Eran las ocho y veinticinco de la mañana cuando Maigret se levantó de la mesa mientras terminaba su última taza de café. Mediaba aún noviembre y, sin embargo, la lámpara estaba encendida. La señora Maigret se esforzaba en distinguir desde la ventana, a través de la niebla, los peatones que con las manos en los bolsillos y la espalda encorvada se dirigían a su trabajo.
—Harías mejor llevándote el abrigo —dijo.
Pues había sido al observar a la gente en la calle cuando se había dado cuenta del tiempo que hacía afuera. Todos andaban de prisa aquella mañana, llevando abrigo, marchando de una forma característica, golpeando el suelo con los pies, para entrar en calor, y algunos, incluso, se sonaban con el pañuelo.
—Voy a buscártelo.
Maigret tenía aún la taza en la mano cuando el teléfono comenzó a sonar. Al descolgarlo, miró a su vez hacia fuera y observó que las casas vecinas estaban casi ocultas por la neblina amarilla que durante la noche había descendido sobre las calles.
—¡Oiga! ¿Comisario Maigret?… Le habla Dupeu, del Quartier de Ternes…
Era curioso que fuese justamente el comisario Dupeu el que telefonease, pues era el hombre que mejor armonizaba con el clima de aquella mañana. Dupeu era comisario de policía de la calle de l’Étoile. Bizqueaba. Su mujer bizqueaba. Se decía que sus hijos, a los que Maigret no conocía, bizqueaban también. Era un funcionario concienzudo, tan preocupado por hacer las cosas bien que ello llegaba a ponerle enfermo. En torno a él, hasta los objetos llegaban a parecer sombríos, y aunque se sabía que Dupeu era el mejor hombre de la tierra, resultaba imposible evitar tal sensación. Por añadidura, tanto en verano como en invierno, solía estar resfriado.
—Perdone que le llame a su casa. Me imaginé que aún no había salido usted y pensé…
Sólo cabía esperar. Tenía que explicarse. Padecía siempre la necesidad de explicar por qué hacía esto o aquello, como si se sintiese culpable.
—… Sé que usted prefiere juzgar sobre el propio terreno. Quizá me equivoque, pero creo que se trata de un asunto bastante especial. Dése cuenta de que aún no sé nada, o casi nada. Acabo de llegar.
La señora Maigret esperaba, con el abrigo al brazo, y su marido le decía, bajito, para que ella no se impacientase:
—¡Dupeu!
El citado continuaba con voz monótona:
—Llegué a mi despacho a las ocho, como de costumbre, y estaba ojeando el primer correo, cuando, a las ocho y siete minutos, recibí la llamada telefónica de la asistenta. Fue ella quien encontró el cuerpo al entrar en el piso, en la avenida Carnot. Como queda a dos pasos, me precipité hacia allí con mi secretario.
—¿Crimen?
—En realidad podría pasar perfectamente por un suicidio, pero estoy convencido de que se trata de un crimen.
—¿De quién se trata?
—Una tal Louise Filon, de la que nunca había oído hablar. Una mujer joven.
—Allá voy.
Dupeu continuó hablando, pero Maigret, fingiendo no darse cuenta de ello, colgó. Antes de partir telefoneó al Quai des Orfèvres y pidió comunicación con la Identidad Judicial.
—¿Está por ahí Moers? ¿Sí? ¡Que se ponga!… ¡Oiga! ¿Moers? ¿Quieres personarte con tus hombres en la avenida Carnot?… Un crimen… Yo estaré allí…
Le dio el número de la casa, se embutió el abrigo y, segundos después, una nueva silueta sombría venía a sumarse a las que marchaban ya, con paso rápido, entre la niebla. Hasta la esquina del bulevar Voltaire no pudo encontrar un taxi.
Las avenidas alrededor de l’Étoile estaban casi desiertas. Unos hombres recogían las basuras. La mayor parte de las persianas estaban cerradas todavía y sólo en algunas de las ventanas se percibía luz.
En la avenida Carnot, un agente de la policía permanecía de guardia junto al portal, pero no había ningún curioso.
