Capítulo 22

Dos tercios del aparcamiento de la bolera estaban ocupados. Lo recorrí en busca del Explorer de Robertson, pero no lo encontré.

Al fin, aparqué y apagué el motor.

Stormy abrió su puerta.

—Espera —le dije.

—No me obligues a llamarte Mulder —advirtió.

Me quedé mirando las letras de neón verde y azul que decían «Bolos Green Moon», con la esperanza de intuir si la masacre que había soñado era inminente o si estaba todavía lejos en el futuro. El neón no le dijo nada a mi sexto sentido.

El arquitecto de la bolera la había diseñado con responsable conciencia de lo que cuesta en el Mojave mantener fresco con aire acondicionado un edificio grande. La estructura baja, cuyos techos interiores también lo eran, empleaba el mínimo posible de superficies acristaladas, para evitar el calentamiento. Paredes revocadas de un color amarillo claro reflejaban el sol durante el día y se enfriaban rápidamente con la caída de la noche.

Hasta entonces, el edificio nunca me había parecido desagradable; sólo me impresionaba la eficiencia de su diseño, pues tenía las líneas despojadas y la fachada lisa de la mayor parte de las construcciones modernas del desierto. Ahora me recordaba a un depósito de municiones, e intuí que era posible que pronto se produjera en su interior una tremenda explosión. Depósito de municiones, crematorio, tumba…

—Los empleados llevan pantalones negros y camisas de algodón azul con cuello blanco —le dije a Stormy.

—¿Y qué?

—En mi sueño todas las víctimas llevan pantalones marrones y polos verdes.

Aún sentada, pero con una pierna dentro del Mustang y la otra sobre el asfalto, trató de tranquilizarme.

—Entonces, el lugar no es éste. Hay algún otro motivo para que hayas llegado hasta aquí. Podemos entrar sin problemas y ver si entendemos por qué hemos venido.

—En Fiesta Bowl —dije refiriéndome a la otra bolera que había en Pico Mundo y alrededores— llevan pantalones grises y camisas negras con los nombres bordados en blanco sobre el bolsillo del pecho.

—Entonces tu sueño debe referirse a algo que ocurrirá fuera de Pico Mundo.

—Eso nunca ocurrió antes.

He pasado toda mi vida en la relativa paz de Pico Mundo y su territorio adyacente. Ni siquiera conozco los límites del condado de Maravilla, cuyo centro administrativo está en nuestra ciudad.

Si llego a los ochenta años, cosa poca probable y que contemplo con desazón, si no con desesperación, tal vez me aventure a salir a campo abierto, e incluso a una de las ciudades pequeñas del condado. Pero también puede que no lo haga.

No deseo un cambio de escenario ni experiencias exóticas. El corazón me pide familiaridad, estabilidad, un hogar acogedor. De ello depende mi cordura.

En una ciudad como Los Ángeles, atestada de personas, ocurren hechos violentos cada día, cada hora. La cantidad de episodios sangrientos en un año debe de ser mayor que la registrada en toda la historia de Pico Mundo.

El agresivo torbellino del tráfico de Los Ángeles produce muertes con la misma seguridad con que una panadería produce bollos. Terremotos, edificios de apartamentos incendiados, atentados terroristas…

Sólo puedo imaginar cuántos futuros muertos vagan por las calles de ésa o de cualquier otra metrópoli. En un lugar de ese tipo, tantos difuntos recurrirían a mí en busca de justicia o de consuelo, o simplemente de un poco de compañía silenciosa, que sin duda yo no tardaría en intentar huir mediante el autismo o el suicidio.

Pero como aún no me había muerto ni vuelto autista, debía afrontar el desafío de Bolos Green Moon.

—Muy bien —dije armándome de resignación, ya que no de valor—, entremos y echemos un vistazo.

Con la llegada de la noche, el asfalto devolvía el calor que le había tomado prestado al sol durante el día. El bochorno tenía un leve olor a alquitrán.

