Robertson miraba hacia la casa, como esperando a que yo lo viera. Entonces se volvió y se dirigió a la parte trasera de la propiedad.
Titubeé en la puerta durante un momento demasiado prolongado, sin saber qué hacer.
Supuse que alguno de sus vecinos me habría reconocido y le había dicho que me había visto fisgoneando cuando él no estaba. Pero la velocidad con que me había encontrado y se había puesto a seguirme era desconcertante.
Mi parálisis terminó cuando me di cuenta de que había puesto en peligro a Ozzie al guiar al psicópata a su casa. Abandoné la cocina, salí al porche, descendí los peldaños que llevan al jardín, bajé al césped y fui tras Robertson.
La casa de Ozzie se alza en la parte delantera de su media hectárea de terreno, la mayor parte del cual alberga plantas destinadas a protegerla de las miradas de los vecinos. En la mitad trasera del terreno la vegetación es más tupida que delante, lo suficiente como para constituir un pequeño bosque.
Robertson se internó en aquella maraña de laureles, alerces y pimenteros, donde le perdí de vista.
Los rayos del sol que se ocultaba por el oeste trataban de adentrarse entre los árboles, pero la mayor parte de las ramas les impedía el paso. Aunque no tan caliente como el jardín calcinado por el sol, el umbrío verdor estaba bastante tibio y cerró sus sofocantes pliegues sobre mí.
No sólo ofrecían refugio las opresivas sombras, sino también los troncos de los numerosos árboles. Era un buen escondite. Mi presa sabía utilizar el terreno.
Recorrí el bosque rápida, pero cautelosamente, de norte a sur, y después de sur a norte, primero en silencio, luego llamándolo. «¡Señor Robertson! ¡Señor Robertson!». No respondió.
Los pocos haces de luz solar que entraban no facilitaban la búsqueda, sino todo lo contrario. Alumbraban poco, pero había los suficientes como para evitar que mis ojos se adaptaran bien a la penumbra.
Como temía que si dejaba la floresta sin registrar daría ocasión a Robertson de atacarme por la espalda, me tomé mi tiempo para llegar al portillo trasero. Estaba trabado, pero eso no quería decir nada, pues el pasador, accionado por gravedad, debía de haber bajado automáticamente cuando él lo cruzó y cerró a sus espaldas.
El portillo daba a un pintoresco sendero pavimentado, flanqueado por tapias traseras y garajes y, de trecho en trecho, por palmeras y esbeltos pimenteros. Por lo que podía ver, ni Bob Robertson ni ninguna otra persona andaba por allí.
Regresé a través del bosquecillo, temiendo que en realidad no se hubiera ido y estuviese esperando para sorprenderme con la guardia bajada. Si el hongo humano estaba escondido en el bosque, se dio cuenta de que yo seguía alerta, pues no se arriesgó a atacarme.
Cuando llegué al porche trasero, me detuve, me volví y estudié el bosquecillo. Unos pájaros salieron volando, pero no como si los espantara algo, sino plácidamente. Parecían dar un último paseo antes de que el sol se ocultara.
Una vez en la cocina, cerré la puerta. Di dos vueltas a la llave y puse la cadena de seguridad.
Espié por la cristalera de la parte superior de la puerta. El bosquecillo estaba apacible, silencioso.
Cuando regresé a la sala de estar con la botella de Cabernet, la mitad del queso había desaparecido de la bandeja de canapés y Pequeño Ozzie seguía metido en su confortable sillón, en el que, según él mismo había dicho alguna vez, estaba tan cómodo como el rey sapo en su trono.
—Querido Raro, empezaba a creer que te habías metido en un armario de los que te hacen aparecer en Narnia.
Le conté lo de Robertson.
—¿Quieres decir que estaba aquí, en mi casa? —preguntó Ozzie.
—Sí, eso creo —respondí llenándole la copa de vino.
—¿Qué hacía?
—Lo más probable es que estuviese oculto en el pasillo, justo detrás de ese arco, oyéndonos hablar.
—Vaya atrevimiento.
Dejé la botella sobre un aparador, esforzándome por dominar el miedo, el temblor que me estremecía las manos.
