Fue Janvier quien se encargó del llamado Pierrot y quien reconstruyó sus hechos y movimientos hasta el momento en que el músico optó por desaparecer.
Un poco antes de las once y media, Lucas, que husmeaba apaciblemente todos los rincones del piso de la avenida Carnot, oyó al fin la esperada llamada telefónica. Descolgó, con el propósito de no decir nada y, al otro extremo del hilo, una voz masculina murmuró:
—¿Eres tú?
Antes de desconfiar del silencio que le acogía, Pierrot añadió:
—¿No estás sola?
Por último, con voz inquieta:
—¡Oiga! ¿No es el 22-35 Carnot?
—Sí, el 22-35 Carnot.
Lucas pudo oír la inquieta respiración del hombre. Telefoneaba desde una cabina pública, probablemente desde un bar, porque había oído el ruido característico de la ficha al caer dentro del aparato.
Luego, tras un rato, el músico colgó. Sólo hubo que esperar la llamada del escucha de la Jefatura. Ésta ocurrió dos minutos después.
—¿Lucas? Tu amigo ha llamado desde una taberna del bulevar Rochechouart, esquina a la calle Risquet, que se llama Chez Léon.
Poco después, Lucas llamó a la comisaría del barrio de la Goutte d’Or, a dos pasos del bulevar Rochechouart.
—¿Puedo hablar con el inspector Janin?
Estaba, por suerte, en la comisaría. Lucas le hizo una descripción aproximada de Pierrot y le dio la dirección del bar.
—No hagas nada hasta que Janvier se reúna contigo.
* * *
En tanto, continuaba lloviendo sobre un universo de piedras, de ladrillos y de hormigón, por el que se deslizaban sombras y paraguas. Maigret se encontraba en su despacho, con la corbata suelta, cuatro pipas repletas frente a él, dispuesto a terminar un informe administrativo que debía estar redactando aquel mediodía. Janvier se contentó con entreabrir la puerta del despacho.
—Acaba de telefonear, jefe. Sabemos dónde se encuentra. Lucas ha avisado a la comisaría de la Goutte d’Or y Janin debe estar ya tras su pista. Voy para allá. ¿Qué debo hacer?
El comisario le miró con ojos llenos de cansancio.
—Me lo traes, con amabilidad.
—¿No va a ir a comer?
—Pediré que me traigan unos bocadillos.
Janvier utilizó uno de aquellos cochecitos negros de la P. J., y que aparcó a cierta distancia del bar. Era una taberna estrecha, alargada, con tanto vaho en los cristales que resultaba imposible distinguir su interior. Cuando empujó la puerta, vio a Janin que le esperaba ante un vaso de vermut. Junto a él, sólo había cuatro clientes. Los baldosines del suelo estaban cubiertos de serrín, las paredes eran de un amarillo sucio, y las cabinas telefónicas quedaban junto a los lavabos.
—¿Se fue?
Janin asintió con la cabeza, mientras le estrechaba la mano. El dueño, que debía de conocer a aquel policía del barrio, preguntó a Janvier con voz poco irónica:
—¿Va a tomar algo?
—Coñac.
Los clientes les observaban a su vez. Janin les había interrogado ya.
—Podemos hablar —dijo a media voz—. Llegó a las once menos cuarto, como los demás días.
—¿Conoce el dueño su nombre?
—Únicamente sabe que se llama Pierrot, que es músico y que debe de vivir por los alrededores. Que viene todas las mañanas, a eso de las once menos cuarto, y que pide café. Casi siempre, recibe a las once una llamada telefónica. Esta mañana no le han llamado. Ha esperado media hora y luego ha entrado en la cabina. Al salir, parecía preocupado. Permaneció un rato junto al mostrador, pagó y se fue.
—¿No sabe dónde come?
—Asegura que no. ¿Me necesitas aún?
—No sé. Vamos.
Una vez fuera, Janvier echó un vistazo hacia la calle Riquet, donde, muy cerca, se veían los distintivos de dos hoteles de paso.
Si Pierrot tenía la costumbre de tomar todas las mañanas café en aquel bar, era muy probable que habitase en uno de los dos hoteles.
—¿Vamos?
El primer hotel se llamaba Hôtel du Var. Tenía la recepción junto al pasillo de entrada. La guardaba una anciana.
