Mucho después de que Toda la noche con Shamus Cocobolo hubiera terminado su emisión y de que los últimos compases de Glenn Miller volasen por la estratosfera hacia lejanas estrellas, sin discos de Elvis para consolarme, conduje bajo el sol por las silenciosas calles de Pico Mundo, preguntándome dónde se habrían metido todos los bodachs.
Me detuve en una gasolinera para echar combustible al Chevy e ir el baño. En el manchado espejo del lavabo, mi rostro, macilento y con los ojos hundidos, parecía el de un hombre perseguido.
En la tienda de la gasolinera compré una Pepsi pequeña con tapón de rosca y un frasco de pastillas de cafeína.
Con la ayuda química de las pastillas, la cola y el azúcar de la bandeja de bizcochos que me había dado la señora Sánchez, podría mantenerme despierto. Si sería capaz o no de pensar claramente bajo ese régimen no estaría del todo claro hasta que las balas comenzaran a volar.
Como no tenía nombre ni rostro que ponerle al colaborador de Robertson, mi magnetismo psíquico no me llevaría a él. Conducir al azar no me serviría de nada.
Con un propósito bien definido, me dirigí a Camp’s End.
La tarde anterior, el jefe había ordenado que la casa de Robertson fuese puesta bajo vigilancia; pero, al parecer, la custodia había sido levantada. Con el jefe malherido y todo el departamento en estado de gran conmoción, alguien había decidido distribuir los recursos de otra manera.
De pronto, me di cuenta de que tal vez el motivo del atentado contra el jefe no fuese únicamente endilgarme un segundo homicidio. Quizá el compinche de Robertson hubiera querido eliminar a Wyatt Porter para que el departamento de policía de Pico Mundo estuviese aturdido, desorientado y lento a la hora de responder a la inminente crisis, fuera la que fuese.
En lugar de aparcar al otro lado de la calle, una manzana más allá de la casita de color amarillo con la puerta azul descolorida, detuve el Chevy junto a la acera situada justo ante la vivienda. Bajé y me dirigí valientemente al tejadillo.
Mi carné de conducir aún cumplía su misión fundamental. El pasador hizo un ruido, abrí la puerta y entré a la cocina.
Durante un minuto, me quedé parado en el umbral, escuchando. El ronroneo del motor de la nevera. Leves rechinamientos y crujidos indicaban que las juntas de la vieja casa se iban expandiendo poco a poco por el creciente calor del nuevo día.
El instinto me dijo que estaba solo.
Fui directamente al ordenado despacho. En ese momento no hacía funciones de estación de llegada de bodachs.
Desde la pared, por encima de los archivadores, McVeigh, Manson y Atta me contemplaban como si fueran conscientes de mi presencia.
Me senté frente al escritorio y volví a revisar el contenido de los cajones buscando nombres. En mi visita previa, no le había atribuido mayor valor a la pequeña libreta de direcciones, pero ahora la repasé con interés.
Contenía menos de cuarenta nombres y direcciones. Ninguno me resultó familiar.
No volví a estudiar los resúmenes de las cuentas bancarias, pero me quedé mirándolos, pensando en los 58.000 dólares en efectivo que Robertson había retirado a lo largo de los dos últimos meses. Cuando encontré su cuerpo, tenía más de cuatro mil en los bolsillos.
Si uno fuese un sociópata rico interesado en financiar asesinatos en masa bien planeados, ¿de qué tamaño sería el circo de sangre que podía adquirir por unos 54.000 dólares?
No había dormido, la cabeza me zumbaba por la cafeína y el azúcar me mareaba; pero podía responder a esa pregunta sin pensar.
Sería un circo demasiado grande. Te podrías comprar un circo de muerte de tres pistas, balas, explosivos, gas venenoso, prácticamente todo menos una bomba nuclear.
En algún lugar de la casa, una puerta se cerró. No de golpe. Se cerró silenciosamente, con un sonido sordo al que siguió un chasquido.
Moviéndome sigilosa pero velozmente, fui a la puerta del despacho y salí al vestíbulo.
Ningún intruso a la vista. Sólo yo.
