Capítulo 21

A la espera de que el jefe nos dijera que habían capturado a Robertson con las manos en la masa, Stormy y yo comimos nuestra cena en el aparcamiento de Mexicali Rose. Teníamos las ventanillas del Mustang abiertas para ver si entraba algo de brisa. La comida era sabrosa, pero el caliente aire de la noche olía a humo de tubo de escape.

—De modo que te metiste en la casa del hombre hongo —dijo Stormy.

—No rompí nada. Sólo usé mi carné de conducir.

—¿Tiene cabezas cortadas en la nevera?

—No abrí su nevera.

—¿Y en qué otro lugar puede guardar cabezas cortadas?

—No buscaba eso.

—Esa sonrisa siniestra, esos extraños ojos grises… lo primero que buscaría yo sería una colección de recuerdos con orejas y narices. Mmm. Estos tacos son fabulosos.

Asentí.

—Y me gustan los colores de la salsa. Pimientos amarillos y verdes, las pequeñas hebras moradas de cebolla… parece confeti. Cuando prepares salsa, deberías hacerla así.

Siguió con su tema.

—Y ya que no viste cabezas, ¿qué encontraste?

Le conté lo de la habitación negra.

—Escúchame, mi raro amigo —dijo lamiéndose las migajas de buñuelo de maíz que habían quedado en sus elegantes dedos.

—Soy todo oídos.

—Tus orejas son grandes, sí, pero no constituyen la totalidad de tu persona. Ahora ábrelas bien y escucha lo que te digo: no vuelvas a entrar en esa habitación negra.

—Ya no existe.

—Lo que quieras, pero no vayas a ver si regresó.

—Ni se me había ocurrido semejante cosa.

—Sí que se te había ocurrido —dijo.

—Sí, en realidad sí —admití—. Es que me gustaría entenderla; saber qué es, cómo funciona.

Para reforzar su objeción, me apuntó con un buñuelo de maíz.

—Es la entrada del infierno, y semejante barrio no es para ti.

—No creo que sea la entrada del infierno.

—Entonces, ¿qué es?

—No lo sé.

—Es la entrada del infierno. Si vas a buscarla, la encuentras y terminas en el infierno. Has de saber que no pienso bajar a sacar tu culo del fuego.

—Tomo debida nota de tu advertencia.

—Ya es bastante duro estar casada con un tío que ve a los muertos y los anda siguiendo todo el día. Si además se va a buscar la entrada del infierno, la perspectiva es demasiado dura.

—No sigo a los muertos —respondí—, ¿y desde cuándo estamos casados?

—Lo estaremos —afirmó, y se terminó el último buñuelo.

Le he pedido que nos casemos en más de una ocasión. Aunque coincidimos en eso de que somos almas gemelas y que estaremos juntos toda la eternidad, siempre rechaza mi ofrecimiento diciendo algo así como: «Te amo con locura y con desesperación, Rarillo, con tal locura que me cortaría la mano derecha por ti, si eso sirviera como prueba de mi amor. Pero en lo que respecta al matrimonio, por ahora no hablemos del tema».

Lógicamente, cuando me enteré de que nos casaríamos, se me cayeron de la boca unos trozos masticados de taco de pez espada.

Los quité de mi camiseta y me los comí, ganando tiempo para pensar antes de decir algo.

—De modo —comenté al fin— que… ¿estás aceptando mi propuesta?

—Tonto, la acepté hace años. —Ante mi mirada de azoramiento, siguió hablando—. Claro que no acepté con un «cariño, soy tuya» convencional, pero acepté.

—No interpreté que «por ahora no hablemos del tema» quería decir «sí».

—No sólo debes escuchar con tus oídos —dijo quitándome también unas migajas de pez espada de la camiseta.

—¿Qué orificio sugieres que emplee?

—No seas grosero. No te cuadra. Lo que quiero decir es que a veces hay que escuchar con el corazón.

—Llevo tanto tiempo escuchando con el corazón que a cada momento me tengo que limpiar el cerumen de la válvula aórtica.

—¿Churros? —preguntó abriendo una bolsa que llenó al instante el coche de un delicioso olor parecido al de los bollos de canela.

—¿Cómo puedes pensar en el postre en un momento como éste? —le pregunté algo airado.

—¿Quieres decir en el momento de la cena?