—No es más atrevido que yo cuando me metí en su casa a hurgar en sus cajones.
—Es cierto. Pero tú estás del lado de los dioses y este desgraciado parece ser una cucaracha albina gigante a la que han dejado salir del infierno por un día.
Chester el Terrible se había trasladado del antepecho a mi sillón. Alzó la cabeza para retarme a que cuestionara su derecho a tal asiento. Sus ojos verdes me parecieron los de un demonio que tramara algo.
—Yo en tu lugar —me aconsejó Ozzie— me sentaría en otro sitio. —Señaló la botella de vino—. ¿Quieres otra copa?
—Aún no he terminado la primera —dije—, y realmente que debería marcharme. Stormy Llewellyn, la cena, todo eso. Pero no se levante.
—No me digas que no me levante —refunfuñó mientras iniciaba el proceso de desencajar su masa de los cojines del sillón, que, como las fauces de alguna exótica planta carnívora, se habían cerrado con considerable éxito sobre sus muslos y sus nalgas.
—Señor, de verdad que no es necesario.
—No me digas lo que es necesario, presuntuoso chiquillo. Necesario es lo que a mí me da la gana hacer, por innecesario que parezca.
A veces, cuando se incorpora después de haber pasado un rato sentado, su rostro se pone rojo por el esfuerzo; otras, se torna blanco como una sábana. Me asusta que algo tan simple como levantarse de un sillón le exija tanto esfuerzo.
Por fortuna, esta vez no se congestionó ni palideció. Tal vez fortalecido por el vino y sólo con un lastre de medio plato de queso, se incorporó más rápido que la tortuga del desierto que se libra de unas traicioneras arenas movedizas. Para él, un récord.
—Ya que está levantado, creo que debería cerrar con llave en cuanto yo salga. Y mantener todas las puertas de ese modo hasta que este asunto esté resuelto. No abra si no ve al que llama.
—No le temo —declaró Ozzie—. Mis bien acolchados órganos vitales son difíciles de alcanzar por cuchillos o balas. Y tengo un par de nociones de autodefensa.
—Es peligroso, señor. Tal vez hasta ahora se haya controlado, pero cuando estalle, hará algo tan atroz que aparecerá en todos los telediarios, de París a Japón. Yo sí que le temo.
Ozzie desechó mi preocupación con un gesto de su mano de seis dedos.
—Yo, al contrario que tú, tengo pistola. Más de una.
—Comience por tenerlas a mano. Lamento haberlo atraído hasta aquí.
—Disparates. Simplemente fue como si se te hubiese pegado algo al zapato sin que te dieras cuenta.
Cada vez que dejo su casa, Ozzie me abraza como un padre a un hijo querido, sin duda como ni su padre ni el mío nos abrazaron nunca.
Y cada vez que lo hace, me sorprendo al sentir que es tan frágil, a pesar de su formidable porte. Es como si percibiera a un Ozzie alarmantemente delgado bajo las capas de grasa, un Ozzie que está siendo aplastado lentamente por las carnes que la vida amontonó sobre él.
Llegamos a la puerta principal.
—Dale a Stormy un beso de mi parte.
—Así lo haré.
—Y que venga contigo para que sea testigo de que mi hermosa vaca explotó y de la villanía de quien lo hizo.
—Quedará horrorizada. Necesitará vino. Traeremos una botella.
—No hace falta. Mi bodega está llena.
Aguardé en el porche hasta que cerró la puerta y echó el cerrojo.
Mientras avanzaba por la senda hasta el Mustang de Terri sorteando fragmentos de vaca, escudriñaba la calle desierta. Ni Robertson ni su polvoriento Ford Explorer se veían por ninguna parte.
Cuando encendí el motor, temí volar por los aires como la vaca Holstein. Estaba demasiado inquieto.
Fui de Jack Flats hasta la iglesia católica de San Bartolomé, en el centro histórico, por un camino indirecto, dando muchas ocasiones de descubrirse a cualquiera que me siguiese. Todo el tráfico que tenía a mis espaldas parecía libre de cualquier intención de ese tipo. Pero me sentía observado.