La luna había salido por el este, tan baja y grande que parecía a punto de caer sobre nosotros. Era una amenazadora cara amarilla, cuyos antiquísimos cráteres nos miraban con vaguedad, como órbitas oculares vacías. Tal vez porque la abuelita Sugars se tomaba en serio las supersticiones sobre la luna amarilla y consideraba que auguraba mala suerte en el póquer, cedí a un irracional impulso de escapar de la mirada de la leprosa e ictérica cara del cielo. Cogiéndole la mano a Stormy, me apresuré a dirigirme a las puertas principales de la bolera.

Los bolos son uno de los deportes más antiguos del mundo. Se practica, bajo una u otra forma, desde el año 5200 antes de Cristo.

Sólo en Estados Unidos hay más de ciento treinta mil pistas, repartidas en siete mil boleras.

Los ingresos producidos por los bolos en Norteamérica se aproximan a los cinco mil millones de dólares anuales.

Había investigado sobre los bolos con la esperanza de aclarar mi sueño recurrente y su significado. Sabía mil hechos y datos sobre el tema, ninguno de ellos especialmente interesante.

También me había alquilado unos zapatos y jugado ocho o diez partidas. No soy bueno en ese deporte.

Viéndome lanzar, Stormy dijo una vez que, para llegar a ser un jugador normal, debería pasar más tiempo allí que un alcohólico en las barras de los bares.

Más de sesenta millones de estadounidenses van a los bolos al menos una vez al año. De ellos, nueve millones lo practican seriamente, pertenecen a ligas diversas y compiten en torneos más o menos importantes.

Cuando Stormy y yo entramos en Bolos Green Moon aquel martes por la noche, un considerable porcentaje de esos millones de jugadores hacía rodar los bolos por las pulidas pistas, obteniendo más semiplenos que ceros, pero más ceros que plenos. Reían, se vitoreaban unos a otros, comían nachos y patatas fritas con chile y queso, bebían cerveza y se lo pasaban tan bien que costaba imaginar que la muerte escogiera aquel lugar para recoger una repentina cosecha de almas.

Difícil, pero no imposible.

Debí de ponerme pálido, lo que no le pasó desapercibido a Stormy.

—¿Te sientes bien? —preguntó.

—Sí. Todo está en orden. Me siento bien.

El grave tronar de las bolas al rodar y el estrépito de los bolos al caer no me habían parecido nunca sonidos temibles, pero ahora las irregulares series de truenos y choques me ponían los nervios de punta.

—¿Y ahora qué? —inquirió Stormy.

—Buena pregunta. No tengo respuesta.

—¿Quieres que demos una vuelta, que estudiemos el ambiente, a ver si percibes alguna, mala vibración?

Asentí.

—Sí. Estudiar el ambiente. Malas vibraciones.

No habíamos llegado muy lejos cuando vi algo que hizo que se me secara la boca.

—Oh, Dios mío.

El tío que atendía el mostrador donde se alquilaba el calzado no había ido a trabajar con sus habituales pantalones negros y camisa de algodón azul de cuello blanco. Llevaba pantalones marrones y polo verde, como los muertos de mí sueño.

Stormy se volvió, escrutó la larga y concurrida sala y señaló a otros dos empleados.

—Todos tienen uniformes nuevos.

Como toda pesadilla, la mía era vivida, pero no detallada, más surreal que real, sin ninguna precisión sobre lugar, momento o circunstancias. Los rostros de los asesinados estaban retorcidos por el dolor y distorsionados por el terror, las sombras y la extraña luz. Al despertar, nunca podía describirlos bien.

A excepción de una joven. La disparaban en el pecho y en el cuello, pero su rostro permanecía notablemente intacto. Tenía el pelo rubio, los ojos verdes y un pequeño lunar sobre el labio, cerca de la comisura izquierda de la boca.

Cuando Stormy y yo nos internamos más en Bolos Green Moon, vi a la rubia del sueño. Estaba detrás de la barra, sirviendo cerveza de uno de los grifos.