Capítulo 19

Abajo, abajo, una vuelta, y otra, más abajo, yo por delante, ella siguiéndome, ambos pisando las baldosas haciendo demasiado ruido, sin poder oír si Robertson subía a nuestro encuentro.

Al llegar a la mitad de las escaleras me pregunté si tanta prisa no sería una reacción excesiva. Entonces recordé el puño alzado, el dedo extendido, las amenazantes fotos del estudio.

Continué el descenso aún más deprisa, dando vueltas y más vueltas, sin lograr eliminar de mi mente la imagen de Robertson aguardando al pie de la escalera, con un cuchillo en el que tal vez quedara ensartado antes de poder detenerme.

Llegamos abajo sin topar con él. La puerta que daba a la escalera no estaba cerrada. La abrí con cautela.

Tampoco estaba, como yo empezaba a temer, aguardándonos en las penumbras del nártex.

Mientras bajábamos las escaleras de la torre, le había soltado la mano a Stormy. Ahora se la volví a coger para tenerla cerca de mí.

Cuando abrí la puerta central de las tres que daban a la fachada, vi que Robertson ascendía por los peldaños que comunican la iglesia con la acera. Aunque no corría, se aproximaba con la implacable determinación de un tanque en un campo de batalla.

Entre la apocalíptica luz carmesí, vi que la inquietante sonrisa que había parecido formar parte de su fisonomía ya no estaba allí. Sus ojos gris claro tomaban prestado al ocaso un tono sanguinolento y las facciones se contraían cu un conglomerado de rabia homicida.

El Mustang de Terri aguardaba junto al bordillo. Me sería imposible alcanzarlo sin enfrentarme antes a Robertson.

Si es necesario, peleo. Si no hay más remedio, lo hago, incluso contra adversarios más grandes que yo. Pero jamás utilizo el enfrentamiento físico como primer recurso, ni tengo el errado principio de que así debe hacerse.

No soy vanidoso, pero mi cara está bien como es. Prefiero que no me la machaquen.

Robertson, aunque más robusto que yo, era blando. Si su enfado hubiese sido el de un hombre corriente, estimulado, tal vez, por alguna cerveza de más, quizá le habría hecho frente confiando en que podría derribarlo.

Pero se trataba de un lunático, de alguien que los bodachs encontraban fascinante, de un tío que tenía por ídolos a asesinos en masa y en serie. Daba por hecho que llevaba una pistola o un cuchillo y que, en medio de una pelea, posiblemente se liaría a mordiscos como un perro. Tal vez Stormy hubiera intentado patearle el culo —una respuesta como ésa no le sería ajena—, pero no le di ocasión. Me alejé de la puerta, le agarré la mano con fuerza y le hice pasar por una de las puertas que separan el nártex de la nave.

En la iglesia vacía, unas mortecinas lámparas marcaban el pasillo central. Una suave luz cenital alumbraba el enorme crucifijo situado detrás del altar. Las llamas titilaban en las tulipas verdes que albergaban las velas votivas.

Aquellos puntos de luz y el rojo ocaso que se iba extinguiendo detrás de las vidrieras de colores de la pared oeste no llegaban a dispersar la congregación de sombras que se apiñaba en los bancos y los pasillos laterales.

Corrimos por el pasillo central esperando que Robertson irrumpiera, con la furia de un toro que embiste, por una de las puertas que daban al nártex. Como en el momento en que llegamos a la barandilla que separaba el altar de la nave no habíamos oído nada, nos detuvimos y miramos hacia atrás.

Al menos en apariencia, Robertson no estaba. Si hubiese entrado a la nave, sin duda habría corrido detrás de nosotros por el pasillo central.

Pero, aunque ni la lógica ni la evidencia confirmaban mi intuición, yo sospechaba que estaba allí, con nosotros. La forma en que se me erizaba la piel de los brazos me hacía sospechar que yo debía de hablar cacareando, tener una cresta y estar cubierto de plumas.

El instinto de Stormy coincidía con el mío. Escrutó las sombras geométricas que llenaban bancos, pasillos y columnatas.

—Está más cerca de lo que crees. Está muy cerca.

Abrí el portillo de la barandilla. Lo pasamos en un silencio absoluto, pues no queríamos pasar por alto los sonidos que emitiese Robertson al aproximarse.

