Si hubiese conocido el nombre, o al menos el rostro del que tenía que buscar, habría intentado poner en práctica el procedimiento del magnetismo psíquico recorriendo Pico Mundo hasta que mi sexto sentido me pusiera en contacto con él. Pero el hombre que había matado a Bob Robertson y que deseaba asesinar a otros en el día que estaba por llegar no tenía nombre ni cara para mí, y ponerme a buscar un fantasma sería un desperdicio de gasolina y de tiempo.
La ciudad dormía; sus demonios, no. Había bodachs por todas partes, en grupos más nutridos y temibles que cualquier jauría de coyotes, cruzando la noche en lo que parecía ser un éxtasis de expectación.
Pasé frente a casas donde las sombras vivientes se apiñaban en enjambres de forma particularmente inquisitiva. Al principio, traté de recordar cada una de esas residencias encantadas, pues aún creía que las personas que les interesaban a los bodachs eran las que serían asesinadas entre el amanecer y el ocaso que estaban por venir.
Aunque nuestro pueblo es pequeño comparado con una ciudad, la construcción de nuevos barrios ha elevado su población a cuarenta mil almas. El condado tiene medio millón de habitantes. Sólo conozco a una minúscula parte de ellos.
La mayoría de las casas infestadas de bodachs pertenecían a personas que yo no conocía. No tenía tiempo de presentarme a todos, ni esperanzas de ganarme su confianza hasta el punto de que, siguiendo mi consejo, cambiaran sus planes para el miércoles, como lo había hecho Viola Peabody.
Considere la conveniencia de detenerme en las casas de los que conocía para pedirles que me hicieran una lista de cada uno de los lugares donde esperaban pasar la siguiente tarde. Si había suerte, tal vez descubriera que todos tenían un destino común.
Ninguno pertenecía a mi pequeño círculo íntimo de amigos. No conocían mi don sobrenatural, pero muchos me consideraban un excéntrico más o menos agradable y no les sorprenderían ni mi visita inesperada ni mis preguntas.
Pero si buscaba esa información en presencia de los bodachs, me granjearía sus sospechas. Una vez que me prestaran atención, no tardarían en descubrir mi singularidad.
Recordé al niño inglés de seis años que había hablado de los bodachs en voz alta. En cuanto lo hizo, un camión que perdió el control lo aplastó contra un muro de bloques de cemento. El impacto fue tan poderoso que muchos de los bloques se desintegraron, se convirtieron en grava y polvo y dejaron al descubierto la estructura de hierro que vertebraba el material.
Aunque el conductor, un joven de veintiocho años, gozaba de una salud perfecta, su autopsia reveló que había sufrido un infarto cerebral agudo que lo había matado al instante.
El infarto debió de acabar con el camionero en el preciso instante en que llegaba a lo alto de una cuesta, al pie de la cual se encontraba el niño inglés. Al analizar la escena del accidente, la policía llegó a la conclusión de que el ángulo de la ladera, en relación con la calle que la cruzaba debajo, debería haber provocado que el camión se desviara y chocara contra el muro a unos diez metros del lugar donde realmente había chocado. Evidentemente, en algún punto del descenso el cuerpo muerto del conductor se había reclinado sobre el volante modificando el trayecto que marcaba la pendiente, que, según la física, debía de haber salvado al niño.
Sé más sobre los misterios del universo que aquellos que, como tú, son incapaces de ver a los muertos que se quedan con nosotros, pero no entiendo más que una diminuta fracción de la verdad de nuestra existencia. Sin embargo, al menos he llegado a una conclusión basada en lo que conozco: las casualidades no existen.
Percibo a escala macroscópica lo que los físicos nos dicen que ocurre en la microscópica. Incluso en el caos hay orden, intención, y un extraño sentido que nos incita a investigar y tratar de comprender, a menudo con resultados decepcionantes.
De modo que no me detuve en ninguna de las casas que acechaban los bodachs, ni desperté a los que dormían para que respondieran a mis urgentes preguntas. En algún lugar había un conductor saludable y un camión inmenso que sólo necesitaban un oportuno derrame cerebral y un adecuado fallo en los frenos para cruzarse, de pronto, en mi camino.
Lo que hice fue conducir hasta casa del jefe Porter mientras trataba de decidir si me atrevería a despertarlo a las tres de la madrugada.
Desde que nos conocemos, sólo había interrumpido su sueño en dos ocasiones. La primera, yo estaba mojado y embarrado, y aún llevaba uno de los grilletes —de hecho, iba arrastrando un trozo de cadena— con los que unos hombres malvados y amargados me habían ligado a dos cadáveres antes de arrojarme al lago Mala Suerte. La segunda vez que lo desperté fue porque una crisis requería su atención.
La actual crisis aún no nos había alcanzado, pero se aproximaba. Me pareció que debía saber que Bob Robertson no era un criminal solitario, sino un conspirador.
Lo difícil sería transmitirle esta información de forma convincente, pero sin revelar que había encontrado a Robertson muerto en mi baño y que, violando muchas leyes sin miramientos, me había llevado su cadáver a algún lugar menos comprometedor.