—¿Está Pierrot en su habitación?
Janin, a quien la mujer conocería probablemente, permanecía un poco retrasado y Janvier era el policía de la P. J. que menos cara tenía de policía.
—Hace más de una hora que salió.
—¿Está segura de que no ha vuelto?
—Segura. No me he movido de aquí. Además, su llave está en el tablero.
Por fin distinguió a Janin, que había avanzado dos pasos.
—¡Ah, vamos, son ustedes! ¿Qué quieren de ese muchacho?
—Déjeme el registro. ¿Desde cuándo se hospeda aquí?
—Desde hace más de un año. Tiene una habitación de alquiler mensual.
Fue en busca del registro, que hojeó.
—Aquí tiene. Ya sabe usted que esta casa es muy formal.
Pierrot se llamaba en realidad Pierre Eyraud, tenía veintinueve años y había nacido en París.
—¿A qué hora acostumbra regresar?
—A veces viene después de comer, otras no.
—¿Suele recibir a alguna mujer?
—Como todo el mundo.
—¿Siempre la misma?
La mujer dudó un rato. Sabía que si mentía, Janin tendría cien ocasiones de apretarle los tornillos.
—Usted mismo debe conocerla, señor Janin. Anduvo mucho por este barrio. Es Lulú.
—¿Lulú qué?
—No sé más. Siempre la he llamado Lulú. Una buena chica, que ha tenido suerte. Ahora luce dos abrigos de pieles y viene siempre en taxi.
Janvier preguntó:
—¿La vio usted ayer?
—No, ayer no; anteayer. ¿No era anteayer domingo? Llegó poco después del mediodía, cargada de paquetitos y comieron juntos en la habitación. Después salieron juntos, cogidos del brazo y me figuro que se irían al cine.
—¿Me quiere dar la llave?
La mujer se encogió de hombros. ¡Era inútil negarse!
—Procuren que él no se dé cuenta de que han estado ustedes en su habitación. Los golpes lloverían sobre mis espaldas.
Janin permaneció abajo, por precaución, para evitar, por ejemplo, que la vieja telefonease a Pierre Eyraud y le pusiera en guardia. Todas las puertas del primer piso estaban abiertas y correspondían a las habitaciones que se alquilaban por días o por horas. Más arriba vivían los inquilinos semanales o mensuales, y tras las puertas se oía bullicio: debía haber otro músico en el hotel, porque alguien ensayaba con un acordeón.
Janvier entró en la 53, que daba al patio. La cama era metálica y el tapete de la mesa, viejo y descolorido. En la repisa del lavabo se veía un cepillo de dientes, un tubo de pasta dentífrica, un peine, una brocha de afeitar y una maquinilla. Una maleta grande, arrinconada en un extremo, no tenía más función que la de guardar la ropa sucia.
Janvier sólo encontró un traje en el armario, un pantalón viejo, un sombrero de fieltro gris y una boina. La ropa interior se componía de tres o cuatro camisas, algunos pares de calcetines y varios calzoncillos. En otro cajón se amontonaban algunos cuadernillos de música. Al registrar la mesilla de noche encontró unas zapatillas de mujer. Luego, detrás de la puerta, una bata también de mujer, de seda color salmón.
Cuando bajó a la recepción, Janin había tenido tiempo de charlar con la conserje.
—Tengo la dirección de dos o tres restaurantes donde suelen comer, lo mismo en uno que en otro.
Janvier no tomó nota de ellos hasta estar en la calle.
—Sería mejor que te quedaras aquí —dijo a Janin—. En cuanto salgan los periódicos sabrá lo que le ha ocurrido a su amiga, si no lo sabe ya. A lo mejor se le ocurre pasarse por el hotel.
—¿Crees que ha sido él?
—El jefe no me ha dicho nada.
Janvier se dirigió en primer lugar hacia un restaurante del bulevar Rochechouart, tranquilo, confortable, que olía a sopa de hierbas. Dos camareras, vestidas de negro y blanco, iban y venían de mesa en mesa, pero nadie respondía allí a la descripción de Pierrot.
—¿Ha venido por aquí Pierre Eyraud?
—¿El músico? No. No ha llegado aún. ¿Qué día es hoy? ¿Martes? No es su día; será raro que venga.
