soltero y vivía con su vieja ama.
—¿En esta casa?
—Sí. Alquiló este piso por casualidad, cuando tenía treinta años, y nunca se le ha ocurrido cambiarlo, ni siquiera cuando fue nombrado especialista en Cochin, que queda al otro extremo de la ciudad.
—¿Estaba usted a su servicio?
—Sí. ¿No le importa que le hable con toda crudeza?
La presencia de Lucas seguía molestándola y éste, que se daba cuenta de su malestar, cruzaba y descruzaba las piernas.
—Durante meses, no me prestó la mayor atención. Yo sabía, como todo el hospital, que la mayor parte de las enfermeras acababan acostándose con él un día u otro, y que aquello no tenía la menor consecuencia. Al día siguiente, él parecía haberse olvidado de ello. Una noche que yo estaba de guardia y que esperábamos el resultado de una operación que había durado tres horas, se acostó conmigo, sin una palabra.
—¿Le amaba usted?
—Creo que sí. Por lo menos, le admiraba. Algunos días después quedé sorprendida cuando me propuso comer con él en un restaurante de Saint-Jacques. Me preguntó si estaba casada. Hasta aquel momento no se había preocupado de ello. Luego me preguntó a qué se dedicaban mis padres, y yo le dije que papá era pescador, en la Bretaña. ¿Le canso?
—En absoluto.
—¡Desearía tanto que usted le comprendiese!
—¿No le preocupa que él pueda llegar y que se extrañe de no encontrarla en casa?
—Antes de bajar llamé al hospital Saint-Joseph, donde opera en este momento, y sé que no regresará antes de las siete y media.
Eran las seis y cuarto.
—¿Qué le contaba? Ah, sí. Comimos juntos y él quiso saber a qué se dedicaba mi padre. Y ahora viene lo más difícil. Sobre todo, porque no quisiera que usted se engañara. El saber que yo procedía de una familia tan modesta como la suya, le tranquilizó. Todo el mundo ignora que es terriblemente tímido, demasiado tímido incluso, pero sólo ante personas que pertenecen a otra clase social. Me figuro que por eso no se había casado aún a los cuarenta años y que nunca había entrado en lo que se llama el gran mundo. Todas las mujeres que conocía eran mujeres del pueblo.
—Comprendo.
—Me pregunto si con otra hubiera podido…
Enrojeció al decir aquellas palabras, a las que ella daba un sentido preciso.
—Se habituó a mí, sin dejar de frecuentar a las demás, como siempre lo había hecho. Luego, un buen día, me preguntó, como distraídamente, si quería casarme con él. Ésa es toda nuestra historia. Me vine a vivir aquí. Tuve mi hogar.
—¿Se fue el ama?
—Una semana después de nuestro matrimonio. Sería inútil convencerle de que no soy celosa. Resultaría ridículo por mi parte.
Maigret no recordaba haber mirado a nadie tan intensamente como miraba a aquella mujer, que no se intimidaba por ello, al contrario, parecía comprender el interés que despertaba.
—Continuó acostándose con sus enfermeras y con todas las mujeres que caían a su alrededor y que no podían complicarle la existencia. Eso le disculpaba. Por nada del mundo aceptaría una aventura que le hiciese perder un tiempo precioso para su trabajo.
—¿Y Lulú?
—¿Sabe ya que se llamaba Lulú? Iba a llegar a ella. Verá que es tan sencillo como lo demás. ¿Me permite que tome un vaso de agua?
Lucas intentó levantarse, pero ella había alcanzado ya la puerta de la cocina, y un instante después se oyó correr el grifo.
Cuando volvió a sentarse, tenía los labios húmedos y una gota de líquido sobre la barbilla.
No era bonita, en el sentido normal de la palabra, ni tampoco guapa, a pesar de sus rasgos regulares. Pero era agradable de ver. Había en ella como una influencia calmante. De estar enfermo, a Maigret le habría gustado que ella le cuidase. Era también el tipo de mujer con la que se podía ir a comer o a cenar sin preocuparse de mantener conversación. Una amiga, en suma, que comprendía todo, que no se asombraba, ni molestaba, ni indignaba.
—¿Conoce usted su edad?
—Sesenta y dos años.
—Sí. Pero no ha perdido nada de su vigor. Y utilizo la palabra en toda su acepción. Sin embargo, creo que todos los hombres, al llegar a cierta edad, tienen miedo de ver disminuir su virilidad.
