Nos sentamos en un reservado, pero no pedimos nada de beber. Yo ya estaba medio borracho de miedo. Quería que Stormy se marchase de la bolera. Ella no quería hacerlo.
—Tenemos que afrontar esta situación —insistió.
La única manera que teníamos de hacerle frente era llamar al jefe Wyatt Porter y decirle, sin mayores explicaciones, que cuando Bob Robertson celebrara la fiesta inaugural de su nueva condición de psicópata homicida, era probable que el lugar escogido para su baile de debut fuese Bolos Green Moon.
Para tratarse de un hombre cansado tras un día de duro trabajo, saturado de carne asada y de cerveza, y listo para irse a la cama, el jefe respondió con admirable prontitud y claridad mental.
—¿Hasta qué hora está abierto?
Con el auricular pegado al oído derecho y un dedo metido en el izquierdo para limitar el ruido de los bolos, respondí.
—Creo que hasta medianoche, señor.
—Faltan algo más de dos horas. Enviaré a un oficial ahora mismo. Le encargaré que esté atento a la seguridad y a la presencia de Robertson. Pero, hijo, me dijiste que ocurriría algo el quince de agosto; eso es mañana, no hoy.
—Ésa es la fecha que figura en la hoja de calendario que tiene en su propio archivo. No sé lo que significa. No tendré la certeza de que hoy no ocurrirá algo hasta que haya transcurrido todo el día sin que le dispare a nadie.
—¿Hay alguna de esas cosas que llamas bodach por ahí?
—No, señor. Pero tal vez vengan con él.
—Aún no ha regresado a su casa de Camp’s End —informó el jefe—, de modo que anda rondado por algún lugar. ¿Qué tal estaban los churros?
—Deliciosos —respondí.
—Después de la barbacoa, nos vimos ante la difícil elección de comer pastel de chocolate o tarta casera de melocotón. Me lo pensé con detenimiento y comí un poco de cada uno.
—Si alguna vez atisbé el paraíso, señor, fue en un trozo de la tarta de melocotón de la señora Porter.
—Me habría casado con ella sólo por su tarta de melocotón, pero, por fortuna, también es inteligente y bella.
Nos despedimos. Me colgué el móvil en el cinturón y le dije a Stormy que teníamos que salir de allí.
Meneó la cabeza.
—Espera. Si la camarera rubia no está aquí, no habrá tiroteo. —Hablaba en voz baja, acercándose a mí para que la oyera por encima del estruendo de vasos y botellas y el estrépito de los bolos—. De modo que tenemos que buscar el modo de conseguir que se marche.
—No. Un sueño premonitorio no es una representación pormenorizada de todo lo que va a ocurrir. Ella podría estar a salvo en su casa y el asesino venir aquí de todas maneras.
—Pero al menos ella se salvará. Una víctima menos.
—A no ser que alguien que no debía morir resulte asesinado en lugar de ella. Por ejemplo, el camarero que la reemplace. O yo. O tú.
—Tal vez.
—Sí, tal vez, pero ¿cómo voy a salvar a alguien si existe la posibilidad de que al hacerlo esté condenando a otro?
Tres o cuatro bolas se estrellaron contra hileras de bolos, en rápida sucesión. La ráfaga recordaba un poco a una ametralladora que dispara y, aunque sabía que no lo era, di un pequeño respingo.
—No tengo derecho a decidir que otro muera en su lugar —dije. Los sueños premonitorios y los complejos dilemas morales que presentan sólo me asaltan en contadas ocasiones. Agradezco que así sea—. Además —añadí—, ¿cómo reaccionaría ella si yo fuera a la barra y le dijese que si no se va de aquí la matarán a tiros?
—Creerá que eres un tipo excéntrico o peligroso, pero, aun así, tal vez se marche.
—No lo hará. Se quedará aquí. No querrá poner en peligro su trabajo. No querrá dar la impresión de estar asustada, porque eso la haría parecer débil, y en la actualidad las mujeres se han vuelto como los hombres: no quieren mostrar su debilidad. Tal vez más tarde le pida a alguien que la acompañe hasta su coche, pero nada más.