—¿Qué piso? —le preguntó Maigret.
—Tercero.
Franqueó la puerta cochera, de botones de cobre bruñidos. En la portería, iluminada, la portera tomaba el desayuno. Le miró a través de los cristales, sin levantarse. El ascensor funcionó sin ruido, como en toda casa de rango. La alfombra, sobre la encerada madera de la escalera, era de un rojo hermoso.
En el tercer piso se encontró ante tres puertas, y estaba dudando, cuando se abrió la de la izquierda. Allí le esperaba Dupeu, con su roja nariz, tal como Maigret imaginaba encontrarle.
—Pase. He preferido no tocar nada hasta que usted llegase. Ni siquiera he interrogado a la asistenta, como puede comprobar.
Atravesando el vestíbulo, en el que sólo había un perchero y dos sillas, penetraron en un salón de encendidas lámparas.
—A la asistenta le ha chocado ver, nada más entrar, que había luz.
En el extremo de un canapé amarillo, una mujer joven de cabello rojo estaba curiosamente encogida sobre sí misma, con una enorme mancha de un rojo obscuro sobre su bata.
—Ha recibido un tiro en la cabeza. El disparo parece haber sido hecho por detrás, desde muy cerca. Como ve, no ha caído.
Se había deslizado únicamente hacia el lado derecho y su cabeza colgaba, de tal forma que su cabello rozaba casi la alfombra.
—¿Dónde está la asistenta?
—En la cocina. Me ha pedido permiso para hacerse una taza de café. Según dice, ha llegado a las ocho, como todas las mañanas. Tiene llave del piso. Entró, vio el cadáver y asegura que no tocó nada y que me llamó inmediatamente.
Fue justamente en aquel instante cuando Maigret comprendió lo que había encontrado extraño al entrar. Normalmente, desde la acera, debería de haber franqueado un grupo de curiosos. También habitualmente los vecinos solían hacer corro en los descansillos. En cambio, allí, todo permanecía tan tranquilo, como si nada hubiese ocurrido.
—¿Por dónde cae la cocina?
La encontró al extremo de un pasillo. Tenía la puerta abierta. Una mujer, vestida de obscuro, con el cabello y los ojos negros, estaba sentada junto a un hornillo de gas y bebía una taza de café, soplando sobre el líquido para enfriarlo.
Maigret tuvo la impresión de que la conocía de antes. La examinó con las cejas fruncidas, mientras ella soportaba tranquilamente su mirada y continuaba bebiendo el café. Era pequeñita. Sentada, sus pies apenas tocaban al suelo, y llevaba zapatos demasiado grandes para ella, ropa demasiado larga y amplia.
—Me parece que ya nos conocemos —dijo él.
Ella respondió sin pestañear:
—Tal vez.
—¿Cómo se llama usted?
—Desirée Brault.
El nombre de Desirée le colocó en la pista.
—¿No fue detenida usted, hace tiempo, por robo en almacenes?
—Por eso también.
—¿Por qué más?
—¡Me han arrestado tantas veces!
Su rostro no reflejaba ningún temor. De hecho, no reflejaba nada. Miraba al comisario. Le respondía. Resultaba imposible adivinar lo que pensaba.
—¿Ha estado encarcelada?
—Encontrará todo eso en mi ficha.
—¿Prostitución?
—¿Por qué no?
Haría mucho tiempo, por supuesto. Ahora, tendría cincuenta o sesenta años. Estaba arrugada. Su cabello no había emblanquecido, ni se había agrisado, pero era escaso y a su través se distinguía el cráneo.
—¡Había que haberme visto a mí en mis buenos tiempos!
—¿Desde cuándo trabaja usted en este piso?
—El mes próximo hará un año. Comencé en diciembre, poco antes de las fiestas.
—¿Le ocupaba el trabajo todo el día?
—Desde las ocho de la mañana hasta el mediodía.
El café olía tan bien que Maigret se sirvió una taza. El comisario Dupeu permanecía tímidamente junto al marco de la puerta.
—¿Quiere una taza, Dupeu?
