Capítulo 18

Pico Mundo no es una ciudad de rascacielos. La reciente construcción de unos edificios de apartamentos de cinco plantas ha conmocionado a los antiguos residentes, produciéndoles una indeseada sensación de hacinamiento metropolitano, que ha llevado incluso a que el Maravilla County Times publique editoriales con frases como «plaga de rascacielos», en los que se expresa preocupación por un futuro de «paredones de sombrío diseño, sin corazón, en los que los humanos no son más que zánganos en una colmena y donde el sol no acaba de penetrar».

El sol del Mojave no es un tímido solecillo de Boston, ni siquiera un sol caribeño de estilo no-te-preocupes-sé-feliz. El sol del Mojave es una bestia feroz y agresiva, a la que la sombra de un edificio de cinco plantas no intimida.

Si se tienen en cuenta su torre y el campanario que se alza sobre ella, la iglesia de San Bartolomé es, con mucho, la estructura más alta de Pico Mundo. A veces, al atardecer, por debajo de los tejados, las paredes de estuco blanco brillan como los cristales en medio de la tormenta.

Aquel martes de agosto aún faltaba media hora para el ocaso y al oeste el cielo tenía un color anaranjado que iba virando poco a poco hacia el rojo, como si, en su retirada, hubiera sido herido y se estuviese desangrando. Los blancos muros de la iglesia reflejaban el color del cielo y parecían llenos de un fuego santo.

Stormy me esperaba a la puerta de la iglesia. Estaba sentada en el peldaño más alto de la escalinata, junto a una cesta de merienda campestre.

Se había cambiado el uniforme rosa y blanco de Burke & Bailey’s por sandalias, pantalones blancos y una blusa azul turquesa. Antes estaba preciosa; ahora, irresistible.

Con su cabello negro como el ala de un cuervo y sus ojos de color azabache, podía haber sido la prometida de un faraón, llegada desde el antiguo Egipto. El misterio de sus ojos es mayor que el de la Esfinge y el de todas las pirámides que hayan surgido o vayan a surgir alguna vez de entre las arenas del desierto.

Una vez más, pareció leerme el pensamiento.

—Dejaste abierto el grifo de las hormonas. Ciérralo, cocinerito. Esto es una iglesia.

Recogí la cesta y, cuando Stormy se incorporó, la besé en la mejilla.

—Eso, en cambio, fue demasiado casto —dijo.

—Es que es un beso que te manda Pequeño Ozzie.

—Qué encanto. He oído que le explotaron la vaca.

—Es una carnicería, la Holstein de plástico esparcida por todas partes.

—¿Qué viene ahora? ¿Equipos de asesinos que pulvericen a tiros a los enanos de jardín?

—El mundo se ha vuelto loco —asentí.

Entramos a la iglesia por la puerta principal. El nártex es un acogedor espacio en penumbra, de suelo de madera de cerezo teñido de oscuro con vetas rojizas.

En lugar de entrar a la nave, nos dirigimos a una puerta cerrada que hay a la derecha del nártex. Stormy sacó una llave y la abrió. Daba a la planta baja de la torre.

El padre Sean Llewellyn, párroco de San Bartolomé, es tío de Stormy. Sabe cuánto le gusta subir a la torre y le confió una llave.

Cuando la puerta se cerró quedamente a nuestras espaldas, la dulce fragancia del incienso fue reemplazada por un leve olor a moho.

La escalera que sube al campanario estaba a oscuras. Sin vacilar, encontré los labios de Stormy y les di un beso más dulce que el anterior, antes de que encendiera la luz.

—Mal chico.

—Buenos labios.

—No está nada bien eso de darse un beso con lengua en la iglesia.

—Técnicamente, no estamos en la iglesia.

—Y supongo que, técnicamente, tampoco fue un beso con lengua.

—Estoy seguro de que existe un término médico más correcto.

—Existe un término médico para lo que te pasa a ti.

—¿Cuál es? —pregunté mientras, con la cesta en la mano, la seguía escaleras arriba.

—Priapismo.

—¿Qué significa?

—El que lo padece está perpetuamente cachondo.

—No querrás que me cure un médico, ¿no?

—No hace falta un médico. La medicina popular ofrece una cura eficiente.

—¿Ah, sí? ¿Cuál es?

—Un golpe veloz y duro en la fuente del problema.

Di un respingo.

—No eres ninguna Florence Nightingale. Empezaré a usar un protector.

Al final de la escalera de caracol, una puerta daba al campanario.