Stormy se quedó mirando a la rubia de la barra, mientras yo escrutaba el recinto en busca de algún bodach que precediera al verdugo. Sólo vi humanos.
—Es tan bonita, tan vital —dijo Stormy, refiriéndose a la camarera—. Tiene tanta personalidad, una risa tan contagiosa.
—Te parece tan vital porque sabes que tal vez esté destinada a morir joven.
—No me parece bien que nos marchemos y la dejemos aquí, sin advertirle, sin darle una oportunidad —insistió.
—La mejor manera de darle una oportunidad, de darles una oportunidad a todas las víctimas potenciales, es detener a Robertson antes de que haga nada.
—¿Qué probabilidades tienes de atraparlo?
—Más que si no hubiese entrado al Grille esta mañana y yo no hubiera visto su séquito de bodachs.
—Pero no puedes tener la certeza de que lo detendrás.
—Nada es seguro en este mundo.
Mirándome a los ojos, se quedó pensando en lo que yo acababa de decir.
—A excepción de nosotros —puntualizó.
—A excepción de nosotros. —Alejé mi silla de la mesa—. Vamos.
Stormy no dejaba de contemplar a la camarera.
—Esto es tan duro.
—Lo sé.
—Tan injusto.
—¿Qué muerte no lo es?
Se levantó de la silla.
—No la dejarás morir, ¿verdad, Rarillo?
—Haré cuanto pueda.
Salimos esperando marcharnos antes de que el prometido oficial de policía llegara y se pusiera a indagar sobre mi papel en todo aquel asunto.
Ninguno de los policías de Pico Mundo comprende mi relación con el jefe Porter. Perciben que tengo algo fuera de lo común, pero ignoran de qué se trata, qué veo, qué sé. El jefe me encubre bien.
Algunos creen que me aproximo a Wyatt Porter porque soy un aspirante a policía. Suponen que anhelo la vida policial, pero que no me alcanzan los sesos ni las agallas para realizar ese trabajo.
Los más creen que, como mi padre no tiene remedio, el jefe es una figura paterna para mí. Esta opinión tiene algo de verdad.
Están convencidos de que el jefe se apiadó de mí cuando, a los dieciséis años, ya no pude vivir con mi padre ni con mi madre y me encontré solo frente al mundo. Como Wyatt y Karla nunca pudieron tener descendencia, la gente supone que el jefe siente un afecto paternal por mí y me considera casi un hijo. Pensar que esto posiblemente sea cierto es un gran consuelo para mí.
Sin embargo, los integrantes del departamento de policía de Pico Mundo, como policías que son, perciben de forma instintiva que carecen de algún dato crucial para entender del todo nuestra relación. También, como no parezco complicado y sí un poco simple, me ven como un rompecabezas al que le falta más de una pieza.
Cuando Stormy y yo salimos de Bolos Green Moon, a eso de las diez, una hora después de la puesta del sol, la temperatura seguía cercana a los cuarenta grados. Hacia medianoche, tal vez el aire se hubiera enfriado hasta llegar a los treinta y tantos grados.
Si Bob Robertson quería crear allí el infierno en la tierra, la temperatura era la adecuada.
Mientras nos dirigíamos al Mustang de Terri Stambaugh, Stormy seguía pensando en la camarera rubia.
—A veces no entiendo cómo puedes vivir con todas las cosas que ves.
—Actitud —le dije.
—¿Actitud? ¿Cómo funciona semejante cosa?
—Algunos días mejor que otros.
Habría insistido en que me explicara mejor de no haber sido porque en ese momento llegó la patrulla, enfocándonos con sus luces antes de que llegásemos al Mustang. Como estaba seguro de que ya me habían reconocido, me detuve y aguardé, de la mano de Stormy, a que el coche se detuviera junto a nosotros.
El oficial que lo conducía, Simon Varner, sólo llevaba tres o cuatro meses en la unidad, lo cual ya era más que Bern Eckles, el que me había mirado con sospecha en la barbacoa del jefe, aunque no lo suficiente como para que la curiosidad que yo le producía se hubiera agotado.