Se dio cuenta, al hablar, de que Maigret había pasado ya de los cincuenta, y murmuró:
—Le pido perdón…
—De nada.
Fue la primera vez que sonrieron juntos.
—Me figuro que a los demás les pasa lo mismo. No lo sé. El caso es que Étienne se ha entregado ahora con más ahínco a su actividad sexual. ¿Continúa sin extrañarse?
—Continúo.
—Hace dos años, aproximadamente, tuvo una paciente, Louise Filon, a la que salvó milagrosamente la vida. Supongo que ya conoce usted perfectamente su existencia anterior. Procedía de las esferas más bajas y estoy segura de que ello fue lo que interesó a mi marido.
Maigret aprobaba con la cabeza, pues lo que decía sonaba a cierto, con la sencillez de un informe policial.
—Debieron de comenzar en el hospital, cuando ella estaba aún convaleciente. Luego la instaló en un piso en la calle la Fayette, tras haber hablado de ello conmigo incidentalmente. No me daba detalles. Sentía pudor por tales cosas, siempre lo ha sentido. Un día, mientras comíamos, me dijo de repente lo que había hecho, y lo que pensaba hacer. No le hice ninguna pregunta y no volvimos a hablar del asunto.
—¿Fue a usted a quien se le ocurrió que viniese a vivir en esta casa?
El que Maigret hubiese adivinado, sin duda, pareció agradarle.
—Para que comprenda mejor, tengo que explicarle aún otros detalles. Siento ponerme tan pesada. Pero todo se complementa. Antaño, el propio Étienne conducía su coche. Pero hace unos años, cuatro exactamente, tuvo un ligero accidente en la plaza de la Concorde. Atropelló a una mujer, sin consecuencias. Sin embargo, el accidente le impresionó mucho. Durante algunos meses tuvimos un chófer, pero él no llegaba a habituarse. Le chocaba ver a un hombre, en plenitud de sus fuerzas, que se dedicaba a esperar a su señor, dormitando en la acera. Le propuse conducirlo yo, pero aquello tampoco era práctico y acabó por adquirir la costumbre de ir a todas partes en taxi. El automóvil permaneció encerrado en el garaje durante meses, hasta que decidimos venderlo. Por las mañanas viene a buscarle siempre el mismo taxi, que realiza con él parte de su jornada. Hay una buena tirada de aquí a Saint-Jacques. Además tiene pacientes en Neuilly y, a menudo, en otros hospitales de la ciudad. Si, encima, tenía que ir a la calle de la Fayette…
Maigret continuaba aprobando, mientras Lucas parecía adormecerse.
—La suerte quiso que un día quedara libre en esta casa un piso.
—Un momento. ¿Había pasado frecuentemente su marido la noche en el piso de la Fayette?
—Una parte de la noche, solamente. Le gustaba estar aquí por las mañanas, a la llegada de su ayudante, que le sirve de secretaria.
Sonrió.
—Fueron, de cierta forma, las complicaciones domésticas las que lo decidieron todo. Le pregunté por qué no instalaba aquí a la muchacha.
—¿Sabía usted lo que era ella?
—Sabía todo, hasta que tenía un amante llamado Pierrot.
—¿También lo sabía él?
—No. No estaba celoso. No le hubiera gustado, seguramente, encontrarle con Lulú. Pero, desde el momento en que tal cosa ocurría fuera…
—Continúe. Su marido aceptó. ¿Y ella?
—Se resistió algún tiempo, al parecer.
—¿Cuáles eran, en su opinión, los sentimientos de Louise Filon hacia el profesor?
Sin darse cuenta, Maigret comenzaba a hablar en el mismo tono que la señora Gouin sobre aquel hombre al que nunca había visto y que ahora parecía estar presente en la habitación.
—¿Desea que sea franca?
—Se lo ruego.
—En primer lugar, como todas las mujeres que han tenido relaciones con él, estaba bajo su influencia. Va a creer que es un orgullo tonto por mi parte, pero aunque no es lo que la gente llama un hombre guapo y aunque está ya muy lejos de ser joven, he conocido a muy pocas mujeres que se le hayan resistido. Las mujeres sienten, por instinto, su fuerza y…
Esta vez no encontró las palabras que buscaba.
—En fin, es un hecho y no creo que las personas a las que usted interrogue puedan desmentirme. A esta muchacha le ocurrió como a las demás. Además, le había salvado la vida y la trataba como ella no estaba acostumbrada a ser tratada.
