Capítulo 52

Mi madre vive en una hermosa casa victoriana en el casco antiguo de Pico Mundo. Mi padre la heredó de sus padres.

Cuando se divorciaron, a ella le adjudicaron esa residencia y todo lo que contenía, además de una manutención que se actualizaba de acuerdo con la evolución de los precios. Como no volvió a casarse, y lo más probable es que nunca lo haga, gozará de por vida del beneficio de su pensión.

La generosidad no es el primero, ni el segundo —tampoco el último— impulso de mi padre. El único motivo por el que le concedió a mi madre lo necesario para que viva con comodidad es que la teme. Aunque le mortifica tener que compartir los intereses mensuales de su fondo de inversión, ni siquiera tuvo valor para negociar con ella a través de sus abogados. Mi madre recibió más o menos todo lo que exigió.

Él pagó por su seguridad y por tener, según sus propias palabras, una nueva oportunidad de ser feliz. Y me abandonó a mí, que por entonces tenía un año.

Antes de llamar al timbre, pasé la mano por el columpio del porche, para constatar que estaba limpio. Cuando hablábamos, ella solía sentarse en el columpio y yo en la barandilla del porche.

Siempre nos encontrábamos al aire libre. Yo me había prometido a mí mismo que nunca volvería a entrar a la casa, aunque viviera más que ella.

Después de tocar el timbre dos veces sin resultado, di la vuelta al edificio y me dirigí al jardín trasero.

La propiedad es larga. Un par de inmensos robles californianos se alzan inmediatamente detrás de la casa. Entre ambos la dejan casi completamente en sombra. Por detrás de ellos, el terreno recibe sol sin filtrar, lo que permite que allí haya un jardín de rosas.

Mi madre estaba trabajando entre las flores. Como una dama de otra época, llevaba un vestido veraniego amarillo y un sombrero de ala ancha que hacía juego con él.

Aunque tan amplio tocado le ensombrecía el rostro, comprobé que su excepcional belleza no se había empañado en el transcurso de los cuatro meses que llevaba sin verla.

Se había casado cuando tenía diecinueve años y mi padre, veinticuatro. Ahora andaba por los cuarenta, pero aparentaba treinta.

Las fotografías del día de la boda muestran a una novia que, a los diecinueve años, parecía de dieciséis, tan hermosa que cortaba el aliento, demasiado joven como para casarse. Ninguna de las conquistas ulteriores de mi padre se puede comparar con ella en materia de belleza.

Incluso ahora, a los cuarenta años, si estuviera en una habitación, ataviada con su vestido de verano, junto a Britney y su tanga, la mayor parte de los hombres se sentiría atraído primero por ella. Y si en ese momento se encontrara con ánimo de mandar, los hechizaría de tal manera que creerían que era la única mujer que estaba allí.

Me acerqué a ella antes de que se diera cuenta de mi presencia. Alejó la mirada de las flores, se incorporó a medias y, durante un momento, me miró parpadeando, como si yo fuese un espejismo producido por el calor.

—Raro —dijo al fin—, dulce muchacho, debiste de ser gato en otra vida. ¿Cómo has atravesado todo el terreno sin que te vea?

Apenas pude apañármelas para dedicarle una sonrisa fantasmal.

—Hola, mamá. Estás maravillosa.

Exige ser elogiada; pero la verdad es que siempre está maravillosa.

Si no la conociese, me habría parecido aún más bella. Pero la historia que compartimos aminora su encanto para mí.

—Ven, querido, mira estas fabulosas flores.

Entré a la rosaleda, cuyo sucio estaba cubierto por una capa de granito pulverizado, que evitaba que se levantara polvo y crujía bajo nuestros pies.

Algunas flores tenían pétalos en los que el sol parecía haber pintado un rocío de sangre. Otras eran cuencos de fuego anaranjado, brillantes tazas de ónice amarillo, rebosantes de sol estival. Rosa, morado, color melocotón; el jardín siempre parecía decorado para una fiesta.

Mi madre me besó en la mejilla. Sus labios no resultaron tan fríos como siempre temo que sean.

Señaló un rosal.

—Esta variedad se llama John F. Kennedy. ¿No es exquisita?

Alzó en su mano, delicadamente, una flor madura, tan pesada que se le doblaba el tallo.

De un blanco tan deslumbrante como el de un hueso pelado por el Mojave, con un leve matiz verdoso, sus grandes pétalos no eran delicados, sino notablemente gruesos y lisos.

—Parece moldeada en cera —dije.

—Exacto. Son perfectas, ¿verdad, cariño? Me encantan todas mis rosas, pero éstas más que ninguna otra.

Que fuera su favorita no era el único motivo por el cual la rosa me gustaba menos que las demás. Su perfección me pareció artificial. Los sensuales pliegues de sus pétalos, semejantes a labios, prometían misterio y satisfacción en su oculto centro, pero parecía tratarse de una falsa promesa, pues su blancura invernal, su cérea rigidez y su falta de fragancia no sugerían pureza ni pasión, sino muerte.

—Toma, para ti —dijo sacando unas pequeñas tijeras de podar de un bolsillo de su vestido.

—No, no la cortes. Déjala que crezca. Dármela sería un desperdicio.

—Qué disparate. Debes dársela a esa chica que tienes. Una sola rosa bien presentada puede expresar los sentimientos de un pretendiente con más claridad que un ramo.

La cercenó, dejándole un tallo de veinte centímetros.

Cogí la flor cerca del cáliz, sujetando el tallo con el pulgar y el índice, dedos que coloqué entre las espinas más altas.

Al echarle un vistazo a mi reloj, me di cuenta de que el sol que amodorraba y el embriagador perfume de las flores hacían que el tiempo pareciera pasar con lentitud, cuando lo cierto era que se escurría a toda velocidad. Tal vez en ese preciso instante el compinche de matanzas de Robertson se estuviera dirigiendo a su cita con la infamia.