Cuando doblé la esquina a media manzana de la casa de Porter, me sorprendió ver que, a pesar de lo tarde que era, había luces encendidas en muchas casas. La del jefe era la más iluminada.
Conté cuatro coches patrulla de la policía frente a la casa. Todos habían sido aparcados deprisa, en diagonal al bordillo. Todavía estaba encendida la luz giratoria sobre el techo de uno de ellos.
En el jardín delantero, barrido por una rítmica alternancia de olas de luz roja y azul, cinco oficiales departían. Su actitud sugería que se consolaban unos a otros.
Mi intención inicial era aparcar frente a la casa del jefe. Habría telefoneado a su número privado después de inventarme una historia que evitara toda mención a mi reciente transformación en taxista de un muerto.
Pero lo que hice, sin poder evitar que el corazón me diera un vuelco, fue abandonar el Chevy en la calle, junto a uno de los coches patrulla. Apagué las luces, pero dejé el motor en marcha, con la esperanza de que ningún policía se acercara lo suficiente como para notar que no tenía puestas las llaves.
Conocía a los cinco oficiales del jardín. Cuando corrí en dirección a ellos, se volvieron hacia mí.
Sonny Wexler, el más alto, duro y callado del grupo, extendió un robusto brazo como para evitar que me metiera en la casa.
—Aguarda, espera aquí, chaval. La policía científica está trabajando ahí.
Hasta ese momento, no había notado que Izzy Maldonado estaba en el jardín delantero. Interrumpió alguna actividad que hacía de rodillas para incorporarse y estirar la espalda.
Izzy trabaja para el laboratorio forense del departamento del sheriff del condado de Maravilla, que presta servicio a la policía de Pico Mundo. Cuando apareciera el cadáver de Robertson en aquel cobertizo, lo más probable era que el técnico que peinara la escena con meticulosidad en busca de pistas fuese precisamente Izzy.
Aunque sentía una desesperada necesidad de saber qué había ocurrido, no podía hablar. No podía tragar. Era como si una masa de engrudo me obstruyera la garganta.
Intentando en vano tragar la fantasmagórica obstrucción que, como bien sabía, no era más que un reflejo de la emoción que me estrangulaba, pensé en Gunther Holstein, el muy querido profesor de música y director de la banda escolar de Pico Mundo, que frecuentemente experimentaba dificultades para tragar. En pocas semanas, su estado se agravó. Antes de que se lo diagnosticaran, el cáncer de esófago se le había propagado hasta la laringe.
Como no podía tragar, bajó de peso a toda velocidad. Los médicos le aplicaron radioterapia con la intención de quitarle después todo el esófago y hacerle uno nuevo con un trozo de su propio colon. La radioterapia no funcionó. Murió antes de que le operaran.
Por lo general, Gunny Holstein, flaco y consumido, tal como estaba en sus últimos días, pasa el tiempo sentado en una mecedora en el porche de la casa que él mismo construyó. Mary, su mujer durante treinta años, aún vive allí.
Durante sus últimas semanas de vida, Gunny perdió la capacidad de hablar. Quería decirle muchas cosas a Mary —cómo ella sacaba lo mejor de él, cuánto la amaba—, pero no podía escribir con la sutileza y la emoción que habría empleado si pudiese hablar. Ahora se queda entre nosotros, lamentándose por lo que no dijo, e ilusionándose en vano con la idea de que, como fantasma, algún día dará con la forma de hablarle.
Un cáncer que enmudece habría sido casi una bendición si hubiese servido para evitar hacerle a Sonny Wexler la pregunta que le hice.
—¿Qué ha ocurrido?
—Creí que lo sabías —dijo—. Supuse que habrías venido por eso. Le dispararon al jefe.
Otro oficial, Jesús Bustamante, intervino furioso.
—Hace cerca de una hora, algún hijo puta le dio tres tiros al jefe, en su propio porche.
El estómago se me revolvió una vez, y otra, y otra más, casi al compás de la luz giratoria del coche patrulla cercano, y la fantasmagórica obstrucción de mi esófago se volvió real cuando una oleada amarga emergió del fondo de mi garganta.
Debí de ponerme pálido, o tal vez las rodillas se me aflojaran haciendo que me tambaleara, pues Jesús me pasó el brazo por la espalda para sostenerme y Sonny Wexler se apresuró a calmarme.
—Tranquilo chaval, tranquilo, el jefe vive. Está mal, pero vive, es un luchador.
—Los médicos están trabajando en este momento —intervino Milly Munday, cuya mancha de nacimiento de color vino, que ocupaba un tercio de la cara, parecía relucir extrañamente en la noche. Le hacía asemejarse a un chamán pintado que se dispusiera a transmitir portentosas advertencias sobre males inminentes.
—Se pondrá bien. Tiene que hacerlo. Quiero decir, ¿qué haríamos sin él?
—Es un luchador —repitió Sonny.
—¿En qué hospital está? —pregunté.
—En el General del Condado.
Corrí al coche que había dejado en la calle.