Este hacinamiento de cuerpos en el vagón, este punzante dolor en la rodilla derecha. Días, noches. Hago un esfuerzo e intento contar los días, contar las noches. Tal vez esto me ayude a ver claro. Cuatro días, cinco noches. Pero habré contado mal, o es que hay días que se han convertido en noches. Me sobran noches; noches de saldo. Una mañana, claro está, fue una mañana cuando comenzó este viaje. Aquel día entero. Después, una noche. Levanto el dedo pulgar en la penumbra del vagón. Mi pulgar por aquella noche. Otra jornada después. Aún seguíamos en Francia y el tren apenas se movió. En ocasiones, oíamos las voces de los ferroviarios, por encima del ruido de botas de los centinelas. Olvídate de aquel día, fue una desesperación. Otra noche. Yergo en la penumbra un segundo dedo. Tercer día. Otra noche. Tres dedos de mi mano izquierda. Y el día en que estamos. Cuatro días, pues, y tres noches. Avanzamos hacia la cuarta noche, el quinto día. Hacia la quinta noche, el sexto día. Pero ¿avanzamos nosotros? Estamos inmóviles, hacinados unos encima de otros, la noche es quien avanza, la cuarta noche, hacia nuestros inmóviles cadáveres futuros. Me asalta una risotada: va a ser la Noche de los Búlgaros, de verdad.
—No te canses —dice el chico.
En el torbellino de la subida, en Compiègne, bajo los golpes y los gritos, cayó a mi lado. Parece no haber hecho otra cosa en su vida, viajar con otros ciento diecinueve tipos en un vagón de mercancías cerrado con candados. «La ventana», dijo escuetamente. En tres zancadas y otros tantos codazos, nos abrió paso hasta una de las ventanillas de ventilación, atrancada con alambre de espino. «Respirar es lo más importante, ¿entiendes?, poder respirar».
—¿De qué te sirve reír? —dice el chico—. Cansa para nada.
—Pienso en la noche que viene —le digo.
—¡Qué tontería! —dice el chico—. Piensa en las noches pasadas.
—Eres la voz de la razón.
—Vete a la mierda —me responde.
Llevamos cuatro días y tres noches encajados el uno en el otro, su codo en mis costillas, mi codo en su estómago. Para que pueda colocar sus dos pies en el suelo del vagón tengo que sostenerme sobre una sola pierna. Para que yo pueda hacer lo mismo y sentir relajados los músculos de las pantorrillas, también él se mantiene sobre una pierna. Así ganamos algunos centímetros, y descansamos por turno.
A nuestro alrededor, todo es penumbra, con respiraciones jadeantes y empujones repentinos, enloquecidos, cuando algún tipo se derrumba. Cuando nos contaron ciento veinte ante el vagón, tuve un escalofrío, intentando imaginar lo que podía resultar. Es todavía peor.
Cierro los ojos, los vuelvo a abrir. No es un sueño.
—¿Ves bien? —le pregunto.
—Sí, ¿y qué? —dice—, es el campo.
Es el campo, en efecto. El tren rueda lentamente sobre una colina. Hay nieve, abetos altos, serenas humaredas en el cielo gris.
Mira un momento.
—Es el valle del Mosela.
—¿Cómo puedes saberlo? —le pregunto.
Me mira, pensativo, y se encoge de hombros.
—¿Por dónde quieres que pasemos?
Tiene razón el chico, ¿por dónde quiere usted pasar, y para ir Dios sabe dónde? Cierro los ojos y algo canturrea suavemente en mí: valle del Mosela. Estaba perdido en la penumbra cuando he aquí que el mundo se vuelve a organizar en torno a mí, en esta tarde de invierno que decae. El valle del Mosela, esto existe, debe de encontrarse en los mapas, en los atlas. En el liceo Henri IV armábamos jaleo al profesor de geografía, seguro que de allí no guardo recuerdo alguno del Mosela. En todo aquel año no creo haber aprendido una sola lección de geografía. Bouchez me tenía una rabia mortal. ¿Cómo era posible que el primero en filosofía no se interesara por la geografía? No había relación alguna, claro está. Pero me tenía una rabia mortal. Sobre todo desde aquella historia de los ferrocarriles de Europa central. Me tocó el gordo, y hasta le solté los nombres de los trenes. Me acuerdo del Harmonica Zug, le puse entre otros el Harmonica Zug. «Buen trabajo», anotó, «pero apoyado en exceso en recuerdos personales». Entonces, en plena clase, cuando nos devolvió los ejercicios, le advertí que no tenía ningún recuerdo personal de Europa central. No conozco la Europa central. Simplemente, lo saqué del diario de viaje de Barnabooth. ¿No conoce usted a A.O. Barnabooth, señor Bouchez? En verdad, nunca he sabido si Bouchez conocía o no a A.O. Barnabooth. Estalló y por poco me forman consejo de disciplina.
Pero he aquí el valle del Mosela. Cierro los ojos y saboreo esta oscuridad que me invade, esta certeza del valle del Mosela, fuera, bajo la nieve. Esta certeza deslumbrante de matices grises, los altos abetos, los pueblos rozagantes, las serenas humaredas bajo el cielo invernal. Procuro mantener los ojos cerrados el mayor tiempo posible. El tren rueda despacio, con un monótono ruido de ejes. De repente, silba. Ha debido de desgarrar el paisaje de invierno, como ha desgarrado mi corazón. Deprisa, abro los ojos, para sorprender el paisaje, para pillarlo desprevenido. Ahí está. Está, simplemente, no tiene otra cosa que hacer. Podría morirme ahora, de pie en el vagón atestado de futuros cadáveres, él seguiría ahí. El valle del Mosela estaría ahí, ante mi mirada muerta, suntuosamente hermoso como un Breughel de invierno. Podríamos morir todos, yo mismo y este chico de Semur-en-Auxois, y también el viejo que aullaba hace un rato sin parar, sus vecinos han debido de derribarle, ya no se le oye, él seguiría ahí, ante nuestras miradas muertas. Cierro los ojos, los abro. Mi vida no es más que este parpadeo que me descubre el valle del Mosela. Mi vida se me ha escapado, se cierne sobre este valle de invierno, es este valle dulce y tibio en el frío del invierno.
—¿A qué juegas? —dice el chico de Semur. Me mira atentamente, intenta comprender—. ¿Te encuentras mal? —me pregunta.
—En absoluto —le digo—. ¿Por qué?
—Entornas los párpados como una señorita —afirma—. ¡Vaya cine!
Le dejo hablar, no quiero distraerme.
El tren tuerce por el terraplén de la vía, en la ladera de la colina. El valle se despliega. No quiero que me distraigan de esta tranquila alegría. El Mosela, sus ribazos, sus viñedos bajo la nieve, sus pueblos de viñadores bajo la nieve me entran por los ojos. Hay cosas, seres y objetos de los que se dice que te salen por las ventanas de la nariz. Es una expresión francesa que siempre me ha hecho gracia. Son los objetos que os estorban, los seres que os agobian, que se arrojan, metafóricamente, por las ventanas de la nariz. Vuelven a su existencia fuera de mí, arrojados de mí, trivializados, degradados por este rechazo. Las ventanas de mi nariz se vuelven la válvula de escape de un orgullo desaforado, los símbolos propios de una conciencia que se imagina soberana. ¿Esta mujer, este amigo, esta música? Se acabó, no se hable más, por las ventanas de la nariz. Pero el Mosela es todo lo contrario. El Mosela me entra por los ojos, me inunda la mirada, empapa mi alma con sus aguas lentas como si fuera una esponja. Ya no soy más que este Mosela que invade mi ser por los ojos. No se me debe distraer de esta alegría salvaje.
—Se hace buen vino en esta tierra —dice el chico de Semur.
Quiere que hablemos. No habrá adivinado que me estoy anegando en el Mosela, pero siente que hay algo sospechoso en mi silencio. El chico quiere que seamos serios, no es una broma este viaje hacia un campo en Alemania, no hay por qué entornar los párpados, como un idiota, ante el Mosela. Él es de tierra de viñedos, pues se aferra a los viñedos del Mosela, bajo la nieve fina y pulverizada. Es algo serio, los viñedos, él está al tanto.
—Un vinillo blanco —dice el chico—. Aunque no tan bueno como el chabhs.
Se venga, es normal. El valle del Mosela nos ha encerrado en sus brazos, es la puerta del exilio, un camino sin retorno, quizá, pero su vinillo blanco no se puede comparar al chablis. En cierto modo es un consuelo.
Él quisiera hablar del chablis, y yo no le hablaré del chablis, desde luego, no ahora. Sabe que tenemos recuerdos comunes, que tal vez hayamos coincidido en algún lugar, sin conocernos. Él estaba en el maquis, en Semur, cuando Julien y yo fuimos a llevarles armas, después del golpe de la serrería, en Semur. Él quisiera que evocásemos recuerdos comunes. Son recuerdos serios, como los viñedos y el trabajo en las viñas. Recuerdos sólidos. Quién sabe, ¿tendrá miedo de estar solo, de repente? No lo creo. Al menos, todavía no. Es mi soledad, sin duda, lo que le da miedo. Ha creído que yo flaqueaba, de repente, ante este paisaje dorado sobre fondo blanco. Ha creído que este paisaje me había afectado en algún punto flaco, y que yo cedía, que me enternecía de repente. Ha tenido miedo de dejarme solo, el chico de Semur. Me ofrece el recuerdo del chablis, quiere que bebamos juntos el vino nuevo de los recuerdos comunes. La espera en el bosque, con los de las SS emboscados en las carreteras, después del golpe de la serrería. Las salidas nocturnas en Citroën con los cristales rotos, con las metralletas apuntando a la sombra. Recuerdos de hombre, vamos.
Pero no, hijo, no vacilo. No tomes a mal mi silencio. Dentro de un rato hablaremos. Era hermoso Semur, en septiembre. Hablaremos de Semur. Además, hay algo que no te he contado todavía. A Julien le fastidiaba haber perdido la moto. Una Gnôme et Rhône potente y casi nueva. Se quedó en la serrería aquella noche, cuando los de las SS llegaron en tromba y tuvisteis que echaros al monte, a las alturas boscosas. A Julien le fastidiaba haber perdido la moto, y fuimos a por ella. Los alemanes habían instalado un puesto encima de la serrería, al otro lado del agua. Fuimos en pleno día y nos colamos en los cobertizos por entre los montones de leña. Allí estaba la moto, oculta bajo unas lonas, con el depósito lleno de gasolina hasta la mitad. La empujamos hasta la carretera. Los alemanes, claro está, iban a reaccionar al oír el ruido del arranque. Había un tramo de carretera con un fuerte declive, totalmente al descubierto. Los alemanes, desde lo alto de su observatorio, iban a disparar sobre nosotros como en una feria. Pero Julien estaba muy apegado a esa moto, se empeñó en recuperarla a toda costa. Ya te contaré esta historia dentro de un rato, te alegrará saber que no se perdió la moto. La llevamos hasta el maquis del «Tabou», en las alturas de Larrey, entre Laignes y Châtillon. Pero no te contaré la muerte de Julien. ¿Para qué contártela? De todos modos, todavía no sé sí ha muerto Julien. Julien no ha muerto, todavía, va en la moto conmigo, nos largamos hacia Laignes bajo el sol del otoño, y aquella moto fantasma por los caminos otoñales trastorna a las patrullas de la Feld[1], ellos disparan a ciegas al ruido fantasmal de la moto por las carreteras doradas de otoño. No te contaré la muerte de Julien, tendría demasiadas muertes que contar. Incluso tú morirás, antes de que acabe este viaje. No podré contarte cómo murió Julien, no lo sé aún, y tú habrás muerto antes del final de este viaje. Antes de que regresemos de este viaje. Aunque estuviéramos todos muertos en este vagón, muertos apiñados de pie, ciento veinte en este vagón, el valle del Mosela, de todas formas, seguiría ahí, ante nuestras miradas muertas. No quiero distraerme de esta certeza fundamental. Abro los ojos. Aquí está el valle labrado por un trabajo secular, con los viñedos escalonados por los ribazos, bajo una fina capa de nieve resquebrajada, estriada por vetas parduzcas. Mi mirada no es nada sin este paisaje. Sin este paisaje yo estaría ciego. Mi mirada no descubre este paisaje, es revelada por él. Es la luz de este paisaje la que inventa mi mirada. La historia de este paisaje, la larga historia de la creación de este paisaje por el trabajo de los viñadores del Mosela, es la que da a mi mirada, a todo mi ser, su consistencia real, su densidad. Cierro los ojos. Sólo queda el ruido monótono de las ruedas en los raíles. Sólo permanece esta realidad ausente del Mosela, ausente de mí, pero presente en sí misma, tal como en sí misma la hicieron los viñadores del Mosela. Abro los ojos, los cierro, mi vida no es más que un parpadeo.
—¿Estás viendo visiones? —dice el chico de Semur.
—No —digo—, no exactamente.
—Pues lo parece, sin embargo. Parece que no crees en lo que ves.
—Desde luego que sí.
—O que te vas a desmayar.
Me mira con desconfianza.
—No te preocupes.
—¿Resistes? —me pregunta.
—Aguanto, te lo juro. En realidad, aguanto bien.
De repente se oyen gritos, aullidos, en el vagón. Un empujón brutal de toda la masa inerte de los cuerpos amontonados nos pega literalmente a la pared del vagón. Nuestras caras rozan el alambre de espino que cubre las aberturas de ventilación. Miramos el valle del Mosela.
—Está bien labrada esta tierra —dice el chico de Semur.
Contemplo la tierra bien labrada.
—Claro que no es como en mi tierra —dice—, pero está bien trabajada.
—Los viñadores son los viñadores.
Vuelve ligeramente la cabeza hacía mí, y se burla.
—¡Cuántas cosas sabes! —me dice.
—Quiero decir…
—Claro —dice, impaciente—, quieres decir, está claro lo que quieres decir.
—¿Dices que su vino no es tan bueno como el chablis?
Me mira de reojo. Debe de pensar que mi pregunta es una trampa. Me encuentra muy complicado, el chico de Semur. Pero no es una trampa. Es una pregunta para reanudar el hilo de cuatro días y tres noches de conversación. No conozco todavía el vino del Mosela. No lo probé hasta más tarde, en Eisenach. Cuando volvimos de este viaje. En un hotel de Eisenach, donde estaba instalado el centro de repatriación. Fue una noche curiosa, la primera de la repatriación. Para vomitar. En realidad, nos sentíamos más bien desplazados. Tal vez era necesaria aquella cura de inadaptación, para acostumbrarnos al mundo otra vez. Un hotel de Eisenach, con oficiales americanos del III Ejército, franceses e ingleses de las misiones militares enviadas al campo. El personal alemán, todos viejos disfrazados de maîtres y camareros. Y chicas. Muchas chicas alemanas, francesas, austríacas, polacas, qué sé yo. Una velada como es debido, en el fondo muy normal, cada cual desempeñando su papel y cumpliendo con su oficio. Los oficiales americanos mascando su chicle y hablando entre sí, bebiendo sin parar del gollete de sus botellas de whisky. Los oficiales ingleses, con aire aburrido, solitarios, por encontrarse en el continente, en medio de esta promiscuidad. Los oficiales franceses, rodeados de chicas, apañándoselas muy bien para hacerse entender por todas esas chicas de diversos orígenes. Cada cual cumplía su papel. Los maîtres alemanes cumplían con su oficio de maîtres alemanes. Las chicas de procedencias diversas cumplían con su oficio de chicas de diversas procedencias. Y nosotros, con el de supervivientes de los campos de la muerte. Algo desplazados, claro está, pero muy dignos, con el cráneo afeitado, los pantalones de tela rayada enfundados en las botas que habíamos recuperado en los almacenes de las SS. Desplazados, pero muy como es debido, contando nuestras anécdotas a esos oficiales franceses que metían mano a las chicas. Nuestros ridículos recuerdos de hornos crematorios y de formaciones interminables bajo la nieve. Después, nos sentamos en torno a una mesa, para cenar. Había sobre la mesa un mantel blanco, cubiertos para pescado, para carne, de postre. Vasos de formas y colores distintos, para el vino blanco, para el tinto, para agua. Nos habíamos reído tontamente al ver aquellas cosas inhabituales. Y bebimos vino del Mosela. Este vino del Mosela no era tan bueno como el chablis, pero era vino del Mosela.
Repito mi pregunta, que no es una trampa. Aún no he bebido el vino del Mosela.
—¿Cómo sabes que el vino de por aquí no es tan bueno como el chablis?
Se encoge de hombros. Es evidente. No se puede comparar con el chablis, es evidente.
Acaba por irritarme.
—¿Cómo sabes, además, que es el valle del Mosela?
Se encoge de hombros, otra vez, también eso es evidente.
—Oye, tío, no seas pelma. El tren tiene que seguir los valles a la fuerza. ¿Por dónde quieres que pase?
—Claro —digo, conciliador—. Pero ¿por qué el Mosela?
—Ya te digo que es el camino.
—Pero nadie sabe adonde vamos.
—Pues claro que lo sabemos. ¿Qué puñetas hacías en Compiègne? Es obvio que vamos a Weimar.
En Compiègne, dedicaba mi puñetero tiempo a dormir. En Compiègne estaba solo, no conocía a nadie, y la salida del convoy estaba anunciada para dos días después. Dediqué mi puñetero tiempo a dormir. En Auxerre tenía compañeros de varios meses y la cárcel se había vuelto habitable. Pero en Compiègne éramos miles, un auténtico desbarajuste, no conocía a nadie.
—Me pasé el tiempo durmiendo. Sólo estuve día y medio en Compiègne.
—Y tenías sueño —me dice.
—No tenía sueño —le contesto—, no especialmente. No tenía otra cosa que hacer.
—¿Y conseguías dormir, con la barahúnda que había aquellos días en Compiègne?
—Lo conseguí.
Luego me explica que se quedó varias semanas en Compiègne. Tuvo tiempo de enterarse. Era la época de las deportaciones en masa hacía los campos. Se filtraban algunas informaciones vagas. Los campos de Polonia eran los peores, los centinelas alemanes, al parecer, hablaban de ellos en voz baja. Había otro campo, en Austria, al que uno debía esperar no ir. Luego había otros muchos, en la misma Alemania, más o menos por el estilo. La víspera de la salida, supimos que nuestro convoy se dirigía a uno de estos, cerca de Weimar. Y el valle del Mosela, sencillamente, era el camino.
—Weimar —digo— es una ciudad de provincias.
—Todas las ciudades son de provincias —me dice—, excepto las capitales.
Reímos juntos, porque el sentido común, en el mundo, es lo mejor repartido.
—Quiero decir una ciudad provinciana.
—Ya —dice—, algo así como Semur, es lo que insinúas.
—Quizá mayor que Semur, no sé, seguramente mayor.
—Pero en Semur no hay un campo de concentración —me dice, hostil.
—¿Por qué no?
—¿Cómo, que por qué no? Pues porque no. ¿Quieres decir que podría haber un campo en Semur?
—¿Y por qué no? Es cuestión de circunstancias.
—A la mierda las circunstancias.
—Hay campos en Francia —le explico—, es posible que haya en Semur.
—¿Hay campos en Francia?
Me mira, desconcertado.
—Claro.
—¿Campos franceses, en Francia?
—Claro —repito—, no campos japoneses, campos franceses en Francia.
—Hay el de Compiègne, es verdad. Pero no llamo a eso un campo francés.
—Hay el de Compiègne, que ha sido un campo francés en Francia, antes de ser un campo alemán en Francia. Pero hay otros que nunca han dejado de ser campos franceses en Francia.
Le hablo de Argelès, de Saint-Cyprien, Gurs, Châteaubriant. «Mierda, vaya», exclama.
Esta novedad le desconcierta. Pero se repone pronto.
—Tienes que explicarme eso —me dice.