El segundo restaurante de la lista era una taberna, cerca de Barbés, y allí tampoco habían visto a Pierrot.
Quedaba una tercera oportunidad, un restaurante de conductores, de fachada amarilla, que lucía la carta con la nota de precios, junto a la puerta. El dueño se encontraba tras el mostrador, llenando un vaso de vino. Servía una sola muchacha, delgada y alta, y en la cocina rebullía la dueña.
Janvier se acodó en el mostrador de cinc, pidió una caña de cerveza y observó que todo el mundo debía conocerse, pues era objeto de la atención general.
—No tengo cerveza de barril. ¿La quiere embotellada?
Asintió con la cabeza y esperó un poco, antes de preguntar:
—¿No ha venido Pierrot?
—¿El músico?
—Sí. Me citó aquí a las doce y cuarto.
Era la una menos cuarto.
—Si hubiese venido usted a las doce y cuarto, lo habría encontrado.
No desconfiaban. Tenía un aspecto muy natural.
—¿No me esperó?
—A decir verdad, ni siquiera acabó su comida.
—¿Le vino a buscar alguien?
—No. Se fue de repente, diciendo que tenía prisa.
—¿Hace mucho?
—Un cuarto de hora.
Janvier, que paseaba su mirada de mesa en mesa, observando a los clientes, vio que alguno de ellos leía el periódico de la tarde, mientras comía. Cerca de la ventana había una mesa vacía. Sobre ella, junto a un plato que contenía un estofado a medio comer, descansaba un diario.
—¿Se sentó allí?
Janvier sólo tuvo que recorrer doscientos metros bajo la lluvia para reunirse con Janin, que estaba al acecho en la calle Piquet.
—¿No ha entrado?
—No he visto pasar a nadie.
—Se encontraba en un restaurante hace menos de media hora. Pasó un vendedor de periódicos y después de echar un vistazo a la primera página se largó a toda prisa. He preferido llamar al jefe.
En el Quai des Orfèvres, sobre la mesa de Maigret, había un plato con dos enormes bocadillos y una botella de cerveza. El comisario escuchaba el informe de Janvier.
—Trata de descubrir el nombre de la sala de fiestas donde trabaja. La encargada del hotel lo sabrá, probablemente. Estará en cualquier parte del barrio. Que Janin continúe vigilando el hotel.
Maigret tenía razón. La encargada del hotel lo sabía. También ella tenía en su despacho el periódico de aquella tarde, pero no había relacionado a la Louise Filon, de la que hablaba el diario, con la Lulú que conocía. Por otra parte, la primera edición del periódico se limitaba a decir:
Una tal Louise Filon, sin profesión, ha sido encontrada muerta esta mañana por su asistenta, en un piso de la avenida Carnot. Falleció a consecuencia de un disparo de pistola, hecho a quemarropa, probablemente durante el transcurso de la noche de ayer. El robo no parece ser el móvil del crimen. El comisario Maigret se ha hecho cargo personalmente de la encuesta y, según nuestros informes, trabaja ya sobre cierta pista.
Pierrot trabajaba en el Grelot, un cabaret de la calle Charbonnière, casi esquina al bulevar de la Chapelle. Pertenecía aún al barrio, pero a la parte menos recomendable de éste. Desde el bulevar de la Chapelle, Janvier encontró árabes que erraban bajo la lluvia, con aspecto de no tener nada que hacer. Había otros hombres, aparte de los árabes, y mujeres que, en pleno día y a pesar de lo reglamentado, esperaban a sus clientes en el umbral de los hoteles.
La fachada del Grelot estaba pintada en malva y, por la noche, los reclamos luminosos debían ser del mismo color. A aquella hora no se veía a nadie en su interior, salvó al dueño, que comía en compañía de una mujer de cierta edad, quizá la suya. Miró a Janvier, que avanzaba hacia él tras cerrar la puerta, y Janvier comprendió que el hombre había adivinado su profesión al primer vistazo.
—¿Qué desea? No abrimos hasta las cinco.
Janvier mostró su placa y el dueño no rechistó. Era bajo y ancho, con nariz y orejas de antiguo boxeador. Por encima de la pista colgaba una especie de balcón al que los músicos debían subir con la ayuda de una escalera.
—Pregunte.
—¿Está aquí Pierrot?
