Las grandes tiendas de la parte sur pretendían ser de más categoría que aquella en la que Viola había comprado los patines. La basura que vendían allí era de una calidad más refinada que la que ofrecían en las tiendas del extremo norte del centro comercial.
Pasé frente a la sección de perfumería y maquillaje, donde vitrinas de vidrio biselado y lujosos expositores sugerían, de forma no demasiado sutil, que esas mercancías eran tan valiosas como los diamantes.
La sección de joyería deslumbraba con su granito negro, su acero inoxidable y su cristal Starfire; daba la impresión de que no ofrecía meros diamantes, sino piezas de la colección privada de Dios.
Aunque ya no se oían disparos, los clientes y empleados aún se guarecían detrás de los mostradores y de columnas revestidas de mármol. Algunos osaron asomarse a mirarme cuando pasé entre ellos, pero muchos se encogían y volvían a ocultarse.
Aunque no llevaba la pistola, debí de parecerles peligroso. O tal vez sólo notaban que estaba conmocionado. No se mostraban dispuestos a correr riesgos. Comprendí que se ocultaran de mí.
Yo seguía llorando y enjugándome los ojos con las manos; también hablaba solo. No podía dejar de hablarme a mí mismo, aunque ni siquiera decía algo coherente.
No sabía adonde me llevaría el magnetismo psíquico, ni si Stormy estaba viva o muerta en Burke & Bailey’s. Quería regresar a buscarla, pero mi exigente don me impulsaba a seguir avanzando con urgencia. Mi lenguaje corporal estaba salpicado de tics, estremecimientos, titubeos y repentinos cambios de rumbo. Debí de parecer víctima de espasmos, además de psicótico.
Simon Varner, el del rostro dulce y los ojos soñolientos, ya no tenía una cara tan dulce ni ojos tan graciosos. Yacía muerto frente a Burke & Bailey’s.
De modo que tal vez yo estuviese rastreando algo relacionado con Varner. No lograba adivinar de qué se podía tratar. La pulsión de seguir avanzando sin un objetivo claramente definido era nueva para mí.
Entre percheros de vestidos de fiesta, blusas de seda, chaquetas de seda, carteras, llegué al fin a una puerta en la que se leía «Sólo para empleados». Detrás había un almacén. Justo enfrente de la puerta por donde había entrado se abría otra, que daba a unas escaleras de cemento.
La disposición era la misma que la de las grandes tiendas del extremo norte del centro comercial. Las escaleras descendían hasta un pasillo que me hizo pasar frente a ascensores reservados a los empleados antes de llegar a unas gigantescas puertas de vaivén donde un letrero decía «Recepción de mercancías».
Era evidente que en aquel recinto, aunque su tamaño no era comparable al de su equivalente del extremo norte, se desarrollaba una intensa actividad. En estantes y carretillas elevadoras la mercancía esperaba para ser seleccionada, preparada y transportada a almacenes y tiendas.
Había muchos empleados, aunque parecían haber detenido sus actividades. La mayor parte de ellos rodeaba a una mujer que sollozaba, otros se iban acercando a ella. Allí abajo, los disparos no se habían oído, pero las noticias del horror acababan de llegar.
Sólo había un camión en el recinto de recepción de mercancías. No era un vehículo con remolque completo, sino uno de los de seis metros de largo. No se veía el nombre de ninguna compañía en sus puertas ni en su cabina. Me acerqué a él.
Un tipo fuerte con la cabeza afeitada y enormes mostachos se dirigió a mí cuando me vio acercarme.
—¿Estás con este camión?
Sin responderle, abrí la puerta del lado del conductor y subí a la cabina. Las llaves no estaban puestas.
—¿Dónde está tu conductor? —preguntó.
Abrí la guantera; estaba vacía. No contenía ni siquiera la póliza de seguro que exige la ley californiana.
—Soy el jefe de producción de este turno —dijo el sujeto robusto—. ¿Eres sordo o sólo un tipo difícil?
No había nada en los asientos. Tampoco un recipiente para arrojar desperdicios en el suelo. Ni rastro de ningún envoltorio de caramelos. Ni dispositivo para perfumar el aire, ni decoración alguna colgando del espejo retrovisor.
No daba la impresión de tratarse de un camión que alguien condujera para ganarse la vida, ni tampoco parecía que nadie pasara una parte significativa del día en él.
Cuando salí de detrás del volante, el tipo insistió.
—¿Dónde está tu conductor? No me dejó el parte y el remolque está cerrado.
Fui a la parte trasera del camión. El remolque tenía una puerta levadiza. Una cerradura la mantenía cerrada.
—Están a punto de llegar otros camiones —dijo—. No puedo dejar éste aquí.
—¿Tienes un taladro eléctrico? —pregunté.
—¿Qué vas a hacer?
—Taladrar el cerrojo para abrirlo.
—Tú no eres el tío que trajo este camión. ¿Eres de su equipo?
—Policía —mentí.
Dudó.
Señalándole a la mujer que sollozaba, ahora rodeada por la mayor parte de los trabajadores, traté de persuadirle.
—¿Has oído lo que ha dicho?
—Iba para allá cuando te vi.
—Dos dementes con ametralladoras abrieron fuego en el centro comercial.
Su rostro cambió de color de forma tan espectacular que hasta su mostacho rubio pareció palidecer.
—¿Te enteraste de que anoche dispararon al jefe Porter? —pregunté—. Fue para preparar esto.