No pone en duda mi afirmación, la existencia de campos franceses en Francia. Pero tampoco se deja conmover por el descubrimiento. Tendré que explicárselo. No pone en duda mi afirmación, pero esta no encaja con la idea que se hacía de las cosas. Es una idea muy sencilla, muy práctica, la que se hacía de las cosas, con todo el bien de un lado y el mal del otro. No tiene dificultad en exponérmela, en unas pocas frases. Es hijo de campesinos más bien acomodados, a él le hubiera gustado abandonar el campo, hacerse mecánico, quién sabe, ajustador, tornero, fresador, lo que sea, un bonito trabajo sobre bonitas máquinas, me dice. Pero luego vino el STO[2]. Es evidente que no iba a permitir que le mandaran a Alemania. Alemania estaba lejos, y además no era Francia, y, para colmo, tampoco iba a trabajar para los ocupantes. Se convirtió en rebelde, pues, y se unió al maquis. Lo demás vino de ahí, por sí solo, como un encadenamiento lógico. «Yo soy patriota», me ha dicho. Me estaba interesando el chico de Semur, era la primera vez que veía a un patriota en carne y hueso. Pues no era nacionalista, en absoluto, era patriota. Yo conocía a unos cuantos nacionalistas. El arquitecto era nacionalista. Tenía la mirada azul, directa y franca, fija en la línea azul de los Vosgos. Era nacionalista, pero trabajaba para Buckmaster y el War Office[3]. El chico de Semur era un patriota, no tenía ni pizca de nacionalista. Era mi primer patriota en carne y hueso.
—De acuerdo —le digo—. Te lo explicaré luego.
—¿Por qué luego?
—Estoy mirando el paisaje —le contesto—, déjame mirar el paisaje.
—Es el campo —dice con asco.
Pero me deja mirar el campo.
El tren silba. Pienso que un silbido de locomotora obedece siempre a razones concretas. Tiene un sentido concreto. Pero, por la noche, en los cuartos de hotel alquilados bajo nombre falso cerca de la estación, cuando se tarda en dormir por todo lo que se piensa, o se piensa demasiado, en estos cuartos de hotel desconocidos, el silbido de las locomotoras cobra resonancias inesperadas. Los silbidos pierden su sentido concreto, racional, se convierten en una llamada o un aviso incomprensibles. Los trenes silban en la noche y uno da vueltas en la cama, extrañamente inquieto. Es una impresión que se alimenta de mala literatura, sin duda, pero no deja de ser real. Mi tren silba en el valle del Mosela y veo desfilar lentamente el paisaje de invierno. Cae la noche. Hay gente que se pasea por la carretera, junto a la vía. Van hacia ese pueblecito, con su halo de humaredas tranquilas. Acaso tengan una mirada para este tren, una mirada distraída, no es más que un tren de mercancías, como los que pasan a menudo. Van hacia sus casas, este tren les trae sin cuidado, ellos tienen su vida, sus preocupaciones, sus propias historias. Por lo pronto, y al verles caminar por esta carretera, advierto, como si fuera algo muy sencillo, que yo estoy dentro y ellos están fuera. Me invade una profunda tristeza física. Estoy dentro, hace meses que estoy dentro y ellos están fuera. No sólo es el hecho de que estén libres, habría mucho que decir a este respecto; sencillamente, es que ellos están fuera, que para ellos hay caminos, setos a lo largo de las carreteras, frutas en los árboles frutales, uvas en las viñas. Están fuera, sencillamente, mientras que yo estoy dentro. No se trata tanto de no ser libre de ir a donde quiero, nunca se es libre para ir a donde se quiere. Nunca he sido tan libre como para ir a donde quería. He sido libre para ir a donde tenía que ir, y era preciso que yo fuera en este tren, porque era también preciso que yo hiciera lo que me ha conducido a este tren. Era libre para ir en este tren, completamente libre, y aproveché mi libertad. Ya estoy en este tren. Estoy en él libremente, pues hubiera podido no estar. No se trata, así pues, de esto. Sencillamente es una sensación física: se está dentro. Existe un afuera y un adentro, y yo estoy dentro. Es una sensación de tristeza física que le invade a uno, nada más.
Después, esta sensación se hace todavía más violenta. A veces se hace intolerable. Ahora miro a la gente que pasea, y no sé todavía que esta sensación de estar dentro va a resultar insoportable. Quizá no debiera hablar más que de esta gente que pasea y de esta sensación, tal como ha sido en este momento, en el valle del Mosela, para no trastornar el orden del relato. Pero esta historia la escribo yo, y hago lo que quiero. Hubiera podido no hablar del chico de Semur. Hizo el viaje conmigo, al final murió, en el fondo es una historia que no interesa a nadie. Pero he decidido hablar de ella. A causa de Semur-en-Auxois, primero, a causa de esta coincidencia de hacer un viaje semejante con un chico de Semur. Me gusta Semur, adonde no he vuelto jamás. Me gustaba mucho Semur en otoño. Habíamos ido, julíen y yo, con tres maletas llenas de plástico y de metralletas Sten. Los ferroviarios nos ayudaron a esconderlas, mientras esperábamos tomar contacto con el maquis. Después, las transportamos al cementerio, y allí fueron los muchachos a buscarlas. Era bonito Semur en otoño. Nos quedamos dos días con los compañeros, en la colina. Hacía buen tiempo, septiembre lucía de un lado a otro del paisaje. He decidido hablar de este chico de Semur, a causa de Semur y a causa de este viaje. Murió a mi lado, al final de este viaje, acabé este viaje con su cadáver contra mí, de pie. He decidido hablar de él, y eso sólo me atañe a mí, nadie tiene nada que decir. Es una historia entre este chico de Semur y yo.
De todas formas, cuando describo esta sensación de estar dentro, que me atrapó en el valle del Mosela, ante la gente que paseaba por la carretera, ya no estoy en el valle del Mosela. Han pasado dieciséis años. Ya no puedo detenerme en aquel instante. Otros instantes vinieron a añadirse a él, formando un todo con esta sensación violenta de tristeza física que me acometió en el valle del Mosela.
Eso era algo que podía ocurrir los domingos. Una vez que habían pasado la lista del mediodía, teníamos varias horas por delante. Los altavoces del campo difundían música lenta en todos los barracones. Y es en la primavera cuando esta impresión de estar dentro podía llegar a ser insoportable.
Me iba más allá del campo de cuarentena, al bosquecillo junto al revier[4]. Me detenía en la linde de los árboles. Más allá no había más que una franja de terreno despejado, delante de las torres de vigilancia y las alambradas electrificadas. Se veía la llanura de Turingia, rica y fértil. Se veía el pueblo en la llanura. Se veía la carretera, que bordeaba el campo a lo largo de un centenar de metros. Se veía a los que paseaban por la carretera. Era domingo y primavera, la gente paseaba. En ocasiones había niños. Corrían hacia adelante, gritaban. También había mujeres que se detenían en la cuneta para coger las flores primaverales. Yo estaba allí, de pie, en la linde del bosquecillo, fascinado por estas imágenes de la vida de fuera. Era eso, había un adentro y un afuera. Yo esperaba aquí, en medio del aire primaveral, el regreso de los paseantes. Regresaban a sus casas, los niños estaban cansados, caminaban despacio al lado de sus padres. La gente volvía del paseo. Yo me quedaba solo. Sólo quedaba el adentro y yo estaba dentro.
Más tarde, un año después, otra vez era primavera, el mes de abril, también yo me paseé por esta carretera y estuve en este pueblo. Yo estaba fuera, pero no conseguía saborear la alegría de estar fuera. Todo había terminado, íbamos a hacer este mismo viaje en sentido contrario, pero quizás este viaje nunca puede hacerse en sentido contrario, tal vez este viaje no se puede borrar jamás. En verdad, no lo sé. Durante dieciséis años he intentado olvidar este viaje, he olvidado este viaje. Nadie piensa ya, a mi alrededor, que yo hice este viaje. Pero, en realidad, he olvidado este viaje sabiendo perfectamente que un día tendría que rehacerlo. Al cabo de cinco años, al cabo de diez, de quince, necesitaría rehacer este viaje. Todo estaba ahí, esperándome, el valle del Mosela, el chico de Semur, este pueblo en la llanura de Turingia, esta fuente en la plaza de este pueblo adonde voy a ir otra vez a beber un largo trago de agua fresca.
Tal vez de este viaje no se puede volver.
—¿Qué miras ahora? —dice el chico de Semur—. Ya no se ve nada.
Tiene razón, la noche ha caído.
—Ya no miraba —reconozco.
—Eso es malo —dice secamente.
—¿Por qué es malo?
—Malo de todos modos —me explica—. Mirar sin ver nada, soñar con los ojos abiertos. Todo eso es malo.
—¿Recordar?
—También, recordar también. Distrae.
—¿Distrae de qué? —le pregunto.
Este chico de Semur no deja de asombrarme.
—Distrae del viaje, debilita. Hay que durar.
—¿Para qué, durar? ¿Para contar este viaje?
—No, no, para volver —dice con severidad—. Sería estúpido. ¿No te parece?
—Siempre hay algunos que vuelven, para contárselo a los demás.
—Yo soy de los que vuelven —dice—, pero no para contar, eso no me interesa. Para volver, simplemente.
—¿No crees que será preciso contarlo?
—No hay nada que contar, hombre. Ciento veinte individuos en un vagón. Días y noches de viaje. Viejos que desvarían y chillan. Me pregunto si hay algo que contar.
—¿Y al final del viaje? —le pregunto.
Su respiración se vuelve entrecortada.
—¿Al final?
No quiere pensar, claro está. Se concentra en los problemas del viaje. No quiere pensar en el final de este viaje.
—Cada cosa a su hora —dice finalmente—. ¿No te parece?
—Claro que sí, tienes razón. Era una pregunta porque sí.
—Siempre haces preguntas de este tipo —dice.
—Es mi oficio —le contesto.
No dice nada más. Debe de preguntarse qué clase de oficio puede ser el que obliga todo el rato a preguntar porque sí.
—Sois unos imbéciles —dice la voz detrás de nosotros—. Imbéciles redomados.
No le respondemos, ya estamos acostumbrados.
—Estáis ahí como unos tontos, como pequeños imbéciles, no paráis de contaros vuestras vidas. Imbéciles redomados.
—Oigo voces —dice el chico de Semur.
—De ultratumba —preciso.
Nos echamos a reír los dos.
—Reíros, desgraciados, podéis emborracharos de palabras. Pero vais dados. ¿Contar este viaje? Dejadme reír, imbéciles. Vais a reventar como ratas.
—Entonces, también nuestras voces son de ultratumba —dice el chico de Semur.
Reímos a carcajadas.
La voz babea de rabia, y nos insulta.
—Cuando pienso —reanuda la voz— que estoy aquí por culpa de tipos como vosotros. Cerdos auténticos. Juegan a los soldaditos, y nosotros pagamos los platos rotos. Idiotas redomados.
Desde el principio del viaje es así. Por lo que hemos entendido, el tipo tenía una granja en una región del maquis. Lo atraparon en una redada general, cuando los alemanes quisieron limpiar la región.
—Corren de noche por las carreteras —dice la voz con odio—, hacen saltar los trenes, arman jaleo por todas partes, y nosotros pagamos los platos rotos.
—Empieza a fastidiarme este tío —dice el chico de Semur.
—Acusarme a mí de haber proporcionado víveres a estos hijos de perra. Antes me dejo cortar la mano derecha, mejor denunciarles, eso es lo que tenía que haber hecho.
—Ya vale —dice el chico de Semur—. Ten cuidado de no dejarte cortar otra cosa, los cojones en rodajas te van a cortar.
La voz aulla de espanto, de rabia, de incomprensión.
—Cállate —dice el chico de Semur—, cállate o te pego.
La voz se calla.
Al principio del viaje, el chico de Semur ya le ha pegado un buen golpe. El tipo sabe a qué atenerse. Fue pocas horas después de la salida. Apenas comenzábamos a damos cuenta de que no se trataba de una broma pesada, de que iba a ser preciso, en realidad, permanecer así días y noches, apretados, prensados, ahogados. Algunos viejos empezaban ya a gritar, enloquecidos. No lo aguantarían, se iban a morir. En verdad, tenían razón, en realidad algunos iban a morir. Después, unas voces pidieron silencio. Un joven —se suponía que pertenecía a un grupo— dijo que con algunos compañeros habían logrado ocultar unas herramientas. Iban a serrar el suelo del vagón, en cuanto anocheciera. A quienes quisieran intentar la fuga con ellos, les bastaría acercarse al agujero y dejarse caer de bruces a la vía, cuando el tren fuera despacio.
El de Semur me miró, y le dije que sí con la cabeza. Nosotros nos íbamos con ellos, claro que nos íbamos.
—Son formidables, los tíos —murmuró el chico de Semur—. Haber pasado las herramientas a través de todos los registros, eso sí que es formidable.
En el silencio que siguió, habló el chico de Semur.
—De acuerdo, muchachos, adelante. Decidnos que nos acerquemos cuando estéis listos.
Pero esta frase provocó un concierto de protestas. La discusión duró una eternidad. Todo el mundo intervino. Los alemanes descubrirían el intento de evasión, e iban a tomar represalias. Y además, incluso si la fuga tenía éxito, no todos podrían escapar; quienes se quedaran serían fusilados. Hubo voces temblorosas que suplicaron, por el amor del cielo, que no se intentara una locura semejante. Hubo voces temblorosas que nos hablaron de sus hijos, de sus hermosos hijos que se iban a quedar huérfanos. Pero les hicimos callar. Fue durante esta discusión cuando el chico de Semur golpeó a este tipo. No se andaba con rodeos el tipo. Dijo claramente que, si empezaban a serrar el suelo del vagón, llamaría a los centinelas alemanes en la siguiente parada. Miramos al individuo, que estaba justo detrás de nosotros. Tenía cara de hacerlo, desde luego. Entonces el chico de Semur le golpeó. Hubo alboroto, caímos unos encima de otros. El tipo se derrumbó, con el rostro ensangrentado. Cuando se puso de pie, nos vio a su alrededor, media docena de caras hostiles.
—¿Has entendido? —le dijo un hombre de pelo ya gris—, ¿has entendido, cabrón? Un gesto sospechoso, uno solo, y te juro que te estrangulo.
El tipo comprendió. Comprendió que nunca le daría tiempo de llamar a un centinela alemán, que antes habría muerto. Se secó la sangre de la cara, una cara que era la del odio.
—Calla la boca —le dice ahora el chico de Semur—, cállate o te sacudo.
Tres días han pasado desde aquella discusión, tres días y tres noches. La evasión fracasó. Se nos adelantaron unos muchachos de otro vagón, durante la primera noche. El tren se detuvo entre chirridos. Se oyeron unas ráfagas de ametralladora y los proyectores barrieron el paisaje. Luego los de las SS vinieron a registrar, vagón por vagón. Nos hicieron bajar a porrazos, registraron a los hombres uno tras otro y nos mandaron descalzarnos. Tuvimos que tirar las herramientas antes de que llegaran a nuestro vagón.
—Dime —dice el chico de Semur en un susurro. No le conocía esta voz, baja y ronca.
—¿Sí? —le pregunto.
—Dime, tendremos que intentar quedarnos juntos. ¿No te parece?
—Ya estamos juntos.
—Quiero decir después, cuando hayamos llegado. Tenemos que seguir juntos cuando lleguemos.
—Lo intentaremos.
—Entre dos será más fácil, ¿no crees? Aguantaremos mejor —dice el chico de Semur.
—Tendremos que ser más de dos. Sólo dos no será muy fácil.
—Tal vez —dice el chico—. Pero ya es algo.
Cae la noche, la cuarta; la noche despierta los fantasmas. En la negra turbamulta del vagón, los hombres se vuelven a encontrar a solas con su sed, con su angustia y su cansancio. Se ha hecho un silencio pesado, entrecortado por algunas quejas confusas y prolongadas. Todas las noches igual. Después vendrán los gritos enloquecidos de quienes creen que van a morir. Gritos de pesadilla, que hay que detener como sea. Sacudiendo al tipo que aulla, convulso y con la boca abierta. Abofeteándole sí es preciso. Pero todavía estamos en la hora turbia de los recuerdos. Suben a la garganta, ahogan, debilitan la voluntad. Expulso los recuerdos. Tengo veinte años, mando a la mierda los recuerdos. Hay otra solución también. Es aprovechar este viaje para seleccionar. Hacer un balance de todo lo que contará en mi vida, y de lo que no dejará ni rastro. El tren silba en el valle del Mosela, y dejo escapar los recuerdos ligeros. Tengo veinte años, puedo todavía permitirme el lujo de escoger en mi vida lo que asumiré y lo que rechazo. Tengo veinte años, puedo borrar de mi vida muchas cosas. Dentro de quince años, cuando escriba este viaje, ya no será posible. Por lo menos, lo imagino. Las cosas no sólo tendrán un peso en tu vida, sino también en sí mismas. Dentro de quince años los recuerdos serán menos ligeros. El peso de tu vida, tal vez, será algo irremediable. Pero esta noche, en el valle del Mosela, con el tren que silba y mi compañero de Semur, tengo veinte años y mando a la mierda el pasado.
Lo que más pesa en tu vida son los seres que has conocido. Lo comprendí esa noche, de una vez para siempre. Dejé escapar cosas ligeras, agradables recuerdos, pero que sólo se referían a mí. Un pinar azul en el Guadarrama. Un rayo de sol en la calle de Ulm. Cosas ligeras, repletas de una dicha fugaz pero absoluta. Digo bien, absoluta. Pero lo que más pesa en tu vida son algunos seres que has conocido. Los libros, la música, es distinto. Por enriquecedores que sean, no son nunca más que medios de llegar a los seres. Cuando lo son de verdad, claro está. Los otros, al final, te resecan. Esa noche aclaré este asunto de una vez. El chico de Semur se hundió en un sueño poblado de sueños. Murmuraba cosas que no pienso repetir. Es fácil dormir de pie, cuando se está atrapado en la masa jadeante de todos estos cuerpos amontonados en el vagón. El chico de Semur dormía de pie, con un murmullo angustiado. Yo advertía simplemente que su cuerpo pesaba mucho más.
En la calle Blainville, en mi habitación, nos instalábamos tres compañeros, durante horas, para seleccionar las cosas de este mundo. El cuarto de la calle Blainville contará en mí vida, ya lo sabía, pero esa noche, en el valle del Mosela, lo inscribí definitivamente en el haber del balance. Habíamos dado un largo rodeo para llegar a las cosas reales, a través de montañas de libros y de ideas preconcebidas. Sistemática y ferozmente, fuimos mirando con lupa las ideas preconcebidas. Después de aquellas largas sesiones bajábamos al Coq d'Or, los días de fiesta, para atracarnos de col rellena. La col crujía bajo los largos dientes de nuestros dieciocho años. En las mesas de al lado, rusos emigrados, coroneles y tenderos de Smolensk palidecían de rabia al leer los diarios, durante la gran retirada del Ejército Rojo en el verano del 41. Para nosotros, en aquella época, las cosas estaban ya muy claras en la práctica. Pero nuestras ideas iban retrasadas. Teníamos que conciliar nuestras ideas con la práctica del verano del 41, cuya claridad cegaba. Es algo complicado, pese a las apariencias, conciliar unas ideas retrasadas y una práctica en plena evolución. Yo había conocido a Michel en hypokhâgne[5], y habíamos seguido siendo amigos cuando tuve que abandonarlo, ya que no podía conciliar la vida estudiosa, abstracta y totémica de hypokhâgne con la necesidad de ganarme la vida. Y Michel llevó a Freiberg, cuyo padre había sido amigo de su familia, un universitario alemán, israelí, de quien se perdió toda huella durante el éxodo de 1940. Le llamábamos Von Freiberg zu Freiberg, porque su nombre era Hans y nos recordaba el diálogo de Giraudoux. Lo vivíamos todo a través de los libros. Después, para fastidiarle, cuando Hans, a veces, tenía proclividad de buscar tres pies al gato, le lanzaba el calificativo de austromarxista. Pero era un insulto gratuito, sólo para provocarle. En realidad, en gran parte a él le debemos no habernos quedado a medias en nuestra revisión del mundo. Michel estaba obsesionado por el kantismo, como una mariposa nocturna por las luces de las lámparas. Eso era normal en aquella época entre los universitarios franceses. Por otra parte, todavía hoy, miren a su alrededor, hablen con la gente. Encontrarán multitud de tenderos, de aprendices de barberos y desconocidos en los trenes, que son kantianos sin saberlo. Pero Hans nos lanzó de cabeza a la lectura de Hegel. Después, sacaba triunfalmente de su cartera libros de los que nunca habíamos oído hablar, y que no sé dónde encontraba. Leímos a Masaryk, a Adler, a Korsch, a Labriola. Geschichte und Klassenbewusstein nos llevó más tiempo, a causa de Michel, que se aferraba a sus opiniones, pese a las advertencias de Hans, poniendo de relieve toda la metafísica subyacente a las tesis de Lukács. Recuerdo una colección de ejemplares de la revista Unter dem Banner des Marxismus, que analizamos como laboriosos escoliastas. Las cosas serias empezaron con los volúmenes de la Marx-Engels-Gesamt-Ausgabe, que Hans poseía, claro está, y que llamaba la MEGA. Llegados aquí, la práctica recobró de golpe todos sus derechos. No volvimos a encontrarnos en la calle Blainville. Viajábamos en los trenes nocturnos, para hacerlos descarrilar. Íbamos al bosque de Othe, al maquis del «Tabou», los paracaídas se abrían, sedosos, en las noches de Borgoña. Como nuestras ideas se habían puesto en claro, se alimentaban de la práctica cotidiana.
