En la gasolinera donde había comprado las grajeas de cafeína y la Pepsi, adquirí otro refresco de cola, un antiséptico y una caja de tiritas grandes.
El cajero, un hombre cuyo rostro estaba hecho para el asombro, dejó la sección deportiva de Los Ángeles Times.
—Eh, estás sangrando.
Mostrarse educado no sólo es la manera correcta de dirigirse a las personas, sino la más fácil. La vida está tan llena de conflictos inevitables, que no veo ningún motivo para promover nuevas confrontaciones.
Sin embargo, en ese momento, yo estaba de muy mal humor, lo que sucede rara vez. El tiempo se escapaba a un ritmo aterrador, la hora de los disparos se aproximaba y yo seguía sin un nombre que ponerle al colaborador de Robertson.
—¿Sabes que estás sangrando? —insistió.
—Lo sospechaba.
—Tienes mala pinta.
—Acepte mis disculpas.
—¿Qué te ha ocurrido en la frente?
—Un tenedor.
—¿Un tenedor?
—Sí, señor. Ojalá hubiera comido con cuchara.
—¿Te clavaste un tenedor tú mismo?
—Se me resbaló.
—¿Se te resbaló?
—El tenedor.
—¿Se te resbaló el tenedor?
—Y me dio en la frente. —Dejó de contar las vueltas y me miró con atención—. Así es —dije—. Se me escapó el tenedor y me dio en la frente.
Decidió no tener más relación conmigo. Me dio el cambio, puso los artículos en una bolsa y volvió a las páginas deportivas.
En el servicio de la gasolinera, me lavé la sangre de la cara, limpié la herida, la ungí con Bactine y le apliqué una compresa hecha con toallas de papel. Los pinchazos y arañazos eran superficiales y pronto dejaron de sangrar.
No fue la primera vez, ni la última, que lamenté que mi don sobrenatural no incluyese el poder de curar.
Tras aplicarme los primeros auxilios, regresé al Chevy. Sentado al volante, con el motor en marcha y orientándome las salidas del aire acondicionado a la cara, bebí la Pepsi fría.
El reloj me dio malas noticias: las 10:48.
Me dolían los músculos. Tenía los ojos irritados. Me sentía cansado, débil. Tal vez mi mente no funcionara tan mal como me parecía, pero no tenía la impresión de que estuviese en condiciones de enfrentarme por mi cuenta al compinche de matanzas de Robertson, que debía de haber dormido más que yo.
Me había tomado dos grajeas de cafeína hacía no más de una hora, de modo que tragarme otras tenía sentido. Además, los ácidos de mi estómago habían reunido suficiente fuerza corrosiva como para disolver acero. Me notaba a la vez exhausto e inquieto, un estado poco apto para enfrentarse a una lucha a vida o muerte.
Aunque no tenía una persona, ni un nombre, ni una descripción para enfocar mi magnetismo psíquico, conduje al azar por Pico Mundo, con la esperanza de ir a dar a algún sitio que me iluminara.
El brillante día del Mojave ardía ferozmente, al rojo vivo. El aire mismo parecía estar en llamas.
Cada uno de los reflejos y destellos del parabrisas parecía, darme en los ojos. No llevaba las gafas de sol. El ardiente resplandor no tardó en producirme una jaqueca, en comparación con la cual la herida que me había causado el tenedor volante suponía menos que un cosquilleo.
Recorriendo las calles sin rumbo, confiando en que la intuición me guiara por el camino correcto, me encontré en Shady Ranch, uno de los nuevos barrios de Pico Mundo, emplazado en colinas que hasta hace una década no albergaban nada, salvo una apacible colonia de serpientes de cascabel. Ahora era un sitio más peligroso, en el que vivían personas, y tal vez una de ellas fuese un monstruo antisocial que planeaba asesinatos en masa desde el confort suburbano propio de la clase media alta.
Shady Ranch nunca había sido una finca de ninguna clase, a no ser que uno considerase que las casas son un producto de la tierra. En cuanto a lo de umbrío, aquellas colinas tenían menos sombra que la mayor parte de los vecindarios del corazón de la ciudad, pues sus árboles estaban lejos de la madurez.
Aparqué en la senda de entrada de la casa de mi padre, pero no apagué el motor en el acto. Necesitaba tiempo para reunir el valor que requería el encuentro.
