Mi primer impulso fue alejarme de la ventana. Pero si el hombre hongo me estaba siguiendo, debía de ser porque sospechaba que yo había estado en su casa de Camp’s End. Que actuara de forma furtiva confirmaría mi culpabilidad.
Me quedé cerca de la ventana, agradeciendo que Chester el Terrible se interpusiera entre Robertson y yo. También me agradó la aparentemente intensa hostilidad del gato hacia aquel fulano, incluso a distancia, pues confirmaba mi propia desconfianza.
Hasta ese momento, no había imaginado que Chester el Terrible y yo coincidiríamos alguna vez en algo, ni que tendríamos una cosa en común, aparte de nuestro afecto por Pequeño Ozzie.
Por primera vez desde que lo había conocido, Robertson no sonreía, ni con aire soñador ni de ninguna otra manera. A la luz del sol, cuya deslumbrante blancura diurna se había transformado en un dorado meloso, recortado contra las formas y sombras de los laureles, parecía tan sombrío como Timothy McVeigh en la fotografía que adornaba la pared de su despacho.
A mis espaldas, Ozzie habló.
—¡Dios mío! «¡Que los hombres se metan en la boca un enemigo que les roba la cordura!».
Al volverme, vi que llevaba una bandeja con dos copas de vino y un pequeño plato de queso cortado en daditos, rodeado de finas galletas blancas.
Después de darle las gracias, cogí una de las copas y miré hacia fuera.
Bob Robertson ya no estaba allí.
Me arriesgué a crear un terrible malentendido con Chester el Terrible al aproximarme más a la ventana, y miré calle arriba y calle abajo.
—¿Qué pasa? —preguntó Ozzie con tono impaciente.
Robertson se había ido, y rápido, como si tuviera algo urgente que hacer.
Ver al extraño hombre frente a la valla me había dado miedo, pero más miedo me producía haberlo perdido de vista. Si quería seguirme, que lo hiciera; al menos así sabría dónde estaba y, sabiéndolo, me quedaría más tranquilo.
—«¡Dios mío! ¡Que los hombres se metan en la boca un enemigo que les roba la cordura!» —repitió Ozzie.
Volviéndome hacia él, vi que había dejado la bandeja y que ahora alzaba su copa como quien hace un brindis.
Traté de recuperar la compostura.
—Algunos días son tan difíciles que si no le permitiéramos al vino robarnos la cordura, ¿cómo dormiríamos?
—Muchacho, no te pido que debatas mi afirmación, sólo que identifiques su fuente.
Aún sobresaltado por Robertson, no le entendí.
—¿Cómo dice?
Con cierta exasperación, Ozzie respondió.
—¡Shakespeare! Te hago una pregunta con truco para que apruebes el examen, y así y todo suspendes. Quien hablaba era Casio, en el tercer acto, escena segunda de Otelo.
—Estaba… distraído.
Ozzie señaló la ventana, en cuyo hondo alféizar Chester, que ya no parecía agitado, se había convertido otra vez en una bola peluda.
—La destrucción que dejan los bárbaros a su paso tiene una sombría fascinación, ¿verdad? Nos recuerda lo delgada que es la capa de barniz de la civilización.
—Lamento decepcionarle, señor, pero no pensaba en cosas tan profundas. Sólo… me pareció ver que pasaba alguien que conozco.
Alzando la copa de vino con la mano de cinco dedos, Ozzie brindó.
—Por la condenación de todos los malhechores.
—Eso es muy fuerte, señor… lo de la condenación.
—No me estropees la diversión, muchacho. Limítate a beber.
Bebí y volví a mirar por la ventana. Después regresé al sillón donde había estado sentado hasta que el gato había bufado de forma tan alarmante.
También Ozzie tomó asiento; su sillón reaccionó de forma más ruidosa que el mío.
Contemplé los libros, las hermosas reproducciones de lámparas Tiffany, pero la habitación no ejerció su habitual facultad de serenarme. Casi podía oír mi reloj marcando los segundos que faltaban para medianoche, para la hora cero del quince de agosto.