El tren silba y el chico de Semur se sobresalta.
—¿Qué pasa? —dice.
—Nada —contesto.
—¿Has dicho algo?
—Nada en absoluto —respondo.
—Me había parecido —dice.
Le oigo suspirar.
—¿Qué hora será? —pregunta.
—No tengo la menor idea.
—De noche —dice, y se interrumpe.
—¿Cómo, de noche? —le pregunto.
—¿Va a durar mucho aún la noche?
—Acaba de empezar.
—Es verdad —dice—, acaba de empezar.
Alguien grita de repente, en el fondo del vagón, en el extremo opuesto.
—Ya está —dice el chico.
El grito se para en seco. Quién sabe, una pesadilla, o habrán sacudido al tipo. Cuando es otra cosa, como el miedo, dura más. Cuando grita la angustia, o la idea de que uno se va a morir, dura mucho más.
—¿Qué es eso de la Noche de los Búlgaros? —pregunta el chico.
—¿Cómo?
—Pues la Noche de los Búlgaros —insiste.
No creía haber hablado de la Noche de los Búlgaros. Creía tan sólo haberlo pensado en un momento dado. ¿Tal vez lo he mencionado? O quizás es que pienso en voz alta. Habré pensado en voz alta, en la noche asfixiante del vagón.
—¿Y bien? —dice el chico.
—Pues es toda una historia.
—¿Qué historia?
—En el fondo —le digo—, es una historia absurda. Una historia así, sin pies ni cabeza.
—¿No quieres contármela?
—Claro que sí. Pero en realidad no hay gran cosa que contar. Es una historia que sucede en un tren.
—Eso es oportuno —dice el chico de Semur.
—Por eso pensé en ella. Por el tren.
—¿Qué pasó?
Le interesa. En el fondo, no tanto. Le interesa más conversar.
—Resulta confuso. Hay gente en un compartimento, y después, sin venir a cuento, algunos empiezan a tirar a los demás por la ventanilla.
—¡Caramba!, sería divertido aquí —dice el chico de Semur.
—¿Tirar a algunos por la ventanilla o que nos tiren a nosotros? —le pregunto.
—Que nos tiren a nosotros, claro está. Rodaríamos por la nieve del talud, sería divertido.
—Pues, ¿ves?, la historia es algo así.
—Pero ¿por qué búlgaros? —pregunta enseguida.
—¿Y por qué no?
—¿No me vas a decir que es algo corriente que sean búlgaros? —dice el chico de Sernur.
—Entre los búlgaros, debe de ser bastante corriente.
—No lo líes —responde—. No me vas a decir que los búlgaros son algo más corriente que los de Borgoña.
—Coño, en Bulgaria son mucho más corrientes que los borgoñones.
—¿Quién habla de Bulgaria? —dice el chico de Semur.
—Ya que se trata de búlgaros —explico—, Bulgaria es lo primero que se me ocurre.
—No intentes liarme —dice el chico—. Bulgaria está muy bien. Pero los búlgaros no son algo corriente en las historias.
—En las historias búlgaras, desde luego que sí.
—¿Se trata de una historia búlgara? —pregunta.
—Pues no —debo reconocer.
—¿Ves? —me corta—. No es una historia búlgara y está llena de búlgaros. Confiesa que es extraño.
—¿Hubieras preferido borgoñones?
—¡Desde luego!
—¿Piensas que son algo corriente los borgoñones?
—Me da igual. Pero sería divertido. Un vagón lleno de borgoñones que empiezan a tirarse por la ventanilla.
—¿Crees que es muy corriente, borgoñones que se tiran por la ventanilla del compartimento? —le pregunto.
—Exageras —dice el chico de Semur—. Esa confusa historia llena de búlgaros de los cojones…, no he dicho nada en contra de esa historia. Si nos ponemos a discutir, tu Noche de los Búlgaros se queda en nada.
Tiene razón. No tengo nada que decir.
De repente, surgen las luces de una ciudad. El tren rueda junto a casas rodeadas de jardines. Luego, edificios más importantes. Hay cada vez más luces y el tren entra en la estación. Miro el reloj de la estación y son las nueve. El chico de Semur mira también el reloj de la estación, y ha debido de ver la hora, desde luego.
—Mierda —dice—, no son más que las nueve.
El tren se detiene. Flota en la estación una luz azulada, escasa. Recuerdo esta pálida luz, hoy olvidada. Pese a ello, es una luz de espera, que conozco desde 1936. Es una luz para esperar el momento de apagar todas las luces. Una luz que precede a la alerta, pero en la que ya está contenida la alerta.
Más adelante, recuerdo —es decir, no lo recuerdo todavía, en esta estación alemana, pues todavía no ha ocurrido—, más adelante vi como no sólo era preciso apagar las luces. Había también que apagar el crematorio. Los altavoces difundían los comunicados que señalaban los movimientos de escuadras aéreas por encima de Alemania. Al atardecer, cuando los bombardeos estaban cerca, se apagaban todas las luces del campo. El margen de seguridad no era muy grande, pues las fábricas debían seguir funcionando y las interrupciones eran lo más breves posible. Pero a pesar de todo, en un momento dado, todas las luces se apagaban. Nos quedábamos en la oscuridad, oyendo cómo en la noche resonaban aviones más o menos lejanos. Pero a veces el crematorio estaba sobrecargado de trabajo. El ritmo de los muertos es difícil de sincronizar con la capacidad de un crematorio, por bien equipado que esté. En tales casos, como el crematorio funcionaba a pleno rendimiento, grandes llamaradas anaranjadas sobresalían ampliamente de su chimenea, en un torbellino de densa humareda. «Convertirse en humo», es una expresión de los campos. Ten cuidado con el Scharführer, es un bruto, si tienes un problema con él, vete preparando para «convertirte en humo». Tal compañero, en el revier, estaba en las últimas, iba a convertirse en humo. Las llamaradas sobrepasaban, pues, la chimenea cuadrada del crematorio. Entonces se escuchaba la voz del miembro de las SS de servicio, en la torre de control. Se oía su voz por los altavoces: «Krematorium, ausmachen», repetía varias veces. Crematorio, apagad, crematorio, apagad. Les preocupaba, desde luego, tener que apagar los fuegos del crematorio, eso disminuía el rendimiento. El de las SS no estaba contento, ladraba: «Krematorium, ausmachen», con voz opaca y rabiosa. Estábamos sentados en la oscuridad y oíamos el altavoz: «Krematorium, ausmachen». «Vaya», decía alguno, «las llamas sobresalen». Y seguíamos esperando en la oscuridad.
Pero todo esto pasó mucho más tarde. Después de este viaje. Por el momento estamos en esta estación alemana, y yo ignoro todavía la existencia y los inconvenientes de los crematorios, las noches de alerta.
Hay gente en el andén de la estación, y su nombre escrito en un cartel: TRIER.
—¿Qué ciudad es esta? —dice el chico de Semur.
—Ya lo ves, Tréveris —le respondo.
¡Oh, dios, rediós, mierda! He dicho Tréveris, en voz alta y de repente me doy cuenta. Es una mierda, el colmo de la estupidez, que sea Tréveris, precisamente. ¿Estaba yo ciego, señor, ciego y sordo, embrutecido, atontado, por no haber comprendido antes de qué me sonaba el valle del Mosela?
—Pareces estupefacto de que sea Tréveris —dice el chico de Semur.
—Mierda, sí —le respondo—, estoy con la boca abierta.
—¿Por qué? ¿Lo conocías?
—No, es decir, nunca he estado aquí.
—¿Pues conoces a alguien de aquí? —me pregunta.
—Eso es, desde luego, eso es.
—Ahora resulta que conoces a los boches —dice el chico, suspicaz.
Conozco a algunos boches, desde luego, es así de sencillo. Los viñadores del Mosela, los leñadores del Mosela, la ley sobre el robo de madera en el Mosela. Todo esto estaba en la MEGA, desde luego. Es un amigo de la infancia, santo Dios, este Mosela.
—¿Boches? —contesto—. Nunca he oído hablar. ¿Qué quieres decir con eso?
—Te pasas —dice el chico—. Esta vez te has pasado de verdad.
No parece contento.
Hay gente en el andén de la estación, y acaban de comprender que no somos un tren como otro cualquiera. Han debido de ver agitarse las siluetas a través de las aberturas cubiertas con alambre de espino. Hablan entre sí, señalan el tren con el dedo, parecen excitados. Hay un chaval de unos diez años, con sus padres, justo ante nuestro vagón. Escucha a sus padres, mira hacia nosotros, agacha la cabeza. Luego se va corriendo. Luego vuelve también corriendo, con una piedra enorme en la mano. Al poco se acerca a nosotros y arroja la piedra, con todas sus fuerzas, hacia la abertura cerca de donde estamos. Nos echamos hacia atrás, deprisa, la piedra rebota en los alambres, pero por poco le da en la cara al chico de Semur.
—Entonces —me dice—, ¿sigues sin conocer a los boches?
No digo nada. Pienso que es una extraña marranada que esto ocurra precisamente en Tréveris. Hay, sin embargo, muchas otras ciudades alemanas en este trayecto.
—Los boches, y los hijos de los boches, ¿los conoces ahora?
Se lo pasa bien el chico de Semur.
—No tiene nada que ver.
En esto, el tren arranca de nuevo. En el andén de la estación queda un chaval de unos diez años, que nos amenaza con el puño y nos grita barbaridades.
—Los boches, te lo digo —me dice—. No es cosa del otro jueves, son boches, simplemente.
El tren recobra velocidad y se hunde en la noche.
—Ponte en su lugar —le digo.
Intento explicárselo.
—¿En el lugar de quién?
—De ese muchacho —le respondo.
—Puñetas, no —me dice—. Que se quede en su lugar ese boche hijo de puta.
No digo nada, no tengo ganas de discutir. Me pregunto cuántos alemanes habrá que seguir matando para que este niño alemán tenga alguna posibilidad de no volverse un boche. No tiene la culpa el chaval este, y sin embargo tiene toda la culpa. Él no se ha hecho un pequeño nazi, pero es un pequeño nazi. Quizá ya no tenga posibilidad alguna de no ser ya un pequeño nazi, de no crecer hasta llegar a ser un gran nazi. A esta escala individual, las preguntas ya no tienen interés. Resulta irrisorio que este chaval deje de ser nazi o asuma su condición de pequeño nazi. Mientras tanto, lo único que puede hacerse para que este chaval pueda dejar de ser un pequeño nazi es destruir el ejército alemán. Es seguir exterminando montones de alemanes, todavía, para que puedan dejar de ser nazis, o boches, según el vocabulario primitivo y mistificado del chico de Semur. Por un lado, esto es lo que quiere decir el chico de Semur con su lenguaje primitivo. Pero, por otro, su lenguaje, y las confusas ideas que su lenguaje acarrea, cierran definitivamente el horizonte de esta pregunta. Pues si se trata de boches, realmente, nunca dejarán de serlo. Para ellos, ser boche es como una esencia que ningún acto humano podrá modificar. Si son boches lo serán para siempre jamás. No es un dato social, como el ser alemanes y nazis. Es una realidad que flota sobre la historia, contra la cual nada se puede. Destruir el ejército alemán no serviría de nada, los supervivientes seguirían siendo boches. No quedaría más que irnos a la cama y esperar a que pase el tiempo. Pero no son boches, claro está. Son alemanes, y a menudo unos nazis. Demasiado a menudo, por el momento. Su ser alemán, y a menudo nazi, pertenece a una estructura histórica dada, y es la práctica humana la que resuelve estas cuestiones.
Pero nada digo al chico de Semur, no tengo ganas de discutir.
No conozco muchos alemanes. Conozco a Hans. Con él no hay problema. Me pregunto qué hará Hans en este momento, y no sé que va a morir. Morirá una de estas noches, en el bosque situado más arriba de Châtillon. También conozco a los tipos de la Gestapo, al doctor Haas con sus dientes de oro. Pero ¿qué diferencia hay entre los tipos de la Gestapo y los polis de Vichy, que te interrogaron durante toda una noche en la prefectura de París, en aquella ocasión en que tuviste una suerte loca? No dabas crédito a tus ojos, aquella mañana, al verte libre de nuevo, en las calles grises de París. No hay ninguna diferencia. Son tan boches los unos como los otros, es decir, no son más boches unos que otros. Habrá diferencias de grado, de método, de técnica; ninguna diferencia de naturaleza. Tendré que explicarle todo esto al chico de Semur, seguro que lo entenderá.
También conozco a ese soldado alemán de Auxerre, a ese centinela alemán de la prisión de Auxerre. Los patinillos donde paseábamos, en la prisión de Auxerre, formaban una especie de semicírculo. Se llegaba por el adarve, el carcelero abría la puerta del patio, la volvía a cerrar con llave detrás de ti. Te quedabas allí, bajo aquel sol otoñal, con aquel ruido de cerradura a tus espaldas. A cada lado, muros lisos, desnudos, lo bastante altos como para ímpedírte comunicar con los patinillos medianeros. El espacio limitado por aquellos muros se estrechaba. Al final, no había más de metro y medio entre los dos muros, y este espacio estaba cerrado por una reja. De este modo, el centinela, con sólo dar unos pasos a cada lado, podía ver todo lo que ocurría en los patinillos.
Yo había advertido que ese centinela estaba a menudo de guardia. En apariencia era un hombre de unos cuarenta años. Se detenía delante de mi patio y me miraba. Yo andaba de arriba abajo, cuando no de abajo arriba, o me recostaba en la pared soleada del patinillo. Seguía incomunicado, estaba solo en mi patio. Un día, a la hora del paseo, recuerdo que hacía buen tiempo, de repente uno de los suboficiales de la Feldgendarmerie de Joigny se detiene ante la reja de mi patio. A su lado estaba Vacheron. Por mensajes que me habían llegado, sabía que Vacheron había «cantado». Pero le habían atrapado en Laroche-Migennes, pasaban los días y parecía que no había hablado de mí. El tipo de la Feld y Vacheron están ante la reja de mi patio, y un poco más atrás el centinela, ese centinela del que precisamente hablo. Vacheron hace entonces una señal con la cabeza en mi dirección.
—Ach so! —dice el tipo de la Feld. Y me llama a la reja—. ¿Ustedes se conocen? —pregunta señalándonos alternativamente con el dedo.
Vacheron está a medio metro de mí. Está flaco, barbudo, con el rostro demacrado. Está encorvado como un anciano, y su mirada vacila.
—No —digo—, nunca le he visto.
—Que sí —dice Vacheron en un murmullo.
—Ach so —dice el tipo de la Feld. Y se ríe.
—Nunca le he visto —repito.
Vacheron me mira y se encoge de hombros.
—¿Y Jacques? —dice el tipo de la Feld—. ¿Conoce usted a Jacques?
Jacques es Michel, desde luego. Pienso en la calle Blainville. Ahora, aquello es la prehistoria. El espíritu absoluto, la reificación, la objetivación, la dialéctica del siervo y el señor, todo eso no es más que la prehistoria de esta otra historia real, donde está la Gestapo, las preguntas del tipo de la Feld y Vacheron. Vacheron también pertenece a la historia real. Peor para mí.
—¿Qué Jacques? —pregunto—. ¿Jacques qué?
—Jacques Mercier —dice el tipo de la Feld.
Meneo la cabeza.
—No le conozco —digo.
—Que sí —dice Vacheron en un murmullo. Después me mira y hace una mueca resignada—. No hay nada que hacer —añade.
—Vete a tomar por el culo —le digo entre dientes.
Una oleada de sangre en su rostro, marcado por la Feld.
—¿Cómo, cómo? —grita el tipo de la Feld, que no capta todos los matices de la conversación.
—Nada.
—Nada —dice Vacheron.
—¿Usted no conoce a nadie? —sigue preguntándome el tipo de la Feld.
—A nadie —digo.
Me mira, calibrándome con la mirada. Sonríe. Tiene el aspecto de quien piensa que podría hacerme conocer montones de gente.
—¿Quién se ocupa de usted? —me pregunta ahora.
—El doctor Haas.
—Ach so —dice.
Por lo visto debe de pensar que, si el doctor Haas se ocupa de mí, se ocupan bien de mí, eficazmente. En resumidas cuentas, no es más que un pequeño suboficial de la Feldgendarmerie y el doctor Haas es el jefe de la Gestapo para toda la región. El tipo de la Feld respeta las jerarquías, no tiene por qué preocuparse de un cliente del doctor Haas. Estamos aquí, a cada lado de esta reja, bajo el sol de otoño, y parece que hablamos de una enfermedad mía que el doctor Haas está tratando eficazmente.
—Ach so —dice el tipo de la Feld.
Y se lleva a Vacheron.
Me quedo de pie, ante la reja; me pregunto si esto se va a acabar así, sencillamente, si no habrá más consecuencias. El centinela alemán está al otro lado de la reja, de pie ante mi patio, y me mira. No le he visto acercarse. Es un soldado de unos cuarenta años, con el rostro embotado, o tal vez sea el casco lo que le da un aspecto embotado. Pues tiene una expresión abierta, una mirada franca.
—Verstehen Sie deutsch?[6] —me pregunta.
Le digo que sí, que entiendo alemán.
—Ich möchte Ihnen eine Frage stellen[7] —dice el soldado. Este hombre es cortés, quisiera hacerme una pregunta y me pide permiso para hacérmela.
—Bitte schön[8] —le digo.
Está a un metro de la reja, hace un gesto para colocarse en su sitio la correa del fusil, que se le había resbalado del hombro. Hace un sol tibio y somos muy corteses. Pienso vagamente que el tipo de la Feld tal vez esté llamando por teléfono a la Gestapo, para descargar su conciencia. Tal vez aten cabos y encuentren que, en efecto, es muy raro que yo no haya dicho nada de Jacques y que no conozca a Vacheron. Quizá todo vuelva a comenzar. Pienso en esto vagamente; de todas formas, no hay remedio. Por otra parte, está claro, nunca hay que plantearse más problemas que los que se pueden resolver. En la vida privada también hay que aplicar este principio, a tal conclusión llegamos precisamente en el Coq d'Or.
Este soldado alemán desea hacerme una pregunta, yo le digo que «se lo ruego», somos muy corteses, qué simpático es todo esto.
—Warum sind Sie verhaftet?[9] —pregunta el soldado.
Es una pregunta oportuna, hay que reconocerlo. Es la pregunta que en este preciso momento va más lejos que cualquier otra pregunta posible. ¿Por qué estoy detenido? Responder a esta pregunta no sólo es decir quién soy, sino también quiénes son todos aquellos a quienes detienen en este momento. Es una pregunta que nos proyecta fácilmente de lo particular a lo general. ¿Por qué estoy detenido, es decir, por qué estamos todos nosotros detenidos, por qué se detiene, en general? ¿En qué se parecen todas estas gentes tan distintas a quienes detienen? ¿Cuál es la esencia histórica común de todas estas gentes tan dispares, inesenciales la mayor parte de las veces, a quienes detienen? Pero es una pregunta que va todavía más allá. Al preguntar el porqué de mi detención saldrá a relucir la otra cara de la pregunta. Pues yo estoy detenido porque me han detenido, porque hay quienes detienen y quienes son detenidos. Al preguntarme: ¿por qué está usted detenido?, me pregunta al mismo tiempo: ¿por qué estoy yo aquí, para vigilarle? ¿Por qué tengo orden de disparar contra usted si intenta escapar? ¿Quién soy yo, en resumen? Esto es lo que pregunta este soldado alemán. Dicho de otro modo, es una pregunta que va muy lejos.
Pero no le respondo todo esto, claro está. Sería estúpido, como morir. Intento explicarle en pocas palabras las razones que me han traído hasta aquí.
—Entonces ¿es usted un terrorista? —me dice.
—Si así le parece —respondo—; pero eso no aclara nada.
—¿El qué?
—Esa palabra, no le va a aclarar nada.
—Intento comprender —dice el soldado.