El otro miró a su alrededor la sala vacía y se limitó a responder:
—¿Le ve usted?
—¿No ha venido hoy?
—Sólo trabaja por las tardes, a partir de las siete. A veces se pasa por aquí a las cinco, para echar una partida.
—¿Trabajó ayer?
Janvier se dio cuenta de que algo ocurría, pues el hombre y la mujer se miraron instintivamente.
—¿Qué ha hecho? —preguntó, con cautela, el dueño.
—Quizá nada. Tal vez sea cuestión de un par de preguntas.
—¿Por qué?
El inspector se lo jugó todo.
—Porque ha muerto Lulú.
—¡No me diga!
Parecía realmente sorprendido. Además, no había ningún periódico a la vista.
—¿Cuándo?
—Esta noche.
—¿Qué le ocurrió?
—¿La conocía?
—Hace tiempo era parroquiana. Venía aquí todas las tardes. Hablo de hace dos años.
—¿Y ahora?
—Venía de vez en cuando a tomar un trago y a oír música.
—¿A qué hora se ausentó ayer tarde Pierrot?
—¿Quién le ha dicho que se ausentara?
—La portera de la avenida Carnot, que le conocía perfectamente, le vio entrar en la casa a las diez y salir un cuarto de hora más tarde.
El dueño calló un momento, reflexionando sobre la conducta a seguir. También él estaba a merced de la policía.
—Dígame antes lo que le ha ocurrido a Lulú.
—Ha sido asesinada.
—¡No por Pierrot! —respondió él con una gran convicción.
—No he dicho que hubiera sido Pierrot.
—Entonces, ¿para qué le quiere?
—Necesito algunos informes de él. ¿Asegura usted que trabajó aquí ayer, durante toda la tarde?
—Yo no aseguro nada. Es la verdad. A las siete estaba ahí arriba, tocando el saxofón.
—Pero a las nueve, ¿se fue?
—Le llamaron por teléfono. Eran las nueve y veinte.
—¿Lulú?
—No lo sé. Probablemente.
—Yo sí lo sé —dijo la mujer—. Me encontraba junto al teléfono. No está instalado en una cabina, sino colocado en la pared, junto a los lavabos. Él le dijo:
»—Voy en seguida.
»Y se volvió hacia mí:
»—Tengo que salir pitando ahora mismo.
»Yo le pregunté:
»—¿Te ocurre algo?
»Y él respondió:
»—Luego hablaremos.
»Subió a decírselo a los otros músicos y luego se largó corriendo.
—¿A qué hora volvió?
Esta vez respondió el hombre:
—Poco antes de las once.
—¿Parecía excitado?
—No me di cuenta. Pidió excusas por su ausencia y volvió a ocupar su puesto. Estuvo tocando hasta la una de la madrugada. Luego, después de cerrar, tomó una copa con nosotros, como suele hacer siempre. Si hubiera sabido que Lulú estaba muerta, no habría tenido valor para hacerlo. Estaba loco por ella. No era cosa nueva. Le he repetido cien veces:
»—¡Mi querido Pierrot, te pasas de la raya! A las mujeres hay que tomarlas en lo que valen…
Su compañera le interrumpió secamente:
—¡Gracias!
—Tú eres distinta.
—¿Estaba Lulú enamorada de él?
—Desde luego.
—¿Tenía otro amigo?
—Un saxofonista no podía pagarle ese piso en el barrio de l’Étoile.
—¿Sabe quién lo hacía?
—Nunca me lo dijo, ni Pierrot tampoco. Todo lo que sé es que su vida cambió tras la operación.
—¿Qué operación?
—Hace dos años estuvo muy enferma. Entonces vivía aún en el barrio.
—¿Ejercía la prostitución?
El hombre se encogió de hombros.
—¿Qué van a hacer aquí?
—Continúe.
—La llevaron al hospital y cuando Pierrot regresó de verla, dijo que no quedaba ninguna esperanza. Era algo cerebral, no sé el qué. Luego, al cabo de dos días, la llevaron a otro hospital, en la orilla izquierda. Sabe Dios lo que le hicieron, pero el caso es que curó en unas semanas. A partir de entonces sólo venía por aquí de visita.
—¿E inmediatamente se instaló en el piso de la avenida Carnot?