—Gracias. Desayuné hace apenas media hora.
Desirée Brault se levantó para servirse a su vez una segunda taza. La ropa le colgaba alrededor del cuerpo. No pesaría más que una chiquilla de catorce años.
—¿Trabaja en otras casas?
—En tres o cuatro. Depende de las semanas.
—¿Vive sola?
—Con mi marido.
—¿Ha estado también detenido?
—Nunca. Se limita a beber.
—¿No trabaja?
—Hace ya quince años que no ha trabajado un solo día, ni para clavar un clavo en la pared.
Lo decía sin amargura, con voz igual, en la que resultaba difícil percibir la ironía.
—¿Qué ocurrió esta mañana?
Ella señaló a Dupeu con un gesto.
—¿No se lo ha dicho? Está bien. Llegué a las ocho.
—¿Dónde vive?
—Cerca de la plaza Clichy. Cogí el metro. Abrí la puerta del piso con mi llave y me di cuenta de que había luz en el salón.
—¿Estaba abierta la puerta del salón?
—No.
—¿Solía estar levantada su señora cuando llegaba usted por la mañana?
—No se levantaba hasta las diez, a veces más tarde.
—¿A qué se dedicaba?
—A nada.
—Continúe.
—Abrí la puerta del salón, y la vi.
—¿La tocó?
—No necesité tocarla para darme cuenta de que estaba muerta. ¿Ha visto usted pasearse a alguien con la mitad de la cara vacía?
—Y ¿luego?
—Llamé a la comisaría.
—¿Sin avisar a los vecinos, o a la portera?
Ella se encogió de hombros.
—¿Para qué iba a avisar a los vecinos?
—¿Qué hizo tras telefonear?
—Esperar.
—¿Haciendo qué?
—No haciendo nada.
Era de una sencillez asombrosa. Se había quedado allí, esperando sencillamente a que llamasen a la puerta.
—¿Está segura de que no tocó nada?
—Segura.
—¿No encontró ningún arma?
—No encontré nada.
El comisario Dupeu intervino.
—Hemos buscado el arma, en vano, por todas partes.
—¿Poseía Louise Filon algún arma?
—Si la poseía, yo nunca la vi.
—¿Hay muebles cerrados con llave?
—No.
—Me figuro que sabe usted, por tanto, lo que se encuentra en cada armario.
—Sí.
—¿Y nunca ha visto un arma?
—Nunca.
—Diga la verdad: ¿sabía su señora que había estado usted en la cárcel?
—Se lo había contado todo.
—¿No se había asustado de ello?
—La divertía. No sé si ella habrá estado también, pero no hubiera sido difícil.
—¿Qué quiere decir?
—Que antes de venir a vivir aquí, ejercía la prostitución.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque ella me lo dijo. Pero, aunque no me lo hubiese dicho…
Se oyeron pisadas en el descansillo y Dupeu acudió a abrir la puerta. Eran Moers y sus hombres, provistos del material. Maigret dijo a Moers:
—No comiences aún. Mientras yo termino aquí, telefonea al procurador.
Desirée Brault le fascinaba, lo mismo que aquello que se adivinaba tras sus palabras. Se despojó de su abrigo, pues sentía calor, se sentó y continuó bebiendo a sorbitos el café.
—Siéntese.
—Con mucho gusto. Resulta raro para una sirvienta tal ofrecimiento.
Y, esta vez, casi llegó a sonreír.
—¿Se le ha ocurrido pensar quién podía haber asesinado a su señora?
—En absoluto.
—¿Recibía a mucha gente?
—Nunca la he visto recibir a nadie, más que a un médico de barrio, cuando tuvo una bronquitis. Claro que yo me iba a las doce.
—¿No le conocía ninguna relación?
—Lo único que sé es que hay unas zapatillas de hombre y una bata en uno de los armarios. Y también una caja de habanos. Ella no fumaba puros.
—¿No sabe usted de qué hombre se trata?
—Nunca le vi.
—¿Conoce su nombre? ¿No telefoneó nunca, estando usted aquí?
—En alguna ocasión.