Hans se alegraría de ver mis progresos en su lengua natal. Adoraba su lengua natal, Hans von Freiberg zu Freiberg. No sólo leo a Hegel sino que hasta hablo con un soldado alemán, en la prisión de Auxerre. Es mucho más difícil hablar con un soldado alemán que leer a Hegel. Sobre todo hablarle de cosas sencillas, de la vida y la muerte, de por qué vivir y morir.
Intento explicarle por qué esta palabra, terrorista, no le va a aclarar nada.
—Recapitulemos, ¿quiere? —me dice cuando acabo.
—Recapitulemos.
—Lo que usted quiere es defender su país.
—Pues no —le contesto—, no es mi país.
—¿Cómo? —exclama—, ¿qué es lo que no es su país?
—Pues Francia —le respondo—, Francia no es mi país.
—No tiene sentido —dice desconcertado.
—Pues sí. De todas formas, defiendo mi país al defender a Francia, que no es mi país.
—¿Cuál es su país? —pregunta.
—España —le contesto.
—Pero España es nuestra amiga —dice.
—¿Usted cree? Antes de hacer esta guerra, ustedes hicieron la guerra de España, que no era su amiga.
—Yo no he hecho ninguna guerra —dice el soldado, con voz sorda.
—¿Usted cree? —le repito.
—Quiero decir, yo no he querido ninguna guerra —precisa.
—¿Usted cree? —le repito.
—Estoy convencido —dice solemnemente. Se sube otra vez la correa del fusil, que se le ha resbalado.
—Yo no —replicó.
—Pero ¿por qué?
Parece ofendido de que ponga en tela de juicio su buena fe.
—Porque está usted aquí, con su fusil. Usted lo ha querido.
—¿Dónde podría estar? —dice sordamente.
—Le podrían haber fusilado, podría estar en un campo de concentración, podría usted ser desertor.
—No es tan fácil —dice.
—Desde luego. ¿Es fácil dejarse interrogar por sus compatriotas de la Feldgendarmerie o de la Gestapo?
Hace un gesto negativo, brusco.
—Yo no tengo nada que ver con la Gestapo.
—Tiene usted que ver —le respondo.
—Nada, se lo aseguro. —Parece descompuesto.
—Tiene que ver, mientras no se demuestre lo contrario —insisto.
—No lo quisiera, se lo digo con toda el alma, no lo quisiera.
Parece sincero, desesperado ante la idea de que le identifique con sus compatriotas de la Feld o de la Gestapo.
—Entonces —le pregunto—, ¿por qué está usted aquí?
—Esa es la cuestión —dice.
Pero se oye una llave en la cerradura del patio, el guardián viene a buscarme.
Esa es la cuestión, en efecto, das ist die Frage. Llegamos a ella a la fuerza, incluso a través de este diálogo de sordos, incoherente, que acabamos de tener. Y soy yo quien debo plantear la pregunta: ¿por qué está usted aquí?, warum sind Sie hier?, porque mi situación es privilegiada. Es privilegiada en relación con este soldado alemán y en lo que concierne a las preguntas que hay que hacer. Porque la esencia histórica común a todos a quienes nos detienen en este año 43 es la libertad. Nos parecemos en la medida en que participamos de esta libertad, nos identificamos en ella, nosotros que somos tan dispares. Nos detienen en la medida en que participamos de esta libertad. Por tanto, es a nuestra libertad a la que hay que interrogar, y no a nuestra situación de detenidos, a nuestra condición de prisioneros. Claro que dejo aparte a quienes trafican en el mercado negro y a los mercenarios de los servicios especiales. Para estos, su esencia común es el dinero, no la libertad. Por supuesto, no pretendo que participemos todos al mismo nivel de esta libertad que nos es común. Algunos, y seguramente son muchos, participan accidentalmente de esta libertad que nos es común. Tal vez hayan elegido libremente el maquis y la vida clandestina, pero desde entonces siguen la inercia que este acto libre ha desencadenado. Asumieron libremente la necesidad de irse al maquis, pero desde aquel entonces viven en la rutina que esta libre elección desencadenó. No viven su libertad, se adormecen en ella. Pero no se trata ahora de entrar en los detalles y circunloquios de este problema. Sólo hablo de la libertad de manera ocasional, mi propósito es el relato de este viaje. Quisiera decir simplemente que, ante esta pregunta del soldado alemán de Auxerre: warum sind Sie verhaftet?, sólo hay una respuesta posible. Estoy detenido porque soy un hombre libre, porque me he visto en la necesidad de ejercer mi libertad y he asumido esta necesidad. Del mismo modo, a la pregunta que hice al centinela aquel día de octubre: Warum sind Sie hier?, y que resulta una pregunta mucho más grave, sólo cabe también una respuesta posible. Está aquí porque no está en otra parte, porque no ha sentido la necesidad de estar en otra parte. Porque no es libre.
Este soldado alemán volvió a la reja, al día siguiente, y prosiguió esta conversación incoherente, en la que iban surgiendo espontáneamente las cuestiones más graves.
Pienso en ese soldado de Auxerre a causa de este chaval en el andén de la estación de Tréveris. El chaval no está al tanto. Simplemente, lo está en la medida en que le han metido, él no se ha metido por sí mismo. Nos arrojó la piedra porque era preciso que esta sociedad alienada y engañada en la que está creciendo nos arrojase la piedra. Porque nosotros somos la posible negación de esta sociedad, de este conjunto histórico de explotación que hoy es la nación alemana. Todos nosotros, en bloque, que vamos a sobrevivir en un porcentaje relativamente irrisorio, somos la negación posible de esta sociedad. Caiga sobre nosotros la desgracia, la vergüenza, la piedra. Es algo a lo que no hay que conceder demasiada importancia. Desde luego, resultaba desagradable, aquel chaval blandiendo la piedra y llamándonos canallas y bandidos en el andén de la estación. «Schufte», gritaba. «Bandieten». Pero no hay que concederle demasiada importancia.
En cambio, este soldado alemán en el que ahora pienso era otra cosa. Porque él quería comprender. Nació en Hamburgo, allí vivió y trabajó y a menudo estuvo en paro. Y hace años que ya no entiende por qué es él lo que es. Hay montones de filósofos amables que nos cuentan que la vida no es un «ser» sino un «hacer», o más precisamente un «hacerse». Están contentos con su fórmula, se les llena la boca, han inventado la pólvora. Pero preguntad a ese soldado alemán que conocí en la cárcel de Auxerre. A ese soldado alemán de Hamburgo, que ha estado sin trabajo prácticamente toda su vida hasta el momento en que el nazismo volvió a poner en marcha la maquinaria industrial de la remilitarización. Preguntadle por qué no «ha hecho» su vida, por qué sólo pudo padecer el «ser» de su vida. Su vida siempre ha sido un «hecho» agobiante, un «ser» ajeno a él, del que nunca pudo apoderarse y hacerlo habitable.
Estamos cada uno de un lado de la reja y nunca he comprendido mejor que entonces por qué combatía. Era preciso hacer habitable el ser de este hombre, o mejor todavía, el ser de los hombres como este hombre, porque para este hombre, desde luego, ya era demasiado tarde. Era preciso hacer habitable el ser de los hijos de este hombre, tal vez tenían la edad de este chaval de Tréveris que nos ha tirado la piedra. No era más complicado que todo esto, es decir, es desde luego la cosa más complicada del mundo. Pues solamente se trata de instaurar la sociedad sin clases. Pero esto no lo verá ese soldado alemán, que iba a vivir y a morir en su ser inhabitable, opaco e incomprensible para su propia mirada.
Pero el tren rueda, se aleja de Tréveris y hay que continuar el viaje, y me alejo del recuerdo de ese soldado alemán en la prisión de Auxerre. A menudo me he dicho a mí mismo que terminaría escribiendo esta historia de la prisión de Auxerre. Una historia muy sencilla: la hora del paseo, el sol de octubre y esta larga conversación, a base de frases sueltas, cada uno de un lado de la reja. Es decir, yo estaba de mi lado, él no sabía de qué lado estaba él mismo. Y he aquí que se presenta la ocasión de escribir esta historia y no puedo escribirla. No es el momento, mi propósito es este viaje, y bastante me he apartado ya de él.
Vi a este soldado hasta finales de noviembre. Con menos frecuencia, pues llovía sin cesar y habían suprimido el paseo. Le vi al final de noviembre, antes de su marcha. Yo ya no estaba incomunicado, compartía mi celda y el patinillo con Ramaillet y aquel joven guerrillero del bosque de Othe, que había estado en el grupo de los hermanos Hortieux. La víspera, precisamente, habían fusilado al mayor de los hermanos Hortieux. A la hora tranquila que precedía al paseo, «la Rata» subió a por el mayor de los hermanos Hortieux, que ya llevaba seis días en la celda de los condenados a muerte. Vimos subir a «la Rata» por la puerta entornada. Había en Auxerre un sistema de cerrojos muy práctico, que permitía cerrar las puertas dejándolas sólo entornadas. Durante el invierno las dejaban así, excepto los días de castigo colectivo, para que entrara en las celdas un poco del calor que ascendía de la gran estufa instalada en la planta baja. Vimos llegar a «la Rata», la escalera daba frente a nuestra puerta, y sus pasos se perdieron hacia la izquierda, sobre la galería. En el fondo de esta galería se encuentran las celdas de los condenados a muerte. Ramaillet estaba en su camastro. Leía, como de costumbre, uno de sus folletos de teosofía. El muchacho del bosque de Othe vino a pegarse a la puerta entornada, junto a mí. Si recuerdo bien —y no creo que este recuerdo haya sido reelaborado en mi memoria—, se hizo un gran silencio en la prisión. En el piso superior, el de las mujeres, se hizo también un gran silencio. Y en la galería de enfrente también. Incluso aquel tipo que cantaba sin cesar «mon bel amant, mon amour de Saint Jean» se calló también. Llevábamos días esperando que vinieran a por el mayor de los hermanos Hortieux, y he aquí a «la Rata» que se dirige hacia las celdas de los condenados a muerte. Se oye el ruido del cerrojo. El mayor de los hermanos Hortieux debe de estar sentado en su camastro, con las esposas puestas, descalzo, y escucha el ruido del cerrojo en esta hora insólita. De todas formas, la hora de morir es siempre insólita. Sólo queda el silencio, durante unos minutos, y luego se oye el ruido de las botas de «la Rata», que se acerca otra vez. El mayor de los hermanos Hortieux se detiene ante nuestra celda, camina sobre sus calcetines de lana, lleva las esposas puestas, los ojos brillantes. «Se acabó, muchachos», nos dice a través de la puerta entornada. Tendemos las manos por la abertura de la puerta y estrechamos las manos del mayor de los hermanos Hortieux, presas en las esposas. «Adiós, muchachos», nos dice, No decimos nada, le estrechamos las manos, no tenemos nada que decir. «La Rata» está detrás del mayor de los hermanos Hortieux, vuelve la cabeza. No sabe qué hacer, agita las llaves, aparta la cabeza. Tiene cara bondadosa de buen padre de familia, su uniforme gris verdoso está arrugado, aparta su cara de buen padre de familia. No se puede decir nada a un compañero que va a morir, se le estrechan las manos, no hay nada que decir. «René, ¿dónde estás, René?». Es la voz de Philippe Hortieux, el más joven de los hermanos Hortieux, que está incomunicado en una celda de la galería de enfrente. Entonces, René Hortieux se vuelve y grita también: «¡Se acabó, Philippe, me voy, Philippe, se acabó!». Philippe es el menor de los hermanos Hortieux. Philippe, el menor de los hermanos Hortieux, pudo escapar cuando las SS y la Feld cayeron sobre el grupo Hortieux, al amanecer, en el bosque de Othe. Les denunció un soplón, pues las SS y la Feld cayeron sobre ellos de improviso y apenas pudieron iniciar una resistencia desesperada. Pero Philippe Hortieux escapó al cerco. Se escondió durante dos días en el bosque. Luego salió, mató a un motorista alemán al borde de la carretera, y se largó a Montbard en el vehículo del muerto. Durante quince días, la moto de Philippe Hortieux aparecía de repente en los lugares más imprevistos. Durante quince días, los alemanes lo persiguieron por toda la comarca. Philippe Hortieux tenía un Smith and Wesson, de cañón largo, pintado de rojo, pues últimamente nos habían lanzado bastantes por paracaídas. Tenía también una metralleta Sten, granadas y plástico, en una mochila. Hubiera podido escapar Philippe Hortieux, conocía los puntos de apoyo, hubiese podido abandonar la región. Pero se quedó. Escondido de granja en granja, libró la guerra de noche por su cuenta durante unos quince días. En pleno mediodía, bajo el sol de septiembre, fue al pueblo del soplón aquel que les había entregado. Aparcó la moto en la plaza de la iglesia, y salió en su busca con la metralleta en la mano. Se abrieron todas las ventanas de las casas, las puertas se abrieron también, y Philippe Hortieux caminó hacia la taberna del pueblo, en medio de una hilera de miradas secas y abrasadoras. El herrero salió de su fragua, la carnicera de su carnicería, el guarda rural se detuvo al borde de la acera. Los campesinos se quitaban el cigarrillo de la boca, las mujeres cogían a sus hijos de la mano. Nadie decía nada, sólo un hombre dijo simplemente: «Los alemanes están en la carretera de Villeneuve». Y Philippe Hortieux sonrió y continuó su camino hacia la taberna del pueblo. Sonreía, sabía perfectamente que iba a hacer algo que era preciso hacer, caminaba en medio de una hilera de miradas desesperadas y fraternales. Los campesinos sabían que el invierno iba a ser terrible para los muchachos del maquis, sabían muy bien que nos habían engañado, una vez más, con la historia del desembarco siempre anunciado y siempre aplazado. Miraban cómo andaba Philippe Hortieux, y eran ellos quienes andaban, con la metralleta en la mano, para tomarse la justicia por sus manos. El soplón debió de sentir de pronto la gravedad de aquel silencio sobre el pueblo. Tal vez recordara aquel ruido de moto, oído unos minutos antes. Salió a las escaleras de la tasca, con el vaso de tinto en la mano, se echó a temblar como una hoja, y cayó muerto. Se cerraron todas las ventanas, todas las puertas, el pueblo quedó sin vida y Philippe Hortieux se marchó. Durante quince días, disparó sobre las patrullas de la Feld, no se sabía bien desde dónde, y atacaba con granadas los coches alemanes. Hoy está incomunicado en su celda, con el cuerpo destrozado por las porras de la Gestapo y grita: «¡René, René!». Y toda la cárcel se ha puesto a gritar también, para despedir a René Hortieux. El piso de las mujeres gritaba, gritaban las cuatro galerías de resistentes, para despedir al mayor de los hermanos Hortieux. Ya no sé lo que gritábamos, cosas ridículas, sin duda, en comparación con aquella muerte que se acercaba hacia el mayor de los Hortieux: «No te preocupes, René», «Aguanta, René», «Les venceremos, René». Y por encima de nuestras voces, la voz de Philippe Hortieux, que gritaba sin parar; «¡René, oh René!». Recuerdo que Ramaillet tuvo un sobresalto, en su camastro, ante el estrépito. «¿Qué pasa?», preguntó, «¿qué pasa?». Le tratamos de imbécil, le dijimos que se ocupara de sus cosas, el majadero. Toda la cárcel gritaba y «la Rata» se puso nerviosísimo. No quería complicaciones «la Rata», dijo: «Los, los!»[10] y empujó a René Hortieux hacia la escalera.
Fue al día siguiente, bajo un sol pálido. Por la mañana, el muchacho que estaba de servicio para distribuir el café nos dijo en un susurro: «René ha muerto como un hombre». En cierto modo, era una expresión aproximada, claro está, desprovista de sentido. Pues la muerte sólo para el hombre es personal, es decir, es para él, puede serlo para él, y para él solo, en la medida en que es aceptada y asumida. Era una expresión aproximada, pero decía muy bien lo que quería decir. Decía perfectamente que René Hortieux se había apoderado con ambas manos de esta posibilidad de morir de pie, de enfrentarse con esta muerte y hacerla suya. Yo no había visto morir a René Hortieux, pero no era difícil imaginar cómo había muerto. En aquel año 43 se tenía una experiencia lo bastante amplia de la muerte de los hombres para saber cómo había muerto René Hortieux.
Más adelante he visto morir a hombres en circunstancias análogas. Estábamos concentrados, treinta mil hombres inmóviles, en la plaza mayor donde pasaban lista, y los de las SS habían levantado en medio los andamios para la horca. Estaba prohibido mover la cabeza, bajar la vista. Era preciso que viéramos morir a aquel compañero. Le veíamos morir. Aun si hubiésemos podido volver la cabeza o bajar la vista, hubiéramos alzado los ojos para ver morir a aquel compañero. Hubiéramos clavado en él nuestras miradas arrasadas, le hubiésemos acompañado con la vista hasta el cadalso. Éramos treinta mil, formados impecablemente, a las SS les gusta el orden y la simetría. El altavoz aullaba: «Das Ganze, Stand!», y se escuchaban treinta mil pares de tacones que chocaban en un «firmes» impecable. A los de las SS les gustan los «firmes» impecables. El altavoz aullaba: «Mützen ab!», y treinta mil gorras de prisioneros, cogidas por treinta mil manos derechas, golpeaban contra treinta mil piernas derechas, en un perfecto movimiento de conjunto. Los de las SS adoran los perfectos movimientos de conjunto. Entonces traían al compañero, las manos atadas a la espalda, y le hacían subir a la horca. A los de las SS les gusta el orden y la simetría y los hermosos movimientos de conjunto de una multitud amaestrada, pero son unos pobres diablos. Creen dar un ejemplo, y no saben hasta qué punto es verdad, hasta qué punto es ejemplar la muerte de este camarada. Mirábamos subir a la plataforma a aquel ruso de veinte años, condenado a la horca por sabotaje en la «Mibau», donde se fabricaban las piezas más delicadas de los V-1. Los prisioneros de guerra soviéticos estaban fijos en un «firmes» doloroso, a fuerza de tal inmovilidad masiva, hombro con hombro, de tales miradas impenetrables. Contemplamos subir a la plataforma a aquel ruso de veinte años, y los de las SS imaginan que vamos a padecer su muerte, a sentirla fundirse sobre nosotros como una amenaza o una advertencia. Pero esta muerte, en realidad, estamos aceptándola para nosotros mismos, si llegara el caso, la estamos escogiendo para nosotros mismos. Estamos muriendo la muerte de este compañero, y por tanto la negamos, la anulamos, hacemos de la muerte de este compañero el sentido mismo de nuestra vida. Un proyecto de vivir perfectamente válido, el único válido en este preciso momento. Pero los de las SS son unos pobres diablos y nunca entienden estas cosas.
Hacía, pues, un sol pálido, era a finales de noviembre, y yo estaba solo, con Ramaillet, en el patinillo de los paseos. Al muchacho del bosque de Othe le habían llevado a un interrogatorio. Aquella misma mañana nos habíamos peleado con Ramaillet, que se mantenía apartado.
El centinela alemán estaba de pie contra la reja, y me aproximé.
—¿Ayer por la tarde? —le pregunto.
Su cara se crispa y me mira fijamente.
—¿Qué pasa? —dice.
—¿Estaba usted de servicio, ayer por la tarde? —le preciso.
Menea la cabeza.
—No —dice—, no me tocaba.
Nos miramos sin decir nada.
—Pero ¿y si le hubieran designado?
No contesta. ¿Qué puede contestar?
—Si le hubieran designado —insisto—, ¿hubiera usted formado parte del pelotón de ejecución?
Tiene una mirada de animal acorralado, y traga la saliva con esfuerzo.
—Usted habría fusilado a mi compañero.
No dice nada. ¿Qué podría decir? Baja la cabeza, remueve la tierra húmeda con los pies, me mira.
—Me voy mañana —dice.
—¿Adónde? —le pregunto.
—Al frente ruso —dice.
—¡Ah! —le digo—. Va usted a ver lo que es una guerra de verdad.
Me mira, asiente con la cabeza y habla con voz neutra.
—Usted desea mi muerte —dice con su voz neutra.
¿Deseo su muerte? Wünsche ich seinen Tod? No creía desear su muerte. Pero tiene razón, en cierto modo deseo su muerte.
En la medida en que sigue siendo un soldado alemán, deseo su muerte. En la medida en que persevera en sus deseos de ser soldado alemán, anhelo que conozca la tormenta de fuego y hierro, los sufrimientos y las lágrimas. Deseo ver derramada su sangre de soldado alemán del ejército nazi, deseo su muerte.
—No me lo reproche.
—Claro que no —dice—, es natural.
—Me gustaría mucho poder desearle otra cosa —le digo.