Con creciente temor, estudié el techo del inmenso recinto. Sus enormes columnas sustentaban las tres plantas de los grandes almacenes.
Allí, gente asustada se ocultaba de los pistoleros. Cientos y cientos de personas.
—Tal vez —dije— los asesinos vinieron aquí con algo peor que ametralladoras.
—Oh, mierda. Voy a buscar un taladro. —Salió a la carrera.
Posé ambas manos contra la puerta levadiza del remolque del camión durante un momento; luego apoyé la frente.
No sé qué esperaba sentir. De hecho, no noté nada fuera de lo común. Pero seguía percibiendo el tirón del magnetismo psíquico. Lo que buscaba no era el camión, sino lo que había en su interior.
El hombre regresó con el taladro y me arrojó unas gafas protectoras. En el suelo de cemento del recinto de recepción de mercancías había enchufes empotrados cada cierta distancia. Conectó el aparato perforador en el más cercano; el cable alcanzaba de sobra.
La herramienta era pesada. Me agradó el aspecto industrial de la broca. El motor chilló con una enorme potencia.
Cuando taladré el cerrojo, virutas de metal rebotaron en las gafas y me alcanzaron el rostro, produciéndome un leve escozor. La broca se deterioró, pero perforó la cerradura en pocos segundos.
Cuando dejé el taladro y me quité las gafas, alguien gritó desde lejos.
—¡Eh! ¡Deja eso!
Miré hacia la plataforma de descarga; nadie. Entonces lo vi. Se encontraba fuera del recinto de recepción, a seis metros de la larga rampa para camiones.
—Es el conductor —me dijo el jefe de producción.
No lo conocía. Debía de estar mirando, tal vez con prismáticos, desde el garaje para empleados, más allá de los tres carriles que llevaban a las plataformas de carga.
Agarré las dos asas y empujé la puerta hacia arriba. El mecanismo estaba bien engrasado y sus contrapesos funcionaban con eficacia. Se levantó rápidamente, sin trabarse.
El camión estaba cargado con lo que parecían ser cientos de kilos de explosivo plástico.
Se oyeron dos disparos; una bala aulló al rebotar en el camión; los presentes gritaron, el jefe salió corriendo.
Miré hacia atrás. El conductor no se había acercado al pie de la rampa. Tenía una pistola. Creo que no era el arma más adecuada para disparar desde esa distancia.
En el suelo del remolque, frente a los explosivos, había un temporizador casero mecánico, dos baterías de cobre, varias piezas curiosas que no supe identificar y una maraña de cables. Dos de ellos terminaban en sendas puntas de cobre que iban a parar a ese muro mortal.
Con un estridente sonido de metal contra metal, el tercer disparo rebotó en el camión.
Oí que el jefe ponía en marcha una carretilla elevadora.
Los asesinos no habían dispuesto la carga de modo que explotara si alguien abría la puerta, pues habían programado una cuenta atrás tan corta que no creyeron que nadie pudiera llegar a tiempo de desactivarla. El temporizador tenía un cronómetro de media hora, y la manecilla indicadora estaba a tres minutos del cero.
Clic: dos minutos.
El cuarto disparo me dio en la espalda. No sentí dolor enseguida, sólo un impacto que me sacudió y me lanzó contra el camión, dejando mi rostro a pocos centímetros del temporizador.
Quizá fue el quinto disparo, o el sexto, el que alcanzó una de las piezas de plástico del explosivo y produjo un sonido pastoso.
Una bala no lo haría estallar. Sólo una descarga eléctrica.
Los dos cables de detonación estaban separados por unos quince o veinte centímetros. ¿Uno era positivo y el otro negativo? ¿O uno sólo era un auxiliar por si el cable principal fallaba? No sabía si debía quitar sólo uno o ambos.
El que me volvió a dar en la espalda tal fuera el sexto tiro, o el séptimo. Esta vez el dolor, mucho, insoportable, me atravesó como un rayo.
Al inclinarme tras el impacto brutal de la bala, agarré ambos cables, y cuando me desplomé hacia atrás, los arranqué de los explosivos, arrastrando en mi caída el temporizador, las baterías y el detonador.
Giré mientras caía y caí al suelo de costado, de cara a la rampa para camiones. El que había disparado había subido un poco para poder apuntar mejor.
Me podría haber rematado de un tiro, pero se volvió y echó a correr rampa abajo.
El jefe de producción pasó junto a mí a toda velocidad al volante de su carretilla elevadora. Bajó por la rampa, protegido de los disparos hasta cierto punto por la carrocería y por la horquilla, que llevaba alzada.
Yo no creía que el pistolero huyera de la carretilla elevadora. Quería escapar de allí porque no había visto exactamente qué había hecho yo con el detonador. Tenía la intención de abandonar el aparcamiento y las plataformas de descarga subterráneas y llegar hasta donde se lo permitiese la suerte.
Varias personas, preocupadas, se precipitaron hacia mí.
El temporizador seguía funcionando. Estaba en el suelo, a pocos centímetros de mi rostro. Clic: un minuto.
El dolor cedía; pero sentía frío. Era sorprendente que tuviera frío. El recinto subterráneo no tenía aire acondicionado, sino que se mantenía fresco naturalmente. Pero me sentía helado.
Algunas personas se agachaban junto a mí, me hablaban. Parecían hacerlo en un idioma extranjero, pues no entendí qué me decían.
Era curioso, sentir frío en el Mojave.
Nunca oí el temporizador llegar a cero.