—¿Cómo le llamaba ella?
—Pierrot.
—¿Era una mujer entretenida?
—Alguien le tendría que pagar el alquiler del piso, digo yo. Y lo demás.
Maigret se levantó, dejó la taza y llenó la pipa.
—¿Qué hago? —preguntó ella.
—Nada. Esperar.
Volvió al salón donde los hombres de la Identidad Judicial aguardaban su indicación para comenzar el trabajo. La habitación estaba en orden. En un cenicero junto al canapé había ceniza de cigarrillos, colillas también, tres en total, dos de las cuales estaban manchadas de carmín.
Una puerta entreabierta comunicaba la habitación con la alcoba y Maigret observó, no sin sorpresa, que la cama estaba deshecha y la almohada señalada con un hoyo, como si alguien hubiese dormido en ella.
—¿No ha llegado el médico?
—No estaba en su casa. Su mujer está tratando de localizarle por teléfono, entre los clientes que tenía que visitar esta mañana.
Abrió algunos armarios, algunos cajones. Los vestidos y la ropa interior eran los de una mujer joven, que vestía con cierto mal gusto, y no los que cabía esperar en un piso de la avenida Carnot.
—Ocúpate de las huellas y del resto, Moers. Bajo a hablar con la portera.
El comisario Dupeu le preguntó:
—¿Me sigue necesitando?
—No. Muchas gracias. Envíeme su informe a cualquier hora de hoy. Ha sido muy amable, Dupeu.
—En seguida me di cuenta de que le interesaría. Si hubiera aparecido un arma junto al canapé habría pensado inmediatamente en suicidio, porque el disparo parece haber sido hecho a quemarropa. Aunque las mujeres de este tipo suelen suicidarse con veronal. Hace por lo menos cinco años que no he visto en el barrio suicidarse a una mujer con la ayuda de una pistola. Así que, desde el momento en que no había ningún arma…
—Ha estado usted asombroso, Dupeu.
—Intento, en la medida de mis fuerzas…
Continuó hablando por la escalera. Maigret le dejó al llegar a la puerta de la portería, y entró.
—Buenos días, señora.
—Buenos días, señor comisario.
—¿Sabe quién soy?
Ella afirmó con la cabeza.
—¿Está al corriente de lo sucedido?
—Le pregunté al guardia que vigila en la acera. Me dijo que la señorita Louise ha muerto.
La portería tenía el aspecto burgués de todas las porterías del barrio. La portera, que sólo tendría unos cuarenta años, vestía con corrección, incluso con coquetería. Era, además, bastante guapa, aunque sus rasgos resultaban borrosos.
—¿La han matado? —preguntó, aprovechando que Maigret se sentaba junto a la ventana.
—¿Qué se lo hace pensar?
—Supongo que si hubiese fallecido de muerte natural, la policía no se encontraría aquí.
—Podía haberse suicidado.
—No cuadra con su carácter.
—¿La conocía usted bien?
—No mucho. Se detenía poco en la portería; lo justo para preguntar, al pasar, si tenía cartas, ¿comprende?
—¿Quiere decir que no era de la misma clase que los demás vecinos?
—Sí.
—¿A qué clase diría usted que pertenecía?
—No lo sé con certeza. No tengo ninguna razón para hablar mal de ella. Era sencilla, nada arrogante.
—¿No le ha hablado sobre ella su asistenta?
—La señora Brault y yo no nos hablamos.
—¿La conoce usted?
—No me interesa conocerla. La veo subir y bajar. Con ello me basta.
—¿Era Louise Filon una mujer entretenida?
—Es posible. En cualquier caso, pagaba puntualmente su alquiler.
—¿Recibía visitas?
—De vez en cuando.
—¿Con regularidad?
—Yo no lo llamaría con regularidad.
Maigret creyó percibir cierta reticencia. Contrariamente a la señora Brault, la portera era nerviosa y lanzaba, a intervalos, un rápido vistazo hacia la cristalera. Fue ella quien advirtió:
—Sube el médico.
—Dígame, señora… Por cierto, ¿cuál es su nombre?
