El extremo de la espina sobresalía de mi pulgar. Me la quité, pero el pinchazo sangraba y escocía como si lo hubieran rociado con ácido.
Allí, sentado en los peldaños del porche de mi madre, me compadecí en un grado vergonzoso, como si no se hubiese tratado de una simple espina, sino de una corona completa.
Cuando era niño y me dolían las muelas, sabía que no podía contar con mimos maternos. Mi madre siempre llamaba a mi padre o a un vecino para que me llevaran al dentista, mientras ella se retiraba a su dormitorio, donde se encerraba con llave. Se refugiaba allí durante un día o dos, hasta tener la certeza de que yo ya no tenía ninguna incomodidad que pudiera requerir su intervención.
La más leve fiebre o el más insignificante dolor de garganta que me aquejaran eran crisis con las que ella no podía lidiar. A los siete años sufrí un ataque de apendicitis y, tras desmayarme en la escuela, me llevaron urgentemente al hospital; si mi estado se hubiese deteriorado mientras me encontraba en casa, tal vez me habría dejado en mi habitación hasta que me muriera, mientras ella se sumergía en los libros, la música y los otros intereses tranquilizadores propios de personas bien nacidas, con los que estaba decidida a moldear su perfecto mundo privado.
A mí me tocaba explorar o resolver mis necesidades emocionales, mis miedos y alegrías, mis dudas y esperanzas, mis miserias y ansiedades, sin su orientación ni su afecto. Sólo hablábamos de las cosas que no la perturbaban ni la hacían sentirse obligada a ofrecer consejo.
Durante dieciséis años compartimos una misma casa como si no viviésemos en un mismo mundo, sino en dimensiones paralelas, que rara vez se cruzaban. Las características principales de mi infancia fueron una dolorosa soledad y la diaria lucha por evitar la aridez espiritual que la soledad sin alivio suele fomentar.
En las ocasiones desalentadoras en que la fuerza de las circunstancias obligaba a nuestros mundos paralelos a cruzarse, momentos de crisis que mi madre era incapaz de tolerar y de los que no se podía retirar con facilidad, ella nunca dejaba de recurrir a un mismo instrumento de control: la pistola. El terror de esos oscuros encuentros y la culpa que me atenazaba después de ellos hacían que la soledad fuese preferible a cualquier contacto que la perturbase.
Entonces, mientras me apretaba con fuerza el pulgar contra el índice para detener la hemorragia, oí el chasquido del resorte de la puerta que se abría a mis espaldas.
No era capaz de darme la vuelta y mirarla. El viejo ritual no tardaría en comenzar.
Detrás de mí, la oí hablar.
—Sólo quiero que te marches.
Sin dejar de mirar las complejas sombras que proyectaban los robles y la colorida rosaleda detrás de ellas, respondí.
—No puedo. Esta vez no.
Miré mi reloj. Las 11:32. Mi tensión crecía minuto a minuto, como si lo que llevaba en la muñeca fuese una bomba con temporizador.
Abrumada por la carga que yo le había endilgado, por el peso de la bondad y solidaridad humanas, que era incapaz de acarrear, su voz se había vuelto tensa y plana.
—No podré soportarlo.
—Lo sé. Pero hay algo… no sé bien qué… algo que puedes hacer para ayudarme.
Se sentó junto a mí en el peldaño. Empuñaba la pistola con ambas manos, apuntándola, por el momento, al jardín sombreado por los robles.
No perdía el tiempo con simulacros. La pistola estaba cargada.
—No voy a vivir así —dijo—. No puedo. No quiero. La gente siempre pide cosas, me chupan la sangre. Todos vosotros, anhelantes, deseosos, codiciosos, insaciables. Vuestra necesidad… es como si me vistieran con trajes de hierro, me pesa, como si me sepultaran viva.
Ya hacía años que no la presionaba con tanta intensidad como lo hice ese fatídico miércoles, si es que alguna vez lo había hecho.
—Lo increíble, madre, es que después de más de veinte años de esta mierda, creo que en el fondo de mi corazón, donde debería estar más oscuro, aún queda una chispa de amor por ti. Tal vez sea piedad, no sé, pero duele lo suficiente como para suponer que es amor.
No quiere amor de mí ni de nadie. No tiene forma de devolverlo. No cree en el amor. Le da miedo creer en él y en las exigencias que conlleva. Sólo desea compañía sin exigencias, relaciones que se sostengan sin hablar siquiera. Su mundo perfecto tiene una población de un solo habitante, y, aunque no se ame, al menos siente el más tierno afecto por sí misma y anhela su propia compañía cuando se ve obligada a estar con algún otro.