Como los que vivían en ella, la casa de estilo mediterráneo tenía poca personalidad. Bajo el techo de tejas rojas, sobrios paneles de vidrio y de estuco amarillento se combinaban en ángulos poco sorprendentes, dictados más por el tamaño y la forma que por el genio de un arquitecto.
Acercándome más a una de las salidas de ventilación del salpicadero, cerré los ojos, para sentir el chorro de aire frío. Luces fantasmales pasaron por detrás de mis párpados cerrados. La retina recordaba el sol del desierto, y eso, extrañamente, me resultó tranquilizador durante un momento… hasta que de un recuerdo más profundo emergió la herida del pecho de Robertson.
Apagué el motor, salí del coche, fui hasta la casa de mi padre y toqué el timbre.
Era de esperar que estuviese en casa a esa hora de la mañana. No había trabajado ni un solo día en su vida, y rara vez se levantaba antes de las nueve o las diez.
Abrió la puerta sorprendido de verme.
—Raro, no llamaste para avisar de que venías.
—No —asentí—. No telefoneé.
Mi padre tiene cuarenta y cinco años y es un hombre guapo, cuyo espeso cabello aún es más negro que plateado. Tiene un esbelto cuerpo, muy atlético, del que se enorgullece con indecorosa vanidad.
Iba descalzo y sólo llevaba unos pantalones cortos de color caqui, que llevaba bajos, a la altura de las caderas. Su bronceado era asiduamente cultivado con aceites, realzado con lámparas, preservado con lociones.
—¿Por qué has venido? —preguntó.
—No lo sé.
—Tienes mal aspecto.
Dio un paso atrás. Le teme a la enfermedad.
—No estoy enfermo —le aseguré—. Sólo agotado. No he dormido. ¿Puedo entrar?
—No estábamos haciendo gran cosa, sólo terminando de desayunar y disponiéndonos a tomar un poco el sol. —No sé si esto era una invitación o no, pero interpreté que lo era y, cruzando el umbral, cerré la puerta a mis espaldas—. Britney está en la cocina —dijo, mientras se dirigía al fondo de la casa.
Las persianas estaban bajadas. Pesadas sombras arropaban las habitaciones.
He visto otras veces aquel lugar con mejor luz. Está bien amueblado. Mi padre tiene estilo, y le gusta la comodidad.
Había heredado un sustancial fondo de inversión. Un generoso cheque mensual respalda un estilo de vida que muchos envidiarían.
Aunque tiene mucho, siempre quiere más. Desea vivir todavía mucho mejor, y se siente frustrado porque las condiciones de su herencia exigen que viva de los intereses, prohibiéndole tocar el capital.
Sus padres fueron prudentes al nombrarle heredero en esos términos. Si hubiese podido echar mano al capital, llevaría ya mucho tiempo desahuciado y en la miseria.
Le sobran planes para hacerse rico rápidamente, el último de los cuales era lo de la venta de terrenos en la luna. Si estuviera habilitado para administrar su propia fortuna, un interés del quince o el veinte por ciento le resultaría poca cosa, le impacientaría, e invertiría elevadas sumas en empresas descabelladas, con la esperanza de duplicar o triplicar su dinero de un día para otro.
La cocina es grande, equipada como un restaurante, con todos los dispositivos y herramientas culinarias imaginables, aunque él come fuera seis o siete veces a la semana. Suelo de madera de arce, muebles de arce de estilo naval, con las aristas redondeadas, encimeras de granito y objetos de acero inoxidable se combinan para brindar un ambiente atractivo y acogedor.
También Britney es atractiva, al extremo de provocar escalofríos. Cuando entramos a la cocina, estaba sentada de lado en el alféizar, bebiendo una copa de champán matinal y contemplando los rayos de sol que se retorcían sinuosamente sobre la superficie de la piscina como serpientes.
Su bikini tanga era lo suficientemente pequeño como para estimular a los hastiados editores de Playboy, pero lo llevaba con tal elegancia que no desmerecería en la portada de la edición dedicada a trajes de baño de Elle.
Tenía dieciocho años, pero parecía más joven. Ése es el criterio básico de mi padre a la hora de elegir mujeres. La edad. Nunca tienen más de veinte y siempre parecen menores.
Hace unos años, tuvo problemas por cohabitar con una chica de dieciséis. Alegó que no sabía cuál era su verdadera edad. Un abogado caro, y unas sumas de dinero entregadas a la muchacha y a sus padres, lo salvaron de la indignidad de la palidez carcelaria y de un corte de pelo a cargo del Estado.