—Cornet.
—Dígame, señora Cornet, ¿hay algo que trata usted de ocultarme?
Ella se esforzó por mirarle a los ojos.
—¿Por qué me pregunta tal cosa?
—Por nada. Prefiero saber. ¿Era siempre el mismo hombre el que visitaba a Louise Filon?
—El mismo.
—¿Qué tipo de hombre?
—Un músico.
—¿Por qué sabe que era un músico?
—Porque una o dos veces le vi con un estuche de saxofón bajo el brazo.
—¿Vino ayer por la tarde?
—Hacia las diez, sí.
—¿Le abrió la puerta para entrar?
—No. Dejo siempre la puerta abierta hasta las once.
—¿Ve usted, sin embargo, a todo el que pasa frente a la portería?
—Casi siempre. Los vecinos son tranquilos. Son, en su mayoría, gente importante.
—¿Asegura usted que el músico en cuestión subió ayer a eso de las diez de la noche?
—Sí. Permaneció arriba unos diez minutos y cuando salió parecía apresurado; le oí cómo se dirigía a grandes zancadas hacia l’Étoile.
—¿No se fijó en su rostro? Si parecía emocionado, o…
—No.
—¿Recibió Louise Filon otras visitas durante la tarde?
—No.
—De forma que si el médico descubre que el crimen fue cometido entre las diez y las once, por ejemplo, no habrá la menor duda de que…
—Yo no he dicho eso. He dicho que sólo recibió aquella visita.
—En su opinión, ¿era el músico su amante?
No respondió en seguida y acabó murmurando:
—No lo sé.
—¿Qué quiere decir?
—Nada. Pensaba en el precio del alquiler.
—Comprendo. ¿No era el tipo de músico capaz de ofrecer un piso de tal categoría a su amante?
—Eso es.
—La muerte de su vecina no parece haberle sorprendido mucho, señora Cornet.
—No lo esperaba, pero tampoco me ha sorprendido demasiado, efectivamente.
—¿Por qué?
—Por ninguna razón particular. Me parece que ese tipo de mujeres están más expuestas que las demás. Eso, al menos, es lo que se deduce de los periódicos.
—Voy a pedirle que me redacte una lista de todos los inquilinos que entraron o salieron ayer tarde, después de las nueve. Me la entregará cuando me vaya.
—Será muy sencillo.
Cuando salió de la portería, encontró al procurador y a su sustituto, que descendían del coche en compañía del escribano. Los tres parecían tener frío. La niebla no se había disipado aún y el vaho de sus respiraciones se mezclaba con ella.
Apretones de manos. Ascensor. La casa, a excepción del tercer piso, permanecía tan tranquila como cuando Maigret había llegado. Las personas que allí vivían no eran de las que suelen ir y venir tras las puertas entreabiertas de sus pisos, por el hecho de que una mujer haya sido asesinada.
Los técnicos de Moers habían instalado sus aparatos por todos los rincones de la habitación y el médico había terminado de examinar el cuerpo de la víctima. Estrechó la mano de Maigret.
—¿A qué hora? —preguntó el comisario.
—A ojo, yo diría que entre las nueve de la tarde y medianoche. Tratando de precisar un poco más, daría las once como límite máximo, mejor que las doce.
—Me figuro que la muerte habrá sido instantánea.
—Se ve a simple vista. El disparo fue hecho a quemarropa.
—¿Desde atrás?
—Sí, un poco de lado.
Moers intervino.
—En ese momento debía estar fumando un cigarrillo que cayó sobre la alfombra, donde terminó por consumirse. Fue una suerte que no ardiera la alfombra.
—¿De qué se trata, en resumidas cuentas? —preguntó el sustituto, que aún no sabía nada.
—Lo ignoro. Quizá sea un crimen vulgar. No me extrañaría.
—¿Tiene alguna pista?
—Ninguna. Voy a echar otra parrafada con la asistenta.
Antes de alcanzar la cocina telefoneó al Quai des Orfèvres y pidió a Lucas, de servicio aquel día, que se le reuniera en seguida. Luego, olvidó definitivamente a los especialistas, ocupados junto al cadáver, en su menester habitual.
