La Iglesia del Cometa Susurrante había sido erigida, hacía ya más de veinte años, en un trozo de desierto, junto a la autopista estatal, a unos pocos cientos de metros del límite de la ciudad de Pico Mundo.
Sede de un culto inusual, nunca se pareció, en realidad, a una iglesia. En la noche clara y estrellada, la construcción principal —un cobertizo prefabricado de sesenta metros de largo y dieciocho de ancho, semicilíndrico, de chapa acanalada, con ojos de buey— parecía una nave espacial, medio sepultada en la tierra, a la que hubieran quitado el cono del morro.
Acurrucados entre árboles muertos y moribundos, casi totalmente ocultos por el moteado camuflaje de las sombras y de la pálida luz lunar, otros cobertizos del mismo tipo, pero más pequeños, rodeaban el perímetro de la propiedad. En su día fueron las barracas donde habitaban los fieles creyentes.
El fundador de la iglesia, Caesar Zedd Jr., aseguraba, y era lo que predicaba, que recibía mensajes susurrados, por lo general en sueños, pero a veces también despierto, de inteligencias extraterrestres que habitaban en una nave que, alojada en un cometa, se iba acercando a la Tierra. Estos extraterrestres decían ser los dioses que habían creado a los seres humanos y todas las demás especies del planeta.
La mayor parte de los habitantes de Pico Mundo había dado por sentado que los servicios de la Iglesia del Cometa Susurrante culminarían algún día en una comunión a base de KoolAid envenenado que causaría cientos de muertes. Pero lo que puso en cuestión la sinceridad de la fe religiosa de Zedd fue que él y todos sus clérigos fueron acusados y condenados por regentar la mayor organización mundial de producción y distribución de éxtasis.
Cuando la iglesia dejó de existir, una empresa que se hace llamar la Sociedad para la Protección de la Primera Enmienda —en realidad, la mayor operadora de librerías para adultos, bares de topless, páginas web pornográficas y karaokes de Estados Unidos— obtuvo, mediante la intimidación, una licencia del condado de Maravilla para explotar el lugar. Transformaron el establecimiento en un tétrico parque temático sexual. Pusieron letras luminosas a la enseña original de la iglesia y la ampliaron para que dijera: «Iglesia del Cometa Susurrante: bar de topless, librería para adultos, paraíso de la hamburguesa».
Los rumores afirman que las hamburguesas y las patatas fritas eran excelentes y que la promesa de refrescos adicionales gratis era generosamente mantenida. Pero el establecimiento jamás logró atraer a las familias aficionadas a comer fuera o a las parejas de profesionales acomodados que son esenciales para el éxito de cualquier restaurante.
La empresa, conocida localmente con el nombre de Hamburguesa Susurrante, proporcionaba considerables ganancias, a pesar de que debía cubrir pérdidas en el área de comidas. El bar de topless, la librería para adultos —que no ofrecía libros, aunque sí miles de cintas de video— y el prostíbulo —que no era mencionado en la solicitud original de licencia para operar— aportaban enormes cantidades de dinero a este oasis del desierto.
Aunque los abogados de la corporación, valientes defensores de la Constitución, se apañaron para mantener las puertas abiertas a pesar de tres condenas por operar una red de prostitución, la Hamburguesa Susurrante se derrumbó después de que tres prostitutas fueran tiroteadas por un cliente desnudo, bajo el efecto del PCP y de dosis excesivas de Viagra.
La propiedad pasó a manos del condado, como compensación por impuestos y multas impagados. A lo largo de los últimos cinco años, el abandono de todo mantenimiento y los infatigables esfuerzos del desierto por recuperar lo suyo habían reducido lo que una vez fue la orgullosa morada de dioses extraterrestres a pura herrumbre y ruina.
En su momento de esplendor, la iglesia había modificado el paisaje para transformarlo en un paraíso terrenal con lozano césped, diversas variedades de palmeras, helechos, bambúes y enredaderas floridas. La breve estación lluviosa del desierto no alcanzó para preservar semejante edén, que necesitaba de riego diario.
Cuando salí de la autopista interestatal, apagué las luces y conduje entre las curiosas sombras que la luna hacía proyectar a las palmeras secas. Un camino asfaltado lleno de baches y muy resquebrajado llevaba a la parte trasera del edificio principal, y de allí a la zona de los cobertizos más pequeños.