Seguía siendo claro y lógico.
—Estoy segura, para no dejar de ser totalmente sincera, que la cuestión del dinero desempeñó también su papel. Si no el dinero, propiamente dicho, la perspectiva de una vida segura, exenta de preocupaciones.
—¿No habló nunca de dejarle a él para huir con su amante?
—No, que yo sepa.
—¿Le conocía usted?
—Me crucé con él, una vez, en el portal.
—¿Solía venir por aquí, a menudo?
—En principio, no. Se veían todas las tardes, no sé dónde. En alguna ocasión excepcional, él venía a verla.
—¿Lo supo su marido?
—Es probable.
—¿Le habría desagradado?
—Probablemente, aunque no por celos. Es difícil de explicar.
—¿Estaba su marido muy ligado a esta muchacha?
—Ella se lo debía todo. La había casi creado, pues de no haber intervenido él, estaría muerta. ¿Pensaría Étienne, al hacerla su amante, en el día en que no tuviese a otras? En fin, ante ella, aunque es sólo una suposición, él no tenía vergüenza de nada.
—¿Y ante usted?
Ella miró un instante la alfombra.
—Yo soy por lo menos su mujer.
Maigret estuvo a punto de completar:
—¡Mientras que ella no era nada!
¿Tal era pues su pensamiento, quizá también el del profesor?
Prefirió callar. Los tres guardaron un momento de silencio. Fuera, la lluvia continuaba cayendo sin ruido. Las ventanas de la casa de enfrente estaban iluminadas y una sombra se movía tras los visillos crema de cierto piso.
—Hábleme de la tarde de ayer —dijo, al fin, Maigret, cogiendo entre los dientes la pipa que acababa de llenar.
—¿Me permite?
—No faltaba más.
Hasta aquel momento había estado tan interesado por la señora Gouin, que no se le había ocurrido fumar.
—¿Qué quiere que le diga?
—Un detalle, antes de nada. ¿Solía su marido dormir aquí?
—Pocas veces. Arriba, ocupamos toda la planta. A la izquierda se encuentra lo que llamamos el piso. A la derecha mi marido tiene su habitación y su cuarto de aseo, una biblioteca, una habitación en la que se amontonan hasta el techo libros científicos y, por último, su despacho y el de su secretaria.
—Usted tiene, pues, su propia habitación.
—Siempre lo hemos hecho así. Nuestras habitaciones quedan separadas sólo por un gabinete.
—¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta?
—Está usted en su perfecto derecho.
—¿Mantiene aún relaciones conyugales con su marido?
Ella miró una vez más al pobre Lucas, que se sabía de sobra y que no atinaba a comportarse.
—En contadas ocasiones.
—¿Nunca, prácticamente?
—Sí.
—¿Desde hace mucho?
—Desde hace años.
—¿No lo echa de menos?
La pregunta no le molestó, sonrió e inclinó la cabeza.
—Me pide una confesión y estoy dispuesta a responderle, con toda la franqueza que me sea posible. Digamos que lo echo un poco de menos.
—¿No se lo deja entrever?
—No.
—¿Tiene usted amante?
—No se me ha ocurrido.
Quedó un momento en silencio, luego miró al inspector.
—¿Me cree?
—Sí.
—Se lo agradezco. La gente no suele aceptar siempre la verdad. Cuando se es la compañera de un hombre como Gouin, se está dispuesta a ciertos sacrificios.
—Bajaba a verla, y luego subía.
—Sí.
—¿Lo hizo ayer noche?
—No. No baja forzosamente todos los días. A veces, se pasaba toda una semana sin haber hecho más que una visita de varios minutos. Dependía de su trabajo. Dependía también de las ocasiones que encontrase fuera.
—¿No ha cesado nunca de tener relaciones con otras mujeres?
—El género de relaciones que le he descrito.
—¿Y anoche…?
—La vio un momento, después de cenar. Lo sé porque tomó el ascensor al marcharse, lo cual es una señal.
—¿Por qué asegura que sólo estuvo un momento?
—Porque le oí salir del piso y llamar al ascensor.
—¿Le espiaba?
—Es usted terrible, señor Maigret. Le espiaba, sí, como lo hacía siempre, no, por celos, sino… ¿Cómo explicárselo, sin parecer pretenciosa? Porque consideraba como un deber protegerle, saber todo lo que hacía, dónde estaba, seguirle con el pensamiento.
