Era el momento de la medianoche en que las escobas tienen licencia para volar y, según el gran termómetro digital del Bank of América, la temperatura había caído hasta un glacial valor de treinta y dos grados.
Una perezosa brisa cruzaba la ciudad, naciendo y muriendo una y otra vez, como si la herrumbre atascara los mecanismos de los dioses del viento. Caliente y seca, la brisa atravesaba ficus, palmeras y Jacarandas en crujientes y espasmódicos susurros.
Las calles de Pico Mundo estaban en silencio. Cuando la brisa contenía el aliento, se oía el ruido de las cajas de control de los semáforos al cambiar la luz del verde al ámbar y de éste al rojo.
Mientras nos dirigíamos al apartamento de Stormy, permanecimos alerta, temerosos de que Bob Robertson saltase como un muñeco con resorte desde su escondite tras un coche aparcado o en un soportal.
Además de la agitación de las hojas que lamía el aire, no había más movimiento que el de los veloces giros de una bandada de murciélagos que perseguía a una nube de polillas. Atravesaron el fulgor de las farolas y, pasando frente a la luna, siguieron rumbo a Casiopea.
Stormy vive a tres manzanas de Pico Mundo Grille. Caminábamos de la mano, en silencio.
Mi decisión era irrevocable. A pesar de sus objeciones, ella sabía tan bien como yo que mi única opción era hacer cuanto pudiera por ayudar al jefe Porter a detener a Robertson antes de que cometiera la masacre que llevaba tres años atormentando mi sueño.
Cualquier cosa que dijésemos sobre el tema no sería más que repetición inútil de una discusión trillada. Y allí, en el lado oscuro de una ominosa madrugada, la charla intrascendente carecía de encanto.
La vieja casa victoriana de dos plantas había sido dividida en cuatro apartamentos. Stormy vive en la mitad derecha de la planta baja.
No esperábamos que Robertson nos estuviera aguardando allí. Aunque se había enterado de quién era yo, no por ello tenía que saber dónde vivía Stormy. Si estaba acechándome, mi apartamento sobre el garaje de Rosalía Sánchez era mejor lugar para hacerlo que el apartamento de Stormy.
Sin embargo, cuando entramos, primero al vestíbulo y luego a su apartamento, la prudencia nos hizo proceder de manera cauta. Dentro, el aire fresco tenía una leve fragancia de albaricoque. Al cerrar la puerta, el Mojave quedó muy lejos.
Había tres dormitorios, baño y cocina. Encendió las luces y fue directamente a su cuarto, donde guarda la pistola de calibre nueve milímetros.
Sacó el cargador, se cercioró de que tuviera todas las balas y, con un chasquido seco, volvió a montarlo en el arma.
Desconfío de todas las armas de fuego, en todo momento y en todo lugar; a no ser que estén en manos de Stormy. Podría dormir una plácida siesta aunque ella tuviese el dedo sobre el botón detonador de un arma nuclear.
Verificamos rápidamente las ventanas. Estaban cerradas, como ella las había dejado.
El monstruo no se había colado en los armarios.
Mientras Stormy se cepillaba los dientes y se preparaba para irse a la cama, telefoneé a Bolos Green Moon y oí un mensaje grabado en el que detallaban sus horarios, servicios y precios. Abrían al público a las once de la mañana, de jueves a domingo, y a la una de la tarde de lunes a miércoles.
La hora más próxima a la que Robertson podía entrar a la bolera con intenciones de matar sería la una, cuando abriera sus puertas.
En Pico Mundo y alrededores hay dos multicines, con un total de veinte pantallas. Por teléfono, me enteré de que la película que Viola quería llevar a ver a sus hijas se proyectaba en dos salas de uno de ellos. Memoricé los horarios. La primera sesión era a la una y diez de la tarde.
Una vez en el dormitorio, doblé la colcha, me quité los zapatos y me tendí sobre la delgada manta a esperar a Stormy.
Ella tenía su humilde morada amueblada con artículos del Ejército de Salvación y de las tiendas de segunda mano de Goodwill; pero el resultado no es sórdido ni carente de personalidad. Tiene talento para el diseño ecléctico y para discernir la magia de objetos que otros sólo verían como trastos viejos, curiosos o incluso absurdos.
Lámparas de pie con pantallas de seda y flecos de cuentas, sillas de estilo Stickley combinadas con rechonchos reposapiés victorianos, tapizados, grabados de Maxfield Parrish, alegres floreros y adornos de vidrio iridiscente. La mezcla no debería funcionar, pero funciona. Es el apartamento más acogedor que conozco.
El tiempo parece suspendido en ese lugar.
Allí estoy en paz. Olvido mis preocupaciones. Los problemas de fantasmas y crepés se diluyen.
Allí nadie puede hacerme daño.
