Poco más de una hora antes de medianoche, preocupado por la posibilidad de que el nuevo día colocara a niños y mayores inocentes en la línea de fuego, aparqué el Mustang detrás de Pico Mundo Grille.
Apagué las luces y el motor.
—¿Dejarás este pueblo alguna vez? —preguntó Stormy.
—Espero no ser uno de los que se empeñan en rondar por aquí después de morir, como hace el pobre Tom Jedd en El Mundo del Neumático.
—Me refiero a si lo harás en vida.
—La simple idea me produce urticaria cerebral.
—¿Por qué?
—El mundo es grande.
—No todo. Hay muchos pueblos más pequeños y tranquilos que Pico Mundo.
—Creo que lo que quiero decir es que… si me marcho, todo lo que experimente será nuevo. Me agrada lo que conozco. Piensa en todas las cosas con las que tengo que cargar… No puedo hacerlo y ocuparme al mismo tiempo de sensaciones y asuntos nuevos. Nuevos nombres de calles, nueva arquitectura, nuevos olores, gente completamente nueva…
—Siempre pensé que sería agradable vivir en las montañas.
—Nuevo clima —meneé la cabeza—. No necesito un nuevo clima.
—En cualquier caso —dijo—, no me refería a dejar el pueblo para siempre. Sólo un día o dos. Podríamos ir en coche a Las Vegas.
—¿Ésa es tu idea de un lugar más pequeño y tranquilo? Seguro que, además, está lleno de muertos que no quieren seguir su camino.
—¿Por qué?
—Gente que perdió todo lo que tenía en los dados o a la ruleta y después fue a su habitación y se voló los sesos. —Me estremecí sólo de pensarlo—. Los suicidas siempre se quedan después de muertos. Seguir su camino les da miedo.
—Tienes una idea melodramática de Las Vegas, mi raro amigo. La camarera de hotel normal y corriente no se encuentra a una docena de suicidas cada mañana.
—Toda esa gente que asesina la mafia, sus cadáveres arrojados en el cemento fresco de los cimientos de nuevos hoteles. Puedes apostar tu culo a que tienen asuntos pendientes, y mucha rabia post mortem. Además, no me agradan los juegos de azar.
—No pareces nieto de Pearl Sugars.
—Hizo cuanto pudo por convertirme en tahúr, pero me temo que la decepcioné.
—Te enseñó a jugar al póquer, ¿verdad?
—Sí. Solíamos jugarnos unos centavos.
—Aunque se trate de centavos, es juego.
—No, si era con la abuelita Sugars.
—¿Te dejaba ganar? ¡Qué encanto!
—Quería que recorriera el circuito de póquer del suroeste con ella. Me dijo: «Raro, voy a envejecer en la carretera, no en una mecedora, ni en el condenado porche de alguna residencia de ancianos, junto a una banda de viejas pedorras, y caeré muerta sobre mis barajas, en mitad de una partida, no en el tedioso baile de salón para jubilados sin dientes, que intentan seguir el chachachá con sus sillas de ruedas».
—La vida en la carretera, con tu abuela, habría tenido demasiadas cosas nuevas —dijo Stormy.
—Cada día. Nuevas y más nuevas —suspiré—. Pero, sin duda, nos habríamos divertido. Quería que fuera con ella para que compartiésemos las risas… y por si se moría en medio de una partida especialmente reñida. Su deseo era que estuviese allí para garantizar que los otros jugadores no se repartiesen sus ganancias y dejaran el cadáver en el desierto para que se lo comieran los coyotes.
—Entiendo por qué no quisiste salir de gira, pero ¿por qué no juegas?
—Porque, aunque la abuelita Sugars no jugaba mal ni se dejaba ganar, yo ganaba casi siempre.
—¿Y eso gracias a tu… don?
—Sí.
—¿Adivinabas qué cartas saldrían?
—No. No se trata de algo espectacular. Sólo intuyo cuándo mis cartas son más fuertes que las de los otros jugadores y cuándo no. La intuición resulta correcta nueve de cada diez veces.
—Ésa es una inmensa ventaja para jugar al póquer.
—También funciona con el black jack o con cualquier otro juego.
—De modo que, en realidad, lo que haces no es jugar.
—En realidad, no. Sólo es… cosechar dinero.
Stormy entendió enseguida por qué había renunciado al juego. Sería, más o menos, lo mismo que robar.
—No tengo tanta necesidad de dinero —afirmé—. Y nunca la tendré, mientras la gente siga queriendo comer cosas pasadas por una plancha.
—O mientras sigan teniendo pies.
—Sí, si damos por sentado que me pasaré a la venta de zapatos.
—No mencioné Las Vegas porque quiera jugar —explicó.
—Es una distancia muy grande como para ir sólo a un restaurante de barra libre.
—Hablé de Las Vegas porque podríamos estar allí en unas tres horas, y las capillas para bodas nunca cierran. No exigen análisis de sangre. Podríamos estar casados al amanecer.
