Capítulo 59

Bob Robertson no tenía un colaborador, sino dos. Tal vez más. Posiblemente aquello fuese una especie de aquelarre, si es que ese término no está reservado a las brujas. Con apenas algún integrante más, podrían haber formado una banda satánica que pusiera música a sus propias misas negras; podrían haber contratado un seguro de salud colectivo y obtenido descuentos para viajes en grupo a Disneylandia.

En la barbacoa del jefe no vi que ningún bodach acompañara a Bern Eckles. Fueron ellos quienes me hicieron prestarle atención a Robertson; pero no me habían alertado sobre sus compañeros de conspiración, lo cual empezaba a parecerme premeditado. Como si conocieran mi don. Como si me hubieran… manipulado.

Tras poner a Eckles de lado para que no se ahogara con su propia sangre, busqué algo con lo que atarle manos y pies.

No esperaba que recobrara el conocimiento antes de diez minutos. Cuando despertara, andaría a gatas, vomitando y suplicando que alguien le diese alguna medicación para el dolor; no estaría en condiciones de coger su fusil de asalto y volver a su sangriento trabajo.

De todos modos, desenchufé dos teléfonos de seguridad y, con sus cables, le até rápidamente las manos a la espalda y le ligué los tobillos. Apreté los nudos con fuerza, sin preocuparme demasiado si le cortaba o no la circulación.

Eckles y Varner eran los oficiales más nuevos del departamento de policía de Pico Mundo. Ambos habían elegido aquel destino, y habían ingresado con un mes o dos de diferencia.

Era fácil suponer que se conocían desde antes de trasladarse a Pico Mundo. Varner fue el primero que entró a la policía, y le facilitó las cosas a Eckles.

Robertson se había mudado a Pico Mundo desde San Diego —y comprado su casa de Camp’s End— antes que sus dos colaboradores. Si la memoria no me engañaba, Varner había sido policía en la región de San Diego, o quizá en la propia ciudad.

No sabía en qué jurisdicción había servido Bern Eckles antes de incorporarse al departamento de policía de Pico Mundo. Pero habría apostado cualquier cosa a que fue más cerca de San Diego que de Alaska.

Los tres escogieron Pico Mundo por razones imposibles de adivinar. Habían invertido mucho tiempo en su cuidadoso plan.

Cuando fui a la barbacoa para sugerir que sería buena idea buscar los antecedentes de Bob Robertson, el jefe requirió la asistencia de Eckles. En ese instante, Robertson quedó condenado a muerte.

De hecho, debió de ser asesinado en el transcurso de la siguiente media hora. Era indudable que, desde la casa del jefe, Eckles había telefoneado a Varner y que éste fue quien disparó al compinche de ambos. Tal vez Simon Varner y Robertson estuvieran juntos cuando aquél recibió la llamada de Eckles.

Una vez que el policía asesino quedó bien amarrado, bajé la cremallera frontal de su mono lo suficiente como para confirmar que debajo llevaba el uniforme del departamento.

Había ido a la sala de seguridad luciendo su uniforme y su placa. Los guardias lo habían recibido sin sospechar nada.

Era evidente que llevó su fusil de asalto y su mono en una maleta. En el suelo había una de las que se usan para llevar dos trajes, abierta y vacía. Samsonite.

Lo más probable era que el plan consistiera en abrir fuego en el centro comercial y después, antes de que llegara la policía, encontrar un sitio discreto donde quitarse el mono y las gafas de esquí. Tras dejar su fusil de asalto, Eckles se mezclaría con los demás oficiales, como si hubiese respondido a la misma llamada que ellos.

Era más fácil comprender cómo querían hacerlo que por qué.

Algunos dicen que Dios les habla. Otros oyen al diablo susurrando en sus cabezas. Tal vez alguno de aquellos tíos creyera que Satán le había ordenado ir a dispararle a la gente en el centro comercial Green Moon.

O acaso sólo lo hicieran por diversión. Para pasar un buen rato. La religión que practican es tolerante con las formas extremas de entretenimiento. Al fin y al cabo, los muchachos hacen cosas de muchachos, y los sociópatas, cosas de sociópatas.

Simon Varner seguía suelto. Tal vez él y Eckles no hubiesen acudido solos al centro comercial. Yo no tenía ni idea de cuántos podían integrar una cofradía de aquel tipo.