Allí sé cuál es mi destino, y estoy conforme con él.
Allí vive Stormy, y donde ella vive, yo crezco.
Sobre su cama, enmarcada y tras un cristal, está la tarjeta de la máquina de la buenaventura: «Estáis destinados a vivir juntos para siempre».
Hacía cuatro años, en la feria del condado, nos encontramos con que un grotesco dispositivo llamado momia gitana nos aguardaba en un recoveco oscuro de una gran tienda repleta de juegos inusuales y atracciones macabras.
La máquina, de más de dos metros de alto, recordaba a una cabina telefónica antigua. Hasta una altura de un metro, estaba completamente cerrada. La parte superior tenía cristal en tres de sus lados.
Albergaba a una contrahecha figura femenina, ataviada con un completo disfraz de gitana, incluidas multitud de baratijas y un pañuelo de colorines. Sus manos retorcidas, huesudas, marchitas, descansaban sobre los muslos. El verde de sus uñas parecía deberse más al moho que al esmalte.
Una placa colocada en la base de la máquina anunciaba que se trataba del cadáver momificado de una gitana enana. Fue famosa por la precisión de sus augurios y pronósticos en la Europa del siglo XVIII.
La moteada piel del rostro se le adhería a los huesos. Tenía los párpados y los labios cosidos con hilo negro.
Lo más probable es que no se tratara, como decían, de una obra que la muerte había esculpido en un cuerpo, sino del resultado de la habilidad de un artista que había empleado yeso, papel y látex.
Cuando Stormy y yo descubrimos a la momia gitana, otra pareja acababa de meter veinticinco centavos en la máquina. La mujer se inclinó hacia el orificio enrejado que se abría en el cristal y preguntó en voz alta:
—Momia gitana, dinos, ¿Johnny y yo gozaremos de un matrimonio largo y feliz?
El hombre, que evidentemente era Johnny, pulsó el botón de «respuesta» y una tarjeta se deslizó en una bandeja de latón. La leyó en voz alta.
—«Sopla un viento frío y cada noche parece durar mil años».
Ni Johnny ni su futura esposa parecieron considerar que fuera la respuesta adecuada a su pregunta, pues volvieron a intentarlo. Él leyó la segunda tarjeta.
—«El tonto salta del acantilado, pero es invierno y el lago está congelado».
La mujer, creyendo que la momia gitana no había oído bien la pregunta, la repitió.
—¿Johnny y yo gozaremos de un matrimonio largo y feliz?
El enamorado leyó la tercera tarjeta:
—«El huerto de árboles apestados produce frutos venenosos».
Y la cuarta.
—«Una piedra no alimenta, y la arena no sacia la sed».
Con irracional persistencia, la pareja gastó otras cuatro monedas de veinticinco centavos, en busca de una respuesta coherente. Cuando iban por la quinta tarjeta, comenzaron a discutir. Mientras Johnny leía la número ocho, el viento frío que pronosticara la primera ya soplaba con fuerza de galerna entre ellos.
Al marcharse Johnny y su enamorada, Stormy y yo consultamos a la momia gitana. Una única moneda bastó para que nos asegurara que estábamos destinados a permanecer juntos eternamente.
Cuando Stormy cuenta esta historia, afirma que, una vez que nos concedió lo que la otra pareja buscaba, la enana momificada le guiñó un ojo.
No vi ese guiño. No entiendo cómo sería posible que un párpado cosido hiciese ese truco sin que se le soltara ni un punto.
Stormy vino a la cama donde yo aguardaba bajo la enmarcada tarjeta de la momia gitana. Llevaba unas sencillas bragas de algodón blanco y una camiseta de Bob Esponja.
El conjunto de todas las modelos del catálogo de Victoria’s Secret, con sus ligas, minúsculas bragas y sujetadores picantes apenas tiene una fracción del atractivo erótico de Stormy en bragas de colegiala y camiseta de Bob Esponja.
Se tumbó de lado y, apretándose contra mí, me puso la cabeza en el pecho para escuchar mi corazón. Había mucho que oír.
A menudo, le agrada acurrucarse así hasta que se queda dormida. Soy el barquero en quien confía para que la lleve remando por el mar de los sueños que serenan su alma.
—Si me quieres… ya estoy lista —dijo después de un rato de silencio.
No soy ningún santo. Había utilizado mi carné de conducir para meterme en casas a las que no me habían invitado. Respondo a la violencia con violencia y nunca ofrezco la otra mejilla. He tenido suficiente cantidad de pensamientos contaminados como para destruir la capa de ozono. Suelo hablar mal de mi madre.
