Capítulo 31

Mi mobiliario de segunda mano —demasiado estropeado y vulgar como para que las tiendas donde compra Stormy lo acepten—, mis libros de bolsillo, prolijamente dispuestos en los estantes hechos de ladrillos y tablones, mis carteles enmarcados de Charles Laughton en el papel de Quasimodo, de Mel Gibson en el de Hamlet y del ET de la película homónima —tres personajes ficticios con los que me identifico por distintas razones—, el Elvis de cartón con su sonrisa perpetua…

Desde el vano de la puerta todo parecía seguir como lo había dejado antes de salir para el trabajo el martes por la mañana.

La puerta estaba cerrada con llave y no mostraba indicios de haber sido forzada. Al rodear el edificio, no había, visto ventanas rotas.

Ahora no sabía si dejar la puerta abierta para facilitar una salida apresurada o encerrarme con llave para asegurarme de que nadie entrara. Después de pensármelo durante bastante tiempo, cerré la puerta con cuidado y eché el cerrojo.

A excepción del ocasional chillido de un ave nocturna, que entraba por las dos ventanas con mosquitero que había dejado abiertas para ventilar, el silencio era tan profundo que el sonido de una gota de agua que cayó en el fregadero hizo que mis tímpanos se estremecieran.

Como tenía la certeza de que alguien quería que cogiese la pistola, pero no me costaba nada rechazar su seducción, pasé por encima de ella.

Una de las ventajas de vivir en una sola habitación, con el sillón a pocos pasos de la cama y ésta a poca distancia de la nevera, es que buscar a un intruso sólo lleva unos minutos. Tu presión sanguínea nunca llega a elevarse lo suficiente como para que te dé un infarto si todo lo que debes hacer es mirar detrás del sofá y en el único armario.

Sólo me quedaba registrar el baño.

La puerta estaba cerrada. Yo la había dejado abierta.

Siempre la dejo así después de ducharme, pues el baño tiene una sola ventana, pequeña, apenas un ventanuco, y un extractor de aire que hace tanto ruido como una batería aporreada por un intérprete de heavy metal, aunque desplaza menos aire. Si no dejara la puerta abierta, el baño sería invadido por agresivos mohos mutantes, aficionados a la carne humana, y yo me vería obligado a lavarme en el fregadero.

Me quité el móvil del cinturón, dudando si llamar o no a la policía para denunciar un allanamiento.

Pero si los oficiales llegaban y se encontraban con la realidad de que en el baño no había nadie, yo quedaría como un estúpido. Se me ocurrieron otras posibilidades que me harían quedar como algo peor.

Miré la pistola. Si había sido puesta allí con cuidadoso cálculo, con la intención de que yo la recogiera, ¿por qué alguien quería que la tuviera en mis manos?

Tras poner el teléfono sobre la encimera, me acerqué a la puerta del cuarto de baño y escuché con atención. Sólo percibí el rutinario canto del ave nocturna y, tras una larga pausa, otra gota de agua al caer en el fregadero.

El pomo giró sin resistencia. La puerta se abrió hacia dentro.

Alguien había dejado encendida una luz.

Soy cuidadoso con el ahorro de electricidad. Tal vez sólo sean unos centavos, pero un cocinero de comida rápida que pretende casarse no puede permitirse dejar luces encendidas o música sonando para entretener a las arañas o a los espíritus que tal vez visiten sus aposentos cuando él no está.

Con la puerta abierta de par en par, el pequeño cuarto de baño no ofrecía ningún escondite para un intruso, aparte de la bañera, oculta por la cortina.

Siempre cierro la cortina después de ducharme, pues si la dejara amontonada en un lado no se secaría bien. El moho no tardaría en instalarse entre los pliegues húmedos.

Desde que me había ido de allí el martes por la mañana, alguien había corrido la cortina. Esa persona, o tal vez otra, yacía boca abajo en la bañera.

Parecía haberse caído allí, o haber sido arrojada como un peso muerto. Ninguna persona viva yacería en una posición tan incómoda, con el rostro contra el desagüe, el brazo derecho retorcido a su espalda, en un ángulo tan tortuoso que hacía pensar que tenía el hombro dislocado, o incluso los músculos desgarrados.

Los dedos de la pálida mano que se veía estaban curvados en una rígida garra. No se estremecían, tampoco temblaban.

En el borde de la bañera más lejano a mí, una pequeña mancha de sangre se había secado en el esmalte.

La sangre derramada en cantidades apreciables huele; cuando está fresca, no es un aroma desagradable, sino sutil, nítido y aterrador. Y allí no había ni rastro de ese olor.

Una brillante mancha de jabón líquido en la repisa de azulejos junto al lavabo y un rastro espeso de espuma en la bañera sugerían que el asesino se había lavado las manos con vigor tras el ataque, tal vez con intención de eliminar sangre o delatores rastros de pólvora.

Tras secarse, había arrojado la toalla a la bañera. Estaba sobre la cabeza del muerto.

Sin darme cuenta de lo que hacía, salí del cuarto de baño retrocediendo. Me quedé al otro lado de la puerta.

Mi corazón latía a un ritmo muy distinto de la melodía del ave nocturna.

Volví a mirar la pistola en la alfombra, muy cerca de la puerta de entrada. Quedaba claro que mi instintiva reticencia a tocar el arma había sido prudente, por más que seguía sin entender del todo el significado de lo que había ocurrido allí.

Mi móvil estaba sobre la encimera, y el teléfono fijo del apartamento en la mesilla, junto a la cama. Pensé a quién podía telefonear y a quién no. Ninguna opción me pareció atractiva.

Para entender mejor la situación, debía ver el rostro del cadáver.

Regrese al cuarto de baño. Me incliné sobre la bañera. Evitando los dedos agarrotados y retorcidos, tiré de la ropa y, con algún esfuerzo, le di la vuelta, poniéndolo primero de lado y después de espaldas.

La toalla se le deslizó de la cara.

Los ojos de Bob Robertson aún eran de un gris desvaído, pero ya no tenían su característico aire de extraña diversión. Se enfocaban ahora con más fijeza que en vida. Su mirada parecía atentamente clavada en una visión lejana, como si, en el instante final de su existencia, hubiera atisbado algo que lo había sobresaltado más, que lo había aterrado infinitamente más que la mera cara de su asesino.