Con uno de los teléfonos de la sala que no había desconectado, llamé a emergencias, informé de tres asesinatos y, sin responder a ninguna pregunta, lo dejé descolgado. Acudirían la policía y los equipos de emergencia. Seguramente también fuerzas especiales. En tres minutos, cuatro. Tal vez cinco.

Era demasiado tiempo. Varner abriría fuego sobre el público antes de que llegaran.

El bate de béisbol estaba intacto. Buena madera.

Aunque había sido eficaz con Eckles, no podía contar con tener la buena suerte de sorprender a Varner de la misma manera. A pesar de mi temor a las armas de fuego, necesitaba algo mejor que un palo de madera.

Sobre un mostrador que se extendía frente a los monitores de seguridad estaba la pistola que Eckles había empleado para matar a los guardias. Al examinarla, vi que en el cargador de diez balas aún quedaban cuatro proyectiles.

Aunque hubiera preferido no mirarlos, no podía dejar de pensar en los muertos que yacían en el suelo. Odio la violencia. Odio, aún más, la injusticia. Sólo quiero ser un cocinero especializado en freír, pero el mundo exige de mí algo más que huevos y crepés.

Desatornillé el silenciador y lo tiré a un lado. Me saqué los faldones de la camiseta, que llevaba metida en los pantalones. Me guardé la pistola en la cintura.

Intenté, sin éxito, no pensar en mi madre con la pistola bajo su propio mentón o contra su pecho. Traté de no recordar lo que sentía cuando ella me apoyaba el cañón sobre el ojo, diciéndome que mirara el brillo de la bala al fondo del estrecho tubo negro.

La camiseta ocultaba el arma, aunque no del todo. Pero los compradores estarían demasiado ocupados buscando gangas y los vendedores atendiéndolos como para notarlo.

Con cautela, abrí la puerta sólo lo suficiente como para escabullirme de la sala de seguridad, y la cerré a mis espaldas. Un hombre se alejaba caminando, en dirección hacia donde yo quería ir, y lo seguí muy de cerca, para disimular el bulto de la pistola, deseando que se diera prisa.

Giró a la derecha y pasó las puertas de vaivén que daban al vestíbulo; yo, ya sin disimular, pasé a la carrera frente a los ascensores reservados para los empleados de la empresa y llegué a una puerta con un rótulo que decía «escaleras». Subí los peldaños de dos en dos.

En algún lugar estaba Simon Varner. Rostro dulce. Ojos soñolientos. PDLO en el antebrazo izquierdo.

Cuando llegué al primer piso de los grandes almacenes, dejé las escaleras y, empujando una puerta, me encontré en un almacén.

Una bonita chica pelirroja sacaba cajas de las atestadas estanterías.

—Eh —me llamó en tono amistoso. Parecía conocerme.

—Eh, —le respondí, sin saber quién era, y salí del almacén hacia las tiendas. No había tiempo para charlas.

Estaba en la sección de artículos deportivos. Hervía de gente. Hombres, unas pocas mujeres, muchos adolescentes. Los chavales miraban los patines, los balones, las raquetas.

Más allá de los artículos deportivos, se extendían pasillos con expositores de zapatillas de todas las marcas. Por detrás de éstas, ropa deportiva de hombre.

Gente, gente por todas partes. Demasiada gente, demasiado apiñada. Una atmósfera casi festiva. Muy vulnerables.

Si no lo hubiese reducido como lo hice cuando salió de la sala de seguridad, Bern Eckles ya habría matado a diez o veinte personas. O treinta.

Simon Varner. Un tío fornido. De brazos gruesos. Príncipe de la Oscuridad. Simon Varner.

Guiándome por mi don sobrenatural con la misma certeza con la que un murciélago se orienta mediante ultrasonidos, crucé el primer piso de los grandes almacenes en dirección a la explanada del centro comercial.

No creía que fuera a ver a otro pistolero allí. Eckles y Varner debían de haber escogido dos campos de exterminio bien separados, para sembrar mejor el terror y el caos. Además, querrían evitar la posibilidad de cruzarse uno en la línea de fuego del otro.

A diez pasos de la salida a la explanada vi a Viola Peabody, que supuestamente estaba en casa de su hermana, en Maricopa Lane.