Capítulo 28

Cuando salimos del Mustang, el familiar callejón se perdía, hacia el norte y hacia el sur, en una oscuridad más profunda que la de cualquier otra noche que yo recordara. La luz de la luna dejaba ver muy poco.

Sobre la entrada trasera, que daba a la cocina, resplandecía una lámpara de seguridad. Pero la oscuridad parecía empujar su luz, más que deshacerse ante ella.

Cuando llegamos al último peldaño, Stormy señaló el firmamento hacia el norte.

—Casiopea.

Estrella a estrella, identifiqué los puntos de la constelación.

En la mitología clásica, Casiopea era la madre de Andrómeda, que fue salvada de un monstruo marino por el héroe Perseo, quien también mató a Medusa.

Stormy Llewellyn, hija de Casiopea, es lo suficientemente estelar como para merecer que una constelación lleve su nombre. Sin embargo, yo no he matado a ninguna Gorgona, ni soy ningún Perseo.

Terri salió a la puerta cuando llamé, recuperó las llaves del coche e insistió en que entrásemos a tomar un café o una copa.

La luz de dos velas bailaba agradablemente sobre las paredes de la cocina agitada por frescos soplos de aire acondicionado. Cuando llamamos, Terri estaba sentada a la mesa. Había una pequeña copa de licor de melocotón sobre el hule de cuadros rojos y blancos.

Como de costumbre, la música de fondo de su vida era Elvis; esta vez sonaba Wear my Ring around your Neck.

Sabíamos que hacía tiempo que esperaba nuestra visita. Ése era el motivo por el cual Stormy no aguardó al pie de los peldaños de entrada.

Terri sufre a veces de insomnio. Aun cuando el sueño le llega con facilidad, las noches son largas.

Incluso en las ocasiones en que cuelga el cartel de «cerrado» en la puerta del Grille, a las nueve, y después de que el último parroquiano se marche entre las nueve y las diez, aunque beba café descafeinado o se tome algo más fuerte, siempre acaba consumiendo también una botella de soledad.

Su esposo, Kelsey, que había sido su novio del instituto, llevaba muerto nueve años. El cáncer fue implacable, pero como era un luchador de infrecuente tesón, morir le costó tres años.

Cuando le diagnosticaron un tumor maligno, juró que no dejaría sola a Terri. Tenía la voluntad, pero no el poder de mantenerse fiel a su juramento.

En sus años finales, el inquebrantable buen humor y el callado coraje con que Kelsey libró su larga lucha contra la muerte hicieron que el amor y el respeto de Terri por él, que siempre habían sido muchos, se hicieran todavía más hondos.

En cierto modo, Kelsey mantuvo su promesa de no abandonar a Terri. Su fantasma no se ha quedado en el Grille ni en ningún otro lugar de Pico Mundo, pero habita en la vivida memoria de ella, que lleva su recuerdo grabado en el alma.

Al cabo de tres o cuatro años, el dolor se estabilizó. Creo que la sorprendió comprobar que, aun después de haber llegado a aceptar su pérdida, no sentía deseos de llenar el hueco que le había quedado en el corazón. Encuentra más consolador el agujero que dejó la ausencia de Kelsey que cualquier parche que pudiera usar para taparlo.

Su fascinación por Elvis, su vida y su música había comenzado hacía nueve años, cuando ella tenía treinta y dos y Kelsey dejó este mundo.

Las razones de su intenso interés por Presley son muchas. Pero sin duda una de ellas es que mientras tenga una colección del Rey —música, recuerdos, hechos biográficos— que compilar y mantener, no le quedará tiempo para sentirse atraída por un hombre vivo y podrá mantenerse fiel, en lo emocional, a su esposo perdido.

Elvis es la puerta que cierra en las narices al posible romance. La vida y milagros del Rey del Rock and Roll es su escondite, su fortaleza, su convento.

Stormy y yo nos sentamos a la mesa. Con disimulo, Terri nos hizo eludir el cuarto asiento, que es el que Kelsey había ocupado siempre en vida.

El tema de nuestra inminente boda surgió antes de que nos acomodáramos en las sillas. Tras servirnos licor de melocotón, Terri brindó por nuestra duradera felicidad.

Cada otoño, convierte montones de pieles de melocotón en ese elixir. Las deja fermentar, las filtra, las embotella. El sabor es irresistible, y el licor se sube a la cabeza de una manera que hace que la forma más prudente de disfrutarlo sea en copas pequeñas.