Tiene una sonrisa abrumada.
—Es demasiado tarde —dice.
—Pero ¿por qué?
—Estoy solo —dice.
Nada puedo hacer para quebrar su soledad. Sólo él podría hacer algo, pero le falta la voluntad de hacerlo. Tiene cuarenta años, una vida ya hecha, mujer e hijos, nadie puede elegir por él.
—Me acordaré de nuestras conversaciones —dice.
Y sonríe otra vez.
—Quisiera desearle toda la dicha posible —le digo, y le miro.
—¿La dicha? —pregunta, y se encoge de hombros.
Luego mira a su alrededor, y mete la mano en el bolsillo de su capote.
—Tome usted —dice—, como recuerdo.
Me tiende rápidamente, a través de la reja, dos paquetes de cigarrillos alemanes. Cojo los cigarrillos. Los escondo en mi chaqueta. Se aparta de la reja y vuelve a sonreír.
—Tal vez tenga suerte —dice—. A lo mejor salgo del apuro.
No sólo piensa en vivir. En realidad, piensa en salvarse.
—Se lo deseo.
—Claro que no —dice—, usted desea mi muerte.
—Deseo la aniquilación del ejército alemán. Y deseo que usted se salve.
Me mira, baja la cabeza, dice «gracias», tira de la correa de su fusil y se va.
—¿Duermes? —pregunta el chico de Semur.
—No —le respondo.
—Vaya sed —dice el chico de Semur.
—Desde luego.
—Queda un poco de dentífrico —dice el chico de Semur.
—Adelante.
Es otra astucia del chico de Semur-en-Auxois. Ha debido de preparar su viaje como si fuera una expedición al polo norte. Ha pensado en todo. La mayoría de los prisioneros habían escondido en sus bolsillos pedazos de salchichón, pan, galletas. Era una locura, decía el chico de Semur. Lo peor no iba a ser el hambre, decía, sino la sed. Y el salchichón, las galletas secas, todos esos aumentos sólidos y consistentes que los otros habían escondido no harían sino aguzar su sed. Bien podríamos permanecer unos días sin comer, ya que de todos modos íbamos a estar inmóviles. Lo peor era la sed. Por lo tanto, había escondido en sus bolsillos algunas manzanitas crujientes y jugosas y un tubo de dentífrico. Lo de las manzanas era sencillo, a cualquiera se le hubiera ocurrido, a partir del dato básico de la sed como principal enemigo. Pero lo del dentífrico era un rasgo genial. Se extendía sobre los labios una capa fina de dentífrico y al respirar, la boca se llenaba de una frescura mentolada muy agradable.
Hace mucho que se acabaron las manzanas, pues las compartió conmigo. Me tiende el tubo de dentífrico y me pongo un poco en los labios resecos. Se lo devuelvo.
Ahora el tren va más deprisa, casi tan deprisa como un verdadero tren que fuera verdaderamente a alguna parte.
—Ojalá dure —digo.
—¿El qué? —dice el chico de Semur.
—La velocidad —contesto.
—Mierda, sí —dice—, ya empiezo a estar harto.
El tren corre y el vagón es un bronco murmullo de quejas, de gritos amortiguados, de conversaciones. Los cuerpos amontonados y reblandecidos por la noche forman una gelatina espesa que oscila brutalmente a cada curva de la vía. Y luego, de repente, hay largos momentos de un silencio pesado, como si todo el mundo se hundiese a la vez en la soledad de la angustia, en una duermevela de pesadilla.
—Este imbécil de Ramaillet —digo—, ¡qué cara pondría!
—¿Quién es Ramaillet? —pregunta el chico de Semur.
No es que tenga muchas ganas de hablar de Ramaillet. Pero, desde que anocheció, he advertido un cambio sutil en el chico de Semur. Me parece que necesita conversación. He advertido que se le quiebra a veces la voz, desde que anocheció. La cuarta noche de este viaje.
—Un tipo que estaba en chirona conmigo —explico.
Ramaillet nos dijo que abastecía a los del maquis, pero sospechábamos que hacía estraperlo, simplemente. Era un campesino de las cercanías de Nuits-Saint-Georges y parecía tener una pasión insaciable por la teosofía, el esperanto, la homeopatía, el nudismo y las teorías vegetarianas. En cuanto a estas últimas, era una pasión puramente platónica, ya que su plato preferido era el pollo asado.
—Era un cabrón —digo al chico de Semur—, recibía paquetes enormes que no quería compartir.
En verdad, cuando estuvimos solos en la celda, antes de que llegara el muchacho del bosque de Othe, no se negaba a compartir conmigo los paquetes: claro, no se planteaba el problema. ¿Cómo me hubiese atrevido a pedirle yo nada? Era inconcebible que yo le planteara un problema semejante. Por lo tanto, no se negaba a compartir. Simplemente, no compartía. Tomábamos la sopa en nuestras escudillas de hierro colado, grasientas y sospechosas. Nos sentábamos el uno frente al otro, en los camastros de hierro. Tomábamos la sopa en silencio. Yo procuraba que durara lo más posible. Me metía en la boca cucharaditas de caldo insípido, que me esforzaba en saborear. Jugaba a colocar aparte, para después, los pocos restos sólidos que nadaban ocasionalmente en el caldo insulso. Pero era difícil hacer trampa, engañarse, hacer que durara la sopa. Me contaba historias para distraerme, para obligarme a comer despacio. Me recitaba en voz baja El cementerio marino, intentando no olvidar nada. Además, nunca lo conseguía. Entre «tout va sous terre et rentre dans le jeu[11]» y el final, no conseguía colmar un vacío en mi memoria. Entre «tout va sous terre et rentre dans le jeu» y «le vent se lève, il faut tenter de vivre[12]» no había modo de colmar el vacío de mi memoria. Permanecía con la cuchara en el aire, intentando acordarme. A veces, la gente se pregunta por qué empiezo a recitar de repente El cementerio marino, cuando me estoy haciendo el nudo de la corbata, o abriendo una botella de cerveza. Esta es la explicación. He recitado muchas veces El cementerio marino en esta celda de la prisión de Auxerre, frente a Ramaillet. Debe de ser la única vez en que El cementerio marino ha servido para algo. Debe de ser la única vez que ese imbécil distinguido de Valéry ha servido para algo. Pero era imposible hacer trampas. Ni siquiera «L'assaut au soleil de la blancheur des corps des femmes[13]» permitía hacer trampa. Siempre había demasiada poca sopa. Llegaba siempre un momento en que la sopa se acababa. Ya no había más sopa, nunca había habido sopa. Yo miraba la escudilla vacía, rebañaba la escudilla vacía, pero no había nada que hacer. Ramaillet, él, siempre se tomaba la sopa ruidosamente. La sopa, para él, no era más que un entretenimiento. Debajo de la cama tenía dos cajas grandes repletas de comida, de alimentos mucho más consistentes. Tomaba la sopa ruidosamente, y después eructaba. «Perdón», decía llevándose la mano a la boca. Y después: «Sienta bien». Todos los días, después de la sopa, eructaba. «Perdón», decía, y luego: «Sienta bien». Todos los días lo mismo. Era necesario oírle eructar, decir «perdón, sienta bien», y quedarse tranquilo. Era preciso, sobre todo, permanecer tranquilo.
—Yo le hubiera estrangulado —dice el chico de Semur.
—Claro —le respondo—. Yo también lo hubiera hecho.
—¿Y tras la sopa se daba él solo el gran banquete? —pregunta el chico de Semur.
—No, era durante la noche.
—¿Cómo, durante la noche?
—Sí, durante la noche.
—Pero ¿por qué durante la noche? —pregunta el chico de Semur.
—Cuando él creía que yo estaba durmiendo.
—¡Mierda! —dice—, yo le hubiera estrangulado.
Había que conservar la calma, sobre todo había que permanecer tranquilo, era una cuestión de dignidad.
Esperaba que yo me durmiera, durante la noche, para devorar sus provisiones. Pero yo no dormía, o me despertaba al oír que se movía. Permanecía inmóvil, en la oscuridad, y le oía comer. Adivinaba su silueta sentada en la cama, y le oía comer. Por el ruido de sus mandíbulas, adivinaba que comía pollo, oía crujir los huesecillos del pollo bien asado. Oía crujir también las tostadas entre sus dientes, pero no ese crujido seco y arenoso de la tostada seca, no, era un crujido sigiloso, amortiguado por la capa de crema de gruyere que adivinaba extendida por la tostada. Le oía comer, con el corazón palpitante, y me esforzaba en conservar la calma. Ramaillet comía de noche porque no quería ceder a la tentación de compartir nada conmigo. Si hubiera comido de día, hubiera cedido, una u otra vez. Al verme ante él, mirándole comer, quizás habría sucumbido a la tentación de darme un hueso de pollo, un pedacito de queso, quién sabe. Pero eso hubiera creado un precedente. Y esto, al cabo de los días, hubiera creado una costumbre. Temía la posibilidad de esa costumbre, Ramaillet. Porque yo no recibía ningún paquete, y no existía la menor posibilidad de que yo le devolviera jamás el hueso de pollo, el pedazo de queso. De modo que comía de noche.
—Nunca hubiera creído que fuera posible algo así —dice el chico de Semur.
—Todo es posible.
Refunfuña en la oscuridad.
—Tú —me dice—, tú siempre tienes una frase preparada para contestar a todo.
—Sin embargo, así es.
Me entran ganas de reír. Este chico de Semur es asombrosamente reconfortante.
—¿Y qué? Todo es posible, desde luego. Pero nunca hubiera creído que fuera posible algo así.
Para el chico de Semur, no ha habido ninguna vacilación. Tenía seis manzanitas crujientes y jugosas y me ha dado tres. Mejor dicho, partió por la mitad cada una de las seis manzanitas, y me dio seis mitades de jugosas manzanitas. Había que obrar así, para él no había problema. Y el muchacho del bosque de Othe era parecido. Cuando recibió su primer paquete, dijo: «Bueno, vamos a repartir». Le advertí que yo nunca tendría nada que compartir. Me dijo que yo le fastidiaba. Le dije: «Bueno, te fastidio, pero quería prevenirte». Contestó: «Ya has hablado bastante, ¿no? Ahora vamos a repartir». Entonces propuso a Ramaillet poner en común las provisiones y hacer tres partes. Pero Ramaillet dijo que no sería justo. Me miraba y decía que no era justo. Se iban a privar ambos de un tercio de sus paquetes para que yo comiera como ellos, yo, que no aportaba nada a la comunidad. Dijo que no sería justo. El muchacho del bosque de Othe comenzó a decirle de todo, exactamente lo mismo que hubiera hecho el chico de Semur. En resumidas cuentas, le mandó a la mierda con sus paquetes de mierda y compartió lo suyo conmigo. El chico de Semur hubiera hecho lo mismo.
Más adelante, he visto a algunos tipos que robaban el trozo de pan negro de un compañero. Cuando la supervivencia de un hombre reside precisamente en esta fina rebanada de pan de centeno, cuando su vida pende de este hilo negruzco de pan húmedo, robar este pedazo de pan de centeno es empujar a la muerte a un compañero. Robar este trozo de pan es decretar la muerte de otro hombre para asegurar su propia vida, o al menos para hacerla más probable. Y sin embargo, había robos de pan. He visto a tipos que palidecían y se derrumbaban al ver que les habían robado su trozo de pan. Y no era solamente un daño que se les infligía directamente a ellos. Era un daño irreparable que se nos causaba a todos. Porque se instalaba la suspicacia, la desconfianza, el odio. No importaba quién hubiera podido robar aquel pedazo de pan, todos éramos culpables. Cada robo de pan hacía de cada uno de nosotros un ladrón de pan en potencia. En los campos de concentración, el hombre se convierte en este animal capaz de robar el pan de un compañero, de empujarle hacia la muerte.
Pero en los campos de concentración el hombre se convierte también en este ser invencible capaz de compartir hasta la última colilla, el último pedazo de pan, hasta su último aliento para sostener a sus camaradas. Es decir, no es en los campos donde el hombre se convierte en este animal invencible. Lo es ya. Es una posibilidad inscrita desde siempre en su naturaleza social. Pero estos campos son situaciones límite, donde la criba entre los hombres y los demás se hace de manera más brutal. En realidad, no eran precisos estos campos para saber que el hombre es el ser capaz de lo mejor y de lo peor. Esta constatación llega a ser desoladora por lo banal.
—¿Y así terminó la historia? —pregunta el chico de Semur.
—Pues sí —le contesto.
—¿Y Ramaillet continuó comiéndose sus paquetes él solo?
—Desde luego.
—Habría que haberle obligado a compartir —dice el chico de Semur.
—Se dice fácil —replico—. Si no quería, ¿qué podíamos hacer?
—Había que obligarle, te lo digo. Cuando hay tres tíos en una celda y dos están de acuerdo, hay mil maneras de persuadir al tercero.
—Seguro.
—¿Entonces? No me parecéis muy despabilados el muchacho del bosque de Othe y tú.
—Nunca nos planteamos así el problema.
—¿Y por qué?
—Es de suponer que la comida se nos hubiera atragantado.
—¿Qué comida?
—La que hubiéramos obligado a Ramaillet a darnos.
—A daros, no. A compartir. Había que obligarle a compartir todo, sus paquetes y los del muchacho del bosque de Othe.
—Nunca nos planteamos el problema desde esta perspectiva —reconozco.
—Me parecéis muy escrupulosos vosotros dos —dice el chico de Semur.
Cuatro o cinco filas detrás de nosotros se produce un revuelo repentino y se oyen gritos.
—¿Qué pasa ahora? —dice el chico de Semur. La masa de los cuerpos oscila de un lado a otro.
—¡Aire, necesita aire! —grita una voz detrás de nosotros.
—Haced sitio, por Dios, que le acerquen a la ventana —grita otra voz.
La masa de los cuerpos oscila, se abre, y brazos de sombra de esta masa de sombras empujan hacia nosotros y hacia la ventana el cuerpo inanimado de un anciano. El chico de Semur le sostiene de un lado, yo del otro, y le mantenemos ante el aire frío de la noche, que se precipita por la abertura.
—¡Dios! —dice el chico de Semur—, tiene muy mal aspecto.
El rostro del anciano es una máscara crispada de ojos vacíos. Su boca se tuerce por el dolor.
—¿Qué se puede hacer? —pregunto.
El chico de Semur contempla el rostro del anciano y nada responde. El cuerpo del anciano se contrae de repente. Sus ojos recobran vida y mira fijamente la noche ante sí.
—¿Os dais cuenta? —dice en voz baja pero clara. Luego, su mirada se apaga otra vez y su cuerpo se desploma en nuestros brazos.
—¡Eh, viejo! —dice el chico de Semur—, no hay que abandonarse.
Pero me parece que se ha abandonado definitivamente.
—Debe de ser algo del corazón —dice el chico.
Como si el hecho de saber de qué ha muerto este anciano tuviera algo tranquilizador. Porque este anciano ha muerto, sin duda alguna. Ha abierto los ojos, ha dicho: «¿Os dais cuenta?», y ha muerto. Es un cadáver lo que sostenemos entre los brazos, ante el aire frío de la noche que se precipita por la abertura.
—Ha muerto —digo al chico de Semur.
Lo sabe tan bien como yo, pero tarda en conformarse.
—Debe de ser algo del corazón —repite.
Los viejos, es normal, siempre tienen algo del corazón. Pero nosotros, nosotros tenemos veinte años, no tenemos nada del corazón. Eso es lo que quiere decir el chico de Semur. Coloca la muerte de este anciano entre los accidentes imprevisibles, pero lógicos, que ocurren a los ancianos. Tranquiliza. Esta muerte viene a ser algo que no nos atañe directamente. Esta muerte se ha abierto camino en el cuerpo de este anciano, estaba en camino desde hace mucho tiempo. Ya se sabe lo que son esas enfermedades del corazón, alcanzan a uno donde y cuando menos lo espera. Pero nosotros tenemos veinte años, esta muerte no nos alcanza.
Sostenemos el cadáver por sus brazos inertes y no sabemos qué hacer.
—¡Eh! —grita una voz detrás de nosotros—, ¿cómo se encuentra?
—Ya no se encuentra de ningún modo —respondo.
—¿Cómo? —dice la voz.
—Ha muerto —dice el chico de Semur, con mayor precisión.
El silencio se hace más pesado. Los ejes rechinan en las curvas, el tren silba, rueda siempre a buena velocidad. Y el silencio se hace más pesado.
—Tendría algo del corazón —dice otra vez en el silencio más pesado.
—¿Estáis seguros de que ha muerto? —dice la primera voz.
—Del todo —dice el chico de Semur.
—¿Ya no le late el corazón? —insiste la voz.
—Que no, hombre, que no —contesta el chico de Semur.
—¿Cómo ha sido? —pregunta una tercera voz.
—Como de costumbre —respondo.
—¿Qué quiere decir eso? —dice, irritada, la tercera voz.
—Quiere decir que estaba vivo, y que de repente ha muerto —explico.
—Tendría algo del corazón —dice otra vez la voz de hace un rato.
Un corto silencio, durante el cual los tipos rumian esta idea tranquilizadora. Es un accidente banal, un ataque de corazón, podía haberle sucedido a orillas del Marne, mientras pescaba. Esta idea del ataque de corazón es tranquilizadora. Excepto para quienes tienen algo del corazón, claro está.
—¿Qué hacemos con él? —pregunta el chico de Semur.
Porque seguimos sosteniendo el cadáver, por los brazos inertes, frente al aire frío de la noche.
—¿Estáis seguros de que ha muerto? —insiste la primera voz.
—Claro, nos estás cansando —dice el chico de Semur.
—Tal vez esté sólo desmayado —dice la voz.
—Mierda —dice el chico de Semur—, ven a verlo tú.
Pero nadie viene. Desde que hemos dicho que el anciano ha muerto, la masa de los cuerpos cercanos a nosotros se ha ido alejando. Apenas es perceptible, pero se ha alejado. La masa de los cuerpos de nuestro alrededor ya no está pegada a nosotros, ya no nos empuja con la misma fuerza. Como el organismo retráctil de una ostra, la masa de los cuerpos se ha encogido sobre sí misma. Ya no sentimos la misma presión continua contra los hombros, las piernas y los ríñones.
—Pero no vamos a sostenerlo toda la noche mi compañero y yo —dice el chico de Semur.
—Hay que pedir a los alemanes que paren el tren —dice una nueva voz.
—¿Para qué? —pregunta otro.
—Para que recojan el cuerpo y lo envíen a su familia —dice la nueva voz.
Estallan unas carcajadas rechinantes, un poco brutales.
—Otro que ha visto La gran ilusión y hasta en colores —dice una voz de París.
—Ven —me dice el chico de Semur—, vamos a colocarlo en el suelo, bien estirado en aquel rincón. Allí abultará menos.
Comenzamos a movernos para hacer lo que ha dicho, e inevitablemente empujamos un poco a los que nos rodean.
—¿Eh, qué hacéis? —grita una voz.
—Vamos a colocarlo en el suelo, contra el rincón —dice el chico de Semur—, ahí ocupará menos espacio.
—Cuidado —dice un tipo—, por ahí está la letrina.
—Pues apartad la letrina —dice el chico de Semur.
—Ah, no —dice algún otro—, no me vais a poner la letrina en las narices.
—Oh, ya está bien —grita un tercero enfadado—. Hasta ahora he sido yo quien he tenido vuestra mierda en la nariz.
—La tuya también —dice otro, gracioso.
—Pues no, yo me aguanto —dice el de antes.
—Es malo para la salud —dice el gracioso.
—¡Eh, vosotros! ¿Vais a cerrar la boca? —dice el chico de Semur—. Empujad la jodida letrina, vamos a echar a este en el suelo.
—Que nadie toque esta letrina —dice el mismo de antes.
—¡Claro que sí la vamos a empujar! —grita el que ahora tenía la letrina en las narices.
Se oye el ruido de la letrina, que rasca la madera del suelo. Se oyen tacos, gritos confusos. Luego, el estrépito metálico de la tapa de la letrina, que ha debido caerse.
—¡Ah, cabrones! —grita otra voz.
—¿Qué ha pasado?
—Han volcado la letrina a fuerza de hacer el idiota —explica alguien.
—¡Que no, hombre, que no! —dice el que pretende haber tenido la letrina hasta ahora en las narices—, sólo ha salpicado.
—Pues me ha salpicado en los pies —dice el de antes.
—Ya te lavarás los pies cuando llegues —dice el gracioso de hace un rato.
—¿Te crees un gracioso? —dice el que ha sido salpicado en los pies.