—Quiero decir en el momento en que nos estamos prometiendo. —Mi corazón saltaba como si estuviese persiguiendo a alguien; o como si alguien me persiguiera a mí, pero con un poco de suerte esa parte del día ya había terminado—. Mira Stormy, si hablas en serio, haré algo por mejorar mi situación financiera. Renunciaré a mi puesto de cocinero en el Grille, y no estoy hablando de pasarme a los neumáticos. Me refiero a algo más grande.

Su mirada de divertida expectación era tan intensa que ladeó la cabeza. Me miró con picardía.

—Y, desde tu punto de vista, ¿qué es más grande que los neumáticos?

Me lo pensé un poco.

—Los zapatos.

—¿Qué clase de zapatos?

—Todas las clases. Me refiero a vender zapatos al por menor.

No pareció convencida.

—¿Eso es más grande que lo de los neumáticos?

—Claro. ¿Con qué frecuencia compras neumáticos? Ni siquiera una vez al año. Y sólo necesitas un juego de neumáticos por vehículo. Pero las personas necesitan más de un par de zapatos. Necesitan un par de cada clase. Zapatos marrones de vestir, zapatos negros de vestir, calzado para correr, sandalias…

—Tú no. Lo único que tienes son tres pares de zapatillas idénticas.

—Sí, pero yo no soy como las demás personas.

—No, desde luego —asintió.

—Otra cosa a tener en cuenta —proseguí— es que no todo hombre, mujer o niño tiene coche, pero todos tienen pies. O casi todos. Una familia de diez miembros tal vez tenga dos coches, como mucho, pero seguro que tiene veinte pies.

—Te quiero por muchas razones, Rarillo, pero creo que tal vez ésta sea mi favorita.

Ya no ladeaba la cabeza ni me miraba con picardía. Me contemplaba de frente. Sus ojos eran galácticos: hondos como el espacio entre dos estrellas. El afecto suavizaba su expresión. Parecía sincera y genuinamente conmovida por algo que yo había dicho, y esa impresión se veía reforzada por el hecho de que aún no había sacado ni un churro de la bolsa.

Por desgracia, debí de escucharla sólo con mis oídos, pues no entendí qué quería decir.

—¿Tu razón favorita para amarme? Te refieres a… mi análisis del comercio minorista de zapatos.

—Eres una de las personas más inteligentes que conozco… pero, a la vez, eres tan simple. Seso e inocencia. Sabiduría e ingenuidad. Agudo ingenio y auténtica dulzura.

—¿Ésas son las cosas de mí que más te agradan?

—En este momento sí.

—Bueno, vaya, no son cosas que pueda mejorar.

—¿Mejorar?

—Si te gusta algo de mí, quisiera poder hacerlo aún mejor. Supongamos que lo que te agrada de mí fuera mi manera de acicalarme, cómo visto, o mis legendarios crepés. Siempre estoy mejorando mis crepés, pregúntaselo a Terri, son ligeros y esponjosos, y a la vez muy sabrosos. Pero no sé cómo hacer para ser listo y simple a la vez y al mismo tiempo serlo mejor que ahora. De hecho, no estoy seguro de entender qué me has querido decir.

—Mejor. No es algo en lo que debas pensar. No es algo que puedas mejorar. Sólo se trata de que seas como eres. En cualquier caso, cuando me case contigo, no lo haré por dinero.

Me ofreció un churro.

Si se tiene en cuenta la forma en que me latía el corazón y me daba vueltas la cabeza, lo último que necesitaba era azúcar, pero lo acepté.

Comimos en silencio durante un minuto, hasta que decidí hablar de nuevo.

—Así que, con respecto a la boda… ¿Cuándo crees que deberíamos encargar la tarta?

—Pronto. No puedo esperar mucho más.

Sentí alivio y un infinito deleite.

—Demorar demasiado la gratificación puede llegar a ser malo.

Sonrió.

—¿Ves lo que está ocurriendo?

—Supongo que sólo estoy mirando con los ojos. ¿Qué es lo que debería ver?

—Lo que está ocurriendo es que… quiero otro churro y me lo voy a comer ahora, no el próximo jueves.

—Eres una mujer insaciable, Stormy Llewellyn.

—No te imaginas hasta qué punto.

