Capítulo 61

No contaré todo lo que vi. No puedo. No debo. Los muertos merecen dignidad. Los heridos, intimidad y respeto. Los seres queridos, un poco de paz.

Además, y esto es más relevante, sé por qué los soldados, cuando regresan a casa de la guerra, rara vez cuentan sus hazañas a las familias, si no es en términos vagos y generales. Quienes sobrevivimos debemos seguir adelante en nombre de los que cayeron. Pero si nos detenemos demasiado en los vividos detalles de lo que presenciamos, si nos regodeamos en el comportamiento inhumano del hombre con el hombre, simplemente no podemos seguir nuestro camino. La perseverancia se hace imposible si no nos permitimos la esperanza.

El gentío aterrorizado pasó frente a mí, y me encontré entre un montón de víctimas, todas en el suelo, muertas o heridas; eran menos de las que esperaba, pero, aun así, demasiadas. Vi a la camarera rubia de la bolera Green Moon con su uniforme de trabajo… y a tres de sus compañeros. Tal vez habían ido a almorzar allí antes de entrar a trabajar.

No sé bien lo que soy, pero sé que no soy sobrehumano. Sangro. Sufro. Aquello era más de lo que podía soportar. Lo del lago Mala Suerte multiplicado por diez. O por mil.

«La crueldad tiene corazón humano… el terror, divina forma humana».

No es de Shakespeare. William Blake. Sabía lo que decía.

Decenas de bodachs habían descendido de la planta superior del centro comercial.

Gateaban entre los muertos y los heridos.

No sabía si podría afrontar la situación o no, pero no tenía más remedio que intentarlo. Marcharme equivaldría a suicidarme en ese mismo momento.

El estanque de las carpas no estaba lejos de allí. La jungla artificial lo rodeaba. Vi el banco donde Stormy y yo nos habíamos sentado a comer cucuruchos de helado de coco a la cereza con trozos de chocolate.

Vislumbré a un hombre con mono negro y gafas de esquí negras. Lo suficientemente fornido como para ser Simon Varner. Llevaba un fusil de asalto, al parecer modificado, lo que es ilegal, para disparar siempre de modo automático.

Unas pocas personas se ocultaban entre las palmeras, se acurrucaban en el estanque de las carpas; pero la mayor parte de la gente había huido de la abierta explanada, en dirección a los comercios especializados, tal vez con la esperanza de escapar por las puertas traseras de éstos. A través de los escaparates —joyería, tienda de regalos, galería de arte, artículos culinarios— veía cómo se apiñaban uno tras otro, siempre demasiado expuestos.

En ésta era tan sangrienta, tan violenta como sus videojuegos, el cruel lenguaje de las máquinas, que cada vez es de uso más corriente, habría definido el momento como «un entorno rico en objetivos».

Dándome la espalda, Varner roció de disparos las partes frontales de esas tiendas. Los escaparates de Burke & Bailey’s se desintegraron, cayendo al interior de la heladería en un centelleante diluvio.

«Estamos destinados a permanecer juntos para siempre. Tenemos una tarjeta que lo dice. Tenemos marcas de nacimiento idénticas».

Cuando me encontraba a veinte metros del desgraciado demente, después a quince, cada vez más cerca, descubrí que tenía la pistola en la mano. No recordaba habérmela sacado de la cintura de los pantalones.

Temblaba, así que la cogí con las dos manos.

Nunca había usado un arma de fuego. Detesto las pistolas.

«Ya que estás, podrías apretar el gatillo tú mismo, pequeña mierda».

«Lo estoy intentando, madre, lo estoy intentando».

Varner agotó las balas del cargador de su fusil de asalto. Tal vez ya fuera un segundo cargador. Como Eckles, llevaba algunos de repuesto colgados de un cinturón.

Desde una distancia de doce metros, hice un disparo. Erré.

Alertado por la detonación, se volvió hacia mí y expulsó el cargador vacío.