Cuando cruzamos el coro y ascendimos los peldaños que llevan al altar mayor, dejé de mirar hacia atrás con tanta frecuencia y avancé con más cautela. Inexplicablemente, y contra lo que mi cabeza indicaba, el corazón me decía que el peligro se encontraba frente a nosotros.

Era imposible que nuestro perseguidor se hubiera escabullido de modo que ahora estuviese delante de nosotros. Por otra parte, no había motivo para que diese tal rodeo en vez de atacarnos directamente.

Así y todo, a cada paso que daba, me aumentaba la tensión de los músculos de la nuca, que acabaron tan rígidos como la cuerda de un arco a punto de dispararse.

Por el rabillo del ojo percibí que algo se movía al otro lado del altar y atraje a Stormy, para ampararla y protegerme. Su mano oprimió la mía con más fuerza.

El Cristo de bronce se movía, como si un milagro hubiera convertido el metal en carne, como si Dios estuviese a punto de desprenderse de la cruz para volver a asumir su papel de Mesías terrenal.

Una gran polilla se apartó volando del caliente cristal de la luz cenital. La ilusión de movimiento, creada por la muy ampliada sombra del vuelo del insecto sobre la figura de bronce desapareció de inmediato.

La llave de Stormy no sólo abría la torre, sino también la sacristía, detrás del sagrario, el lugar donde el sacerdote se prepara antes de oficiar.

Escudriñé el sagrario, la nave. Silencio. Ningún movimiento distinto del de la sombra de la polilla.

Abrí la cerradura con la llave de Stormy, se la devolví y empujé la pesada puerta con cierta turbación.

No se trataba de un temor que tuviese base racional alguna. Robertson no era un prestidigitador que pudiera aparecer, como por arte de magia, en el interior de una habitación cerrada.

Aun así, el corazón me golpeaba las costillas.

Cuando tanteé la pared en busca del interruptor, mi mano no quedó, como temía, clavada por un estilete o un hacha. La luz dejó ver una habitación pequeña y sencilla, sin ningún fornido psicópata de cabello amarillo. Sin nadie.

A la izquierda estaba el reclinatorio, donde el sacerdote se arrodilla para rezar en privado antes de oficiar. A la derecha había un armario que contenía los recipientes consagrados y las vestiduras, así como un banco para depositarlas.

Stormy cerró la puerta y corrió el cerrojo con un movimiento del pulgar.

Cruzamos rápidamente la estancia, hacia la puerta de salida. Yo sabía que al otro lado se extendía el viejo cementerio, el que no tenía lápidas, así como una senda empedrada que lleva a la casa parroquial, donde vive el tío de Stormy.

Aquella puerta también estaba cerrada con llave.

Desde el interior de la sacristía era posible abrirla simplemente corriendo el pasador. Lo tomé entre mis dedos… y titubeé.

Tal vez no hubiésemos visto al hombre hongo entrando a la nave desde el vestíbulo por la simple razón de que, después de que lo viera subiendo los peldaños, no entró a la iglesia.

Y quizá había supuesto que trataríamos de escapar por la parte trasera de la iglesia y, rodeando el edificio, nos aguardaba a la salida de la sacristía. Probablemente eso era lo que me hacía presentir que íbamos hacia al peligro, en lugar de alejarnos de él.

—¿Qué pasa? —preguntó Stormy.

Chisté, pidiéndole silencio, lo que habría sido un error fatal en cualquier otra circunstancia, y pegué el oído a la rendija que separaba la puerta de su jamba. Un minúsculo soplo tibio me hizo cosquillas en la oreja, pero no percibí ningún sonido.

Aguardé. Escuché. Me sentí cada vez más inquieto.

Tras alejarme de la puerta de salida, hablé a mi amiga en susurros.

—Salgamos por donde hemos entrado.

Regresamos a la puerta que separaba la sacristía del sagrario, que ella había cerrado con llave desde dentro. Pero, una vez más, dudé cuando mis dedos se posaron sobre el pasador.

De nuevo apliqué el oído a la rendija entre la puerta y su jamba y escuché. Desde el interior de la iglesia no llegó ninguna engañosa corriente de aire que se me metiera por el canal auditivo, tampoco ningún furtivo sonido delator.