—¿Te acuerdas tú? —preguntó el dueño a su mujer.
—Perfectamente. Primero estuvo en un piso de la calle de la Fayette.
Cuando Janvier entró en el Quai des Orfèvres, hacia las tres, no sabía mucho más. Maigret continuaba en su despacho, en mangas de camisa, pues la habitación estaba recargada por el calor del radiador y el humo azulado de la pipa.
—Siéntate. Cuenta.
Janvier contó lo que había hecho y de lo que se había enterado.
—He ordenado que vigilen las estaciones —dijo el comisario, cuando hubo terminado—. Hasta ahora, Pierrot no ha intentado coger el tren.
Le mostró una ficha antropométrica en la que aparecía la fotografía de frente y de perfil de un hombre que no parecía tener treinta años, sino muchos menos.
—¿Es él?
—Sí. Fue arrestado por primera vez a los veinte años, por golpes y heridas como consecuencia de una trifulca en la calle de Flandre. Otra vez, un año y medio más tarde, fue declarado sospechoso de complicidad en un robo cometido por una muchacha con la que vivía, aunque no se le pudo probar. A los veinticuatro años fue detenido por última vez, por vagabundeo especial. En aquella época no trabajaba y vivía de la prostitución de una tal Ernestine. Luego, nada. He enviado sus datos a toda la policía. ¿Continúa Janin vigilando el hotel?
—Sí. Me pareció lo más prudente.
—Has hecho bien. No creo que vuelva por allí en algún tiempo, aunque no conviene arriesgarse. Pero necesito a Janin. Voy a enviar a Lapointe para que le sustituya. Me extrañaría que Pierrot intentara abandonar París. Ha pasado toda su vida en el mismo barrio y en él conocerá miles de sitios donde esconderse. Janin se encuentra más a sus anchas en ese barrio que nosotros. Llama a Lapointe.
Éste escuchó las instrucciones de su jefe y se precipitó hacia fuera, con tanto celo como si la encuesta recayera sobre sus hombros.
—Tengo también el expediente de Louise Filon.
—Entre los quince y los veinte años ha sido detenida más de cien veces por el coche patrulla y conducida al Depósito, examinada, puesta en observación y, la mayoría de las veces, declarada en libertad después de varios días.
—Eso es todo —suspiró Maigret, golpeando la pipa contra uno de sus talones, para vaciarla—. O quizá no sea absolutamente todo, pero el resto es más vago.
Quizá hablase para sí mismo, tratando de colocar sus ideas en orden, pero ello no impedía que Janvier se sintiese halagado por escucharle.
—Existe en alguna parte un hombre que instaló a Lulú en el piso de la avenida Carnot. Esta mañana, nada más entrar, me sorprendió encontrar a una muchacha como ella en aquel tipo de casa. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Sí.
No era el tipo de inmueble en el que suelen vivir mujeres entretenidas. Tampoco lo era el barrio. Aquella casa de la avenida Carnot olía a burguesía pudiente y respetable, y resultaba sorprendente que su propietario, o el administrador, hubieran aceptado alquilar el piso a una muchacha así.
—Al principio pensé que si su amante le había colocado allí era para tenerla lo más cerca posible de su casa. Pero, si la portera no miente, Lulú no recibía más visitas que las de Pierrot. Tampoco salía con regularidad y, a veces, solía estarse en casa toda una semana.
—Comienzo a comprender.
—¿A comprender el qué?
Y Janvier tuvo que confesar, enrojeciendo:
—No lo sé.
—Yo, tampoco. Sólo hago suposiciones. Las zapatillas y la bata encontradas en el armario no pertenecen seguramente al saxofonista. En la camisería de la calle Rivoli son incapaces de determinar quién compró aquel batín. Tienen cientos de clientes y no registran los nombres de las ventas que realizan al contado. En cuanto al zapatero, es un viejo original que asegura que no tiene tiempo de examinar hoy sus libros y que lo hará un día de éstos. Sin embargo, sabemos que se trata de un hombre distinto de Pierrot, que visitaba a Louise Filon en su casa y que mantenía con ella relaciones íntimas, pues hacía uso de las zapatillas y del batín. Si la portera no lo ha visto pasar nunca…
—¿Vivirá en la casa?
—Es la explicación más lógica.
—¿Tiene la lista de los vecinos?