Volví a disparar, volví a errar. En las películas nunca fallan desde esa distancia. A no ser que le estén disparando al héroe, en cuyo caso fallan incluso a metro y medio. Simon Varner no era ningún héroe. Yo no sabía lo que hacía.

Él sí. Cogió un nuevo cargador del cinturón. Su comportamiento era práctico, veloz, tranquilo.

Con la pistola que le había quitado, Eckles les había disparado seis tiros a los guardias de seguridad. Yo llevaba gastados dos. Sólo quedaban otros dos.

Desde una distancia de unos nueve metros, disparé una tercera bala.

Varner recibió el balazo en el hombro izquierdo, pero no cayó. Se tambaleó, se recuperó, encajó el nuevo cargador en el fusil.

Estremecidos, convulsionados de excitación, innumerables bodachs pululaban en torno a mí, alrededor de Varner. Para mí eran sólidos; para él, invisibles; me tapaban la vista, pero yo seguía siendo igual de visible para él.

Antes me había preguntado si yo no estaría loco. Asunto resuelto. Estoy como una cabra.

Corrí directamente hacia el asesino, atravesando bodachs opacos como el satén negro pero igual de insustanciales que las sombras, blandiendo la pistola, con el brazo extendido y rígido, decidido a no desperdiciar mi último tiro. Enseguida vi que el cañón del fusil se alzaba y supe que me dispararía, pero aguardé a dar un paso más, y luego otro, antes de apretar el gatillo a quemarropa.

No sé qué atroz transformación sufriría su rostro, pues las gafas de esquí lo ocultaban.

Cayó con tanta fuerza como el propio príncipe de las tinieblas cuando lo arrojaron del cielo al infierno. El arma se le escapó de la mano, golpeando el suelo con estrépito.

Le di un puntapié al fusil de asalto, para alejarlo de su alcance. Me incliné a examinarlo. No cabía duda de que el admirador del príncipe de las tinieblas estaba muerto.

Aun así, volví donde estaba el rifle y le di otra patada para ponerlo todavía más lejos de su alcance. La pistola que tenía en la mano ya no me servía de nada. La tiré.

Como si fuesen una corriente de agua negra y yo me encontrara de pronto en terreno elevado, los bodachs, fluyendo, se alejaron de mí en busca del espectáculo de víctimas muertas y moribundas.

Sentí ganas de vomitar. Fui hasta el borde del estanque de las carpas y caí de rodillas.

Aunque el movimiento de los coloridos peces era como para hacerme expulsar hasta las tripas, la náusea pasó en un momento. No vomité, pero cuando me incorporé me puse a llorar.

En el interior de las tiendas, tras los escaparates destruidos por las balas, la gente empezaba a reunir valor para levantar la cabeza.

«Estamos destinados a permanecer juntos para siempre. Tenemos una tarjeta que lo dice. La momia gitana nunca se equivoca».

Tembloroso, sudando, enjugándome las lágrimas con el dorso de las manos, enfermo por el presentimiento de una pérdida insoportable, me dirigí a Burke & Bailey’s.

Entre las ruinas de la heladería, la gente ya se había puesto en pie. Algunos comenzaron a regresar a la explanada, pisando cautelosamente entre los cristales rotos.

No vi que Stormy estuviera entre ellos. Tal vez hubiera huido al almacén o a la oficina cuando comenzaron los disparos.

De pronto, me abrumó una necesidad de moverme, moverme, moverme. Le di la espalda a Burke & Bailey’s y avancé varios pasos en dirección a las grandes tiendas del extremo sur del centro comercial. Me detuve, confundido. Durante un momento pensé que me encontraba sumido en un estado de negación, que trataba de huir de lo que podía esperarme en la heladería.

No. Sentí la sutil pero inconfundible atracción que me era tan familiar. Magnetismo psíquico. Tiraba de mí. Yo había dado por sentado que mi faena estaba cumplida. Evidentemente, no era así.