Un carillón de tres campanas de bronce, todas grandes pero de diferentes tamaños, pendía en el centro del amplio espacio. Las rodeaba una pasarela de dos metros de ancho.

Las campanas habían tañido para marcar las vísperas a las siete, y no volverían a sonar hasta la misa de la mañana siguiente.

Por tres lados, el campanario se abría en ventanales cuyo antepecho nos llegaba a la cintura. Ofrecía espléndidas vistas de Pico Mundo, el Valle de Maravilla y las montañas a lo lejos. Nos instalamos en la fachada occidental, para disfrutar de la puesta del sol.

Stormy sacó de la cesta un recipiente, una tartera llena de nueces peladas que había frito y condimentado con un poco de sal y azúcar. Me dio a probar una. Deliciosa. Tanto la nuez como el hecho de que me la diera Stormy.

Abrí una botella de buen Merlot y lo serví, mientras ella sostenía las copas. Por eso no me había terminado mi vino Cabernet. Por más que aprecie a Pequeño Ozzie, prefiero beber con Stormy.

No comemos allí arriba todas las tardes, sólo dos o tres veces al mes, cuando Stormy siente la necesidad de estar por encima del mundo. Y más cerca del cielo.

—Por Ozzie —dijo Stormy alzando su copa en un brindis—. Con la esperanza de que algún día se acaben todas sus penas.

No le pregunté qué quería decir con eso, porque me lo imaginaba. Debido a su exceso de peso, hay muchas cosas de la vida que Ozzie no conoce y tal vez nunca experimente.

El cielo estaba de un color anaranjado cerca del horizonte, rojizo un poco más arriba y morado por encima de nuestras cabezas.

—El cielo está muy despejado —señaló Stormy—. Esta noche podremos ver Casiopea.

Se refería a la constelación boreal que lleva el nombre de una figura de la mitología clásica. Pero Casiopea también era el nombre de la madre de Stormy, que murió cuando ella tenía siete años. Su padre falleció en el mismo accidente aéreo.

Como no tenía más familia que su tío, el sacerdote, fue dada en adopción. Pero cuando, al cabo de tres meses, el arreglo no funcionó, ella dijo de forma explícita, empleando buenas razones, que no quería nuevos padres, sino que los que había amado y perdido regresaran.

Hasta que acabó el bachillerato a los diecisiete años, residió en un orfanato. Después, hasta que cumplió dieciocho, vivió bajo la tutela legal de su tío.

Para ser sobrina de un sacerdote, la relación de Stormy con Dios es extraña. Existe ira en ella; siempre un poco, a veces, mucha.

—¿Y qué se sabe del hombre hongo?

—A Chester el Terrible no le cae bien.

—A Chester el Terrible no le cae bien nadie.

—Creo que Chester hasta le tiene un poco de miedo.

—Eso sí que es una novedad.

—Es como una granada a la que ya le hubiesen quitado el seguro.

—¿Chester el Terrible?

—No. El hombre hongo. Su verdadero nombre es Bob Robertson. Nunca le había visto el pelo del lomo erizado de esa manera.

—¿Bob Robertson tiene mucho vello en la espalda?

—Hablo de Chester el Terrible. Ni siquiera cuando espantó a ese gran pastor alemán erizó así el pelo.

—Ponme en antecedentes, mi raro amigo. ¿Cómo llegaron Bob Robertson y Chester el Terrible a estar en un mismo lugar?

—Creo que me está siguiendo desde que me metí en su casa.

En el momento mismo en que decía la palabra «siguiendo», me llamó la atención un movimiento que percibí en el cementerio.

San Bartolomé linda por el oeste con un camposanto a la antigua usanza: no hay placas de bronce empotradas en una lápida de granito a ras del césped, sino tumbas y monumentos verticales. Una verja de hierro rematada en puntas de lanza rodea el terreno, de algo más de una manzana de extensión. Aunque unos pocos robles californianos de más de un siglo sombrean algunas zonas del camposanto, la mayor parte de su verde superficie está expuesta al sol.

En el resplandor ígneo de aquel ocaso de martes, la hierba parecía tener un matiz broncíneo, las sombras eran negras como el hollín, las pulidas superficies de las lápidas de granito reflejaban el color escarlata del cielo. Y Robertson estaba allí, quieto como una tumba, no a la sombra de un árbol, sino en un lugar desde el que se le podía ver con facilidad.

Tras depositar la copa de vino en el antepecho, Stormy se acuclilló frente a la cesta.

—Tengo un queso que le va a la perfección a este vino.