La señora Brault no había cambiado de sitio. Ya no bebía café pero fumaba un cigarrillo, lo que, dado su físico, resultaba extraño.
—Me imagino que puedo —dijo, siguiendo la mirada de Maigret.
Éste se sentó frente a ella.
—Cuente.
—¿El qué?
—Todo lo que sepa.
—Ya se lo he dicho.
—¿A qué dedicaba Louise Filon sus jornadas?
—Sólo puedo hablar de lo que hacía por las mañanas. ¿Se levantaba a las diez? Mejor diría que se despertaba, pues no se levantaba inmediatamente. Le llevaba café a la cama y ella lo tomaba, fumando o leyendo.
—¿Qué leía?
—Revistas y novelas. A menudo escuchaba también la radio. Se habrá dado cuenta, supongo, de que tiene un aparatito sobre su mesilla.
—¿No solía llamar por teléfono?
—Hacia las once.
—¿Todos los días?
—Casi todos los días.
—¿A Pierrot?
—Sí. A veces, al dar las once, se vestía para ir a comer fuera, pero esto no era frecuente. La mayoría de las veces me mandaba al mercado para que le comprase comidas frías o platos preparados.
—¿No tiene la menor idea de lo que solía hacer por las tardes?
—Me figuro que saldría. Tenía que hacerlo, por fuerza, pues al día siguiente me encontraba siempre sucios sus zapatos. Supongo que iría de tiendas, como todas las mujeres.
—¿Solía cenar en casa?
—Era raro ver sucia al día siguiente la vajilla.
—¿Supone que iba a reunirse con Pierrot?
—Con él, o con otro.
—¿Está segura de no haberle visto nunca?
—Segura.
—¿Tampoco ha visto a otro hombre?
—Al empleado del gas, sólo, o a algún recadero.
—¿Cuánto tiempo hace que no ha sido usted detenida?
—Seis años.
—¿Ha perdido ya el gusto de robar en los almacenes?
—Ya no tengo los reaños precisos.
Se oyó cierto ruido en el salón, debido a los hombres del Instituto Médico-Forense.
—¡No le duró mucho tiempo!
—¿Qué quiere usted decir?
—Arrastró la miseria hasta los veinticuatro años y luego apenas ha tenido dos para disfrutar su nueva suerte.
—¿Le hacía confidencias?
—Charlábamos, como seres humanos.
—¿Le dijo de dónde procedía?
—Había nacido en el barrio XVIII, en la misma calle, por decirlo así. Pasó la mayor parte de su juventud en el barrio de la Chapelle. Cuando se instaló aquí, creyó que había comenzado la buena vida.
—¿No era feliz?
La asistenta se encogió de hombros y miró a Maigret con un deje de piedad, como sorprendida de que éste pudiese demostrar tan poca comprensión.
—¿Cree usted que a ella podía divertirle el vivir en una casa como ésta, donde todos los vecinos no se dignaban siquiera mirarla cuando se cruzaban con ella en las escaleras?
—¿Por qué vino aquí?
—Tendría sus razones.
—¿Era el músico quien la sostenía?
—¿Quién le ha hablado del músico?
—No importa. ¿Era Pierrot saxofonista?
—Eso creo. Sé que tocaba en una sala de fiestas.
No decía todo lo que sabía. Ahora que Maigret tenía una idea más precisa del género de mujer que había sido Louise Filon, tenía la certeza de que ambas mujeres se confiaban mutuamente sus secretos todas las mañanas.
—No creo que un músico que toca en una sala de fiestas —dijo— pueda costear un piso como éste.
—Yo tampoco.
—¿Luego…?
—Luego, debía de haber otro —respondió ella tranquilamente.
—Pierrot vino a verla ayer por la noche.
Ella no pestañeó, y continuó mirándole fijamente.
—Me figuro que usted habrá decidido ya, por las buenas, que fue él quien la mató. Yo sólo puedo decirle algo: que ambos se amaban.
—¿Se lo confesó ella?