—Pues si, soy un gracioso —dice el otro, tranquilo.
Se oyen risas, bromas de mal gusto y protestas apagadas. Pero la letrina, más o menos volcada, ha sido trasladada y podemos colocar el cuerpo del anciano.
—No lo pongas de espaldas —dice el chico de Semur, ocuparía demasiado espacio.
Arrinconamos el cadáver contra la pared del vagón, tumbado de costado. Además, es muy flaco este cadáver, no ocupa demasiado.
Nos incorporamos, el chico de Semur y yo, y el silencio vuelve a caer sobre nosotros.
Había dicho: «¿Os dais cuenta?», y se murió. ¿De qué quería que nos diéramos cuenta? Habría tenido dificultades para precisarlo, desde luego. Quería decir: «¿Os dais cuenta, qué vida esta? ¿Os dais cuenta, qué mundo este?». Sí que me doy cuenta. No hago otra cosa, darme cuenta y dar cuenta de ello. Eso es lo que deseo. A menudo, a lo largo de estos años, he encontrado esta misma mirada de extrañeza absoluta que ha tenido este anciano que iba a morir, justo antes de morir. Por otra parte, confieso que nunca he comprendido bien por qué tanta gente se extrañaba de esta manera. Tal vez porque he visto morir a muchos en las carreteras, he visto a grupos andando por los caminos con la muerte en los talones. Quizá ya no consiga extrañarme porque no veo otra cosa desde julio de 1936. A menudo me ponen nervioso todos esos que se extrañan. Vuelven del interrogatorio pasmados: «¿Os dais cuenta?, me han dado una paliza». «Pero ¿qué esperáis que hagan, Dios? ¿No sabíais que son nazis?». Bajaban la cabeza, no sabían muy bien qué les ocurría. «Pero, Dios, ¿no sabíais con quién nos las teníamos?». A veces me ponen nervioso estos pasmados. Tal vez porque he visto los cazas alemanes e italianos volando sobre las carreteras a baja altitud y ametrallar tranquilamente a la muchedumbre por las carreteras de mi país. Para mí, esta carreta con la mujer de negro y el niño que llora. Para mí, este borriquillo y la abuela sobre el borrico. Para ti, esta novia de fuego y nieve que camina como una princesa por la ardiente carretera. Tal vez el motivo de que me pongan nervioso todos esos pasmados esté en los pueblos enteros caminando por las carreteras de mi tierra, huyendo de estos mismos integrantes de las SS, o de sus semejantes, sus hermanos. De este modo, ante esta pregunta: «¿Os dais cuenta?», tengo una respuesta ya preparada, como diría el chico de Semur. Claro que me doy cuenta, no hago otra cosa. Me doy cuenta e intento dar cuenta de ello, ese es mi propósito.
Salíamos de la gran sala donde habíamos tenido que desnudarnos. Hacía un calor de horno, teníamos la garganta seca, trastabillábamos de cansancio. Habíamos corrido por un pasillo, y nuestros pies descalzos habían restallado sobre el cemento. Luego venía otra sala más pequeña, donde los hombres se apiñaban conforme iban llegando. Al fondo de la sala había una hilera de diez o doce tipos en bata blanca, con maquinillas eléctricas de cortar el pelo, cuyos largos hilos colgaban del techo. Estaban sentados en unos taburetes, parecían aburrirse soberanamente y nos afeitaban todas las partes del cuerpo donde hay pelo. Los hombres esperaban su turno, apiñados unos contra otros, sin saber qué hacer con sus manos desnudas en sus cuerpos desnudos. Los esquiladores trabajaban deprisa, ya se veía que tenían una maldita costumbre. Esquilaban a los hombres por todas partes en un santiamén, y al siguiente. Empujado y arrastrado de un lado a otro por el vaivén de la muchedumbre, al final me encontré en primera fila, justo frente a los esquiladores. El hombro y la cadera izquierdos me dolían a causa de los culatazos de hacía un rato. A mi lado había dos viejecitos bastante deformes. Precisamente tenían esa mirada desencajada por el asombro y la extrañeza. Miraban todo aquel circo con los ojos desorbitados por el asombro. Les había llegado el turno y empezaron a dar grititos cuando la rasuradora atacó sus partes sensibles. Se lanzaron una mirada, pero ya no fue tan sólo de asombro, sino también de santa indignación. «¿Se da usted cuenta, señor ministro, pero se da usted cuenta?», dijo uno de ellos. «Es increíble, señor senador, po-si-ti-va-men-te increíble», le respondió el otro. Dijo así, po-si-ti-va-men-te, marcando cada silaba. Tenían acento belga, eran grotescos y miserables. Me hubiera gustado escuchar las reflexiones del chico de Semur. Pero el chico de Semur había muerto, se había quedado en el vagón. Jamás volvería a oír las reflexiones del chico de Semur.
—Nunca acabará esta noche —dice el chico de Semur.
Es la cuarta noche, no lo olviden, la cuarta noche de este viaje. Vuelve de nuevo la sensación de que tal vez estamos quietos. Quizás sea la noche la que se mueve, el mundo el que se despliega, en torno a nuestra jadeante inmovilidad. Esta sensación de irrealidad va creciendo, invade como una gangrena mi cuerpo destrozado por el cansancio. Antes, merced al frío y al hambre, conseguía fácilmente provocar en mí este estado de irrealidad. Bajaba por el bulevar Saint-Michel, hasta aquella panadería de la esquina con la calle de l'École de Médecine, donde vendían unos buñuelos de harina negra. Compraba cuatro, era mi comida del mediodía. A causa del hambre y el frío, era un juego de niños impulsar mi cerebro ardiente hasta los mismos límites de la alucinación. Un juego de niños que no llevaba a parte alguna, desde luego. Hoy es distinto. No soy yo quien provoca esta sensación de irrealidad, sino que se inscribe en los acontecimientos exteriores. Se inscribe en los acontecimientos de este viaje. Felizmente, hubo este intermedio del Mosela, esta dulce, umbría y tierna, nevada y ardiente certidumbre del Mosela. Ahí me he vuelto a encontrar, he vuelto a ser lo que soy, lo que es el hombre, un ser natural, el resultado de una larga y real historia de solidaridad y de violencias, de fracasos y de victorias humanas. Como las circunstancias no se han vuelto a reproducir, nunca he vuelto a encontrar la intensidad de aquel momento, aquella alegría salvaje y tranquila del valle del Mosela, aquel orgullo humano ante el paisaje de los hombres. A veces me invade su recuerdo ante la línea pura y quebrada de un paisaje urbano, ante un cielo gris sobre una llanura gris. Y sin embargo esta sensación de irrealidad a lo largo de la cuarta noche de este viaje no alcanzó la intensidad de la que experimenté al regreso de este viaje. Los meses de cárcel, seguramente, habían creado una especie de hábito. Lo absurdo y lo irreal resultaban familiares. Para sobrevivir, el organismo necesita ceñirse a la realidad, y la realidad era precisamente ese mundo totalmente antinatural de la prisión y la muerte. Pero el verdadero choque se produjo a la vuelta de este viaje.
Los dos coches se detuvieron ante nosotros y bajaron aquellas inverosímiles muchachas. Era el 13 de abril, dos días después del final de los campos. El bosque de hayas susurraba al soplo de la primavera. Los americanos nos habían desarmado, fue lo primero de que se ocuparon, todo hay que decirlo. Se hubiera dicho que tenían miedo de aquellos pocos centenares de esqueletos armados, rusos y alemanes, españoles y franceses, checos y polacos, por las carreteras en torno a Weimar. A pesar de ello seguíamos ocupando los cuarteles de las SS, los depósitos de la división Totenkopf, cuyo inventario había que hacer. Un piquete de guardia, desarmado, estaba delante de cada uno de los edificios. Yo estaba ante el edificio de los oficiales de las SS y los compañeros cantaban y fumaban. Ya no teníamos armas, pero seguíamos viviendo bajo el impulso de aquella alegría de dos días antes, cuando caminábamos hacia Weimar disparando hacia los grupos de las SS aislados en los bosques. Yo estaba delante del edificio de los oficiales de las SS cuando aquellos dos automóviles se detuvieron frente a nosotros, y bajaron aquellas inverosímiles muchachas. Llevaban un uniforme azul, de corte impecable, con un escudo que decía: «Mission France». Se les veía la cabellera, el carmín en los labios, las medias de seda. Y piernas dentro de las medias de seda, labios vivos bajo el carmín de labios, rostros vivientes bajo las cabelleras, bajo sus verdaderas cabelleras. Reían, cotorreaban, era una auténtica romería. De repente, los compañeros recordaron que eran hombres, y comenzaron a revolotear en torno a las muchachas. Ellas hacían melindres, cotorreaban, estaban maduras para un buen par de tortazos. Pero querían visitar el campo aquellas pequeñas, les habían dicho que era algo horrible, absolutamente espantoso. Querían conocer aquel horror. Abusé de mi autoridad para dejar a los compañeros ante el pabellón de oficiales de las SS, y conduje a aquellas guapas a la entrada del campo.
La gran plaza donde formábamos estaba desierta, bajo el sol de primavera, y me detuve con el corazón palpitante. Hay que decir que nunca la había visto vacía, en realidad jamás la había visto de verdad. Lo que se dice ver, nunca la había visto de veras. De uno de los barracones de enfrente brotaba, dulcemente lejana, una melodía de acordeón. Había esta musiquilla de acordeón, infinitamente frágil, los altos árboles por encima de las alambradas, el viento en las hayas y el sol de abril por encima del viento y las hayas. Yo contemplaba este paisaje, que durante dos años había sido el decorado de mi vida, y lo veía realmente por vez primera. Lo veía desde el exterior, como si este paisaje que hasta anteayer había sido mi vida se encontrase ahora del otro lado del espejo. Sólo esta melodía de acordeón ligaba mi vida de hoy a lo que había sido mi vida durante dos años, hasta anteayer. Sólo aquella melodía de acordeón, tocada por un ruso en el barracón de enfrente, pues sólo un ruso puede arrancar de un acordeón esta musiquilla frágil y potente, como el estremecerse de los abedules en el viento, de los trigos en la llanura sin fin. Esta melodía de acordeón era el lazo que me unía a la vida de estos dos últimos años, era como un adiós a aquella vida, como un adiós a todos los compañeros que habían muerto a lo largo de aquella vida. Me detuve en la gran plaza desierta donde formábamos, con el viento en las hayas y el sol de abril por encima del viento y de las hayas. Y también, a la derecha, el edificio rechoncho del crematorio. Y, a la izquierda, el picadero donde ejecutaban a los oficiales, los comisarios y los comunistas del ejército rojo. Ayer, 12 de abril, visité el picadero. Era un picadero como otro cualquiera, allí venían los oficiales de las SS para montar a caballo. Las señoras de los oficiales de las SS venían también a montar a caballo. Pero había, en el pabellón de vestuarios, una sala de duchas especial. Introducían al oficial soviético, le daban un jabón y una toalla, y el oficial soviético esperaba a que saliera el agua de la ducha. Pero el agua no salía. A través de una aspillera, disimulada en un rincón, un miembro de las SS disparaba una bala a la cabeza del oficial soviético. El de las SS estaba en el cuarto de al lado, apuntaba sosegadamente a la cabeza del oficial soviético, y le disparaba. Retiraban el cadáver, recogían el jabón y la toalla y hacían correr el agua de la ducha para borrar las huellas de sangre. Cuando comprendan el simulacro de la ducha y del jabón, entenderán la mentalidad de los de las SS.
Pero no tiene interés alguno entender a los de las SS. Basta con exterminarlos.
Yo estaba de pie en la gran plaza donde formábamos, ahora desierta, era el mes de abril, y ya no tenía ninguna gana de que aquellas muchachas vinieran a visitar mi campo, aquellas muchachas con las medias de seda bien estiradas, con las faldas azules bien ajustadas a las caderas apetitosas. Ya no tenía ninguna gana. No era para ellas aquella melodía de acordeón en la tibieza de abril. Tenía ganas de que se largaran, simplemente.
—Pues no parece que esté tan mal —dijo una de ellas en aquel momento.
El cigarrillo que yo estaba fumando adquirió un penoso sabor, y pensé que, pese a todo, iba a enseñarles algo.
—Síganme —les dije.
Y me encaminé hacia el edificio del crematorio.
—¿Eso es la cocina? —preguntó otra muchacha.
—Ya verán —contesté.
Caminamos por la gran plaza, y la melodía de acordeón se esfumó en la lejanía.
—Nunca acabará esta noche —dice el chico de Semur.
Estamos de pie, destrozados, en la noche que no acabará jamás. Ya no podemos mover los pies en absoluto, a causa del anciano que murió diciendo: «¿Os dais cuenta?», no vayamos a pisarle. No voy a decir al chico de Semur que todas las noches acaban, pues terminará por pegarme. Por otra parte, no sería verdad. En este preciso instante, esta noche no acabará. En este preciso momento, esta cuarta noche de viaje no terminará.
Pasé mi primera noche de este viaje reconstruyendo en mi memoria Por el camino de Swann y era un excelente ejercicio de abstracción. Yo también, tengo que decir, he pasado mucho tiempo acostándome temprano. He imaginado el ruido herrumbroso de la campanilla en el jardín, las noches en que Swann venía a cenar. He vuelto a ver en la memoria los colores de la vidriera en la iglesia del pueblo. Y aquel seto de espinos, Dios mío, aquel seto de espinos era también mi infancia. Pasé la primera noche de este viaje reconstruyendo en mi memoria Por el camino de Swann y recordando mi niñez. Me pregunté si no había nada en mi niñez que pudiera compararse con la frase de la sonata de Vinteuil. Lo lamentaba, pero no encontré nada. Hoy, forzando un poco las cosas, pienso que habría algo comparable a la frase de la sonata de Vinteuil, o al desgarramiento de «Some of these days» para Antoine Roquentin. Hoy habría esa frase de «Summertime», de Sidney Bechet, justo al comienzo de «Summertime». Hoy habría también ese momento increíble de una vieja canción de mi tierra. Una canción cuyas palabras, más o menos, dicen así: «Paso ríos, paso puentes, siempre te encuentro lavando, los colores de tu cara, el agua los va llevando». Y es después de estas palabras cuando la frase musical de la que hablo emprende el vuelo, tan pura, tan desgarradora de pureza. Pero a lo largo de la primera noche de este viaje no encontré nada que pudiera compararse a la sonata de Vinteuil. Más tarde, muchos años más tarde, Juan me trajo de París los tres pequeños volúmenes de La Pléiade, encuadernados en piel de color tabaco. Debí de hablarle de la obra. «Te has arruinado», le dije. «De ninguna manera», dijo, «pero tienes gustos decadentes». Nos reímos juntos y me burlé de su rigor de geómetra. Nos reímos e insistió: «Confiesa que son gustos decadentes». «¿Y Sartoris?», le pregunté, pues sabía que le gustaba Faulkner. «¿Y Absalom, Absalom?». Zanjamos la cuestión decidiendo que no tenía nada de decisivo.
—Eh, viejo —dice el chico de Semur—, ¿no duermes?
—No.
—Empiezo a estar harto —me dice.
Yo también, desde luego. Me duele cada vez más la rodilla derecha, que se va hinchando a ojos vistas. Es decir, que advierto por el tacto que se está hinchando a ojos vistas.
—¿Tienes una idea de cómo será el campo adónde vamos? —pregunta el chico de Semur.
—Pues no tengo la menor idea.
Nos quedamos en silencio intentando imaginar lo que puede ser, cómo podrá ser este campo adonde vamos.
Ya lo sé ahora. Entré una vez en él, he vivido en él dos años, y ahora entro otra vez en él con estas muchachas inverosímiles. Tengo que decir que son inverosímiles en la medida en que son reales, en que son tal cual son las muchachas en realidad. Pues es su misma realidad lo que me parece inverosímil. Pero el chico de Semur no sabrá jamás cómo es, exactamente, este campo adonde vamos y que intentamos imaginar, en medio de la cuarta noche de este viaje.
Hago pasar a las muchachas por la puertecilla del crematorio, la que conduce directamente al sótano. Acaban de comprender que no se trata de la cocina y se callan de repente. Les enseño los ganchos de donde suspendían a los compañeros, pues el sótano del crematorio servía también de cuarto de tortura. Les enseño los vergajos y las porras, que siguen en su sitio. Les explico para qué servían. Les enseño los montacargas que llevaban los cadáveres hasta el primer piso, justo frente a los hornos. Subimos al primer piso y les enseño los hornos. Las muchachas ya no tienen nada que decir. Me siguen, y les enseño la hilera de hornos eléctricos, y los restos de cadáveres semicalcinados que han quedado en los hornos. Apenas les hablo, les digo solamente: «Aquí está esto, ahí esto otro». Es necesario que miren, que intenten imaginar. Ya no dicen nada, tal vez ya están imaginando. Es posible que incluso estas señoritas de Passy y de «Mission France» sean capaces de imaginar. Las hago salir del crematorio al patio interior rodeado por una valla muy alta. Allí, ya no les digo nada en absoluto, les dejo que miren. Hay, en medio del patio, un hacinamiento de cadáveres que alcanzará tal vez los cuatro metros de altura. Un apiñamiento de esqueletos amarillentos, retorcidos, los rostros del espanto. El acordeón, ahora, toca un gopak endemoniado y su sonido llega hasta nosotros. La alegría del gopak llega hasta nosotros, baila en este apiñamiento de esqueletos que no han tenido tiempo de enterrar. Están excavando la fosa, en la que pondrán cal viva. El ritmo endemoniado del gopak danza por encima de estos muertos del último día, que han permanecido en el mismo sitio, pues los de las SS, al huir, dejaron que se apagara el crematorio. Pienso que en las barracas del campo de cuarentena, los viejos, los inválidos y los judíos siguen muriendo. Para ellos, el fin de los campos no significará el fin de la muerte. Al mirar los cuerpos entecos de huesos salientes y pechos hundidos, amontonados en medio del patio del crematorio hasta una altura de cuatro metros, pienso que esos eran mis compañeros. Pienso también que hay que haber vivido su muerte, como nosotros, que hemos sobrevivido, lo hemos hecho, para fijar sobre ellos esta mirada pura y fraternal. Oigo a lo lejos el ritmo alegre del gopak y me digo que estas señoritas de Passy no tienen nada que hacer aquí. Resultaba ridículo intentar explicárselo. Tal vez más adelante, dentro de un mes, de quince años, pueda explicar todo esto a cualquiera. Pero hoy, en este día, bajo el sol abrileño y entre las hayas susurrantes, estos muertos terribles y fraternales no necesitan explicación. Necesitan una mirada pura y fraternal. Necesitan que nosotros sigamos viviendo, simplemente, que vivamos con todas nuestras fuerzas.
Estas señoritas de Passy tienen que marcharse.
Me vuelvo y ya se han ido. Han huido de este espectáculo. Por otra parte las comprendo, no debe de ser divertido llegar en un bonito coche, con un lindo uniforme azul ceñido a los muslos, y caer sobre este montón de cadáveres poco presentables.
Salgo a la plaza de formaciones y enciendo un pitillo.
Una de las chicas se ha quedado allí, esperándome. Una morena de ojos claros.
—¿Por qué ha hecho usted esto? —dice.
—Era una tontería —reconozco.
—Pero ¿por qué? —insiste.
—Ustedes querían visitarlo —le contesto.
—Quisiera seguir —dice.
La miro. Tiene los ojos brillantes, le tiemblan los labios.
—Ya no tengo el valor —le digo.
Me mira en silencio.
Caminamos juntos hacia la entrada del campo. Una bandera negra ondea a media asta en la torre de control.
—¿Es por los muertos? —pregunta con voz temblorosa.
—No. Es por Roosevelt Los muertos no necesitan banderas.
—¿Y qué necesitan? —pregunta.
—Una mirada pura y fraternal —contesto—, y el recuerdo.
Me mira y no dice nada.
—Hasta la vista —dice.
—Adiós —le digo. Y me voy con los compañeros.
—Esta noche, Dios, esta noche no terminará jamas —dice el chico de Semur.