Más tarde, mientras Stormy y yo bebíamos nuestra segunda copa y el Rey cantaba Love Me Tender, le conté a Terri que había llevado a Elvis a dar una vuelta en su coche. Primero se emocionó, pero se entristeció al enterarse de que se había pasado el viaje llorando.

—No es la primera vez que le veo llorar —dije—. Desde que murió, parece frágil en lo emocional. Pero nunca le había visto tan afligido.

—Claro que el motivo por el que justamente hoy está en ese estado no es ningún misterio —dijo Terri.

—Lo es para mí —le aseguré.

—Es catorce de agosto. A las tres y catorce minutos de la mañana del 14 de agosto de 1958 murió su madre. Sólo tenía cuarenta y seis años.

—Gladys —intervino Stormy—. Se llamaba Gladys, ¿no?

Existe la fama de los actores de cine, como la de Tom Cruise, y la de las estrellas del rock, como Mick Jagger. Hay fama literaria, fama política… Pero la mera fama se convierte en verdadera leyenda cuando personas de distintas generaciones recuerdan el nombre de tu madre un cuarto de siglo después de tu muerte, y medio siglo después de la desaparición de ella.

—Elvis estaba haciendo el servicio militar —recordó Terri—. El doce de agosto voló a Memphis con un permiso urgente y fue a visitar a su madre al hospital. Pero el dieciséis también fue un mal día para él.

—¿Por qué?

—Porque murió ese día —respondió Terri.

—¿Elvis? —preguntó Stormy.

—Sí. El dieciséis de agosto de 1977.

Yo ya me había terminado mi segundo licor de melocotón.

Terri me ofreció la botella. Quería más, pero no me sentaría bien. Tapé la copa vacía con la mano.

—Elvis parecía preocupado por mí —dije.

—¿En qué se notaba? —inquirió Terri.

—Me dio una palmadita en el brazo. Como si se compadeciera de mí. Se le notaba un aire… melancólico, como si yo le diera pena por algún motivo.

La revelación alarmó a Stormy.

—No me lo habías contado. ¿Por qué no lo hiciste?

Me encogí de hombros.

—No significa nada. Sólo era algo que le ocurría a Elvis.

—Y si no significa nada —preguntó Terri—, ¿por qué lo mencionas?

—Significa algo para mí —declaró Stormy—. Gladys murió el catorce, Elvis el dieciséis. El quince, justo entre las otras dos fechas, es cuando ese hijo de puta de Robertson saldrá a dispararle a la gente. Mañana.

Terri frunció el ceño y me miró.

—¿Robertson?

—El hombre hongo. Te pedí el coche para seguirle.

—¿Lo encontraste?

—Sí. Vive en Camp’s End.

—¿Y?

—El jefe y yo… nos estamos ocupando de él.

—Ese Robertson es un mutante de los que brotan de un vertedero de desechos tóxicos en las películas de terror —le dijo Stormy a Terri—. Nos persiguió en San Bartolomé y, cuando nos escabullimos, destruyó parte de la iglesia.

Terri le ofreció más licor de melocotón a Stormy.

—¿Dices que saldrá a pegar tiros a la gente?

Stormy no acostumbra a beber, pero aceptó otra copa.

—El sueño recurrente de tu cocinero está a punto de hacerse realidad.

Ahora fue Terri la que pareció alarmarse.

—¿El de los empleados de bolera muertos?

—Además de mucha otra gente, en un cine —respondió Stormy, y vació su copa de un solo trago.

—¿Esto tiene algo que ver con el sueño de Viola? —me preguntó Terri.

—Es una historia demasiado larga como para contarla ahora —contesté—. Es tarde. Estoy exhausto.

—Tiene mucho que ver con el sueño de Viola —confirmó Stormy.

—Necesito dormir —supliqué—. Te lo contaré mañana, Terri, cuando todo haya terminado.

Al retirar mi silla para ponerme de pie, Stormy me cogió del brazo para que me quedara donde estaba.

—Y ahora me entero de que el mismísimo Elvis Presley le advirtió a Rarillo que mañana morirá.

—No lo hizo. Sólo me dio una palmadita en el brazo y luego, antes de bajar del coche, me estrechó la mano.

—¿Te estrechó la mano? —preguntó Stormy en un tono que implicaba que tal gesto sólo podía interpretarse como una expresión de los más negros presagios.