—No sólo se amaban, sino que su único pensamiento era casarse.
—¿Por qué no lo hacían?
—Quizá porque no tenían aún dinero suficiente. Quizá porque el otro no se lo permitiese.
—¿El otro?
—Ya sabe que me refiero al que pagaba. ¿O tengo que hacerle un retrato?
Maigret tuvo de pronto una idea y corrió a la alcoba, donde abrió el armario. Cogió un par de zapatillas de piel de cabra, hechas a medida por algún zapatero de Saint-Honoré, probablemente uno de los más caros de París. Descolgó la bata, de seda marrón, y encontró en ella la marca de un camisero de la calle Rivoli.
Los hombres de Moers habían partido ya. El propio Moers esperaba a Maigret en el salón.
—¿Qué has encontrado?
—Huellas, por supuesto. Antiguas y recientes.
—¿De hombres?
—De un hombre, por lo menos. Dentro de una hora tendremos las pruebas.
—Pásalas al servicio de fichas. Vas a llevarte estas zapatillas y este batín. Cuando llegues al Quai entrégaselas a Janvier y a Torrence. Quiero que me investiguen en las tiendas donde hayan sido adquiridas.
—Con las zapatillas, me figuro que será fácil, pues llevarán un número de orden.
La calma volvía a apoderarse del piso y Maigret se dirigió al encuentro de la sirvienta, en la cocina.
—Puede usted marcharse.
—¿Hago la limpieza?
—Hoy no.
—¿Qué hago entonces?
—Irse a su casa. Le prohíbo que abandone París. Puede ser…
—Le comprendo.
—¿Está segura de que no tiene nada más que decirme?
—Si me acuerdo de algo, se lo diré.
—Una pregunta aún: ¿está segura de que entre el momento en que encontró el cuerpo y el instante en que llegó el comisario de policía usted no abandonó el piso?
—Se lo juro.
—¿Ni vino nadie?
—Ni un gato.
Fue a descolgar la bolsita que siempre debía de llevar consigo y Maigret se aseguró de que no contenía la pistola.
—Regístreme, si le apetece.
No la registró pero, por conciencia profesional y no sin envaro, pasó sus manos por la amplia ropa.
—Hace tiempo, esto le habría complacido.
Se fue. Maigret la siguió y en la escalera se cruzó con Lucas, cuyo sombrero y abrigo estaban mojados.
—¿Llueve?
—Desde hace diez minutos. ¿Qué hago, jefe?
—No lo sé, exactamente. Me gustaría que te quedaras aquí. Si telefonean trata de averiguar de dónde procede la llamada. Es posible que llamen a eso de las once. Avisa al Departamento que controlen la línea. Entretanto, husmea por todos los rincones. Ya lo han hecho, pero nunca se sabe…
—¿De qué se trata exactamente?
—De una golfilla que ejercía sus encantos junto a Barbés y a quien alguien le puso este piso. A falta de más detalles, tenía un enamorado que toca el saxo en cualquier sala de fiestas.
—¿La ha matado él?
—Vino a verla anoche. La portera afirma que no subió nadie más.
—¿Poseemos su descripción?
—Voy a preguntar, una vez más, a la portera.
Ésta se hallaba ocupada en distribuir el segundo correo. Según ella, Pierrot era un muchacho de unos treinta años, rubio y rechoncho, que más parecía un panadero que un músico.
—¿No tiene nada más que decirme?
—Nada más, señor Maigret. Si me acuerdo de algo, iré a decírselo.
Era curioso. La misma respuesta, o casi la misma, que la sirvienta. Maigret estaba persuadido de que ambas, por razones distintas, evitaban revelarle todo lo que sabían.
Como tendría que ir, sin duda, hasta l’Étoile para encontrar un taxi, se levantó el cuello del abrigo y echó a andar con las manos en los bolsillos, como las personas que aquella mañana había visto la señora Maigret desde la ventana. La niebla se había convertido en una lluvia fina y fría que evocaba la idea del resfriado de cabeza, y el comisario entró en un bar que hacía esquina, para beberse un coñac.