Aunque Robertson hubiera estado con la cabeza gacha, estudiando la inscripción de algún monumento, verlo allí me habría perturbado. Pero la cosa era peor. No había ido a presentarle sus respetos a los muertos ni por ninguna otra razón tan inocente y lógica como ésa.

Con la cabeza echada hacia atrás, fijaba sus ojos en el lugar del campanario donde yo me encontraba, y la concentrada intensidad de su interés parecía chisporrotear como una corriente eléctrica.

Más allá de los robles y de la verja, yo distinguía la intersección de dos calles que se cruzan en el ángulo noroeste del cementerio. Por lo que podía ver, no había ningún coche de policía, identificado o no, aparcado en aquellas avenidas.

El jefe Porter había prometido destinar un hombre a la vigilancia de la casa de Camp’s End. Sin embargo, si Robertson no había regresado allí en ningún momento, era imposible que el policía que custodiaba la casa lo hubiese seguido.

—¿Quieres galletas con el queso? —preguntó Stormy.

El cielo estival se iba volviendo carmesí en una franja que se acercaba al horizonte, invadiendo ya la banda de color anaranjado brillante que se veía al oeste hasta casi reducirla a una estrecha cinta. El aire mismo parecía manchado de rojo, y las sombras de árboles y lápidas, que ya eran negras como el carbón, parecieron ennegrecerse aún más.

La llegada de Robertson había coincidido con la caída de la noche.

Puse mi copa junto a la de Stormy.

—Tenemos un problema.

—Lo de las galletas no es un problema —dijo Stormy—, sólo te doy a elegir.

Un súbito aleteo me sobresaltó.

Me volví y vi que tres palomas llegaban para posarse en las vigas de las que pendían las campanas. Al hacerlo, tropecé con Stormy, que en ese momento se incorporaba con dos pequeños recipientes. Galletas y trozos de queso se desparramaron por la pasarela.

—¡Rarillo, qué desastre! —Se inclinó, dejó los recipientes y se puso a recoger las galletas y el queso.

Allí abajo, parado en el césped que las sombras iban cubriendo, Robertson se había encorvado, con los brazos colgándole a los lados. Ahora, al ver que yo le miraba, alzó el brazo derecho, casi como si hiciera el saludo nazi.

—¿Me ayudas a recoger o te comportarás como el típico hombre vago y machista? —preguntó Stormy.

Al principio me dio la impresión de que estaba agitando el puño en mi dirección, pero a pesar de la poca luz reinante, que disminuía rápidamente, no tardé en ver que su gesto era aún menos educado de lo que me había parecido. Tenía extendido el dedo corazón y lo agitaba hacia mí en cortos movimientos airados.

—Robertson está aquí —informé a Stormy.

—¿Quién?

—El hombre hongo.

De pronto, Robertson echó a andar entre las lápidas. Iba hacia la iglesia.

—Será mejor que olvidemos lo de la cena —dije mientras ayudaba a Stormy a incorporarse para que saliésemos juntos del campanario cuanto antes—. Vayámonos de aquí.

Resistiéndose, se volvió hacia la barandilla.

—No permito que nadie me intimide.

—Yo sí si se trata de alguien que está lo bastante loco.

—¿Dónde está? No lo veo.

Me asomé y miré hacia abajo, pero tampoco pude verlo. Al parecer, había llegado ante la fachada o a la parte trasera de la iglesia y había doblado la esquina.

—La puerta que da a la escalera —dije—, ¿se cerró a nuestras espaldas de forma automática cuando subimos a la torre?

—No sé. Creo que no.

No me gustaba la idea de quedar atrapados en la torre, aunque sin duda alguien nos oiría si gritábamos pidiendo ayuda. La puerta del campanario no tenía cerradura, y dudaba que entre los dos pudiéramos mantenerla cerrada si él, enfurecido, intentaba abrirla.

Le cogí la mano a Stormy, tirando para hacerle entender la necesidad de actuar con urgencia, y corrí por la pasarela, sobre las galletas y el queso, rodeando las campanas.

—Salgamos de aquí.

—La cesta, nuestra cena…

—Olvídalas. Las recogeremos luego, o mañana.

Dejamos encendida la luz de la torre. Pero no había forma de ver qué nos aguardaba más allá de cada revuelta de la escalera de caracol.

Desde abajo no llegaba ningún sonido.

—Deprisa —urgí a Stormy y, sin agarrarme a la barandilla, comencé a bajar, demasiado rápido, por aquellos empinados peldaños.