Había sido un mal día: Harlo Landerson, el hombre hongo, la habitación oscura, bodachs por todas partes, Elvis llorando. Pero sentado allí junto a Stormy, comiendo churros, por el momento todo volvía a estar bien en el universo.

El momento no duró mucho. Sonó el móvil y no me sorprendió que el que llamaba fuese el jefe Porter.

—Hijo, la sacristía de San Bartolomé le da una nueva definición a la palabra «arruinado». Alguien perdió la cabeza en serio allí.

—Robertson.

—Estoy seguro de que tienes razón. Siempre es así. Pero ya se había marchado en el momento en que mis hombres llegaron a la iglesia. ¿Lo volviste a ver?

—Aquí estamos casi escondidos pero… no, ni rastro de él. —Escudriñé el aparcamiento, el continuo tráfico que entraba y salía del sendero de Mexicali Rose y la calle, en busca del polvoriento Ford Explorer de Robertson.

—Llevamos unas horas vigilando su casa —dijo el jefe—, pero ahora lo estamos buscando de forma activa.

—Quizá podría hacer un intento con el magnetismo psíquico —respondí, en referencia a mi capacidad de localizar prácticamente a cualquier persona conduciendo al azar durante media hora.

—¿Sería prudente, hijo? Digo, con Stormy en el coche.

—Primero la dejaré en su casa.

La chica abortó de inmediato tal idea.

—Ni lo sueñes, Mulder.

—La he oído —afirmó el jefe.

—Ha oído lo que has dicho —le dije a Stormy.

—¿Y a mí qué me importa? —repuso ella.

El jefe Porter parecía reír.

—¿Te llama Mulder, como el de Expediente X?

—No siempre, señor. Sólo cuando le parece que me pongo paternalista.

—¿Y tú la llamas Scully alguna vez?

—Sólo cuando tengo ganas de que me regañen.

—Me arruinaste esa serie —se quejó el jefe.

—¿Por qué, señor?

—Hiciste que todas esas cosas raras se volvieran demasiado reales. Lo sobrenatural ya no me divierte.

—Tampoco a mí —le aseguré.

Cuando el jefe Porter y yo terminamos de hablar, Stormy había recogido todos los envoltorios y recipientes de nuestra cena y los había metido en una bolsa. Al dejar Mexicali Rose, la tiró en un cubo de basura emplazado junto a la salida.

Doblé a la izquierda para salir a la calle.

—Pasemos antes por casa —dijo ella—; así cojo mi pistola.

—Es un arma de defensa domiciliaria. No tienes licencia para llevarla por la calle.

—Tampoco tengo licencia para respirar, pero lo hago igual.

—Nada de pistolas —insistí—. Sólo daremos vueltas con el coche y veremos qué ocurre.

—¿Por qué te dan miedo las armas?

—Hacen ruido.

—¿Y por qué siempre evitas responder a esa pregunta? —insistió.

—Es probable que en una encarnación anterior me hayan matado de un disparo.

—No crees en la reencarnación.

—Tal vez tuve un sueño premonitorio en el que me pegaban un tiro.

—¿Tuviste un sueño premonitorio en el que te pegaron un tiro?

—No.

Mi chica puede ser implacable.

—¿Por qué te dan miedo las armas?

Yo puedo ser estúpido. En cuanto hablé, lamenté lo dicho.

—Y tú, ¿por qué temes al sexo?

Desde el asiento del acompañante, que de pronto pareció glacial, alto y distante, me lanzó una larga y dura mirada, capaz de congelarme hasta los huesos.

Durante un instante, traté de fingir que no me había dado cuenta de la conmoción que le habían causado mis palabras. Intenté concentrarme en la calle, como para demostrar que era un conductor responsable, al menos casi siempre.

No tengo talento para fingir. No tardé en mirarla, me sentí muy afligido y me disculpé.

—Lo siento mucho.

—No le temo al sexo —dijo.

—Ya lo sé. Lo siento. Soy un idiota.

—Sólo quiero estar segura… —Traté de hacerla callar con un gesto, pero insistió—. Sólo quiero estar segura de que estás enamorado de mí también por otras cosas.

—Y así es —aseguré, sintiéndome pequeño y mezquino—. Por otras mil cosas. Lo sabes.

—Cuando estemos juntos, quiero que todo sea bueno, limpio y hermoso.

—También yo. Y así será, Stormy. Cuando llegue el momento adecuado. Tenemos mucho tiempo.