No me agradaba dejar el coche en marcha, pero quería salir de allí deprisa. Sin llaves, me resultaría imposible encender el motor rápidamente si se producía una emergencia.
Con la linterna que había metido en la bolsa de plástico, partí en busca del lugar adecuado para ocultar el indiscreto cuerpo.
El Mojave había recuperado el aliento. Una perezosa ráfaga de olor a matas secas, arena caliente y la extraña vida del desierto soplaba desde el este.
Cada uno de los diez cobertizos que la iglesia había empleado a modo de barracones había albergado a sesenta fieles, hacinados en literas como las de un fumadero de opio. Cuando la iglesia se reemplazó por un burdel con hamburguesas, algunas de aquellas estructuras fueron vaciadas, tabicadas y redecoradas, para que sirvieran de acogedora morada a las furcias que concedían lo que las bailarinas del bar de topless sólo prometían.
En los años transcurridos desde que la propiedad había quedado abandonada, personas impulsadas por una curiosidad morbosa habían explorado y dañado el edificio principal y todos los barracones. Las puertas estaban forzadas. Algunas pendían de sus goznes corroídos.
En la tercera barraca que inspeccioné, el pasador de la puerta aún funcionaba lo suficientemente bien como para mantenerla cerrada.
No quería dejar el cadáver en un espacio al que los coyotes pudieran acceder fácilmente. Robertson había sido un monstruo, yo aún estaba convencido de que ése era el caso; sin embargo, más allá de lo que hubiese hecho o fuera capaz de hacer, no podía entregar sus restos a la indignidad que la abuelita Sugars temía que le tocara en suerte si caía muerta en medio de una partida de póquer contra contendientes de corazón duro.
Tal vez los coyotes no coman carroña. Tal vez sólo comen lo que matan.
Pero en el desierto habitan muchos más seres vivientes de los que puede imaginarse a primera vista. A buena parte de éstos les agradaría cenar un plato tan carnoso como el cuerpo de Robertson.
Tras acercar cuanto pude el Chevy a la construcción escogida —a unos tres metros de su puerta—, me tomé un minuto para reunir el coraje necesario para lidiar con el cadáver. Me tomé dos tabletas de antiácido.
Durante el trayecto, Bob Robertson no había preguntado ni una vez: «¿Falta mucho para llegar?». Pero aun así, y contra toda lógica, no confiaba en que se mantuviera muerto.
Sacarlo del coche resultó más fácil que meterlo, pero en un momento dado su gran cuerpo gelatinoso tembló dentro de la sábana que lo amortajaba, haciéndome sentir que manejaba algo parecido a una bolsa llena de víboras venenosas.
Una vez que lo arrastré hasta la puerta del cobertizo, que mantenía entornada con la linterna, me detuve a enjugarme el sudor que me chorreaba por la frente. Fue entonces cuando vi los ojos amarillos. Cerca del suelo, a seis o siete metros de mí, me contemplaban con inconfundible hambre.
Recogí apresuradamente la linterna y enfoqué su haz precisamente sobre aquello que buscaba evitar: un coyote llegado del desierto para explorar las construcciones. Grande, nervudo, tosco, de frente y mandíbula protuberantes, su naturaleza era menos perversa que la de muchos seres humanos, pero en ese momento parecía un demonio salido de las puertas del infierno.
La linterna no lo espantó, lo que sugería que tenía una peligrosa seguridad en presencia de humanos; y que tal vez no estuviese solo. Barrí la oscuridad de las inmediaciones con la linterna y descubrí que, por detrás y un poco a la derecha de la primera, había otra bestia agazapada.
Hasta hace poco, los coyotes rara vez atacaban a niños y nunca a los adultos. A medida que los asentamientos humanos avanzan sobre sus campos de caza, se vuelven más audaces y agresivos. En el transcurso de los últimos cinco años, en California muchos adultos habían sido seguidos y, a veces, atacados.
Estos dos no parecían considerarme temible en absoluto, sólo sabroso.
Escruté el suelo que había ante mí, en busca de una piedra, y me decidí por un trozo de cemento que se había desprendido del borde de una acera. Se lo arrojé a la más cercana de las fieras. El proyectil golpeó el asfalto a unos quince centímetros de mi objetivo y, rebotando, se perdió en la oscuridad.
El primer coyote se alejó del punto del impacto, pero no se marchó. El segundo, siguiendo el ejemplo del otro, se quedó donde estaba.
