Para tratarse de un muerto que ya no participaba en las intrigas y juegos de este mundo, Robertson demostraba una notable ferocidad. Parecía tan furioso como cuando le había visto desde el campanario de San Bartolomé. Su cuerpo, semejante a una colonia de setas, ahora parecía poderoso, a pesar de su flaccidez. La rabia endurecía y afilaba su rostro blando de facciones borrosas.
En la camisa no se veían orificios de bala, quemaduras de pólvora ni mancha alguna. A diferencia de Tom Jedd en El Mundo del Neumático, que llevaba su propio brazo amputado y fingía emplearlo como rascador de espalda, Robertson se negaba a sí mismo que estuviera muerto y prefería no exhibir su herida mortal, del mismo modo que Penny Kallisto se había manifestado al principio sin marcas en el cuello y sólo había mostrado las señales de estrangulamiento cuando estuvo en compañía de Harlo Landerson, su asesino.
Muy agitado, Robertson recorría la cocina a zancadas. Me dirigió una mirada de odio, con ojos más salvajes y febriles que los de los coyotes de la Iglesia del Cometa Susurrante.
Al obligarlo a manifestarse, yo le había convertido, involuntariamente, en un peligro para su cómplice, que también era su asesino. Pero quien había apretado el gatillo no había sido yo. Era evidente que el odio que sentía por mí sobrepasaba al que le tenía a quien lo había matado; de no haber sido así, se aparecería en otro lugar.
Daba vueltas, del horno a la nevera, del fregadero al horno, mientras yo recogía el teléfono móvil que había dejado caer un momento antes. Muerto me preocupaba mucho menos que cuando lo supuse vivo, en el cementerio.
Mientras me colocaba el móvil en el cinturón, Robertson se me acercó. Se irguió ante mí. Sus ojos eran de un color gris como de hielo sucio, pero transmitían el calor de su furia.
Le miré a los ojos, sin retroceder. He aprendido que no es prudente demostrar miedo en estos casos.
Sus pesadas facciones recordaban, sin duda, a una seta, pero de las variedades más carnosas. Era un champiñón tipo Portobello. Sus labios exangües descubrían dientes que habían tenido poco trato con el cepillo.
Tendiendo el brazo, lo pasó por detrás de mí y me posó la mano derecha sobre la nuca.
La mano de Penny Kallisto era seca y tibia, la de Robertson, húmeda y fría. Por supuesto, no era su verdadera mano, sino sólo parte de una aparición, y su tacto, una sensación fantasmal que sólo yo percibía; pero la naturaleza de tales toques revela la personalidad de los espíritus.
Aunque no reculé ante el contacto ultraterreno, noté que me encogía por dentro al pensar en aquel degenerado manipulando los diez recuerdos de su congelador. Seguramente ya no le bastaba el placer de la simple contemplación de sus trofeos. Tal vez los descongelara de vez en cuando para incrementar su excitación y evocar un recuerdo más vivido de cada muerte, y quizá pellizcara, acariciara, sobara, retorciera y les diera tiernos besos a los macabros recuerdos.
Ningún espíritu, por maligno que sea, puede perjudicar a un ser viviente con sólo tocarlo. Éste es nuestro mundo, no el de ellos. Sus golpes nos atraviesan, sus mordiscos no nos hacen sangrar.
Cuando se dio cuenta de que no me acobardaría, Robertson retiró la mano de mi cuello. Su ira se redobló, se triplicó, convulsionando su rostro hasta convertirlo en la máscara de una gárgola.
Hay una forma en la que ciertos espíritus pueden dañar a los vivos. Si su personalidad es lo suficientemente perniciosa, si entregan sus corazones al mal hasta que la malevolencia degenera y se convierte en un incurable cáncer espiritual, pueden invocar la energía de su rabia demoníaca y descargarla sobre objetos inanimados.
Es lo que hacen a los que llamamos espíritus. En una ocasión, una de esas entidades me hizo perder un flamante equipo de música, así como la bonita placa del premio a la escritura creativa que había ganado en el concurso de la escuela secundaria en el que Pequeño Ozzie era juez.