Nos detuvimos en un semáforo en rojo y le tendí la mano. Me sentí aliviado cuando la cogió, y conmovido cuando me la estrechó con fuerza.

La luz se puso verde. Conduje con una sola mano.

Al cabo de un rato, habló con voz estremecida por la emoción.

—Lo siento, Rarillo. Fue culpa mía.

—No fue culpa tuya. Soy un idiota.

—Te acorralé con lo de tu temor a las armas y te acosé hasta que reaccionaste.

Era la verdad, pero que lo fuera no me hacía sentir mejor por lo que acababa de decir.

Seis meses después de las muertes de su madre y su padre, cuando Stormy tenía siete años y medio y aún se llamaba Bronwen, fue adoptada por un acaudalado matrimonio sin hijos de Beverly Hills. Vivían en una hermosa finca. El futuro parecía brillante.

Una noche, durante la segunda semana que pasó con la nueva familia, su padre adoptivo fue a su dormitorio y la despertó. Se exhibió y la tocó. Ella quedó aterrorizada y humillada.

Aún de duelo por la muerte de sus padres, asustada, desesperadamente sola, confundida, avergonzada, soportó los enfermizos asaltos del hombre durante tres meses. Al fin, lo denunció a un trabajador social que hacía una visita de seguimiento para la agencia de adopción.

A partir de entonces, vivió en el orfanato de San Bartolomé, sin que nadie la tocara, hasta que terminó la enseñanza secundaria. Ella y yo comenzamos a salir al terminar la primaria. Llevamos juntos, siendo los mejores amigos, más de cuatro años.

A pesar de lo que éramos el uno para el otro y de todo lo que teníamos esperanzas de lograr en los años venideros, yo había sido capaz de herirla —«¿por qué le temes al sexo?»— cuando me presionó demasiado con lo de mi temor a las armas.

Un cínico dijo una vez que el rasgo más característico de los humanos es nuestra capacidad de ser inhumanos unos con otros.

Yo soy optimista en lo que respecta a nuestra especie. Supongo que Dios también lo es, pues de no ser así, nos habría borrado del planeta hace tiempo para comenzar de nuevo.

Pero no puedo rechazar del todo la ácida consideración de ese cínico. Yo mismo albergo la capacidad de ser inhumano, como se vio en mi cruel réplica a la persona que más amo en el mundo.

Navegamos durante un rato por los ríos de asfalto, sin hallar al hombre hongo, pero encontrándonos mutuamente otra vez.

—Te quiero, Rarillo —soltó de pronto.

Mi voz se ahogó cuando le respondí.

—Yo te quiero más que a la vida.

—Estaremos bien —dijo.

—Ya estamos bien.

—Somos raros y tenemos problemas, pero estamos bien —coincidió.

—Si alguien inventara un termómetro capaz de medir grados de rareza, se derretiría bajo mi lengua. Pero en ti, no subiría ni una línea.

—De modo que niegas que sea rara, pero aceptas que tengo problemas.

—Entiendo que te incomode. Ser raro puede resultar divertido a veces, pero tener problemas nunca lo es.

—Exacto.

—No fue caballeroso por mi parte negar tu rareza.

—Acepto tus excusas.

Seguimos dando vueltas, usando el coche igual que el zahorí emplea su varilla para detectar agua, hasta que, sin saber por qué, me detuve en el aparcamiento de Bolos Green Moon. Es una bolera ubicada a un kilómetro del centro comercial donde horas antes había visitado a Stormy cuando estaba en la heladería.

Ella conoce la pesadilla recurrente que ha turbado mi sueño una o dos veces al mes durante los últimos tres años. Tiene que ver con empleados de una bolera muertos. Con disparos en la tripa, miembros despedazados, rostros atrozmente desfigurados, no por unas pocas balas, sino por descargas completas de artillería.

—¿Está aquí? —preguntó Stormy.

—No lo sé.

—¿Se hará realidad esta noche? El sueño, digo.

—No creo. No sé. Quizá.

Los tacos de pescado nadaban por las ácidas corrientes de mi estómago, alzando un amargo oleaje hasta mi garganta.

Tenía húmedas las palmas de las manos. También frías. Me las sequé en los vaqueros.

Casi sentía deseos de ir a casa de Stormy a buscar su pistola.