Capítulo 60

La niña del cumpleaños, Levanna, y su hermana menor, la enamorada del color rosa, Nicolina, no estaban junto a su madre. Escudriñé el gentío, pero seguí sin ver a las pequeñas.

Cuando me apresuré a alcanzar a Viola y la sujeté por el hombro desde atrás, reaccionó dando un respingo y dejando caer su bolsa de compras.

—¿Qué haces aquí? —pregunté.

—¡Raro! Casi me matas del susto.

—¿Dónde están las niñas?

—Con Sharlene.

—¿Y por qué no estás con ellas?

Recogió la bolsa.

—Aún no había hecho las compras para el cumpleaños. Tengo que hacerle algún regalo. Sólo es una pequeña escapada para buscar estos patines.

—Tu sueño —le recordé con urgencia—. Éste es tu sueño.

Abrió mucho los ojos.

—Pero sólo he venido un momento, y no estoy en el cine.

—No ocurrirá en el cine. Será aquí.

El aliento se le quedó en la garganta cuando el terror estremeció su corazón.

—Sal de aquí —le ordené—. Sal de aquí ahora mismo.

Exhaló de golpe, mirando a uno y otro lado frenéticamente, como si alguno de los compradores, o todos, fueran el asesino, y se dirigió a la salida a la explanada.

—¡No! —La atraje hacia mí. La gente nos miraba. ¿Qué importaba?—. No es nada seguro ir por allí.

—¿Por dónde, entonces? —preguntó.

La hice girar.

—Ve al fondo de esta planta, cruza la sección de zapatillas y la de artículos deportivos. Hay un almacén cerca de donde compraste los patines. Entra. Escóndete allí.

Echó a andar, se detuvo, me miró.

—¿No vienes?

—No.

—¿Adónde vas?

—Adonde tendrá lugar.

—No lo hagas —suplicó.

—¡Vete ya mismo!

Mientras ella se dirigía al fondo de los grandes almacenes, me apresuré a salir a la explanada.

Allí, en el extremo norte del centro comercial Green Moon, la cascada de doce metros de alto caía por un acantilado de rocas artificiales, antes de transformarse en el arroyo que recorría toda la longitud del recinto. Cuando pasé junto al pie del salto de agua, el rumor de ésta sonó extrañamente parecido al rugido de una multitud.

Un patrón de luces y sombras. Oscuridad y luz, como en el sueño de Viola. Las sombras eran las que proyectaban las palmeras que bordeaban el arroyo.

Al levantar la vista para mirar las palmeras, vi el segundo piso del paseo. Había cientos de bodachs congregados a lo largo de la balaustrada, mirando hacia la explanada que se extendía a sus pies. Hacinados, alborotados, ansiosos, se retorcían y se balanceaban, estremeciéndose como arañas excitadas.

Una muchedumbre de compradores en busca de gangas colmaba el primer piso del paseo; iban de una tienda a otra, sin sospechar que un público de espíritus malévolos los observaba con tanta expectación.

Mi maravilloso don, mi odioso don, mi aterrador don me guió a lo largo de la explanada, hacia el sur, cada vez más rápido, siguiendo el burbujeante gorgoteo del arroyo, en una frenética búsqueda de Simon Varner.

Los bodachs no eran cientos. Eran miles. Jamás había visto una horda como aquélla, ni nunca creí que llegaría a verla. Eran como una entusiasta turba romana en el Coliseo, contemplando deleitada cómo los cristianos oraban, sin que nadie les respondiese, sobre la arena ensangrentada, a la espera de los leones.

Y yo me preguntaba por qué habían desaparecido de las calles. Allí estaba la respuesta. Se dirigían al macabro escenario. Su momento había llegado.

Cuando pasaba frente a una tienda de artículos para el hogar, el duro tableteo de un arma de fuego automática estalló en la explanada por delante de mí.

La primera ráfaga fue breve. Cesó y durante dos o tres segundos un silencio imposible se adueñó del centro comercial.

Cientos de compradores parecieron paralizarse al unísono. Y aunque sin duda el agua del arroyo seguía corriendo, parecía hacerlo sin sonido. No me habría sorprendido que mi reloj confirmara que el tiempo se había detenido de forma milagrosa.

Un grito desgarró el silencio y, enseguida, otros muchos le siguieron, como una clamorosa respuesta. El arma contestó a los que gritaban con un tableteo letal, más prolongado que el anterior.

Temerariamente, avancé hacia sur por la explanada. Abrirme paso no era fácil, pues los compradores, presa del pánico, se alejaban de los disparos corriendo hacia el norte. La gente me atropellaba, pero me mantuve en pie y seguí avanzando hacia donde sonó la tercera ráfaga.