Pero cuando Stormy se me ofreció, pensé en la niña huérfana que el mundo conocía por el nombre de Bronwen. Sola y aterrada a los siete años, adoptada y aparentemente a salvo, hasta descubrir que su nuevo padre no quería una hija sino un juguete sexual. Me era demasiado fácil imaginar su confusión, su miedo, su humillación, su vergüenza.
También pensé en Penny Kallisto y en la caracola que me había dado. De la pulida cavidad rosada de aquella concha había salido la voz de un monstruo que hablaba el lenguaje de la lujuria enloquecida.
Aunque yo no confundía mi limpia pasión con el enfermizo deseo y el bestial egoísmo de Harlo Landerson, no podía eliminar de mi memoria su áspero jadeo, sus bestiales gruñidos.
—Ya casi es sábado —le dije a Stormy—. Y tú me enseñaste que contenerse es hermoso.
—¿Y si el sábado no llega nunca?
—Tendremos este sábado y miles más —le aseguré.
—Te necesito —dijo.
—¿Eso es nuevo?
—Por Dios, no.
—Tampoco es nuevo para mí.
La abracé. Escuchó mi corazón. Su pelo azabache se despeinaba contra mi rostro, y mi ánimo se elevaba hasta lo más alto.
No tardó en murmurar algo a alguien a quien al parecer le agradaba encontrarse en sueños. El barquero había cumplido su tarea y Stormy ya navegaba entre sus sueños.
Me deslicé de la cama sin despertarla, la arropé, cubriéndole los hombros con la sábana y la delgada manta, y bajé la luz de la lámpara hasta su intensidad mínima. No le agrada despertarse en la oscuridad.
Me puse las zapatillas, la besé en la frente y salí del dormitorio. En la mesilla, su pistola de nueve milímetros le hacía compañía.
Apagué las otras luces que habían quedado encendidas en el apartamento, salí al vestíbulo común y cerré la puerta con la llave que ella me había dado.
La puerta principal de la casa de apartamentos tenía un gran óvalo de cristal reforzado. Los bordes biselados de los cristales, con forma de mosaico, daban una visión fragmentaria y distorsionada del porche.
Apliqué un ojo a un trozo de cristal plano para ver el exterior con más claridad. Al otro lado de la calle había aparcada una furgoneta camuflada de la policía.
Hacer cumplir la ley en Pico Mundo no requiere muchas operaciones clandestinas. El departamento de policía sólo tiene dos unidades camufladas.
El ciudadano medio no reconocería ninguna de ellas. Debido a mi colaboración con el jefe en muchos casos, he viajado en ambas y las conozco bien.
La corta y gruesa antena de onda corta era lo que delataba de forma más flagrante que el vehículo pertenecía a las fuerzas del orden.
Yo no le había pedido al jefe que le diera protección a Stormy; a ella le habría molestado que albergaran la simple idea de que no podía cuidarse sola. Tiene su pistola, su certificado de un curso de defensa personal y su orgullo.
El peligro para ella, si lo había, existía sólo cuando yo la acompañaba. Bob Robertson tenía asuntos pendientes conmigo, no con mi novia.
Semejante cadena de razonamientos me llevó a darme cuenta de que tal vez el jefe Porter me estuviera protegiendo a mí y no a Stormy.
Lo más probable era que no se tratase de protección, sino de vigilancia. Robertson me había rastreado hasta casa de Pequeño Ozzie y me había vuelto a encontrar en San Bartolomé. Tal vez el jefe me vigilara con la esperanza de que Robertson volviera a husmear mi rastro, momento en que lo podría detener para interrogarlo sobre los actos de vandalismo en la iglesia.
Entendía su forma de pensar, pero no me agradaba que me usaran como cebo sin tener la educación de preguntarme antes si no me molestaba llevar un anzuelo clavado en el culo.
Además, cuando me hago cargo de las responsabilidades propias de mi don sobrenatural, a veces recurro a tácticas que la policía no aprueba. El jefe lo sabe. Estar bajo protección y vigilancia policial me cohibiría. Si actuaba en mi habitual forma impulsiva, haría más difícil aún la posición del jefe Porter.
En lugar de abrir la entrada principal, fui hasta el extremo del vestíbulo y salí por la puerta trasera. Un pequeño terreno alumbrado por la luna llevaba a un garaje con capacidad para cuatro vehículos, junto al cual se abría un portillo que daba a un callejón.
El policía que conducía la camioneta pensaría que me vigilaba a mí, pero ahora oficiaba de custodio de Stormy. Y ella no podría enfadarse conmigo, porque yo no había pedido que le dieran protección.
Estaba cansado, pero aún no tenía sueño. De todas maneras, me fui a casa.
Tal vez Robertson me estuviera aguardando y tratara de matarme. Quizá yo sobreviviera, lo dominara y llamara al jefe, terminando así con el asunto.
Tenía cifradas mis esperanzas en un encuentro violento con una conclusión satisfactoria.