—No es para tanto. Lo único que hizo fue agarrarme una mano y apretármela dos veces…

—¡Dos veces!

—Mientras me volvía a mirar de aquella manera.

—¿Con lástima? —inquirió Stormy.

Terri cogió la botella y le ofreció otra copa a Stormy. Puse mi mano sobre la copa.

—Ya hemos bebido bastante.

Asiéndome la mano derecha y sujetándola entre las suyas como lo había hecho Elvis, Stormy insistió.

—Lo que te estoy tratando de decir, señor psicótico macho aspirante a Batman, es que su madre murió el catorce de agosto, que él murió el dieciséis de agosto y que tú morirás el quince de agosto. Haréis una especie de trío de la muerte si no te andas con cuidado.

—Lo que me quiso decir no era eso —disentí.

—Ya. ¿Crees que te estaba proponiendo algo pecaminoso?

—Ya no tiene vida amorosa. Está muerto.

—De todas maneras —intervino Terri—, Elvis no era gay.

—Nunca dije que lo fuera. Stormy lo sugirió.

—Apostaría el Grille y mi posadera derecha a que no era gay —dijo Terri.

Gruñí.

—Ésta es la conversación más demencial que he mantenido en mi vida.

—También yo —coincidió Stormy—. Raro Thomas, eres una fuente de conversaciones demenciales.

—Un surtidor —sugirió Terri.

—No soy yo, es mi vida —les recordé.

—Lo mejor será que te mantengas al margen —aconsejó Terri preocupada—. Deja que Wyatt Porter se ocupe.

—Así lo haré. No soy policía, ¿sabes? No uso pistola. Sólo puedo asesorarle.

—Ni siquiera le asesores esta vez —dijo Stormy—. Sólo por esta vez, mantente al margen. Ven conmigo a Las Vegas. Ahora.

Quería complacerla. Complacerla me complace, me hace sentir que el canto de los pájaros es más dulce, que las abejas hacen mejor su miel y que el mundo es un lugar de regocijo; o, al menos, así me parece.

Pero lo que quería hacer y lo que debía hacer no eran lo mismo.

—El problema —dije— es que yo estoy aquí para hacer esa tarea, y si la eludo, lo único que conseguiré será que me persiga, de una forma u otra. —Cogí mi copa. Había olvidado que estaba vacía. La dejé—. Cuando tengo un objetivo específico, mi magnetismo psíquico funciona de dos maneras. Puedo vagar al azar hasta dar con quien debo… en este caso, Robertson… O él puede ser atraído a mí si así lo quiere, a veces incluso sin quererlo. Y en el segundo caso, tengo menos control y más posibilidades de sufrir una… sorpresa desagradable.

—Eso es sólo una teoría —dijo Stormy.

—No es algo que pueda demostrar, pero es cierto. Lo noto en la tripa.

—Siempre me pareció que no pensabas con la cabeza —señaló Stormy, cambiando su tono de persuasión insistente, casi enfadada, por uno de resignado afecto.

—Si fuese tu madre, te daría unos azotes —exclamó Terri.

—Si fueras mi madre, yo no estaría aquí.

Para mí, las dos mujeres más importantes del mundo eran las que estaban allí; las quería a ambas, a cada una de una manera distinta, y negarse a hacer lo que ellas querían, aunque fuera en nombre del deber, me resultaba difícil.

La luz de las velas les daba un mismo resplandor dorado a los rostros de ambas, que me contemplaban con idéntica ansiedad, como si, gracias a su intuición femenina, supieran cosas que ni siquiera yo, con mi sexto sentido, podía percibir.

Desde el reproductor de CD, Elvis cantaba Are you Lonesome Tonight.

Consulté el reloj.

—Ya es quince de agosto.

Esta vez, Stormy no trató de detenerme cuando me puse de pie. Ella también se levantó.

—Terri —dije—, tendrás que cubrir el primer turno… o llama a Poke, si puede.

—¿Qué? ¿No puedes cocinar y salvar el mundo al mismo tiempo?

—Sí, pero se me quemaría el beicon. Lamento avisarte con tan poco tiempo.

Terri nos acompañó hasta la puerta. Abrazó a Stormy, y después a mí. Me tiró de la oreja.

—Te espero pasado mañana. Debes estar puntual ante esa plancha haciendo tus crepés. Si no, te haré encargado de servir los refrescos.