Tal como lo hizo con la sacristía de San Bartolomé, el encolerizado espíritu de Bob Robertson la emprendió con la cocina. De sus manos surgían flujos de energía, visibles para mí. Hacía que el aire se estremeciera de forma parecida a los círculos concéntricos que produce una piedra al caer al agua.
Las puertas de los aparadores se abrían y se cerraban con estrépito, produciendo un estruendo aún más ruidoso y carente de sentido que los discursos que manan de la boca de un político charlatán. Los platos salían volando de los estantes, cortando el aire con un zumbido como el del disco lanzado por un atleta olímpico.
Me agaché para esquivar un vaso, que se estrelló contra la puerta del horno, con una lluvia esquirlas. Otros vasos se rompían contra paredes, aparadores, encimeras.
Los espíritus son pura furia ciega y desesperación destructiva. Carecen de control y de capacidad de apuntar a un objetivo. Sólo pueden dañarte de forma indirecta, con algún golpe afortunado. Claro que una decapitación, por más que sea indirecta o fortuita, te puede arruinar el día.
Al son de los aplausos de las puertas de los aparadores, que se abrían y cerraban, Robertson arrojó rayos de poder con ambas manos. Dos sillas se pusieron a danzar, zapateando sobre el linóleo, golpeando contra las patas de la mesa.
Los cuatro reguladores de gas de la cocina giraron sin que nadie los tocara. Cuatro llamas de gas se encendieron en sendos quemadores, alumbrando la oscura cocina con una misteriosa y temblorosa luz azul.
Atento a la posibilidad de que me alcanzase algún proyectil mortal, me fui alejando de Robertson en dirección a la puerta por la que había entrado a la casa.
Un cajón se abrió de golpe y de su interior salió una cacofonía de cubiertos, que tintineó y relució en flotante frenesí, como si unos espectros hambrientos aplicaran cuchillos, tenedores y cucharas a una cena tan invisible como ellos mismos.
Vi cómo los cubiertos venían hacia mí —pasaron a través de Robertson sin afectar a su ectoplásmica forma— y me puse de perfil, alzando los brazos para protegerme el rostro. Los cubiertos me buscaron como el hierro al imán, y me vapulearon. Un tenedor logró atravesar mis defensas y me pinchó la frente, antes de seguir su camino rastrillándome el cabello.
Cuando la punzante lluvia de acero inoxidable cayó al suelo, detrás de mí, me atreví a bajar los brazos.
Robertson, como si fuese un gran gnomo que retozara al compás de una música oscura, que sólo él podía oír, lanzaba puñetazos y arañazos al aire, sin dejar de retorcerse; parecía aullar y gritar, pero se debatía en el total silencio de la mudez de los difuntos.
El compartimento superior de la vieja nevera se abrió como impulsado por un resorte, vomitando cervezas, refrescos, la bandeja de jamón, mermelada de fresa, en un diluvio regurgitante que se derramó con estruendo por el suelo. Los anillos de cierre saltaron y cervezas y refrescos manaron de sus botes, que giraban como trompos.
La nevera misma comenzó a vibrar, golpeando con violencia los aparadores que la flanqueaban. Los cajones para verduras se tambalearon; las repisas de rejilla tintinearon.
Apartando a puntapiés los botes de cerveza y la cubertería, seguí rumbo a la puerta que daba al tejadillo.
Un monstruoso estruendo retumbó y me advirtió de que la muerte se aproximaba hacia mí, deslizándose sobre el suelo.
Salté hacia la izquierda, resbalando en un espumoso charco de cerveza, donde había una cuchara doblada.
La nevera, con su macabra carga de partes corporales en el congelador, pasó junto a mí deslizándose a toda velocidad, y se estrelló contra la pared con tal violencia que ésta se resquebrajó.
Me precipité a refugiarme a la sombra del tejadillo, cerrando la puerta de golpe a mis espaldas.
Dentro, el tumulto continuaba; golpes y choques, chasquidos y estallidos.
No esperaba que el torturado espíritu de Robertson me siguiera, al menos durante un rato. Por lo general, una vez que un espíritu se ha embarcado en un frenesí destructivo, se agita sin control hasta quedar exhausto, momento en que, confundido, vuelve a errar hasta una región del purgatorio ubicada entre este mundo y el otro.