—Has venido aquí cargando con algo que te abruma —dijo Ozzie—, y como no veo que me hayas traído nada de regalo, supongo que el peso que llevas es el de algún problema.
Le conté todo lo que sabía sobre Bob Robertson. Aunque le oculté lo de la habitación negra al jefe Porter, lo compartí con Ozzie, porque tiene una imaginación lo suficientemente amplia como para encajar cualquier cosa.
Además de sus libros de ensayo, ha escrito dos exitosas series de novelas de misterio.
La primera, como era de esperar, trata de un detective gordo de incomparable inteligencia que resuelve crímenes mientras profiere hilarantes ocurrencias. Su hermosa y atlética esposa —que siente absoluta adoración por él— es quien se ocupa de todas las tareas prácticas de la investigación, incluida la de liarse a tiros.
Estos libros, dice Ozzie, se basan en ciertas fantasías empapadas de hormonas que le obsesionaron durante su adolescencia. Y que aún perduran.
La segunda serie está protagonizada por una mujer detective que, a pesar de sus muchas neurosis y de su bulimia, no deja de ser una heroína atractiva. Este personaje fue concebido en una cena que duró cinco horas y durante la cual Ozzie y su editor recurrieron más a sus copas de vino que a sus tenedores.
El editor puso en duda a Ozzie, quien afirmaba que un detective ficticio puede tener cualquier hábito o problema personal, por desagradable que sea, y aun así tener gran éxito de público, siempre que el autor tenga la habilidad de hacerlo simpático. El editor lo negó.
—Nadie puede lograr que un público mayoritario quiera leer acerca de una detective que se mete el dedo en la garganta y vomita después de cada comida.
La primera novela protagonizada por una detective que hacía exactamente eso ganó un premio Edgar, equivalente al Oscar de la literatura policíaca. El décimo libro de la serie acaba de aparecer y ya ha vendido más que sus nueve predecesores.
En tono solemne, y sin llegar a ocultar su travieso regocijo, Ozzie dice que en toda la historia de la literatura no ha habido novelas en las que aparezcan tantas vomitonas para deleite de tantos lectores.
El éxito de Ozzie no me sorprende en absoluto. A él le agradan las personas y sabe escucharlas, y ese amor a la humanidad impregna sus páginas.
Cuando terminé de hablarle de Robertson, de la habitación oscura y de los archivadores repletos de gruesas carpetas con las historias de maniacos homicidas, me dio un consejo.
—Raro, me gustaría que te hicieses con una pistola.
—Las armas de fuego me dan miedo —le recordé.
—Y a mí me da miedo que puedas perder la vida. Estoy seguro de que Wyatt Porter te daría un permiso especial para llevar un arma.
—Para eso tendría que llevar chaquetas deportivas.
—Podrías pasarte a las camisas hawaianas y llevar la pistola en una funda, en la cintura.
Fruncí el ceño.
—Las camisas hawaianas no cuadran con mi estilo.
—Oh, claro —dijo con indisimulado sarcasmo—, tus camisetas y pantalones vaqueros son una clara demostración de originalidad en materia de moda.
—A veces llevo pantalones que no son vaqueros.
—La variedad de tu guardarropa me deja atónito. Ralph Lauren tiembla.
Me encogí de hombros.
—Soy quien soy.
—Si te compro un arma adecuada para ti y te enseño a usarla…
—Señor, le agradezco su preocupación, pero sin duda me pegaría un tiro en cada pie, y por lo que puedo imaginar, usted escribiría una serie sobre un detective privado sin pies.
—Ya se hizo. —Bebió un sorbo de vino—. Todo está inventado. Algo tan novedoso como una detective vomitadora sólo aparece una vez por generación.
—Aún queda la diarrea crónica.
Hizo una mueca de desagrado.
—Me temo que no tienes condiciones para ser un autor de relatos policíacos de éxito. ¿Qué has escrito últimamente?
—Alguna que otra cosa.
—Supongo que «alguna» se refiere a listas de compras y «otra» a notas de amor para Stormy Llewellyn. Pero lo que te pregunto es si has escrito algo además de eso.
—No —admití.