Mientras avanzaba por la rosaleda con gracia de reina y sonrisa de regia benevolencia, admirando las cabezas oscilantes de sus coloridos súbditos, mi madre hablaba.

—Me hace muy feliz que hayas venido a visitarme, querido. ¿A qué le debo este honor?

Contesté siguiéndola muy de cerca.

—No lo sé con exactitud. Tengo un problema que…

—Aquí no admitimos problemas —cortó en tono de amable reconvención—. Desde el sendero de entrada a la tapia del fondo, esta casa y su terreno son una zona libre de problemas.

Aun sabiendo lo que arriesgaba, yo había entrado en terreno peligroso para ambos. El granito pulverizado que pisaba bien podían haber sido arenas movedizas.

No supe cómo seguir adelante. No tenía tiempo para jugar según sus reglas.

—Hay algo que debo recordar o hacer —le dije—, pero estoy bloqueado. La intuición me he traído aquí porque… creo que, de alguna manera, me puedes ayudar a descubrir qué es lo que estoy pasando por alto.

Para ella, mis palabras debieron de ser incomprensibles, una especie de extraño galimatías. Como mi padre, no sabe nada de mis poderes sobrenaturales.

En mi infancia me di cuenta de que, si complicaba su vida contándole la verdad acerca de lo que me ocurría, cargar con el peso de esa información la mataría. O me mataría a mí.

Siempre ha buscado una existencia totalmente libre de tensiones, sin nada de qué preocuparse. No reconoce deberes, responsabilidades para con nadie que no sea ella misma.

Nunca admitirá que se trata de egoísmo. Para ella es autodefensa, pues encuentra que el mundo es mucho más exigente de lo que está dispuesta a tolerar.

Si abrazara plenamente la vida y sus conflictos sufriría un colapso. De modo que administra su mundo con todo el frío cálculo de un autócrata sin entrañas, y preserva su precaria cordura tejiéndose un capullo de indiferencia.

—Tal vez podríamos hablar un poco —dije—. Quizá así entendería por qué he venido aquí, por qué he pensado que podrías ayudarme.

Su talante puede cambiar de un momento a otro, en un instante. La dama de las rosas era demasiado frágil para enfrentarse a ese desafío, de modo que el soleado personaje retrocedió para dar paso a una diosa airada.

Me contempló entornando los ojos, comprimiendo los labios hasta que parecieron exangües, como si una mirada feroz bastara para apartarme.

En circunstancias normales, con esa mirada habría sido suficiente para que me marchara. Pero un sol de ferocidad nuclear iba ascendiendo hasta su cenit, acercándonos cada vez más al momento de los disparos. No me atrevía a regresar a las calientes calles de Pico Mundo sin un nombre o una intención hacia la que pudiera enfocar mi magnetismo psíquico.

Cuando se dio cuenta de que no me marcharía de inmediato, dejándola sumida en el consuelo que le brindaban sus rosas, habló con voz fría y quebradiza como el hielo.

—Le pegaron un tiro en la cabeza, ¿sabes?

Esta afirmación me dejó azorado; pero parecía tener una misteriosa conexión con la inminente atrocidad que yo tenía la esperanza de evitar.

—¿A quién? —pregunté.

—A John F. Kennedy. —Señaló la rosa que llevaba tal nombre—. Le pegaron un tiro en la cabeza y le volaron los sesos.

—Madre —dije, aunque rara vez uso esa palabra cuando converso con ella—, esto es diferente. Esta vez debes ayudarme. Morirá gente si no lo haces.

Quizá fuera lo peor que podía decir. Ella carecía de la suficiente capacidad emocional como para hacerse responsable de las vidas de los demás.

Cogió por el cáliz la rosa que me había dado y me la arrancó de la mano.

Como no atiné a soltar el tallo a tiempo, una de las espinas, al pasar entre mis dedos, se me quedó clavada en la yema del pulgar.

Ella aplastó la flor y la tiró al suelo. Me volvió la espalda y se dirigió a la casa dando zancadas.

Yo no estaba dispuesto a ceder. La alcancé y eche a andar junto a ella, rogándole que me concediera unos minutos de conversación, que me ayudara a aclarar mis pensamientos y a entender por qué se me había ocurrido ir precisamente allí en aquel momento de peligro.

Apresuró el paso, yo también. Para el momento en que alcanzó los peldaños del porche trasero, había echado a correr; la falda de su vestido ondeaba como un par de alas, y se sujetaba el sombrero con la mano para que no se le volara.

Tras entrar a la casa, el mosquitero se cerró a sus espaldas. Me detuve en el porche, reacio a ir más lejos.

Aunque lamentaba tener que acosarla, yo mismo me sentía acorralado y desesperado.

Le hablé a través del mosquitero.

—No me marcharé. Esta vez no. No tengo adónde ir.

No me respondió. Detrás del mosquitero, la cocina, con las cortinas corridas, estaba en penumbra, demasiado silenciosa como para albergar a mi atormentada madre. Se había metido en algún otro lugar de la casa.

—¡Me quedaré en el porche! —grité—. Aguardaré aquí. Todo el día si hace falta.

Con el corazón martilleando en el pecho, me senté en el suelo, con los pies sobre el último peldaño, de espaldas a la puerta de la cocina.

Después me di cuenta de que seguramente había ido a su casa con la intención subconsciente de provocar precisamente lo que sucedió, de impulsarla a su última línea de defensa contra la responsabilidad. La pistola.

Sin embargo, en ese momento, la confusión me acompañaba y la claridad mental parecía muy lejos de mi alcance. No era consciente de lo que vendría de inmediato.