—Lucas me la ha telefoneado hace un momento.
Janvier se preguntaba por qué el patrón tenía su aire gruñón, como si hubiese algo en aquel asunto que le desagradara.
—Lo que me has dicho de la enfermedad de Lulú y de su operación podría ser una pista y, en ese caso…
Encendió cuidadosamente una pipa y luego se inclinó hacia la lista de nombres que se encontraba sobre su mesa.
—¿Sabes quién vive justamente encima de su piso? El profesor Gouin, cirujano, que es, como por casualidad, el mejor especialista de París de cirugía cerebral.
La reacción de Janvier fue:
—¿Está casado?
—Desde luego, y su mujer vive con él.
—¿Qué piensa hacer?
—En primer lugar, hablar con la portera, que si no me ha mentido esta mañana, tampoco me ha dicho toda la verdad. Quizá vaya también a ver a la buena señora Brault, que debe de estar en el mismo caso.
—¿Qué hago yo?
—Quedarte aquí. Cuando Janin telefonee, le dices que se dedique a la búsqueda de Pierrot, en el barrio. Envíale una fotografía.
Eran las cinco y había oscurecido ya cuando Maigret atravesó la ciudad en un coche de la policía. Por la mañana, mientras su mujer miraba por la ventana para ver cómo iba vestida la gente, había tenido una divertida reflexión. Se había dicho que aquel día respondía exactamente a la idea que tenía de un «día laborable». Aquellas dos palabras le habían venido a la imaginación, sin razón, de la misma forma que se recuerda el estribillo de una canción. Era un día en que resultaba imposible imaginar que la gente pudiese estar fuera para divertirse, ni que acudiese a ninguna parte a distraerse; un día en el que se tenía prisa, en el que se hacía duramente aquello que se debía hacer, correteando bajo la lluvia, hundiéndose en las bocas del metro, en las oficinas, con la única compañía callejera de la neblina.
Él mismo había trabajado también de esta suerte; su despacho estaba con la calefacción al máximo y ahora se dirigía, de nuevo, a la avenida Carnot, donde el gran edificio de piedra estaba desprovisto de atractivo. El bueno de Lucas se encontraba aún allí, en el piso tercero, y Maigret le distinguió desde abajo, tras los visillos, vigilando con ojo aburrido la calle.
La portera remendaba unas sábanas, sentada ante la camilla de la portería y, con gafas, parecía menos joven. También allí hacía calor, tranquilidad, con el tictac de un reloj de péndulo y el bullir de una olla, puesta sobre la cocina de gas.
—No se moleste. He venido sólo para charlar con usted.
—¿Está seguro de que ha sido asesinada? —preguntó la portera, mientras él se despojaba del abrigo y se sentaba familiarmente frente a ella.
—A menos que alguien se haya llevado la pistola, después de su muerte, lo que parece improbable. La asistenta permaneció arriba sola apenas unos minutos, y antes de que se fuera me cercioré de que no llevaba ningún arma encima, aunque tampoco llegué a hacerle un registro completo. ¿Qué piensa usted de todo ello, señora Cornet?
—¿Yo? Nada, en especial. En esa pobre muchacha.
—¿Está segura de haberme dicho esta mañana todo lo que sabía?
La vio enrojecer, inclinar luego la cabeza sobre la costura. Tardó un buen rato en responder.
—¿Por qué me pregunta eso?
—Porque tengo la impresión de que usted conoce al hombre que instaló a Louise Filon en la casa… ¿Fue usted quien le alquiló el piso?
—No, el administrador.
—Iré a verle y probablemente me dará informes suficientes. Ahora voy a subir al cuarto, para hacer ciertas preguntas.
Esta vez, la mujer levantó vivamente la cabeza.
—¿Al cuarto?
—Es el piso del profesor Gouin, ¿verdad? Si no estoy mal informado, él y su mujer ocupan toda la planta.
—Sí.
Se había rehecho. Maigret continuó:
—Puedo preguntarles, al menos, si no oyeron nada ayer por la tarde. ¿Estaban en casa?
—La señora Gouin, sí.
—¿Durante todo el día?
—Sí. Vino a verle su hermana y estuvo con ella hasta las once y media.
—¿Y el profesor?
—Se fue al hospital a las ocho y media de la tarde.