La puerta del cuarto de baño y la del dormitorio estaban, como antes, abiertas.
La del ropero del dormitorio era corredera. No podía haber producido el sonido que había oído.
Consciente de que la muerte suele ser la recompensa tanto del temerario como del timorato, entré a la sala de estar con prisa pero con cautela.
La puerta de vaivén de la cocina tampoco había hecho aquel ruido. La de entrada estaba cerrada, como la había dejado.
En la esquina delantera izquierda de la sala había un armario empotrado. Dentro, dos chaquetas, unas pocas cajas de cartón selladas y un paraguas.
Entré en la cocina. Nadie.
Tal vez lo que había oído fuese el movimiento de un intruso que se marchaba. Lo cual significaba que había alguien en la casa cuando llegué; y que se había escabullido en el momento en que consideró que yo estaba distraído.
La transpiración me bañó la frente. Una gota solitaria me resbaló por la nuca produciéndome un escalofrío antes de rodarme por el espinazo hasta el coxis.
El calor matinal no era la única causa de mis sudores.
Volví al despacho y encendí el ordenador. Eché un vistazo a los programas de Robertson, estudié sus directorios, encontré una colección de inmundicias bajadas de Internet. Archivos de pornografía sádica. Pornografía infantil. Otros sobre asesinatos en serie, mutilación ritual, ceremonias satánicas.
Nada parecía conducir a su colaborador, al menos con la premura necesaria para resolver con éxito la presente crisis. Apagué el ordenador.
Si hubiera tenido el gel desinfectante que la enfermera había usado en el hospital, me habría echado media botella en las manos.
Durante mi primera visita a la siniestra casa, había hecho un registro rápido, que di por concluido cuando hice la cantidad suficiente de descubrimientos perturbadores como para alertar al jefe sobre Robertson. Aunque un reloj marcaba la cuenta atrás en mi cabeza, esta vez investigué de forma más concienzuda, agradeciendo que la casa fuera pequeña.
En el dormitorio, en el cajón de una cómoda, encontré varios cuchillos de distintos tamaños y curioso diseño. Había frases en latín grabadas en las hojas de los primeros que examiné.
Aunque no sé latín, intuí que, si alguien me traducía aquellas palabras, resultarían ser tan perversas como cortante era la hoja, muy afilada en cualquier caso.
Otro cuchillo tenía inscritos jeroglíficos, desde el mango hasta la punta. Los pictogramas eran tan incomprensibles para mí como el latín, pero reconocí algunas de las estilizadas imágenes: llamas, halcones, lobos, víboras, escorpiones…
En un segundo cajón encontré un pesado cáliz de plata. Grabado con obscenidades. Lustrado. Frío entre mis manos.
Aquel cáliz blasfemo era una odiosa parodia del que contiene el vino consagrado en la misa católica. Las adornadas asas simulaban crucifijos invertidos: Cristo cabeza abajo. Tenía una inscripción latina en el borde y, en el copón mismo, imágenes grabadas de hombres y mujeres desnudos, en distintos actos de acoplamiento antinatural.
En el mismo cajón encontré una caja, un relicario negro, lacado, también decorado con imágenes pornográficas. En los lados y la tapa de este pequeño estuche, una serie de coloridas representaciones de una escabrosa degradación, pintadas a mano, representaban a hombres y mujeres copulando, no entre sí, sino con chacales, hienas, cabras y serpientes.
En las iglesias corrientes, una caja así contiene la eucaristía, hojas de pan ázimo para la comunión. Aquella caja rebosaba de obleas negras como el carbón, moteadas de rojo.
El pan ázimo exhala un aroma sutil y atractivo. El contenido del relicario tenía un olor igualmente leve, pero repelente. Primer olor: a hierbas. Segundo: a fósforos quemados. Tercero: a vómito.
Había más parafernalia satánica en la cómoda, pero con lo que había visto ya tenía suficiente.