En lugar de saludarme, Britney me dedicó una mirada hostil, de disgusto adolescente. Enseguida volvió su atención a la piscina moteada de sol.
No le agrado, pues cree que mi padre tal vez me dé un dinero que, de no ser así, gastaría en ella. Su preocupación es injustificada. El nunca me ofrecería ni un dólar, ni yo lo aceptaría.
Haría mejor en preocuparse por dos cuestiones: primero, que ya lleva casi medio año junto a mi padre; segundo, que la duración media de los romances de él es de entre seis y nueve meses. Su cumpleaños número diecinueve se acercaba, y a él pronto le parecería demasiado vieja.
Había café recién hecho. Pedí una taza, me la serví yo mismo y me senté en un taburete frente a una encimera.
Mi padre, a quien mi compañía siempre inquieta, daba vueltas por el recinto, enjuagando la copa de champán de Britney una vez que ella se la hubo bebido, limpiando una encimera que no necesitaba limpieza, acomodando las sillas en torno a la mesa de desayuno.
—Me caso el sábado —dije.
La noticia le sorprendió. Había estado casado con mi madre sólo un breve lapso, y se arrepintió a las pocas horas de hacer los votos. El matrimonio no le va.
—¿Con esa chica, Llewellyn? —preguntó.
—Sí.
—¿Y crees que es una buena idea?
—La mejor que nunca he tenido.
Britney dejó de mirar por la ventana y me clavó los ojos con aire especulativo. Para ella, una boda significaba un regalo, el obsequio de un padre, y se disponía a defender sus intereses.
Aquella niña mimada no me producía ni el menor enfado. Me entristecía, pues podía ver su futuro, profundamente desdichado, sin necesidad de ningún sexto sentido.
Admito que también me daba un poco de miedo, porque era veleidosa y enseguida se dejaba llevar por arrebatos iracundos. La simpleza y la intensidad de su autoestima aseguraban que nunca dudaría de sí misma, que nunca se le ocurriría que podía sufrir consecuencias desagradables por ningún acto que pudiese cometer. Decididamente, no tenía un futuro halagüeño.
A mi padre le agradan las mujeres inestables, en las que la ira bulle siempre, casi a flor de piel. Cuanto más evidente es que esa inestabilidad indica un genuino desorden psicológico, más le excitan. El sexo sin peligro no le atrae.
Todas sus amantes encajan en ese perfil. No parece dedicar demasiado tiempo a buscarlas. Se diría que, percibiendo su necesidad, atraídas por misteriosas vibraciones o feromonas especiales, ellas lo encuentran a él con infalible regularidad.
En una ocasión me dijo que, cuanto más inestable sea una mujer, más caliente será en la cama. Me recomendaba que ligara con chifladas. He aquí un consejo paterno que preferiría no haber recibido.
Mientras yo le añadía café a mi barriga llena de Pepsi, soltó una de las suyas.
—¿Está embarazada esa Llewellyn?
—No.
—Eres demasiado joven para casarte —dijo—. Te queda mucho. Mi edad es la adecuada para sentar cabeza.
Estas palabras iban dedicadas a Britney. Nunca se casaría con ella. Más adelante, la pobre recordaría esa afirmación como una promesa. Cuando la abandonara, la pelea sería más épica que la de Godzilla contra Mothra.
Tarde o temprano, alguna de sus hembras, en un momento de especial inestabilidad emocional, lo mutilará o lo matará. Creo que, en algún nivel profundo de su inconsciente, él lo sabe. Pero la amenaza no parece preocuparle.
—¿Qué tienes en la frente? —preguntó Britney.
—Un apósito.
—¿Te caíste borracho o algo así?
—Algo así.
—¿Te peleaste?
—No. Es una lesión doméstica provocada por un tenedor.
—¿Un qué?
—Un tenedor me impactó en la cabeza.
Las reiteraciones parecen no gustar a cierta gente. Su expresión se agrió.
—¿Con qué mierda te diste?
—Estoy hasta las cejas de cafeína —admití.
—Cafeína… vaya cuento.
—Pepsi, café y pastillas. Y chocolate. El chocolate contiene cafeína. Comí unos bizcochos con chocolate. Y donuts de chocolate.
—El sábado no es un buen día —dijo mi padre, que seguía a lo suyo—. No podemos. Tenemos otros planes que es imposible cancelar.
—Esta bien —respondí—. Entiendo.
—Ojalá nos hubieras avisado con tiempo.