Mi dubitativa declaración de amor la impulsó a apuntarse con el arma. Apretó el cañón contra su garganta, dándole un ligero ángulo en dirección al mentón, para volarse los sesos con más certeza.
Puede rechazar a cualquiera con palabras duras y fría indiferencia, pero, en nuestra turbulenta relación, a veces ni siquiera esas exhibiciones con las armas han resultado lo suficientemente efectivas. Por más que no lo sienta, reconoce que existe un vínculo especial entre madre e hijo y sabe que, a veces, la única forma de quebrarlo es recurriendo a las medidas más crueles.
—¿Quieres apretar el gatillo por mí? —preguntó.
Desvié la mirada, cosa que siempre hago en tales trances. Como si hubiera inhalado la sombra de los robles junto al aire que respiraba, haciéndola pasar de los pulmones a la sangre, sentí que una fría sombra se alzaba en las cavidades de mi corazón.
—Mírame, mírame —dijo, como tantas otras veces—, o me pegaré un tiro en la tripa y moriré lentamente, gritando, aquí, frente a ti.
Enfermo, temblando, le concedí la atención que exigía.
—Ya que estás, aprieta tú el gatillo, pequeña mierda. Es lo mismo que obligarme a mí a hacerlo.
Había escuchado aquel desafío en incontables ocasiones, más de las que quería recordar.
Mi madre está loca. Tal vez los psicólogos la definieran con unos términos más específicos y menos acusadores, pero, en el diccionario de Raro, su comportamiento se ajusta a la definición de locura.
Según me dicen, no siempre fue así. De niña era dulce, juguetona, afectuosa.
El terrible cambio se produjo cuando tenía dieciséis años. Comenzó a experimentar bruscos cambios de ánimo. La dulzura fue reemplazada por una ira implacable, hirviente, que podía controlar mejor cuando estaba sola.
La terapia y una serie de medicamentos no lograron restaurar su anterior buen talante. Cuando, al cumplir dieciocho años, rechazó todo tratamiento, nadie insistió en que continuara con la psicoterapia ni con los remedios, pues por entonces todavía no era tan disfuncional, compulsiva y amenazadora como comenzó a serlo a partir de los veintitantos.
Cuando mi padre la conoció, ella tenía el grado de inestabilidad y peligrosidad necesario para seducirlo. Al empeorar, él se marchó.
Nunca estuvo internada, porque su capacidad de autocontrol es excelente cuando nadie la reta a relacionarse con los demás en un grado que supere su capacidad. Limita todas sus amenazas de violencia a sí misma, y a veces a mí, presentándole al mundo una fachada encantadora o, al menos, racional.
Como goza de confortables ingresos sin necesidad de trabajar y prefiere vivir recluida, su verdadera condición no es muy conocida en Pico Mundo.
Su excepcional belleza también la ayuda a conservar los secretos. La mayor parte de las personas tiende a tener buena opinión de quienes han sido bendecidos con una bella apariencia; nos cuesta imaginar que la perfección física pueda ocultar emociones retorcidas o una mente dañada.
Su voz se volvió áspera y más agresiva.
—Maldigo la noche en que le permití al idiota de tu padre que me eyaculara en mi interior.
No me escandalizó. Ya había oído eso, y cosas peores.
—Tendría que haber abortado. Debí tirarte a la basura. Pero de haberlo hecho, ¿qué habría obtenido en el juicio del divorcio? Tú eras el billete.
Cuando miro a mi madre en ese estado, no veo odio en ella, sino angustia, desesperación, incluso terror. No puedo ni imaginar el dolor y el horror de su existencia.
Sólo me consuela saber que, cuando está sola, cuando nadie la desafía a que dé algo de sí, está contenta, si no feliz. Quiero que al menos esté contenta.
—Deja de chuparme la sangre o aprieta el gatillo, pequeña mierda —insistió.
Uno de mis recuerdos más vividos es el de una noche lluviosa de enero. Yo tenía cinco años y sufría una gripe. Cuando no tosía, lloraba en busca de atención y alivio, y mi madre no encontraba un rincón de la casa donde pudiera aislarse por completo del sonido de mi desdicha.
Fue a mi habitación y se tendió junto a mí en la cama, como suelen hacer las madres cuando tienen un hijo enfermo; pero ella llevaba su pistola. Sus amenazas de matarse obtuvieron mi silencio, mi obediencia, mi compromiso de absolverla de sus obligaciones maternas.
Esa noche me tragué el sufrimiento como mejor pude y sofoqué mis lágrimas, pero por más que lo intenté, no pude deshacerme del dolor y la inflamación de la garganta. Para ella, mi tos era una exigencia de que hiciese de madre, y su persistencia la llevó a un precipicio emocional.