Nunca he podido entender cómo hay adultos que se pueden tomar en serio los disfraces peliculeros y los ridículos rituales del satanismo de moda. Sí comprendo que atraiga a ciertos muchachos de catorce años, porque a algunos de ellos las cambiantes oscilaciones de las hormonas les hacen perder un poco la razón. Pero no a los adultos. Incluso era de suponer que sociópatas como Bob Robertson y su desconocido amigote, por más que fueran devotos de la violencia y anduvieran mal de la azotea, tuvieran la suficiente claridad de juicio como para ver lo absurdos que son estos juegos de noche de Valpurgis.
Volví a meter los artículos en los cajones de la cómoda y los cerré.
Un golpecito me sobresaltó. El suave sonido de unos nudillos.
Miré a la ventana del dormitorio, esperando ver un rostro al otro lado del cristal, tal vez el de un vecino. Sólo la dura luz del desierto, las sombras de los árboles y el jardín marrón.
El golpe se volvió a oír, quedo, como antes. No sólo tres o cuatro golpecitos seguidos. Una andanada de pequeños toques, que duró quince o veinte segundos.
Fui a la sala de estar, me acerqué a la ventana que se abría junto a la entrada y entreabrí con cuidado las grasientas cortinas. No había nadie frente a la puerta.
El único coche aparcado frente a la casa era el Chevy de la señora Sánchez. El cansino perro que había visto pasar por la calle el día anterior volvió a cruzarla; tenía la cabeza gacha y la cola más baja que la cabeza.
Al recordar el bullicio de los pendencieros cuervos del tejado durante mi visita anterior, dejé de mirar por la ventana y me concentré en el techo, escuchando.
Cuando pasó un minuto sin que los golpes se repitieran, entré a la cocina. En algunas zonas, el vetusto linóleo crujía bajo mis pasos.
Necesitaba ponerle nombre al colaborador de Robertson, pero no se me ocurría qué podía suministrarme tal información en una cocina. De todas maneras, registré los cajones y armarios. Casi todos estaban vacíos; sólo había unos pocos platos, media docena de vasos y una cantidad mínima de cubiertos.
Fui a la nevera, porque Stormy, sin duda, me preguntaría si esta vez había comprobado si contenía cabezas cortadas. Cuando abrí la puerta, encontré cervezas, bebidas sin alcohol, parte de un jamón en conserva colocado sobre una bandeja, medio pastel de fresas y otros alimentos y condimentos de uso corriente.
Al lado del pastel de fresas, un recipiente de plástico transparente contenía cuatro velas negras, de unos veinte centímetros de largo. Tal vez las conservara en la nevera porque, de no hacerlo, el calor del verano las ablandaría y las deformaría en aquella casa sin aire acondicionado.
Junto a las velas había un frasco sin rótulo, lleno de lo que parecían ser dientes sueltos. Lo miré más de cerca y confirmé que contenía docenas de molares, premolares, incisivos y caninos. Dientes humanos. Los suficientes como para llenar al menos cinco o seis bocas.
Me quedé mirando el frasco un buen rato, tratando de imaginar cómo habría obtenido esa extraña colección. Cuando decidí que prefería no pensar en ello, cerré la puerta.
Si no hubiera encontrado nada fuera de lo común en la nevera, no habría abierto el congelador. Ahora me sentía obligado a registrar más a fondo.
El congelador era un profundo compartimento ubicado bajo la nevera. Cuando lo abrí, el aire caliente de la cocina succionó una fugaz nubecilla de niebla fría del cajón.
Dos recipientes rosados y amarillos me resultaron conocidos: el helado de Burke & Bailey’s que Robertson había adquirido la pasada tarde. Nuez con jarabe de arce y chocolate a la mandarina.
Además había unos diez recipientes opacos y con tapas rojas, de la forma y el tamaño que se suelen emplear para guardar lasaña. No los habría abierto de no haber sido porque los de la parte superior del montón tenían rótulos a prueba de congelación escritos a mano: «Heather Johnson», «James Deerfield».
Al fin y al cabo, lo que yo buscaba eran precisamente nombres.
Cuando saqué los primeros recipientes, vi más nombres en las tapas de los que estaban debajo de ellos: Lisa Belmont, Alyssa Rodríguez, Benjamín Naden…
Comencé con Heather Johnson. Cuando quité la tapa roja, encontré los pechos de una mujer.