Capítulo 63

Stormy Llewellyn y yo habíamos pasado del campo de entrenamiento a la segunda de nuestras tres vidas. Juntos, corríamos grandes aventuras en ese mundo.

Casi todas consistían en viajes románticos a neblinosos lugares exóticos, colmados de divertidos incidentes con personajes excéntricos, entre ellos el señor Indiana Jones —que se negaba a admitir que, en realidad, era Harrison Ford—, Luke Skywalker y hasta mi tía Cymry, quien se parecía mucho a Jabba el Hutt, aunque era maravillosamente simpática; y Elvis, por supuesto.

Otras experiencias eran más extrañas, oscuras, acompañadas por el sonido del trueno y el olor de la sangre. Trataban de furtivas jaurías de bodachs, a los que a veces acompañaba mi madre gateando.

Cada cierto tiempo, percibía a Dios y a sus ángeles, que me miraban desde el cielo del nuevo mundo. Tenían rostros inmensos, que lo abarcaban todo, de un fresco y agradable tono verde, o a veces blanco, aunque la única facción que se veía en esas caras eran los ojos. Que no tuvieran boca ni nariz debería haberme asustado, pero irradiaban amor y delicadeza, y siempre trataba de sonreírles antes de que volvieran a desvanecerse entre las nubes.

En cierto momento recuperé la suficiente claridad mental como para darme cuenta de que había pasado por una grave cirugía y que estaba en una cama de hospital, en un cubículo de la unidad de cuidados intensivos del Hospital General del Condado.

Al fin, resultó que no me había graduado en el campo de entrenamiento.

Dios y los ángeles eran los doctores y enfermeras detrás de sus mascarillas. Era probable que Cymry, estuviera donde estuviese, no se pareciera nada a Jabba el Hutt.

Cuando una enfermera, alertada por el cambio en los marcadores de mi monitor cardiaco, entró al cubículo, pareció contenta.

—Mira quién despertó. ¿Sabes cómo te llamas? —Asentí—. ¿Me lo puedes decir?

No me di cuenta de lo débil que estaba hasta que intenté responder. Mi voz sonó endeble.

—Raro Thomas.

Mientras ella me miraba, diciéndome que yo era no sé qué clase de héroe y que pronto me pondría bien, dije «Stormy» en un susurro quebrado.

Pronunciar su nombre me dio miedo. Miedo de estar pidiendo que me dieran una noticia terrible. Pero es un nombre que amo tanto que, en cuanto reuní valor para decirlo, me gustó la forma en que salía de mi boca.

La enfermera pareció creer que yo me quejaba de dolor de garganta, pues sugirió que tal vez me autorizaran a disolver uno o dos trocitos de hielo en la lengua. Meneé la cabeza con tanta energía como pude e insistí.

—Stormy. Quiero ver a Stormy Llewellyn.

El corazón se me desbocaba. Oí el suave y veloz bip-bip del monitor cardiaco.

La enfermera llamó a un médico para que me examinara. Parecía impresionado por encontrarse en mi presencia, reacción a la que ningún cocinero de comida rápida del mundo está habituado, y con la que ninguno se sentiría cómodo.

Usó demasiado la palabra «héroe» y, con voz sibilante, le pedí que no la volviera a emplear.

El cansancio me aplastaba. No quería dormirme sin ver a Stormy y les pedí que me la llevaran.

Que no respondieran de forma inmediata a mi solicitud volvió a asustarme. Cuando el corazón me latió con fuerza, mis heridas palpitaron con él, a pesar de la medicación para el dolor que me suministraban.

Les preocupaba que una visita, aunque sólo fuera de cinco minutos, resultase demasiado para mí, pero rogué y rogué, y al fin la dejaron entrar a la unidad de cuidados intensivos.

Al verla, lloré.

También ella lloró. Con sus negros ojos egipcios.

Yo estaba demasiado débil como para intentar tocarla. Deslizó una mano por la barandilla de la cama y la posó sobre la mía. Encontré fuerzas para entrelazar mis dedos con los suyos en un nudo de amor.

Llevaba horas sentada en la sala de espera de la unidad de cuidados intensivos, con el uniforme de Burke & Bailey’s que tanto detesta. Zapatos rosas, calcetines blancos, camisa rosa, chaquetilla rosa y blanca.

Le dije que debía de ser el atuendo más alegre que nunca se hubiera visto en la sala de espera de la unidad de cuidados intensivos, y me respondió que Pequeño Ozzie se encontraba allí en ese momento, sentado en dos sillas y vestido con pantalones amarillos y una camisa hawaiana. También Viola estaba allí. Y Terri Stambaugh.

Cuando le pregunté por qué no llevaba su alegre gorra rosa, se llevó la mano a la cabeza sorprendida, dándose cuenta por primera vez de que no la tenía. La había perdido en el caos del centro comercial.

Cerré los ojos y lloré, no de alegría, sino de amargura. Me estrechó la mano dándome fuerzas para dormir, aunque me arriesgara a soñar con demonios.

Más tarde, regresó para otra visita de cinco minutos y, cuando me dijo que tendríamos que posponer la boda, me empeciné en que la celebráramos el sábado previsto. Después de lo ocurrido, la municipalidad pasaría por alto todo impedimento burocrático y, si el tío de Stormy se negaba a hacer la vista gorda con las leyes de la iglesia para casarnos en una habitación de hospital, siempre podíamos recurrir al juez.

Yo había albergado la esperanza de que al día de nuestra boda siguiera la primera noche juntos. Sin embargo, el matrimonio en sí siempre fue más importante para mí que su consumación; y ahora más que nunca. Teníamos una larga vida por delante para desnudarnos y revolearnos.

Antes me había besado la mano. Ahora se inclinó sobre la barandilla para besarme los labios. Ella es mi fuerza. Es mi destino.

Dormí a ratos sin una verdadera noción del tiempo.

La siguiente persona que me visitó, Karla Porter, llegó después de que una enfermera levantara la cama y me permitiera beber unos sorbos de agua. La bella mujer del jefe me abrazó y me besó la mejilla, la frente; tratamos de no llorar, pero no lo logramos.

Nunca había visto llorar a Karla. Es dura. Necesita serlo. Ahora parecía desolada.

Me preocupó pensar que tal vez mi amigo hubiese empeorado, pero ella me dijo que tal cosa no había ocurrido.

Trajo la excelente noticia de que al jefe lo sacarían de la unidad de cuidados intensivos a primera hora de la mañana siguiente. Los médicos creían que se recuperaría por completo.

Pero después del horror del centro comercial Green Moon, ninguno de nosotros volverá a ser como fue. También Pico Mundo cambió para siempre.

Aliviado por saber que el jefe se repondría, no se me ocurrió preguntarle a nadie por mis heridas. Stormy Llewellyn estaba viva; la promesa de la momia gitana se cumpliría. Nada más importaba.