El asmático ronquido del coche en marcha no incomodaba a los coyotes, pero a mí me preocupaba. La Hamburguesa Susurrante es un lugar aislado; no era de suponer que alguien pudiera estar lo suficientemente cerca como para que el rugido del motor provocase su curiosidad. Pero si ya había otros intrusos en el lugar, el ruido taparía, el sonido de sus movimientos.
No podía afrontar dos problemas como aquéllos al mismo tiempo. Ocultar el cuerpo era más urgente que ocuparme de los coyotes.
Tal vez cuando regresara los depredadores ya se habrían marchado siguiendo el rastro de algún conejo u otra presa fácil.
Arrastré el cadáver amortajado a través del umbral y, una vez en el interior del cobertizo, cerré la puerta detrás de mí.
Un vestíbulo que se extendía a lo largo del recinto conducía a un baño y cuatro habitaciones. Cada una de éstas había sido el lugar de trabajo de otras tantas prostitutas.
Mi linterna alumbró polvo, telas de araña, dos botellas de cerveza vacías y abejas muertas por doquier…
Después de tantos años, el aire aún olía un poco a velas aromatizadas, incienso, perfume, fragantes aceites. Bajo esa mezcla débil pero dulce, se percibía un olor más leve y acre, quizá el de la orina de los animales que habían pasado por allí.
Hacía tiempo que alguien se había llevado todo el mobiliario. En dos de las habitaciones, sendos espejos colocados en el techo sugerían cuál había sido el emplazamiento de las camas. Las paredes estaban pintadas de un intenso color rosa.
Había dos ojos de buey en cada habitación. Casi todos sus cristales estaban rotos seguramente por la acción de chavales armados con escopetas de aire comprimido.
En la cuarta habitación, los dos ventanucos estaban intactos. Allí ningún carroñero mayor podría acceder al cadáver.
Uno de los cordones de zapatillas que cerraban la mortaja se había roto. Un extremo del inmundo paquete se abrió y el pie izquierdo de Robertson quedó a la vista.
Pensé en llevarme los cordones y la sábana. Se trataba de posibles nexos con mi persona, aunque lo cierto es que eran de marcas tan corrientes y que se vendían en tantas tiendas que con tales pruebas no bastaría para condenarme.
Cuando me incliné para quitarlos, en mi mente surgió la imagen de la herida del pecho de Robertson. Y, en mi recuerdo, oí la voz de mi madre: «¿Quieres apretar el gatillo por mí? ¿Quieres apretar el gatillo?».
He practicado mucho lo de alejar de mi mente ciertos recuerdos de infancia. Me fue muy fácil acallar ese susurro hasta convertirlo en silencio.
Pero expulsar de mi recuerdo la imagen de la herida de Robertson no era tan sencillo. Ese agujero húmedo latía en mi memoria como si su corazón muerto siguiera palpitando por debajo de él.
Cuando, en mi baño, le había abierto la camisa para constatar su grado de lividez y había visto el orificio en la carne amoratada, algo me había instado a mirar más de cerca. Asqueado por mi propio impulso morboso y, de hecho, asustado por él, temeroso de que mi fascinación demostrara que mi madre me había pervertido hasta extremos de los que yo no era consciente, me había resistido a acercar la mirada y, desviándola, había vuelto a abrocharle la camisa.
Ahora, agachado junto a Robertson, bregando por deshacer los nudos del cordón restante, traté de cerrar el recuerdo de la rezumante herida; pero ésta siguió palpitando en mi mente.
El gas del cadáver hinchado ascendió con una serie de gorgoteos, que culminaron en lo que pareció ser un suspiro salido de los labios del muerto, enfundado en su velo de algodón.
Ya no podía permanecer ni un segundo más junto al cadáver y, tras ponerme en pie de un salto, huí de la habitación rosa llevándome la linterna. Cuando ya iba por la mitad del vestíbulo, me di cuenta de que había dejado la puerta abierta. Regresé y la cerré, para darle al cadáver una protección adicional contra los grandes carroñeros del desierto.
Empleé el faldón de mi camiseta para limpiar los pomos de las puertas de todas las habitaciones que había investigado. Después, arrastrando los pies sobre las pisadas que había dejado al entrar, revolví la gruesa capa de polvo que cubría el suelo, con la esperanza de no dejar huellas nítidas.
Cuando abrí la puerta de salida, el haz de mi linterna se reflejó en los ojos de los tres coyotes que se interponían entre el Chevy en marcha y yo.