El oficial Varner tenía un rostro simpático, de presentador de programas de televisión infantiles, con párpados pesados, como los del difunto actor Robert Mitchum. Se asomó por la ventanilla, apoyando su grueso brazo sobre la puerta, de una forma que le hacía parecer un oso soñoliento de dibujos animados de Disney.
—Raro, qué placer verte. Señorita Llewellyn. ¿Qué debería buscar aquí?
Yo estaba seguro de que el jefe no había mencionado mi nombre cuando envió al oficial Varner a la bolera. Siempre que tenía algo que ver con un caso, procuraba mantenerme tan invisible como pudiera, y no se refería jamás a informaciones obtenidas por medios sobrenaturales, no sólo para proteger así mis secretos, sino para tener la certeza de que ningún abogado defensor pudiera obtener la libertad de un asesino alegando que todo el caso contra su cliente se basaba en las afirmaciones de un perturbado mental.
Por otro lado, como mi aparición en la barbacoa había hecho que el jefe y Bern Eckles tuvieran que ocuparse de compilar un rápido perfil de Robertson, Eckles sabía que yo tenía algo que ver con la situación. Y si Eckles lo sabía, el rumor correría; tal vez ya circulara por todo el departamento.
Aun así, lo mejor era hacerme el tonto.
—¿Qué debería buscar aquí? Señor, no le entiendo.
—Como te veo aquí, me imagino que le dijiste al jefe algo que hizo que me enviara.
—Sólo mirábamos a algunos amigos que jugaban a los bolos —respondí—. Yo no juego bien.
Stormy intervino.
—Es como si fuese el dueño de la pista.
Varner cogió del asiento del copiloto una foto ampliada e impresa por ordenador de la fotografía del permiso de conducir de Bob Robertson.
—Conoces a este tío, ¿verdad?
—Hoy lo he visto dos veces. Pero no puedo decir que lo conozca.
—¿No le has dicho al jefe que tal vez aparezca por aquí?
—No. ¿Cómo iba a saber yo si aparecerá por aquí?
—El jefe dice que si viene hacia mí y no le puedo ver las manos, que no vaya a creer que lo que está buscando en sus bolsillos es un chicle de menta.
—Yo no pondría en duda lo que diga el jefe.
Un Lincoln Navigator entró desde la calle y se detuvo detrás del coche patrulla de Verner. Éste sacó el brazo por la ventanilla y le hizo señas de que pasara por un lado.
Había dos hombres en el Navigator. Ninguno era Robertson.
—¿Cómo conociste a ese tío? —preguntó Varner.
—Fue al Grille poco antes del mediodía.
Los párpados de sus ojos de oso soñoliento se levantaron un poco.
—¿Eso es todo? ¿Le preparaste el almuerzo? Yo creí que había sucedido algo entre vosotros.
—Algo. No mucho. —Hice un resumen del día, dejando fuera lo que Varner no necesitaba saber—. Actuó de forma extraña en el Grille. El jefe estaba allí a esa hora y lo notó. Y esta tarde, después del trabajo, yo estaba por ahí, ocupándome de mis cosas, cuando este Robertson se metió conmigo, se puso agresivo.
Los pesados párpados de Varner se transformaron en capuchas que le convertían los ojos en suspicaces rendijas. El instinto le decía que yo me estaba guardando información. No era tan corto como parecía.
—¿Agresivo, en qué sentido? ¿Qué te hizo?
Stormy me salvó de decir una mentira torpe deslizando otra más creíble.
—Ese degenerado me dijo una grosería y Raro le pidió que se marchara.
El hombre hongo no parecía uno de esos fortachones machistas que se creen que todas las mujeres jadean por ellos.
Pero Stormy es tan llamativamente bien parecida que Varner, aunque se mostraba receloso, pareció inclinarse a creer que hasta un infeliz como Bob Robertson podía llegar a juntar las suficientes hormonas como para probar suerte con ella.
—El jefe cree que este tío es quien cometió los actos vandálicos en San Bartolomé —informó—. Supongo que estarás enterado. Stormy trató de distraer al persistente Sherlock Holmes.
