Ni curiosos ni carroñeros habían andado por allí en mi ausencia. El cadáver yacía donde lo había dejado, envuelto en su sábana blanca. El extremo abierto del sudario dejaba a la vista un pie calzado.
La cálida noche y la bochornosa mañana habían facilitado y acelerado la descomposición. El hedor reinante era peor que el del resto del cobertizo.
El calor implacable y la hediondez fueron como dos puñetazos en el estómago. Salí a toda prisa al pasillo, jadeando en busca de aire más limpio y porfiando al mismo tiempo por contener una urgente necesidad de vomitar.
Aunque no había llevado las toallitas para eso, abrí uno de los paquetes y arranqué dos a toda prisa. El papel húmedo tenía fragancia de limón. Apretujé las empapadas toallitas hasta convertirlas en pequeñas bolas goteantes que me metí en las fosas nasales.
Si respiraba por la boca, no olería el cuerpo en descomposición. Aun así, cuando entré otra vez a la habitación me volvieron las arcadas.
Podría haber cortado el cordón que aseguraba la parte superior de la mortaja —el que la cerraba por debajo se había soltado la noche anterior— y sacado el cuerpo, haciéndolo rodar fuera de su envoltorio. Pero imaginar al muerto dando vueltas por el suelo, como si volviese a cobrar vida, fue suficiente para convencerme de que debía encontrarle otra solución al problema.
De mala gana, me agaché junto a la cabeza del difunto. Apoyé la linterna contra él, de modo que iluminara lo mejor posible lo que tenía que hacer.
Rompí el cordón y lo dejé a un lado. Las tijeras eran lo suficientemente afiladas como para cortar de una sola vez las tres capas en que estaba plegada la sábana. Lo hice con cuidado y paciencia, pues la posibilidad de pinchar al muerto me repelía.
Cuando la tela se abrió, cayendo a uno y otro lado del cadáver, lo primero que vi fue su cara. Me di cuenta demasiado tarde de que si hubiese empezado por abajo sólo habría tenido que abrir el sudario hasta el cuello para ver la herida, ahorrándome aquel atroz espectáculo.
El tiempo y el tremendo calor habían hecho su horrible tarea. La cara, al revés con respecto a mí, estaba hinchada, más oscura que la última vez que la había visto y veteada de verde. La boca se le había abierto. Sobre ambos ojos se habían formado finas acumulaciones de un fluido lechoso, aunque aún se podía distinguir el iris.
Cuando, al inclinarme sobre la cara del muerto, me dispuse a cortar el sudario a la altura del pecho, la asquerosa boca me rozó la muñeca. Creí que me había lamido.
Lancé un grito de conmoción y asco, retrocedí y dejé caer las tijeras.
Una palpitante masa negra emergió de la boca del cadáver. Se trataba de una criatura tan inesperada en aquel contexto, que no me di cuenta de lo que era hasta que acabó de salir. Sobre el rostro muerto de Robertson, la cosa se plantó sobre sus cuatro patas posteriores, mientras barría el aire con las restantes. Una tarántula.
Me moví rápido, para no darle ocasión de picarme, le propiné un revés. La araña cayó al suelo, se rehizo y se escabulló por un rincón oscuro.
Cuando recogí las tijeras, la mano me temblaba tanto que le di un buen tajo al aire antes de serenarme.
Preocupado por la posibilidad de que otras alimañas se hubieran metido en la mortaja para investigar sus fragantes contenidos, seguí mi tarea con nerviosa atención. Descubrí el cuerpo hasta la cintura, sin encontrarme con otro explorador de ocho patas.
Cuando la tarántula me sobresaltó, resoplé con tanta fuerza que el tapón derecho de mi nariz salió volando. Al disiparse los restos del fluido alimonado, volví a oler el cuerpo, aunque no en toda su intensidad, pues seguía respirando por la boca.
Angustiado, eché un vistazo hacia el rincón hacia el que se había retirado la araña. Descubrí que ya no estaba allí.
La busqué con ansia durante unos interminables momentos. De pronto, a pesar de la poca luz reinante, vi a la peluda criatura un poco a la izquierda del rincón, a un metro del suelo, ascendiendo lentamente por la pared rosa.
Demasiado tembloroso y escaso de tiempo para detenerme a desabrocharle la camisa al muerto como lo había hecho en mi apartamento, tiré de ella, haciendo saltar los botones. Uno me dio en la cara, los otros rebotaron sobre el suelo.
Cuando logré apartar de mi mente la paralizante imagen de mi madre apuntándose una pistola al pecho, pude enfocar la linterna sobre la herida. Reuní el valor necesario para examinarla de cerca y vi por qué me había parecido extraña.
