Yo me había vuelto loco durante un tiempo. Hay locura en mi familia. Tenemos un largo historial de escapadas de la realidad.
Una parte de mí supo desde el momento mismo en que Stormy entró a la unidad de cuidados intensivos que era uno de los muertos que no se van. La verdad me dolió demasiado como para aceptarla. En el estado en que me encontraba el miércoles por la tarde, su muerte habría sido una herida imposible de soportar, y habría tenido que abandonar esta vida.
Los muertos no hablan. No sé por qué. Así que yo hablé por Stormy en las conversaciones que mantuvimos a lo largo de la semana pasada. Dije en su nombre lo que ella quería decir. Casi puedo leerle la mente. Estamos incomparablemente más cerca uno del otro que los mejores amigos, más que quienes son amantes y nada más. Stormy Llewellyn es mi destino, yo el suyo.
A pesar de sus heridas, el jefe me abrazó con fuerza y dejó que descargara mi dolor entre sus brazos paternales.
Más tarde, Pequeño Ozzie me condujo al sofá de la sala de estar. Se sentó junto a mí haciendo que el mueble se combara bajo su peso.
El jefe se acercó una silla y se acomodó cerca de nosotros. Karla se sentó en un brazo del sofá, junto a mí. Terri hizo lo propio en el suelo y me posó una mano en la rodilla.
Mi preciosa Stonny se quedó aparte, observándonos. Nunca vi un rostro humano tan lleno de amor como el de ella al mirarme en ese terrible momento.
Pequeño Ozzie me cogió la mano y habló.
—Sabes que tienes que dejarla ir, querido muchacho.
Asentí, pues no podía hablar.
Mucho después del día sobre el que escribo en este momento, Ozzie me dijo que mantuviera el tono de este escrito tan ligero como me fuese posible mediante el recurso de ser un narrador poco fiable, como el protagonista de El asesinato de Roger Ackroyd, de Agatha Christie. Tergiversé algunos tiempos verbales. Todo el rato escribí acerca de Stormy y nuestro futuro juntos en tiempo presente. Ya no lo haré.
—Ella está aquí ahora, ¿verdad? —preguntó Ozzie.
—Sí.
—No dejó de estar junto a ti ni un momento, ¿verdad?
Asentí.
—No querrías que el amor que sientes por ella y que ella siente por ti la atrape aquí, cuando lo que debe hacer es seguir su camino.
—No.
—No es justo para ella, Rarillo. No es justo para ninguno de vosotros.
—Se merece… su próxima aventura —dije.
—Ya es hora, Rarillo —comentó Terri, que lleva el recuerdo de Kelsey, el marido que perdió, grabado en el corazón.
Tembloroso por el miedo que me daba la perspectiva de una vida sin Stormy, me levanté del sofá y, titubeando, me acerqué a ella. Por supuesto que aún llevaba su uniforme de Burke & Bailey’s, sin el alegre gorro rosa, pero nunca había estado más hermosa.
Mis amigos no supieron dónde se encontraba hasta que me acerqué a ella y toqué con una mano su precioso rostro.
Los muertos no pueden hablar, pero Stormy pronunció dos palabras en silencio; en sus labios leí: «Te amo».
Besé a mi difunto amor, tan casta, tan tiernamente… La estreché entre mis brazos y sepulté mi rostro en su pelo, su garganta.
Al cabo de un rato, me puso la mano bajo el mentón. Levanté la cabeza.
Otras palabras, tres: «Sé feliz. Persevera».
—Te veré en el servicio activo —prometí. Así es como llama ella a la vida que viene después del campo de entrenamiento.
Sus ojos. Su sonrisa. Ahora sólo son míos, en mis recuerdos.
La dejé ir. Se volvió, dio tres pasos y se fue desvaneciendo. Miró por encima del hombro, tendí mis manos hacia ella y desapareció.