Mi corazón dio uno de esos pequeños vuelcos que sólo Stormy puede provocarle.
—Oh. Eso es casi suficiente para animarme a viajar.
—¿Conque casi, eh?
—Podemos tener nuestros análisis de sangre mañana por la mañana, aunque no los pidan, sacar el permiso de matrimonio el jueves y casarnos el sábado. Y los amigos pueden estar allí. Me gustaría que vinieran. ¿A ti no?
—Sí. Pero sobre todo me gustará casarme.
La besé.
—Después de todas las dudas, ¿por qué tanta prisa de pronto?
Como llevábamos un rato sentados en aquel callejón sin luz, nuestros ojos ya se habían acostumbrado del todo a la oscuridad. De no haber sido así, yo no habría percibido la honda preocupación de su cara, de sus ojos. Lo que parecía embargarla no era mera ansiedad, sino un quedo terror.
—Eh, eh —dije en tono tranquilizador—, todo saldrá bien.
La voz no le temblaba. Es demasiado dura como para tener el llanto fácil. Pero en la suavidad de su tono percibí el terror.
—Desde que estábamos sentados junto al estanque de las carpas y ese hombre se acercó por la explanada del centro comercial…
—El hombre hongo.
—Sí. Ese hijo de puta siniestro. Desde que lo vi… temo por ti. En realidad, siempre temo por ti, Rarillo, pero por lo general, no digo nada, porque, con todo lo que tienes encima, lo último que necesitas es una tía latosa que no deje de darte la tabarra para que tengas cuidado.
—¿Tía latosa?
—Perdón. Debo de haber retrocedido a una vida anterior, en la década de 1930, cuando se decían esas cosas. Pero es cierto, lo último que necesitas es una perra histérica que no te deje en paz.
—Me gustaba mucho más lo de tía latosa. Mira, creo que este tío es un enfermo de primera, que tiene una potencia explosiva de diez megatones y que el reloj de su bomba va a toda velocidad; pero el jefe y yo nos estamos ocupando de él y le arrancaremos la mecha antes de que explote.
—No estés tan seguro. Por favor, Rarillo, no estés tan seguro. Si actúas con exceso de confianza, ese tío te matará.
—Nadie me va a matar.
—Temo por ti.
—Mañana por la noche, Bob Robertson, alias el hombre hongo, lucirá un mono anaranjado, cortesía del servicio penitenciario. Tal vez para entonces ya haya herido a algunas personas, o quizá hayamos podido detenerle antes de que apriete el gatillo. Pero, sea como sea, estaré contigo a la hora de la cena, planearemos nuestra boda y yo aún tendré mis dos piernas, mis dos brazos…
—Rarillo, basta, no digas nada más…
—… y la misma estúpida cabeza que ves en este momento…
—Basta, por favor.
—… y no estaré ciego, porque sabe Dios que necesito verte; y no estaré sordo, porque ¿cómo vamos a planear nuestra boda si no puedo oírte?… y no estaré…
Me dio un puñetazo en el pecho.
—¡No tientes al destino, maldita sea!
Sentada, no tenía suficiente espacio para que su puño me diera un golpe fuerte. El puñetazo apenas me cortó un poco la respiración.
Tomé aliento tratando de que no me silbara mucho el pecho.
—No me preocupa tentar al destino. No soy supersticioso al respecto.
—Tal vez yo sí lo sea.
—Bueno, pues deja de serlo.
La besé. Me devolvió el beso.
Qué bonito parecía el mundo en aquel momento.
La rodeé con un brazo.
—Dama llorosa y tonta: Bob Robertson tal vez esté tan psicótico que no lo contratarían ni siquiera en la tele por cable, pero no por eso deja de ser un infeliz. Lo único que tiene a su favor son unos cuantos engranajes de locura girándole en la cabeza. Volveré a ti entero, sin pinchazos, raspones ni magulladuras. Y no me habrán arrancado ni una sola de las prendas físicas que me hacen irresistible.
—Mi osito —dijo como tantas otras veces.
Tras calmar un poco sus nervios y disipar en parte sus temores, me sentí de lo más viril, como uno de esos sheriffs de corazón firme y costillas rocosas de las viejas películas de vaqueros que tranquilizan a las damas con una sonrisa, antes de liquidar a legiones de pistoleros de las calles de Dodge City, sin ni siquiera ensuciarse el blanco sombrero.
Fui un estúpido de la peor clase. Cuando, transformado para siempre por las heridas y el sufrimiento, recuerdo aquella noche de agosto, me parece que el Raro Thomas indemne no es el mismo ser humano que yo. Es infinitamente más confiado, aún capaz de albergar esperanzas. Pero yo soy más prudente que él, y le lloro.
Me dicen que no debo permitir que el tono de esta narración se oscurezca demasiado. Cierta musa de enorme peso sentará su culo de setenta kilos sobre mí, a modo de crítica editorial, si me pongo serio. Por no hablar de la amenaza que representa su gato rebosante de orina.