—No hay problema. No esperaba que pudierais venir.
—¿Qué clase de imbécil anuncia su boda sólo tres días antes de la ceremonia? —preguntó Britney.
—Tranquila —le aconsejó mi padre.
El motor psicológico de Britney carece de una marcha tranquila.
—Bueno, maldita sea, es un tío muy raro.
—Eso no ayuda —le advirtió mi padre en tono melifluo.
—Pero es cierto —insistió ella—. Como si no hubiésemos hablado de eso unas trescientas veces. No tiene coche, vive en un garaje…
—Encima de un garaje —corregí.
—Se pone la misma ropa todos los días, es amigo de todos los idiotas perdedores del pueblo, aspira a ser policía, como si fuese uno de los muchachos que les llevan agua a los futbolistas y creen que así entrarán en el equipo, y es un tío raro de primera…
—No conseguirás que discuta contigo —dije.
—Un tío raro de primera, mira cómo viene aquí, drogado con quién sabe qué, hablando de bodas y de «lesión doméstica provocada por un tenedor». Por favor.
—Soy un tío raro —admití con sinceridad—. Lo reconozco, lo acepto. No hay motivo para discutir. Paz.
Mi padre no logró poner en su voz una nota de sinceridad, aunque lo intentó.
—No digas eso. No eres un tío raro.
No conoce mi don sobrenatural. Cuando cumplí siete años y mi sexto sentido, antes débil e inconstante, se volvió más poderoso y fiable, no acudí a él en busca de consejo.
Le oculté cuidadosamente mi rareza, en parte porque supuse que me acosaría para que le señalase qué números de la lotería iban a ser premiados, cosa que no puedo hacer. Imaginé que me exhibiría ante los medios de comunicación, haría de mi rareza un espectáculo televisivo, o incluso vendería acciones sobre mi persona a especuladores dispuestos a financiar una asesoría y un número de teléfono para hacer consultas psíquicas pagadas por minuto.
Me levanté del taburete.
—Creo que ya sé por qué he venido aquí.
Cuando me dirigí a la puerta de la cocina, mi padre me hizo una seña con aire suplicante.
—Realmente sería bueno que escogieras otro sábado.
Me volví hacia él.
—Creo que vine aquí porque ir a casa de mi madre me da miedo.
Britney se puso detrás de mi padre, apretando su cuerpo casi desnudo contra el de él. Le rodeó con los brazos, de modo que sus manos quedaron sobre el pecho. Él no intentó rechazarla.
—Hay algo con lo que estoy bloqueado —dije, más para mí mismo que para ninguno de ellos—. Algo que tengo la desesperada necesidad de saber… o de hacer. Y de algún modo, por algún motivo, tiene que ver con mamá. De alguna manera, ella tiene la respuesta.
—¿Repuesta? —preguntó con incredulidad—. Sabes perfectamente bien que tu madre es la fuente menos adecuada para obtener respuestas.
Asomándose con perversidad por encima del hombro izquierdo de mi padre, Britney deslizó sus manos lentamente por el musculoso pecho y luego por el abdomen, plano como el parche de un tambor.
—Siéntate —dijo mi padre—. Te serviré otro café. Si tienes un problema del que necesitas hablar, hablemos.
La mano derecha de Britney se movió vientre abajo; las yemas de sus dedos hurgaron provocativamente bajo la goma de la cintura de sus pantalones cortos.
Él quería que yo viera el deseo que inspiraba en la voluptuosa joven. Como corresponde a un hombre débil, se jactaba de ser un semental, y su orgullo era tan grande que le saturaba la mente, haciéndole incapaz de ver la vergüenza que le daba a su hijo.
—Ayer fue el aniversario de la muerte de Gladys Presley —dije—. Después de perderla, su hijo lloró inconteniblemente durante días y estuvo de luto un año entero.
Apareció una arruga casi imperceptible en la frente tratada con botox de mi padre, pero Britney estaba demasiado absorta en su juego como para que me dedicara alguna atención. Sus ojos centellearon con algo que podía haber sido burla o triunfo, mientras la mano derecha se iba metiendo cada vez más en los pantalones cortos color caqui.
—Él también quería a su padre. Mañana es el aniversario de la muerte del propio Elvis. Creo que lo buscaré para contarle lo afortunado que fue desde el día mismo en que nació.
Salí de la cocina, de la casa.
Él no me acompañó a la salida. Yo no esperaba que lo hiciera.