—Oficial Varner, la curiosidad me está matando. Disculpe que le pregunte, pero ¿qué significa su tatuaje?
Llevaba una camisa de manga corta que permitía ver sus macizos antebrazos. En el izquierdo, por encima del reloj, se veían cuatro letras mayúsculas: PDLO.
—Señorita Llewellyn, lamento decir que, en mi adolescencia, fui un muchacho muy descarriado. Me metí en pandillas. Cambié de vida antes de que fuera demasiado tarde. Doy gracias a Jesucristo Nuestro Señor por eso. Este tatuaje es de una banda juvenil.
—¿Qué quieren decir esas letras? —preguntó. Él pareció incómodo.
—Es una obscenidad señorita. Preferiría no decirlo.
—Podría quitárselo —dijo ella—. En los últimos años, han mejorado mucho las técnicas.
—Lo pensé —repuso el policía, apesadumbrado—. Pero lo conservo para recordar cuánto me alejé del buen camino y qué fácil fue dar el primer mal paso.
—Eso es fascinante y admirable —afirmó ella asomándose más por la ventanilla, como si quisiera ver mejor a semejante parangón de virtud—. Son muchos los que prefieren inventarse su pasado antes que afrontarlo. Me alegro de que haya hombres como usted cuidando de nosotros.
Vertió ese jarabe verbal con tanta fluidez que sonó sincero. Mientras el oficial Varner se regodeaba ante tanta adulación, Stormy se volvió hacia mí.
—Raro, me tienes que llevar a casa. Mañana me despierto temprano. No son horas.
Le desee suerte al oficial Varner, que renunció a seguir interrogándome. Parecía haber olvidado sus sospechas. Ya en el coche, le confesé mi admiración.
—Nunca había notado que tuvieses tanto talento para el engaño.
—Oh, esa palabra es demasiado seria para lo que he hecho. Sólo le he manipulado un poco.
—Cuando nos casemos, me mantendré atento —le advertí mientras encendía el motor.
—¿Qué quieres decir?
—No vaya a ser que trates de manipularme un poco a mí.
—Cielos, mi raro amigo, si te manipulo todos los días. Te llevo, te traigo, te lió y te hago dar vueltas.
Fui incapaz de dilucidar si hablaba en serio.
—¿De veras?
—Con suavidad, claro. Con suavidad y mucho afecto. Y siempre te agrada.
—¿Ah, sí?
—Tienes muchos pequeños encantos, que me obligan a hacerlo. Me pones cebos y pico.
Puse el coche en marcha, pero mantuve el pie sobre el freno.
—¿Estás diciendo que pido que me manipules?
—Hay días que me parece que es lo que más te agrada.
—No sé si hablas en serio o no.
—Ya lo sé. Eres adorable.
—Los cachorrillos son adorables. No soy un cachorrillo.
—Los cachorrillos, y tú. Totalmente adorable.
—Sí que hablas en serio.
—¿Estás seguro?
La estudié.
—No, no hablas en serio.
—¿Ah, no?
Suspiré.
—Puedo ver y comprender a los muertos, pero a ti no te entiendo, no sé qué te propones.
Cuando salimos a la calle, vimos que el coche del oficial Varner estaba aparcado frente a la entrada principal de Bolos Green Moon.
En lugar de vigilar el sitio con discreción, con la esperanza de atrapar a Robertson antes de que cometiera un acto de violencia, se hacía lo más visible que podía para que eso sirviera de elemento disuasorio. Era muy probable que el jefe no aprobase la forma en que Varner interpretaba sus órdenes.
Cuando pasamos frente a él, nos saludó con la mano. Parecía estar comiéndose un donuts.
La abuelita Sugars siempre despotricaba contra el pensamiento negativo, pues tenía la creencia supersticiosa de que si nos preocupamos por lo que nos pueda afectar uno u otro mal, lo que estamos haciendo es revelar al demonio que tenemos miedo, invitándole a procurar que ocurra lo que tememos. Pese a ello, no pude menos que pensar en lo fácil que le sería a Bob Robertson aproximarse por detrás al coche patrulla y pegarle un tiro en la cabeza a Simon Varner mientras éste engullía sus bollos.