—¿Qué hora era?
—Alrededor de las ocho. Cenamos rápidamente, porque él tenía que pasar la noche en Cochin. Estaba preocupado por el resultado de una operación que había realizado por la tarde y deseaba informarse personalmente sobre la situación del enfermo.
—O sea, que pasó unos minutos en este apartamento y luego cogió el ascensor.
—Sí. Su ayudante, la señorita Decaux, le esperaba abajo, como suele hacer siempre que él regresa por la noche al hospital. Vive a dos pasos de aquí, en la calle de las Acacias, y van siempre juntos.
—¿Ella también? —preguntó Maigret, dando un sentido especial a sus palabras.
—Ella también, a veces. ¿Le parece monstruoso?
—No.
—¿Por dónde iba?… Mi hermana llegó hacia las ocho y media.
—¿Vive en París?
—En el bulevar Saint-Michel, frente a la Escuela de Minas. Antoinette tiene cinco años más que yo y permanece soltera. Trabaja en una biblioteca municipal y representa el tipo de la perfecta solterona.
—¿Está al corriente de la vida de su marido?
—No del todo. Pero, por lo que ha descubierto, le desprecia y le detesta intensamente.
—¿No se hablan?
—Ella no le dirige la palabra. Mi hermana es un tanto mojigata y, para ella, Gouin es el diablo en persona.
—¿Cómo la trata él por su parte?
—Lo ignoro. Ella viene por aquí raramente, cuando yo estoy sola en casa.
—¿Ella le evita?
—En lo posible.
—Sin embargo, ayer…
—Veo que se lo ha dicho la portera. Es cierto que ayer por la noche se encontraron. No esperaba a mi marido hasta las doce. Mi hermana y yo aprovechamos para charlar.
—¿De qué?
—De todo, y de nada.
—¿Le habló de Lulú?
—No lo creo.
—¿No está segura?
—En realidad, sí. No sé por qué le he respondido evasivamente. Hablamos de nuestros padres.
—¿Han muerto?
—Mi madre ha muerto. Mi padre vive aún, en Finisterre. Tenemos allí otras hermanas. Éramos seis chicas y dos muchachos.
—¿Vive alguna en París?
—Sólo Antoinette y yo. A las once y media, quizá antes, quedamos sorprendidas al ver abrirse la puerta y entrar a Étienne. Él se limitó a saludarnos con la cabeza. Antoinette me dijo adiós y se marchó casi al momento.
—¿No bajó su marido?
—No. Estaba fatigado, inquieto por su enfermo, cuyo estado no era todo lo satisfactorio que él hubiera deseado.
—Me imagino que posee una llave de este piso.
—Por supuesto.
—¿No pasó nada anormal a lo largo de la velada? ¿No oyeron, usted y su hermana, ningún ruido?
—En estas viejas casas de piedra no se oye nada, de un piso a otro; menos aún de una planta a otra.
Miró la hora en su reloj de pulsera y se sintió inquieta.
—Le ruego que me perdone, pero ya es hora de que suba. Étienne puede volver de un momento a otro. ¿No tiene más preguntas que hacerme?
—Ninguna, por el momento.
—¿Cree usted que le será posible evitarle un interrogatorio?
—No puedo hacerle ninguna promesa, pero sólo molestaré a su marido en el caso de que lo juzgue indispensable.
—¿Cuál es ahora su opinión?
—Ahora no lo juzgo indispensable.
Ella se levantó y le tendió la mano, como lo hubiera hecho un hombre, mirándole fijamente a los ojos.
—Muchas gracias, señor Maigret.
Cuando se volvió, su mirada tropezó con la caja de cartón y sobre las fotografías, pero el comisario no pudo ver la expresión de sus ojos.
—Estoy en casa todo el día. Puede usted venir cuando mi marido no se encuentre en ella. Si añado esto, puede comprender que no se trata de una orden, sino de un ruego.
—No lo he dudado ni un solo instante.
Ella repitió:
—Gracias.
Salió, cerrando tras de sí las dos puertas, mientras el bueno de Lucas miraba al comisario, como un hombre que acaba de recibir un golpe en la cabeza. Tenía tanto miedo de decir una idiotez que permanecía callado, espiando el rostro de Maigret con la esperanza de leer en él los pensamientos del comisario.