Volví a ver a esta chica morena en Eisenach, ocho días después. Ocho o quince días, ya no recuerdo. Porque fueron ocho o quince días que pasaron como en sueños, entre el fin de los campos y el principio de la vida anterior. Estaba sentado sobre el yerbín de un césped, fuera del recinto alambrado, entre los chalés de los SS. Fumaba, escuchando el rumor de la primavera. Miraba las briznas de hierba, los insectos en las briznas de hierba. Miraba moverse las hojas en los árboles de alrededor. De repente aparece Yves corriendo. «Aquí estás, por fin, estás aquí». Llegaba de Eisenach, en una camioneta del ejército francés. Un convoy de tres camiones salía al día siguiente directamente hacia París, me había reservado un sitio y había venido desde Eisenach a por mí. Yo miro hacia el campo. Veo las torres de control, las alambradas, que ya no están electrificadas. Veo los edificios de la D.A.W., el zoológico donde los de las SS criaban ciervos, monos y osos pardos.
Ya está bien, me voy. No tengo nada que ir a buscar, puedo marcharme tal y como estoy. Tengo unas botas rusas de caña flexible, unos pantalones gruesos de tela rayada, una camisa de la Wehrmacht y un jersey de lana de madera gris, con adornos verdes en el cuello y las mangas, y unas letras grandes pintadas en negro a la espalda: KL BU. Ya está bien, me voy. Se acabó, me marcho. El chico de Semur murió, yo me voy. Los hermanos Hortieux han muerto, yo me voy. Espero que Hans y Michel estén vivos. Todavía no sé que Hans ha muerto. Espero que Julien esté vivo. No sé que Julien ha muerto. Tiro mi cigarrillo, lo aplasto con el tacón en la hierba del césped, voy a marcharme. Este viaje ha terminado y regreso. No regreso a mi casa, pero me acerco. El fin de los campos es el fin del nazismo, y será por lo tanto el final del franquismo, está claro, vamos, no hay ni la menor sombra de duda. Voy a poder dedicarme a cosas serias, como diría Piotr, ahora que la guerra ha terminado. Me pregunto qué clase de cosas serias haré. Piotr había dicho: «Reconstruir mi fábrica, ir al cine, tener hijos».
Corro junto a Yves hasta la camioneta, y nos largamos por la carretera de Weimar. Los tres estamos sentados en los asientos delanteros, el chófer, Yves y yo. Yves y yo pasamos el rato enseñándonos cosas. Mira, el barracón de la Politische Abteilung. Mira, el chalé de Ilse Koch. Mira, la estación, por ahí llegamos. Mira, las instalaciones de la «Mibau». Luego ya no quedó nada que mirar, sino la carretera y los árboles, los árboles y la carretera, e íbamos cantando. Es decir, Yves cantaba con el chófer. Yo lo fingía, porque desafino.
Aquí está la curva donde nos enfrentamos, el 11 de abril a mediodía, a un grupo de las SS que se replegaba. Avanzábamos por el eje de la carretera los españoles, con un grupo de Panzerfaust[14] y otro de armas automáticas. Los franceses a la izquierda y los rusos a la derecha. Las SS tenían una pequeña tanqueta y estaban adentrándose en lo más profundo del bosque por un sendero forestal. Oímos hacia la derecha unos gritos de mando, y luego, tres veces seguidas, un largo «hurra». Los rusos cargaban contra las SS con granadas y arma blanca. Nosotros, franceses y españoles, iniciamos un movimiento para rodear a las SS y desbordarlas. Siguió esa cosa confusa a la que llaman un combate. La tanqueta ardía, y de repente siguió un profundo silencio. Se había acabado, esa cosa confusa que llaman un combate había terminado. Estábamos reagrupándonos en la carretera cuando vi llegar a dos jóvenes franceses con un miembro de las SS herido. Les conocía un poco, eran unos FTP[15] de mí bloque.
—Gérard, escucha, Gérard —me gritaron al aproximarse. En aquellos tiempos me llamaban Gérard.
El de las SS estaba herido, en un hombro o en el brazo. Sostenía su brazo herido y tenía una mirada aterrorizada.
—Tenemos este prisionero, Gérard. ¿Qué hacemos con él? —dijo uno de los muchachos.
Miro al de las SS, lo conozco. Es un Blockführer que no dejaba de vociferar y maltratar a quien caía bajo su férula. Miro a los dos muchachos, iba a decirles: «Fusiladlo aquí mismo y reagrupaos, que seguimos», pero las palabras no me salen de la garganta. Pues acabo de comprender que no lo harán jamás. Acabo de leer en sus ojos que nunca lo harán. Tienen veinte años, les fastidia este prisionero, pero no lo fusilarán. Ya sé que históricamente es un error. Ya sé que el diálogo con uno de las SS sólo es posible cuando el de las SS está muerto. Ya sé que el problema consiste en cambiar las estructuras históricas que permiten la aparición del de las SS. Pero una vez que está aquí, es preciso exterminar al de las SS cada vez que se presente la oportunidad durante el combate. Ya sé que estos dos jóvenes van a hacer una idiotez, pero no haré nada para evitarlo.
—¿Qué os parece? —les pregunto.
Se miran y bajan la cabeza.
—Está herido, este cabrón —dice uno de ellos.
—Eso es —dice el otro—, está herido, primero hay que cuidarle.
—¿Entonces? —les pregunto.
Se miran. Saben también que van a hacer una idiotez, pero van a hacer esa idiotez. Se acuerdan de sus compañeros fusilados y torturados. Se acuerdan de los carteles de la Kommandantur, de las ejecuciones de rehenes. Tal vez fue en su región donde los de las SS le cortaron las manos a hachazos a un niño de tres años, para obligar a su madre a hablar, para obligarla a que denunciara a un grupo de guerrilleros. La madre vio cómo le cortaban las manos a su hijo y no habló, se volvió loca. Saben perfectamente que van a hacer una tontería. Pero no han hecho esta guerra voluntariamente a los diecisiete años para ejecutar a un prisionero herido. Han hecho esta guerra contra el fascismo para que ya no se ejecute a los prisioneros heridos. Saben que van a hacer una idiotez, pero la van a hacer conscientemente. Y voy a dejarles que hagan esta idiotez.
—Vamos a llevarle hasta el campo —dice uno de ellos—, que cuiden a este cabrón.
Insiste en la palabra «cabrón» para que yo comprenda bien que no ceden, que no es por debilidad por lo que van a hacer esta idiotez.
—Bien —les digo—. Pero me vais a dejar vuestros fusiles, aquí faltan.
—Oye tú, exageras —dice uno de ellos.
—Os doy una parabellum a cambio, para llevar a este tío. Pero me vais a dejar vuestros fusiles, los necesito.
—Pero nos los devolverás, ¿verdad?
—Claro, hombre, cuando volváis a encontrar la columna os los devolveré.
—¿Prometido, tío? —dicen.
—Prometido —les aseguro.
—¿No nos harás la faena, tío, de dejarnos sin fusil?
—Claro que no —les afirmo.
Hacemos el cambio y se disponen a marcharse. El de las SS ha seguido toda esta conversación con mirada de animal acorralado. Comprende muy bien que su suerte está en juego. Miro al de las SS.
—Ich bátte Dich erschossen[16] —le digo.
Su mirada se vuelve implorante.
—Aber die beiden hier sind zu jung, sie wissen nicht, dass Du erschossen sein solltest. Also, los, zum Teufel[17].
Se van. Les miro marcharse y sé perfectamente que acabamos de hacer una idiotez. Pero estoy contento de que estos dos jóvenes FTP hayan hecho esta idiotez. Estoy contento de que salgan de esta guerra capaces de hacer una idiotez como esta. Si hubiera sucedido al revés, si las SS les hubieran hecho prisioneros, habrían muerto fusilados de pie, cantando. Sé muy bien que tenía razón, que era necesario ejecutar a este SS, pero no lamento no haber dicho nada. Estoy contento de que estos dos jóvenes FTP salgan de esta guerra con este corazón débil y puro, ellos, que han escogido voluntariamente la posibilidad de morir, que tan a menudo se han enfrentado con la muerte, a los diecisiete años, en una guerra donde para ellos no había cuartel.
Después miramos los árboles y la carretera y ya no cantamos. Es decir, son ellos los que ya no cantan. Anochece cuando llegamos a Eisenach.
—Buenas noches —dice la joven morena de ojos azules.
Ha venido a sentarse en el sofá, a mi lado, en el gran salón con arañas de cristal.
—Buenas noches —le digo.
Nada me sorprende esta noche, en este hotel de Eisenach. Debe de ser el vino del Mosela.
—¿Qué hace usted aquí? —dice.
—Ya no lo sé exactamente.
—¿Se marcha usted en el convoy de mañana? —pregunta.
—Eso debe de ser —le contesto.
Había manteles blancos, y vasos de diferentes colores. Había cuchillos de plata, cucharas de plata, tenedores de plata. Y vino del Mosela.
—Estaba equivocado.
—¿Cómo? —dice la muchacha.
—Es excelente el vino del Mosela —preciso.
—¿De quién habla usted? —pregunta.
—De un hombre que ha muerto. Un chico de Semur.
Me mira con gravedad. Conozco esta mirada.
—¿De Semur-en-Auxois?
—Claro —y me encojo de hombros, pues es evidente.
—Mis padres tienen una finca por allí —dice.
—Con árboles altos, una larga alameda por en medio y hojas muertas —le digo.
—¿Cómo lo sabe usted? —pregunta.
—Los árboles altos le van a usted que ni pintados —le advierto.
Baja la cabeza y mira al vacío.
—En estos momentos no habrá por allá muchas hojas muertas —dice suavemente.
—Siempre hay hojas muertas en alguna parte —insisto. Debe de ser el vino del Mosela.
—Preséntanos a esta hermosura —dice Yves.
Estamos sentados en torno a una mesa baja. Sobre la mesa baja hay una botella de coñac francés. Será el vino del Mosela o el coñac francés, pero los compañeros están hablando machaconamente de recuerdos del campo. Estoy harto, empiezo a ver cómo surge en ellos una mentalidad de excombatientes. No quiero convertirme en un excombatiente. Yo no soy un excombatiente. Soy otra cosa, soy un futuro combatiente. Esta repentina idea me llena de alegría, y el gran salón del hotel, con sus arañas de cristal, parece menos absurdo. Es un lugar por donde pasa casualmente un futuro combatiente.
Hago con la mano un gesto impreciso hacia la muchacha morena de ojos claros y digo: «Aquí está».
Ella me mira, mira a Yves y a los otros, y dice:
—Martine Dupuy.
—Eso es —digo muy contento. Será el vino del Mosela o esta certidumbre tranquilizadora de no ser un excombatiente.
—Señorita Dupuy, le presento a un grupo de excombatientes.
Los compañeros se ríen, como se hace en estos casos.
Martine Dupuy se vuelve hacia mí.
—¿Y usted? —dice casi en voz baja.
—Yo no. Nunca seré un excombatiente.
—¿Por qué? —dice ella.
—Es una decisión que acabo de tomar.
Ella saca un paquete de cigarrillos americanos y ofrece a todos. Algunos aceptan. Yo también cojo uno. Ella enciende su cigarrillo y me da fuego.
Los compañeros ya han olvidado su presencia, y Arnault explica a los demás, que menean la cabeza, por qué hemos combatido, nosotros, los excombatientes. Pero yo no pienso ser un excombatiente.
—¿Qué hace usted en la vida? —me pregunta la muchacha de ojos azules. Es decir, Martine Dupuy.
La miro y respondo con toda seriedad, como si esta pregunta fuera importante. Debe de ser el vino del Mosela.
—Detesto a Charles Morgan, aborrezco a Valéry y nunca he leído Lo que el viento se llevó.
Parpadea y me pregunta:
—¿Ni siquiera Sparkenbroke?
—Sobre todo —respondo.
—¿Por qué? —dice ella.
—Eso fue antes de la calle Blainville —explico.
La explicación me parece luminosa.
—¿Qué es la calle Blainville?
—Una calle.
—Desde luego, y da a la plaza de la Contrescarpe. ¿Y qué?
—Allí comencé a hacerme un hombre —le digo.
Me mira, con una sonrisa divertida.
—¿Qué edad tiene usted? —dice.
—Veintiún años —contesto—. Pero no es contagioso.
Me mira fijamente a los ojos, con una mueca despectiva.
—Es una broma de excombatiente —dice.
Tiene razón. Nunca se debe menospreciar a nadie, mucho me ha costado el saberlo.
—Olvídelo —digo, un poco avergonzado.
—De acuerdo —responde, y reímos juntos.
—Por vuestros amores —dice Arnault muy digno, levantando su vaso de coñac.
Nos servimos coñac francés y bebemos también.
—A tu salud, Arnault —digo—. Tú también has hecho el movimiento Dada.
Arnault, siempre tan digno, me mira fijamente y bebe su vaso de coñac. La muchacha morena de ojos azules tampoco ha comprendido y me alegro. Al fin y al cabo, no es más que una jovencita del distrito XVI de París, y eso me divierte mucho. Su mirada azul es como el sueño más lejano, pero su alma limita al norte con la avenida de Neuilly, al sur con el Trocadero, al este con la avenida Kléber y al oeste con la Muette. Estoy encantado de lo listo que soy, debe de ser el vino del Mosela.
—¿Y usted? —le pregunto.
—¿Yo?
—¿Qué hace usted en la vida? —preciso.
Inclina la nariz en su vaso de coñac.
—Vivo en la calle Scheffer —dice suavemente.
Esta vez me río yo solo.
—Justo lo que yo pensaba.
Su mirada azul se asombra de mi aire huraño. Me estoy volviendo agresivo, y esta vez no es el vino del Mosela. Sencillamente, deseo a esta muchacha. Bebemos en silencio, mientras los compañeros están recordándose mutuamente hasta qué punto hemos pasado hambre. ¿Pero hemos pasado hambre, en verdad? La única cena de esta noche ha bastado para borrar dos años de hambre atroz. No consigo comprender de verdad este hambre obsesionante. Una sola comida auténtica, y el hambre se ha convertido en algo abstracto. Ya no es más que un concepto, una idea abstracta. Y sin embargo miles de hombres han muerto a mi alrededor por esta idea abstracta. Estoy contento de mi cuerpo, encuentro que es una máquina prodigiosa. Una sola cena ha bastado para borrar de él esta cosa, inútil de aquí en adelante, abstracta de aquí en adelante, este hambre de la que pudimos haber muerto.
—No iré a verla a la calle Scheffer —digo a la muchacha.
—¿No le gusta ese barrio? —pregunta ella.
—No se trata de eso. Es decir, no lo sé. Pero está demasiado lejos.
—¿Dónde le gustaría, entonces? —dice.
Miro sus ojos azules.
—En el bulevar Montparnasse, había un sitio llamado Patrick's.
—¿Le recuerdo a alguien? —me pregunta con voz velada.
—Tal vez —le digo—, sus ojos azules.
Por lo visto encuentro muy sencillo que haya comprendido esto, que me recuerda a alguien de otro tiempo. Por lo visto todo lo encuentro normal esta noche, en este hotel de Eisenach de un encanto envejecido.
—Venga a verme a Semur —dice ella—. Hay árboles altos, una larga alameda por entre los árboles y tal vez hasta hojas muertas. Con un poco de suerte.
—No lo creo —le digo—, no creo que vaya.
—Qué noche, Dios mío, esta noche no acabará nunca —decía el chico de Semur.
Bebo un largo trago de coñac francés y era la cuarta noche de viaje hacia ese campo en Alemania, cerca de Weimar. De repente oigo música, una melodía que conozco muy bien y ya no sé dónde estoy. ¿Qué pinta aquí «In the shade of the old apple tree»?
—Me gustaba mucho bailar en mi juventud —digo a la muchacha morena.
Nuestras miradas se cruzan, y echamos a reír juntos.
—Perdone —le digo.
—Es la segunda vez que resbala usted por la pendiente del excombatiente —dice.
Los oficiales franceses han encontrado discos y un fonógrafo. Sacan a bailar a las chicas alemanas, francesas y polacas. Los ingleses no se mueven, no es asunto suyo. Los americanos están locos de alegría y cantan a voz en cuello. Miro a los maîtres alemanes. Parece que se acostumbran muy bien a su nueva vida.
—Venga a bailar —dice la muchacha morena.
Tiene un cuerpo flexible, y las arañas del salón dan vueltas por encima de nuestras cabezas. Nos quedamos abrazados, esperando que pongan otro disco. Es una música más lenta, y la presencia de esta muchacha de ojos azules se precisa.
—¿Qué hay, Martine? —dice una voz cerca de nosotros, hacia la mitad del baile.
Es un oficial francés, en uniforme de combate, con boina de comando en la cabeza. Tiene aires de propietario, y la muchacha de la calle Scheffer deja de bailar. Me parece que no me queda más que marcharme con los compañeros y beber coñac francés.
—Buenas noches, viejo —dice el oficial, mientras coge a Martine del brazo.
—Buenas noches, joven —le contesto, muy digno.
Su ceja izquierda se sobresalta, pero no reacciona.
—¿Vienes del campo? —dice.
—Como usted ve —le respondo.
—Ha sido duro, ¿eh? —dice el oficial de la boina de comando, con aire reconcentrado.
—Qué va —le digo—, era pura broma.
Se encoge de hombros y se lleva a Martine.
Los compañeros seguían allí. Estaban bebiendo coñac, preguntándose qué iban a hacer una vez llegados a casa.
Más tarde, en el cuarto que compartía con Yves, este me dijo:
—¿Por qué has dejado a esa chica? Parecía que la cosa iba bien.
—No lo sé. Vino un imbécil de oficial, con una boina con cintas, y se la llevó. Parecía que la chica le perteneciera.
—Mala suerte —dice, lacónico.
Más tarde, mucho más tarde, cuando, sin darme cuenta, comencé a recitar en voz alta el principio de un poema antiguo: «Jeune fille aride et sans sourire / ô solitude et tes yeux gris…»[18], Yves refunfuñó: «Si quieres recitar versos, vete al pasillo. Mañana tenemos que madrugar».
No fui al pasillo y nos levantamos al amanecer. La ciudad de Eisenach estaba desierta cuando el convoy con los tres camiones puso rumbo a París.
«Esta noche, Dios mío, esta noche no acabará nunca», decía el chico de Semur, y esta otra noche tampoco acababa, esta noche de Eisenach, en esta habitación de hotel alemán de Eisenach. ¿Era la extrañeza de la cama verdadera con sus sábanas blancas y el edredón ligero y cálido? ¿O era el vino del Mosela? Quizás el recuerdo de esta muchacha, la soledad y sus ojos grises. La noche no acababa, Yves dormía el sueño de los justos, del mismo modo que nunca acababan las noches infantiles, acechando el ruido del ascensor que anunciaría la vuelta de los padres, acechando las conversaciones en el jardín cuando Swann venía a cenar. Me reía por lo bajo de mí mismo, con una lucidez alegre, conforme iba descubriendo los tópicos, las trampas abstractas y literarias de mi vigilia poblada de sueños. No podía dormir. Mañana, la vida volvería a comenzar y yo no sabía nada de la vida. Es decir, de esta vida que iba a comenzar. Había salido de la guerra de mi infancia para entrar en la guerra de mi adolescencia, con una leve parada en medio de una montaña de libros. Me encontraba a mis anchas ante cualquier libro, ante cualquier teoría. Pero en los restaurantes los camareros no veían jamás mis gestos de llamada; en los almacenes debía de volverme invisible, pues las vendedoras jamás advertían mi presencia. Y los teléfonos no me obedecían, siempre daba con un número equivocado. Las muchachas tenían esa mirada azul, inaccesible, o bien eran tan fáciles que todo se convertía en una mecánica carente de auténtico interés. Mañana, la vida volvería a comenzar y yo no sabía nada de esta vida. Daba vueltas en la cama, más o menos angustiado. La noche no acabaría jamás, el ascensor no se detenía en nuestro piso, y yo acechaba la marcha de Swann, que se retrasaba charlando en el jardín. Daba más vueltas en la cama, en este cuarto de hotel alemán de Eisenach, y buscaba un consuelo en mi memoria. Y entonces recordé a aquella mujer israelí de la calle Vaugirard.