Cuando su amenaza de suicidarse no logró que yo dejara de toser, puso el cañón de la pistola sobre mi ojo derecho. Me instó a que tratara de distinguir la brillante punta de la bala en lo más profundo del oscuro pasillo.
Pasamos mucho tiempo así, mientras la lluvia golpeaba las ventanas del dormitorio. Posteriormente, pasé por muchos terrores, pero ninguno tan puro como el que conocí aquella noche.
Ahora que tengo veinte años, no creo que entonces estuviera dispuesta a matarme, ni que lo vaya a hacer nunca. Si me hiciera daño a mí, o a cualquier otro, se condenaría precisamente a la interacción con los demás que tanto teme. Sabe que le exigirían respuestas y explicaciones. Querrían verdad, remordimiento y justicia. Querrían demasiado, y nunca dejarían de quererlo.
Ahora, allí, sentados en los peldaños del porche, ignoraba si volvería a apuntarme con la pistola, y también la manera exacta en que yo reaccionaría si lo hiciera. Había acudido en busca de un enfrentamiento que me ayudara a aclararme, aunque no entendía en qué consistiría, ni qué me podía enseñar que fuera útil para encontrar al colaborador de Robertson.
Entonces, como hace siempre, se bajó la pistola de la garganta al pecho izquierdo, pues el simbolismo de un balazo en los sesos no afectará tan poderosamente a ningún hijo como el de un disparo en el corazón de su madre.
—Si no vas a dejarme tranquila, si no dejas de chuparme y chuparme la sangre sin cesar, agotándome como si fueses una sanguijuela, entonces, por el amor de Dios, aprieta el gatillo y dame un poco de paz.
La herida del pecho de Robertson, que me venía atormentando desde hacía casi doce horas, acudió a mi mente.
Traté de ahogar la insistente imagen en la ciénaga de la memoria de donde había brotado. Es una sima, y en ella hay muchas cosas que se niegan obstinadamente a permanecer sumergidas.
De pronto, me di cuenta de cuál era la razón por la que estaba allí: quería forzar a mi madre a realizar el odioso ritual de amenazas de suicidio que constituía el núcleo de nuestra relación, enfrentarme a la visión de la pistola apretada contra su pecho, desviar la mirada como siempre lo hago, oír cómo me ordena que le preste atención… para después, enfermo y tembloroso, reunir valor suficiente para mirar.
La noche anterior, en mi cuarto de baño, yo no había tenido fuerzas suficientes para examinar la herida del pecho de Robertson.
En ese momento, percibí que allí había algo anormal y que podía darme alguna pista. Pero, horrorizado, había desviado la mirada y había vuelto a abrocharle la camisa.
Cogiendo la pistola por el cañón y ofreciéndome la culata, mi madre, enfadada, insistió.
—Vamos, mierda ingrata, tómala, ¡dispárame de una vez o déjame en paz!
Las 11:40 en mi reloj.
Su voz había llegado al punto máximo de crueldad y violencia.
—Soñé una y otra vez que habías nacido muerto.
Tembloroso, me puse de pie y bajé con cautela los peldaños del porche.
A mis espaldas, hurgó en la herida como sólo ella sabe hacerlo.
—Durante todo mi embarazo, creí que estabas muerto y que te pudrías dentro de mí.
El sol, fuente nutricia de la tierra, vertía su leche hirviente sobre el día, destiñendo el azul del cielo con su calor y dejando el firmamento descolorido. Ahora, hasta las sombras de los robles palpitaban con el calor y, a medida que me alejaba de mi madre, la vergüenza me acaloraba tanto que no me habría sorprendido que la hierba estallara en llamas a mi paso.
—Muerto dentro de mí —insistió—. Un mes interminable tras otro mes interminable, sentí que tu feto descompuesto se pudría en mi vientre, envenenando todo mi cuerpo.
Cuando llegué a la esquina de la casa, me detuve, me volví y la miré por lo que sospechaba que sería la última vez.
Había bajado la escalera, pero no me seguía. El brazo derecho le colgaba, flojo, al costado y la pistola apuntaba al suelo.
—No pedí nacer. Sólo ser amado.
—No tengo nada que dar —respondió—. ¿Me oyes? Nada, nada. Me envenenaste, me llenaste de pus y de putrefacción de bebé muerto y ahora estoy arruinada.
Le volví la espalda, sintiendo que era para siempre, y me apresuré a ganar la calle.
Dada mi herencia y la experiencia terrible y traumática que fue mi infancia, a veces me pregunto cómo es que no estoy loco. Tal vez lo esté.