El Mojave había dejado de respirar. Los pulmones muertos del desierto ya no exhalaban la perezosa brisa que nos había acompañado mientras Stormy y yo caminábamos hasta su apartamento.
Regresé a casa a buen paso, por calles y callejuelas, por una senda que cruza un terreno baldío, por un canal de desagüe que llevaba meses seco, y otra vez por calles y callejuelas.
Había bandas de bodachs por todas partes.
Primero los vi desde lejos; eran una docena o más, y gateaban a toda velocidad. Cuando iban por lugares oscuros, sólo se distinguía un tumulto de sombras, pero al pasar bajo las farolas o frente al farol de algún porche, se veía bien lo que eran. Sus ágiles movimientos y su postura amenazadora hacían pensar en panteras en busca de presas.
Una casa de estilo georgiano, en Hampton Way, era un imán para los bodachs. Cuando pasé por allí, con buen cuidado de mantenerme en la acera de enfrente, vi veinte o treinta siluetas negras como la tinta. Algunas salían y otras entraban por los resquicios de los marcos de las ventanas o por las hendiduras de las jambas de las puertas.
Bajo la luz de la entrada, un bodach se agitaba y se retorcía como si fuese presa de un ataque de locura. Después se metió por la cerradura de la puerta principal.
Otros dos salieron de la casa, filtrándose por el mosquitero que cubría un respiradero del desván. Manejándose sobre el plano vertical de la fachada con tanta facilidad como si fueran arañas, bajaban por los muros hasta el tejadillo, desde donde saltaban al patio.
Aquél era el hogar de la familia Takuda: Ken, Micali y sus tres hijos. No se veía luz en ninguna ventana. Los Takuda descansaban, sin saber que un enjambre de espíritus malévolos, más silenciosos que las cucarachas, reptaba por sus habitaciones y los miraba mientras dormían.
Sólo podía deducir que uno de los Takuda, o todos ellos, estaban destinados a morir aquel mismo día en el incidente violento, sea cual fuere, que había atraído tales cantidades de bodachs a Pico Mundo.
La experiencia me había enseñado que esos espíritus se suelen congregar en lugares donde está a punto de suceder algo horrible, como en la residencia de ancianos Buena Vista antes del terremoto. En este caso, sin embargo, no creía que los Takuda fueran a morir en su casa, como tampoco creía que Viola y sus hijas perecieran en su pintoresca cabaña.
Esta vez, los negros heraldos no se concentraban en un solo lugar. Estaban por toda la ciudad, y debido a lo inusual de su cantidad y su comportamiento, deduje que visitaban a las víctimas en potencia antes de congregarse en el lugar donde tendría lugar el derramamiento de sangre.
Me apresuré a alejarme de casa de los Takuda, sin mirar atrás. Me preocupaba la posibilidad de que, si prestaba siquiera la más mínima atención a las horrendas criaturas, acabarían notando que las percibo.
En Eucalyptus Way, otros bodachs invadían la casa de Morrie y Rachel Melman.
Desde que Morrie se retiró de su cargo de superintendente del distrito escolar de Pico Mundo, no se resiste a sus biorritmos diarios, y acepta el hecho de que es noctámbulo por naturaleza. Pasa esas silenciosas horas dedicado a sus diversas aficiones e intereses. Mientras Rachel duerme a oscuras en el piso superior, una cálida luz ilumina la planta baja.
Las características siluetas sombrías de los bodachs, de pie pero encorvados, se recortaban en todas las ventanas de la planta baja. Un incesante movimiento parecía apoderarse de las habitaciones; el aroma de la muerte inminente producía a los bodachs una violenta y delirante excitación.
Uno u otro grado de este silencioso frenesí habían caracterizado su conducta desde que, camino al trabajo, los había visto hacía menos de veinticuatro horas. La intensidad de su maligno éxtasis daba alas a mi creciente miedo.
En aquella noche infestada, me encontré mirando al firmamento con recelo, casi esperando ver un enjambre de bodachs sobre las estrellas. Sin embargo, ningún ala fantasmal oscurecía la luna o las constelaciones que, desde Andrómeda a Vulpécula, brillaban sin impedimento.
Como, al parecer, no tienen masa, a los bodachs no debería afectarles la gravedad. Pero nunca les vi volar. Aunque son sobrenaturales, parecen limitados por varias leyes de la física, si no por todas.
Cuando llegué a Marigold Lane, me sentí aliviado al ver que la calle donde vivo parecía libre de esas bestias.
Pasé por el punto en el que había detenido el Pontiac Firebird 400 de Harlo Landerson. En comparación con lo que ocurría en aquel momento, el comienzo del día parecía muy llevadero.
Una vez que su asesino fue identificado y quedó imposibilitado para atacar a otras niñas, Penny Kallisto estuvo en paz con el mundo y siguió su camino. Ese éxito me dio la esperanza de que podría evitar o minimizar la inminente carnicería que había atraído a legiones de bodachs a nuestra ciudad.
No había luces encendidas en casa de Rosalía Sánchez. Siempre se acuesta temprano, pues se levanta antes del amanecer, ansiosa por comprobar si sigue siendo visible.
No me acerqué a su garaje por el camino de entrada. Crucé el jardín lateral, deteniéndome en cada roble, reconociendo el terreno con cautela.
Cuando decidí que ni Robertson ni ningún otro enemigo me aguardaban en el jardín, di la vuelta al garaje. Aunque nadie acechaba, desperté a una liebre que dormía en una mata de lirios y que, al pasar junto a mí, me hizo alcanzar una marca inédita en la disciplina deportiva del salto de miedo.
Mientras subía por las escaleras exteriores que llevan a mi apartamento, observé las ventanas, atento al movimiento delator de alguna cortina.
Los dientes de la llave sonaron con suavidad al accionar los resortes internos de la cerradura. Giré el pomo y abrí la puerta.
Al encender la luz, lo primero que vi fue el arma. Una pistola.
Como mi amigo es el jefe Porter y Stormy es mi prometida, sabría cuál es la diferencia entre un revólver y una pistola aunque mi madre no me hubiera instruido acerca de todo lo referente a las armas de fuego en muchas y aterradoras ocasiones.
La pistola no había sido arrojada sin más al suelo, sino que parecía haber sido colocada con el mismo cuidado con que un joyero pone en exposición un collar de diamantes sobre un cojín de terciopelo negro. Alguien la había ubicado de forma tal que la luz daba una calidad casi erótica a sus contornos. Quienquiera que la hubiese dejado, lo había hecho con la esperanza de que yo, seducido, la recogiera. Parecía una trampa.