Las dos puertas de la sacristía estaban cerradas desde dentro. Para alcanzarnos, Robertson necesitaría una llave, y no la tenía.

—No vamos a quedarnos aquí hasta la misa matutina —dijo Stormy, leyendo mis pensamientos con tanta facilidad como si fuesen un documento visible en la pantalla de su ordenador.

Yo llevaba el teléfono móvil en el cinturón. Lo podría haber usado para llamar al jefe Porter y explicarle la situación.

Sin embargo, existía la posibilidad de que Bob Robertson hubiera evaluado con más cuidado las posibles consecuencias de atacarme en un lugar tan público como aquella iglesia, por más que ahora no hubiese fieles ni otros testigos allí. Tal vez, conteniendo su furia, se había marchado.

Si el jefe enviaba un coche patrulla o venía él mismo a San Bartolomé y no encontraba a ningún psicópata sonriente, mi credibilidad quedaría deteriorada. A lo largo de los años, había depositado tanta buena voluntad en la cuenta bancaria de mi relación con Wyatt Porter, que aún podía permitirme una o dos extracciones, pero prefería no hacerlas.

Los humanos anhelamos creer que el prestidigitador hace magia verdadera, pero nos volvemos en su contra y lo desdeñamos en cuanto comete el más mínimo error que revele que lo que hace es un truco. El público se siente avergonzado por haberse dejado engañar con tanta facilidad y culpa al artista de su propia credulidad.

Aunque lo mío no es la prestidigitación, sino dar a conocer las verdades a las que accedo por medios sobrenaturales, soy consciente tanto de la vulnerabilidad del mago como del peligro de ser tomado por el pastorcillo mentiroso que gritaba: «¡El lobo, el lobo!», o en mi caso: «¡El hombre hongo, el hombre hongo!».

Casi todas las personas sienten una desesperada necesidad de creer que son parte de un gran misterio, que la creación es una obra de gracia y de gloria, no el mero resultado de un choque de fuerzas aleatorias. Pero siempre tienen un motivo para dudar, un gusano en el corazón de la manzana que les hace rechazar las mil manifestaciones de lo milagroso. Sienten una sed de cinismo tan intensa como la que lleva al alcohólico a la bebida, un ansia de desesperación que recuerda la reacción de un hambriento ante una hogaza de pan. Como soy una especie de hacedor de milagros, me muevo en una cuerda floja colocada demasiado alta como para poder cometer un error y sobrevivir.

El jefe Porter es un buen hombre, pero es humano. Tardaría en volverse contra mí, pero si yo le hiciera sentirse estúpido y crédulo más de una vez, en algún momento lo haría.

Podría haber usado mi teléfono móvil para llamar al tío de Stormy, el padre Sean, a la casa parroquial. Habría venido en nuestra ayuda sin demora, y sin hacer demasiadas preguntas incómodas.

Pero Robertson era un monstruo humano, no uno de origen sobrenatural. Si estaba acechando en el camposanto, la visión de un hombre que llevaba un cuello clerical y enarbolaba un crucifijo no bastaría para evitar que recurriese a la violencia.

Ya había puesto a Stormy en peligro y no quería hacer lo mismo con su tío.

En la sacristía había dos puertas. Una daba al cementerio. La otra al sagrario.

Como no se oía nada desde ninguna de ellas, no me quedaba más remedio que fiarme de mi intuición. Escogí la que da a la iglesia. Al parecer, el bombo de la intuición de Stormy aún seguía girando, sin decidir el número elegido. Cuando así el pasador, me cubrió la mano con la suya.

Nuestros ojos se encontraron un instante. Luego volvimos las cabezas y nos quedamos mirando la puerta.

En momentos como aquél, la tarjeta que sacamos de la máquina de la buenaventura y nuestras marcas de nacimiento idénticas parecen ser indiscutiblemente significativas.

Sin mediar palabra, nos pusimos de acuerdo en lo que había que hacer. Me quedé frente a la puerta que da al sagrario. Stormy regresó a la que da al cementerio.

Si Robertson me atacaba en la puerta del sagrario, Stormy abriría la otra y correría, pidiendo ayuda a gritos. Yo procuraría alcanzarla; también mantenerme con vida.