—¿Y regresó…?
—Alrededor de las once y cuarto. Un poco antes de marcharse su cuñada.
—¿Suele ir el profesor a menudo al hospital?
—No. Sólo cuando se trata de un caso urgente.
—¿Está en casa en este momento?
—No. Nunca regresa antes de la hora de cenar. Tiene una consulta particular en su piso, pero es raro que reciba enfermos en él, salvo casos excepcionales.
—Voy a hablar con su mujer.
La portera le dejó levantarse, dirigirse luego hacia la silla sobre la que había dejado su abrigo. Cuando iba a abrir la puerta, murmuró:
—¡Señor Maigret!
Él esperó un momento y después se volvió, con una ligera sonrisa. Al ver que ella buscaba en vano las palabras adecuadas y que su mirada era suplicante, dijo:
—¿Fue él?
Ella se asustó.
—¿No querrá decir que fue él quien la…?
—Claro que no. Quiero decir simplemente que estoy casi seguro de que fue el profesor Gouin quien instaló a Louise Filon en la casa.
Ella asintió con la cabeza, a regañadientes.
—¿Por qué no me lo dijo?
—Usted no me lo preguntó.
—Le he preguntado si conocía usted al hombre que…
—No. Me preguntó si veía subir a alguien, además del músico.
Era inútil discutir.
—¿Le ha pedido el profesor que guardara usted silencio?
—No, le es igual.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Él no lo oculta.
—¿Por qué no me dijo entonces…?
—No lo sé. Creía que era inútil sacarlo a relucir. Salvó a mi hijo. Le operó gratuitamente y le cuidó durante más de dos años.
—¿Dónde está su hijo?
—En el ejército, en Indochina.
—¿Estaba enterada la señora Gouin?
—Sí. No se siente celosa. Está acostumbrada.
—En suma, ¿sabe toda la casa que Lulú era la amante del profesor?
—Los que no lo saben es porque no quieren saberlo. Aquí los inquilinos se ocupan poco los unos de los otros. En ocasiones, hasta ha bajado al tercero en pijama y batín.
—¿Qué tipo de hombre es?
—¿No le conoce?
Miró a Maigret con decepción. El comisario había visto a menudo la fotografía del profesor en los periódicos, pero nunca había tenido la oportunidad de conocerlo personalmente.
—Debe tener cerca de sesenta años, ¿no?
—Sesenta y dos. No los representa. Además, en los hombres como él la edad no cuenta.
Maigret recordaba vagamente una cabeza poderosa, de nariz fuerte, de mentón enérgico, pero de mejillas un poco caídas ya, de ojos con arrugas y bolsas. Era divertido ver a la portera hablar de él con el mismo entusiasmo con que una muchachita del conservatorio pudiese hablar de su profesor.
—¿No sabe si la vio ayer por la tarde; antes de salir para el hospital?
—Ya le he dicho que salió a eso de las ocho y que el músico vino mucho más tarde.
Lo único que le interesaba era salvaguardar al profesor a toda costa.
—¿Y a su vuelta?
Buscaba visiblemente la respuesta más adecuada.
—Seguro que no.
—¿Por qué?
—Porque su cuñada bajó poco después de subir él.
—¿Cree usted que se encontró entonces con su cuñada?
—Ella debía de estar esperando su llegada para marcharse.
—Le está defendiendo usted con entusiasmo, señora Cornet.
—Me limito a decir la verdad.
—Si la señora Gouin está al corriente, no veo ninguna razón para no hablar con ella.
—¿No le parece a usted que no es delicado?
—Tal vez tenga razón.
Sin embargo, se dirigió hacia la puerta.
—¿A dónde va?
—Arriba. Dejaré la puerta entreabierta y cuando venga el profesor le pediré que entre un momento.
—Le avisaré a usted.
—Gracias.
Le caía simpática. Una vez cerrada la puerta, se volvió para mirarla a través de los cristales. Ella se había levantado y, al distinguirle, pareció arrepentirse de haberlo hecho tan rápido. Se dirigió hacia la cocina, como si tuviese algo urgente que hacer en ella, pero el comisario se dio perfecta cuenta de que la cocina no era el motivo de haberse levantado tan precipitadamente, sino más bien la mesita próxima a la ventana, sobre la que se encontraba el teléfono.