Ante el palacio del Luxemburgo, un camión descargaba montones de carne para los cocineros de la Wehrmacht. Yo había echado una ojeada al espectáculo, levemente asqueado, y había proseguido mi camino. Caminaba sin meta precisa, hacía demasiado frío en mi habitación. Me quedaban dos cigarrillos Gauloises y había salido para entrar un poco en calor, andando y fumando. Había pasado la verja del Luxemburgo, cuando advertí la actitud de aquella mujer. Se volvía hacia los transeúntes que llegaban a su altura y les miraba de hito en hito. Se hubiera dicho, es decir, me dije, que buscaba una urgente respuesta a una pregunta esencial en los ojos de los transeúntes. Les miraba de hito en hito, parecía medirles con la mirada: ¿eran dignos de su confianza? Pero ella no decía nada, volvía la cabeza y continuaba su caminar atropellado. ¿Por qué «atropellado»? Me pregunté por qué me vino al espíritu esta expresión tan manida de «caminar atropellado». Miré a esta mujer solitaria, en la acera de la calle de Vaugirard, algunos metros delante de mí, entre la calle Jean-Bart y la de Assas. La expresión «caminar atropellado» que había venido espontáneamente a los labios de mi pensamiento era exacta, bienvenida. Cierta curva de la espalda, esta rigidez de las piernas, este hombro izquierdo algo caído, reflejaban bien lo abrumada que se sentía y su atropellamiento. Entonces pensé que iba a alcanzar a esta mujer, que se volvería hacia mí, y que era preciso que me hablara. Sencillamente, era preciso que me hiciera esa pregunta que la atormentaba. Pues esta pregunta la atormentaba, yo había advertido la expresión de su rostro cuando se encaraba con los transeúntes. Aminoré la marcha, para retrasar el momento en que me encontraría a su lado. Pues podía dejarme pasar de largo, como hasta ahora a todos los demás, y eso hubiera sido catastrófico. Si me dejaba pasar de largo, me convertiría en un ser indigno de la confianza de una mujer abrumada, tropezando a cada paso, a lo largo de aquella interminable calle de Vaugirard. Resultaría lamentable que me dejara pasar de largo, que tampoco a mí tuviera nada que decirme.
Llegué a su lado. Se volvió hacia mí y me miró de hito en hito. Tendría unos treinta años. Su rostro estaba desgastado por este caminar atropellado, que impulsaba no solamente con sus piernas sino con su ser entero. Pero tenía una mirada implacable.
—Por favor —me dice—, ¿la estación Montparnasse?
Tiene un acento eslavo, lo que suele llamarse un acento eslavo, y su voz es levemente musical.
Me esperaba otra cosa, lo confieso. La había visto desistir, al menos ante media docena de transeúntes, sin atreverse en el último momento a hacerles esa pregunta que les tenía que hacer. Esperaba otra pregunta mucho más grave. Pero la miro y veo en sus ojos, clavados en mí, en la luz implacable de sus ojos, que esta es la pregunta más grave que pudiera hacerme. La estación de Montparnasse, en verdad, es una cuestión de vida o muerte.
—Sí —contesto—, es sencillo.
Y me detengo para explicárselo.
Está de pie, inmóvil en la acera de la calle de Vaugirard. Ha tenido una breve y dolorosa sonrisa cuando le he dicho que es fácil encontrar la estación de Montparnasse. Todavía no sé por qué tuvo esa sonrisa, no lo entiendo. Le explico el camino y me escucha atentamente. Todavía no sé que es israelí, me lo dirá dentro de un rato, camino de la calle de Rennes. Comprenderé por qué tuvo aquella sonrisa dolorosa y fugaz. Es que hay, cerca de la estación de Montparnasse, la casa de unos amigos donde quizá podrá recobrar aliento tras este largo caminar abrumado. Finalmente, la acompaño a casa de estos amigos, cerca de la estación de Montparnasse.
—Gracias —dice, ante la puerta de la casa.
—¿Está usted segura de que es aquí? —le pregunto.
Echa un vistazo al número de la puerta.
—Sí —dice—, gracias por lo que ha hecho.
He debido de sonreírle. Me parece que le sonreí en aquel momento.
—¿Sabe usted? No era cosa del otro jueves.
—¿Jueves?
Alza el ceño interrogador.
—Quiero decir que no era muy complicado.
—No —dice ella.
Mira la calle y los transeúntes. Yo también miro con ella la calle y los transeúntes.
—Lo hubiera encontrado usted sola.
Desaprueba con la cabeza.
—Quizá no —dice—, tenía el corazón muerto, quizá no lo hubiera encontrado sola.
Me queda un Gauloise, pero tengo ganas de guardarlo para luego.
—¿Tenía usted el corazón muerto? —le pregunto.
—Sí —dice—. El corazón y todo lo demás. Estaba muerta por dentro.
—Ya ha llegado —le digo.
Miramos la calle y los transeúntes y sonreímos.
—De todas formas no es lo mismo —dice suavemente.
—¿Qué? —le pregunto.
—Encontrarlo sola o que te ayuden —dice, y mira mucho más allá, lejos de mí, hacia su pasado.
Tengo ganas de preguntarle por qué se ha dirigido a mi, entre todos los transeúntes, pero no lo haré; a fin de cuentas, eso sólo es asunto suyo. Vuelve su mirada hacia mí, hacia la calle y los transeúntes.
—Parecía usted esperar que yo le hablara —dice.
Nos miramos, ya no tenemos nada que decimos, creo, lo contrario nos llevaría demasiado lejos. Me tiende la mano.
—Gracias —dice.
—Gracias a usted —le contesto.
Me mira un segundo, como intrigada, luego da media vuelta y desaparece tras el portal del edificio.
—Oye, tío —dice el chico de Semur—, ¿no duermes?
La verdad es que he debido de dormitar, tengo la impresión de haber soñado. O tal vez son los sueños los que se fabrican a mi alrededor, y es la realidad de este vagón lo que creo soñar.
—No, no duermo.
—¿Crees que acabará pronto esta noche? —pregunta el chico de Semur.
—No lo sé, no lo sé en absoluto.
—Estoy verdaderamente harto —dice.
Se le nota en la voz, no hay duda.
—Intenta dormitar un poco.
—¡Oh, no! Eso es peor —dice el chico de Semur.
—¿Por qué?
—Sueño que estoy cayendo y nunca dejo de caer.
—Yo también —le digo.
Es verdad que estamos cayendo, irremediablemente. Caemos a un pozo, desde lo alto de un acantilado, caemos al agua. Pero aquella noche me alegraba de caer al agua, de hundirme en la seda susurrante del agua que me llenaba la boca y los pulmones. Era el agua sin fin, el agua sin fondo, la gran agua maternal. Me despertaba sobresaltado cuando mi cuerpo se doblaba y se desplomaba, y entonces era mucho peor. El vagón y la noche en el vagón eran mucho peores que la pesadilla.
—Creo que no voy a resistir —dice el chico de Semur.
—No me hagas reír —le contesto.
—En serio, tío, me siento como muerto por dentro.
Esto me recuerda algo.
—¿Cómo, muerto? —le pregunto.
—Pues muerto, lo que no está vivo.
—¿El corazón también? —le pregunto.
—Claro que sí, tengo el corazón como muerto —dice.
Alguien, a nuestras espaldas, empieza a aullar. La voz se alza, y luego se desvanece casi, en un gemido susurrado, y vuelve con más fuerza después.
—Si no para, nos vamos a volver locos —dice el chico de Semur.
Le siento muy crispado, oigo su respiración jadeante.
—Locos, sí, así aprenderéis —dice la voz a nuestras espaldas.
El chico de Semur da media vuelta, hacia la masa de sombras de los cuerpos hacinados detrás de nosotros.
—¿Todavía no ha reventado, ese cabrón? —dice.
El tipo masculla groserías.
—Sé bien educado —dice el chico de Semur—, y déjanos hablar en paz.
El tipo se ríe, socarrón.
—Eso, eso de hablar es vuestro punto fuerte —dice.
—Nos gusta —le digo—, es la sal de los viajes.
—Si no estás contento —añade el chico de Semur—, baja en la próxima.
El tipo ríe.
—En la próxima —dice—, bajamos todos.
Por una vez dice la verdad.
—No te preocupes —dice el chico de Semur—, vayamos donde vayamos, no te quitaremos el ojo de encima.
—Claro —dice otra voz, un poco más lejos, a la izquierda—, a los soplones se les vigila de cerca.
De repente, el tipo ya no dice nada.
El gemido de hace un rato se ha convertido en una queja susurrada, interminable, insoportable.
—¿Qué quiere decir —pregunto al chico de Semur— tener el corazón muerto?
Era hace un año, poco más o menos, en la calle de Vaugirard. Ella me dijo: «Tengo el corazón muerto, estoy como muerta por dentro». Me pregunto si su corazón ha vuelto a vivir de nuevo. Ella no sabía si podría quedarse mucho tiempo en casa de aquellos amigos. Tal vez se haya visto obligada a ponerse de nuevo en marcha. Me pregunto si no ha hecho este viaje ya, este viaje que estamos haciendo el chico de Semur y yo.
—No sabría decirte —dice el chico de Semur—, ya no sientes nada, es como un hueco, como una piedra pesada en el lugar del corazón.
Me pregunto sí ella ha hecho finalmente este viaje que estamos haciendo. Todavía no sé que, de todas formas, si ha hecho este viaje, no lo habrá hecho como nosotros. Pues para los judíos hay incluso otra manera de viajar, eso lo vi más tarde. Pienso en ese viaje que tal vez ella ha hecho de una manera vaga, pues todavía no sé de manera precisa qué clase de viajes obligan a hacer a los judíos. Lo sabré más adelante, de manera precisa.
Tampoco sé que volveré a ver a esta mujer una vez más, cuando estos viajes hayan sido olvidados. Ella estaba en el jardín de la casa de Saint-Prix, muchos años después del regreso de este viaje, y encontré muy natural volver a verla, de repente, bajo el sol friolento del principio de la primavera. A la entrada del pueblo, allí donde comienza el camino que sube hacia el Lapin Sauté, habían parcelado el gran parque que desciende en suave declive hacia Saint-Leu. Yo acababa de atravesar el bosque, al amanecer, con todo el cansancio a cuestas de una noche en blanco, de una noche perdida. Había dejado a los demás en la gran habitación donde giraban sin cesar los mismos discos de jazz, y había caminado por el bosque durante un largo rato, antes de bajar de nuevo hacia Saint-Prix. En la plaza, la casa había sido recientemente revocada. La puerta estaba entornada y la empujé. A la derecha, tomé el corredor hasta el jardín, y crucé el césped temblando bajo el sol primaveral, después de esa noche en blanco. Se me había antojado en el bosque, mientras caminaba largo rato por el bosque, volver a oír de nuevo el sonido de la campana del huerto. Abrí y cerré varias veces la puerta del huerto, para oír aquel ruido que yo recordaba, el ruido oxidado y herrumbroso de la campanilla que golpeaba el batiente de la puerta. Entonces me volví, y vi una mujer que me miraba. Estaba tendida en una tumbona, cerca de la vieja cabaña donde en otro tiempo se aserraba la leña para la calefacción. «¿Oye usted?», le dije. «¿Cómo?», dijo la mujer. «El ruido», le dije, «el ruido de la campana». «Si», dijo ella. «Me gusta mucho», le digo. La mujer me mira, mientras cruzo el césped y me acerco a ella. «Soy una amiga de Madame Wolff», dice, y encuentro perfectamente normal que esté aquí, y que sea una amiga de Madame Wolff, y que empiece otra vez la primavera. Le pregunto sí la casa sigue perteneciendo a Madame Wolff, y ella me mira, «¿Hace mucho tiempo que no viene usted por aquí?», me dice. Pienso que hará ya cinco o seis años que mi familia abandonó esta casa. «Hace seis años, poco más o menos», le digo. «La campanilla del huerto», dice, «¿le gusta oírla?». Le respondo que me sigue gustando. «A mí también», dice ella, pero tengo la sensación de que preferiría estar sola. «¿Entró usted por casualidad?», me pregunta, y tengo la sensación de que debe de preferir que haya entrado por casualidad, que no haya ninguna auténtica razón para que yo esté aquí. «En absoluto», le digo, y le explico que quería volver a ver el jardín, y escuchar de nuevo el sonido de la campanilla del huerto. «En realidad, he venido de bastante lejos sólo para esto», le digo. «¿Usted conoce a Madame Wolff?», dice ella con precipitación, como si quisiera evitar a toda costa que yo le diga las verdaderas razones de mi llegada. «Desde luego», le contesto. Al lado de la tumbona hay un asiento plegable, y encima de él, un libro cerrado y un vaso de agua medio lleno. «¿Fuma usted?», le digo. Menea la cabeza y me pregunto si no va a escapar. Enciendo un cigarrillo y le pregunto por qué le gusta el ruido de esta campana. Se encoge de hombros. «Porque es como antes», dice secamente. «Eso es», digo, y le sonrío. Pero se endereza en la tumbona y se inclina hacia adelante. «Usted no puede comprender», dice. La miro. «Claro que sí», le digo, «también para mí es un recuerdo de antes». Me inclino hacia ella y le cojo el brazo derecho, por la muñeca, le doy la vuelta, y mis dedos rozan su piel blanca y fina, y el número azul de Oswiecim tatuado sobre su piel blanca, fina, algo marchita ya. «Me preguntaba», le digo, «me preguntaba si usted hizo finalmente aquel viaje». Entonces ella retira el brazo, que aprieta contra su pecho, y se acurruca, lo más lejos posible, en la tumbona. «¿Quién es usted?», me dice. Su voz sale estrangulada. «En el valle del Mosela», le digo, «me pregunté si usted habría hecho aquel viaje». Me mira, jadeante. «Más tarde también, cuando vi llegar los trenes de judíos evacuados de Polonia, me pregunté si usted habría hecho aquel viaje». Ella rompe a llorar, silenciosamente. «Pero ¿quién es usted?», implora. Meneo la cabeza. «Me pregunté si aquella casa, en la calle Bourdelle, detrás de la estación de Montparnasse, iba a ser para usted un refugio duradero o solamente un alto antes de reanudar el viaje». «No le conozco a usted», dice ella. Le digo que yo la he reconocido enseguida, es decir, que supe enseguida que la conocía, incluso antes de reconocerla. Sigue llorando en silencio. «Yo no sé quién es usted», vuelve a decir, «déjeme sola». «Usted no sabe quién soy yo, pero una vez me reconoció», le digo. Recuerdo su mirada de antaño, en la calle Vaugirard, pero no, ya no tiene aquella mirada implacable. «Calle de Vaugirard», le digo, «en el 41 o 42, ya no recuerdo». Ella hunde la cabeza entre sus manos. «Usted quería saber cómo ir a la estación de Montparnasse, y no se atrevía a preguntárselo a los transeúntes. Me lo preguntó a mí». «No lo recuerdo», dice ella. «Usted buscaba la calle Antoine-Bourdelle en realidad. Yo le conduje allí». «No me acuerdo», vuelve a decir. «Usted iba a casa de unos amigos, en la calle Antoine-Bourdelle, ¿no se acuerda?», le digo. «Me acuerdo, recuerdo la calle y la casa», dice. «Usted llevaba un abrigo azul», le digo. «No me acuerdo», dice. Pero yo insisto aún, me aferró a la esperanza de que va a recordar. «Usted se había extraviado», le digo, «no sabía cómo encontrar la estación de Montparnasse. Yo la ayudé». Entonces ella me mira y grita, casi; «Nadie me ha ayudado nunca». Tengo la sensación de que todo ha terminado, que debo marcharme. «A mí», le digo, «a mí me han ayudado siempre». «Nadie», dice ella, «nunca». La miro y veo que es sincera del todo, que está completamente convencida de lo que dice. «Quizás he tenido suerte», le digo, «toda mi vida he tropezado con gente que me ha ayudado». Entonces, ella grita otra vez. «Usted no es judío, eso es». Aplasto en la hierba la colilla de mi cigarrillo. «Es verdad», le digo, «nunca he sido judío. A veces lo echo de menos». Ahora tengo la impresión de que quisiera insultarme, por su risa de desprecio, su mirada cerrada, la herida abierta en su rostro de piedra. «No sabe de qué está hablando», dice. «No lo sé», confieso, «sólo sé que Hans ha muerto». Sigue luego un silencio, y es preciso que me vaya de una vez. «¿Está usted seguro de haberme visto en la calle Vaugirard, en el 42?», dice. Hago un gesto con la mano. «Si usted lo ha olvidado, es como si no la hubiera visto». «¿Cómo?», dice ella. «Si usted lo ha olvidado, es cierto que no la he visto. Es verdad que no nos conocemos». Después de decir esto me levanto. «Ha sido un malentendido», le digo, «perdóneme». «No recuerdo», dice, «lo lamento». «No tiene importancia», le digo, y me voy.
Pero todavía no sé que ella hizo aquel viaje y que ha regresado muerta, amurallada en su soledad.
—¿Qué hora será? —dice una voz a nuestras espaldas.
Nadie responde, ya que nadie sabe qué hora es. Es de noche, simplemente. Una noche a la que no se ve fin. Además, en este momento, la noche no tiene fin, es realmente eterna, se ha instalado para siempre en su ser de noche sin fin. Incluso si hubiéramos podido conservar nuestros relojes, si los de las SS no nos hubieran quitado todos los relojes, aun si pudiéramos ver la hora que es, me pregunto si esta hora tendría un sentido concreto. Quizá no sería más que una referencia abstracta al mundo exterior, donde el tiempo pasa de verdad, donde tiene su propia densidad, su duración. Pero, para nosotros, la verdad es que esta noche en el vagón no es más que una sorda sombra, una noche desligada de todo lo que no sea la noche.
—No nos movemos, hace horas que no nos movemos —dice una voz detrás de nosotros.
—¿Acaso creías que teníamos prioridad? —dice otro.
Creo reconocer esta última voz. Me parece que es la del tipo que dijo que era un gracioso, cuando el incidente de la letrina. Es él, seguro. Comienzo a distinguir las voces de este viaje.
Más tarde, dentro de algunos meses, sabré qué clase de viaje mandan hacer a los judíos. Veré llegar los trenes a la estación del campo, durante la gran ofensiva soviética de invierno, en Polonia. Evacuaban a los judíos de los campos de Polonia, los que no habían tenido tiempo de exterminar, o a quienes tal vez creían poder hacer trabajar todavía. Fue un invierno duro el invierno del siguiente año. Vi llegar los trenes de judíos, los transportes de judíos evacuados de Polonia. Iban cerca de doscientos en cada vagón cerrado con candados, casi ochenta más que nosotros. Esta noche, junto al chico de Semur, no he intentado imaginar lo que eso podía representar, ir doscientos en un vagón como el nuestro. Después, sí, traté de imaginármelo, cuando vimos llegar los trenes de los judíos de Polonia. Y fue un invierno duro el invierno del año siguiente. Los judíos de Polonia viajaron seis días, ocho días, en ocasiones diez días, en el frío de aquel duro invierno. Sin comer, claro está, y sin beber. A la llegada, cuando abrían las puertas corredizas, nadie se movía. Era necesario apartar la masa helada de los cadáveres, de los judíos polacos muertos de pie, helados de pie, que caían como bolos en el andén de la estación, para poder encontrar algunos supervivientes. Pues había supervivientes. Una lenta y vacilante cohorte echaba a andar hacia la entrada del campo. Algunos caían para no volver a levantarse, otros se levantaban, otros se arrastraban literalmente hacia la entrada del campo. Un día, en la masa aglutinada de los cadáveres de un vagón, encontramos tres niños judíos. El mayor tenía cinco años. Los compañeros alemanes del Lagerschutz los escamotearon bajo las barbas de los de las SS. Vivieron en el campo, se salvaron finalmente aquellos tres huérfanos judíos que habíamos encontrado en la masa congelada de los cadáveres. Así será como, durante aquel duro invierno del año que viene, sabré cómo hicieron viajar a los judíos.
Pero este año, al lado de mi amigo de Semur que tenía el corazón muerto, he pensado solamente, y de repente, que tal vez ella, aquella judía de la calle Vaugirard, habría hecho ya este viaje. Quizá ya ha mirado, ella también, el valle del Mosela con sus ojos implacables.
Fuera se oyen voces de mando, pasos precipitados, ruido de botas junto a las vías.
—Arrancamos otra vez —digo.
—¿Tú crees? —pregunta el chico de Semur.
—Parece que llaman a los centinelas.
Seguimos inmóviles, en medio de la oscuridad, esperando.
El tren silba dos veces y arranca brutalmente.
—¡Oh, tío, mira! —dice el chico de Semur, excitado.
Miro, y amanece. Es una franja grisácea en el horizonte, que se va ensanchando. Es el alba, una noche ganada, una noche menos de viaje. Esta noche no acababa, en verdad no tenía un final previsible. El alba estalla dentro de nosotros, todavía no es más que una fina franja grisácea de horizonte, pero ya nada podrá detener su despliegue. El alba se despliega por sí misma, a partir de su propia noche, se despliega hacia si misma, hacia su rutilante aniquilación.
—Ya está, tío, ya está —canta el chico de Semur.
En el vagón, todos rompen a hablar al mismo tiempo, y el tren rueda.