Volví a apoyar la linterna en el cadáver y abrí tres paquetes de toallitas. Las plegué hasta formar un grueso paño, con el que limpié suavemente la cremosa sustancia que había rezumado de la herida.
La bala había perforado un tatuaje que Robertson tenía en el pecho, justo encima del corazón. El rectángulo negro era del mismo tamaño y forma que la tarjeta de meditación que había encontrado en su cartera. Había cuatro jeroglíficos rojos en el centro.
No veía bien, estaba nervioso y tenso a causa de la situación y el abuso de cafeína, de modo que no pude entender de inmediato qué era aquel diseño que además veía invertido.
Cuando me alejé de la cabeza de Robertson para ubicarme junto a su pecho, sus ojos muertos parecieron moverse, siguiéndome desde el fondo de las lechosas y semiopacas cataratas.
Miré a mi alrededor otra vez, para ver dónde se había metido la tarántula, que ya no estaba sobre el muro. Nada. Por fin, gracias a la linterna, vi que andaba por el techo; venía en mi dirección. La luz, al enfocarla directamente, la inmovilizó.
Volví el haz al tatuaje y descubrí que los cuatro jeroglíficos rojos eran en realidad otras tantas letras del alfabeto, de un tipo elaborado. P… D… L… La cuarta fue parcialmente desgarrada por la bala, pero sin duda era una M.
PDLM. No era una palabra. Un acrónimo. Gracias a Shamus Cocobolo, supe lo que significaba: padre de las mentiras.
Robertson llevaba el nombre de su oscuro amo sobre el corazón.
Cuatro letras: PDLM. Hacía poco que había visto otras cuatro de ese estilo…
De pronto, en mi memoria pude ver claramente al oficial Simon Varner. Iba al volante del coche patrulla del departamento de policía y se asomaba por la ventanilla abierta; su rostro era lo suficientemente entrañable como para ser el presentador de un programa infantil, los párpados encapotados eran como los de un oso soñoliento. Sobre el recio antebrazo que apoyaba en la puerta del coche, el «tatuaje de una pandilla», que, decía él, le avergonzaba y le recordaba su vergonzoso pasado. No era tan elaborado como el de Robertson. Presentaba un estilo completamente distinto. No se trataba de un rectángulo negro en el que figuraban unas recargadas letras rojas. Sólo otro acrónimo, en mayúsculas de imprenta negras: «O»… algo. Tal vez OLDP.
¿El oficial Simon Varner, del departamento de policía de Pico Mundo, llevaba el nombre de ese mismo amo en su brazo izquierdo?
Si el tatuaje de Robertson consistía en uno de los muchos nombres del diablo, quizá el de Simon Varner perteneciera al mismo club.
Diversas denominaciones del diablo cruzaron mi mente: Satán, Lucifer, Belcebú, padre del mal, su majestad satánica, Apolión, Belial…
No se me ocurrían las palabras que explicaran el acrónimo del brazo de Varner, pero no me cabía duda de que había identificado al compinche de matanzas de Robertson.
En la bolera no había visto ningún bodach, como los que a veces rodeaban a Robertson, en torno a Varner. De haber observado que lo acompañaban, tal vez me habría dado cuenta de que se trataba de un monstruo con apariencia de muñeco de peluche.
Como en algún momento alguien buscaría huellas dactilares, me apresuré a recoger los trozos del papel de aluminio que envolvían las toallas húmedas y me los metí en el bolsillo de los pantalones. Cogí las tijeras, me incorporé, barrí el techo con la linterna y vi que la tarántula estaba justo encima de mí.
Las tarántulas son tímidas. No acechan a los seres humanos.
Salí corriendo de la habitación justo a tiempo, pues enseguida oí que la araña se dejaba caer con un impacto carnoso, blando pero sólido. Cerré la puerta de un golpe, borré mis huellas del pomo con el faldón de mi camiseta, hice lo propio con el de la puerta de entrada y me marché.
Como las tarántulas son tímidas, y como no creo en las casualidades, irrumpí en el Chevy, tiré las tijeras y la linterna en el interior la bolsa de plástico, lo puse en marcha y pisé a fondo el acelerador. Salí del terreno de la Iglesia del Cometa Susurrante con un chillido de neumáticos y una rociada de arena y asfalto pulverizado, ansioso por alcanzar la carretera estatal antes de que me rodearan legiones de tarántulas, un ejército de coyotes y reptantes huestes de serpientes de cascabel, todos actuando de forma coordinada.