Cuando yo tenía dieciséis años, P. Oswald Boone, que por entonces apenas pesaba 175 kilos, aceptó ser juez de un concurso que se celebró en la escuela, donde él mismo se había graduado unos años antes. Mi profesora de inglés exigió a todos los estudiantes que participasen.
Como mi abuelita Sugars había muerto hacía poco tiempo y la echaba de menos, escribí algo sobre ella. Por desgracia, aquel escrito ganó el primer premio, lo que me convirtió en una celebridad menor en la escuela, aunque yo prefería mantener un perfil bajo.
Recibí trescientos dólares y una placa a cambio de mis recuerdos de la abuelita. Gasté el dinero en un equipo de música barato, pero que sonaba de maravilla.
Posteriormente, un espíritu enfadado hizo trizas la placa y el equipo.
La única consecuencia perdurable de aquel concurso fue mi amistad con Pequeño Ozzie, de la que me sentía satisfecho y feliz, por más que éste llevara cinco años acosándome con la copla de «escribe, escribe, escribe». Decía que mi talento es un don y que tengo la obligación moral de emplearlo.
—Dos dones son demasiados —le dije ahora—. Si tuviera que lidiar con los muertos y además escribir, me volvería loco o me pegaría un tiro en la cabeza con la pistola que usted me quiere dar.
Mis excusas lo impacientaron.
—La escritura no es una fuente de dolor. Es quimioterapia psíquica. Reduce los tumores psicológicos y alivia el dolor.
Yo no dudo que esto sea cierto en lo que a él respecta, ni tampoco de que carga con suficiente dolor como para requerir toda una vida de quimioterapia psíquica.
Aunque Gran Ozzie aún no había muerto, Pequeño Ozzie sólo le veía una o dos veces al año. Tras cada ocasión, necesitaba dos semanas para recuperar el equilibrio emocional y su característico buen humor.
Su madre también vivía. Pequeño Ozzie llevaba veinte años sin hablar con ella.
Gran Ozzie debía de pesar, calculo, sólo unos veinticinco kilos menos que su hijo. Por lo tanto, la mayor parte de las personas daba por sentado que Pequeño Ozzie había heredado su obesidad.
Sin embargo, Pequeño Ozzie se negaba a considerarse una víctima de la genética. Decía que, en su fuero íntimo, había una debilidad de la voluntad que era el motivo de su inmenso tamaño.
A lo largo de los años, me había dado a entender a menudo, y con frecuencia yo mismo lo había deducido, que sus padres le habían roto una parte del corazón provocándole aquella letal debilidad de la voluntad. Pero nunca hablaba de su difícil infancia, y se negaba a describir los padecimientos sufridos. Sólo escribía una novela policíaca tras otra…
No se refería a sus padres con amargura. En realidad, casi no hablaba de ellos, los evitaba tanto como le era posible; y escribía un libro tras otro sobre arte, música, comida, vino…
—Escribir —le dije— nunca podría aliviar tanto mi dolor como el hecho de ver a Stormy… o, mejor dicho, el de saborear junto a ella un helado de coco a la cereza con trozos de chocolate.
—No tengo a una Stormy en mi vida —respondió—, pero entiendo lo del helado. —Terminó su vino—. ¿Qué harás con ese Bob Robertson?
Me encogí de hombros. Ozzie insistió.
—Tienes que hacer algo. Parece saber que has estado en su casa esta tarde, y creo que te está siguiendo por eso.
—Lo único que puedo hacer es tener cuidado. Y aguardar a que el jefe Porter consiga algo contra él. De todas maneras, tal vez no me estuviera siguiendo. Lo mismo se enteró de que tu vaca había explotado y sólo quería venir a ver las ruinas.
—Raro, mi decepción sería indescriptible si aparecieras muerto mañana, antes de haber empleado tu talento para la escritura de alguna manera útil.
—Piense en cómo me sentaría eso a mí.
—Quisiera que te hubieras vuelto listo antes, que hubieras conseguido una pistola y escrito un libro, pero nunca querría que perdieras la vida. «¡Cuán veloces son los pasos de los años de juventud!».
Por fin identifiqué al autor de una cita.
—Mark Twain.
—¡Excelente! A fin de cuentas, lo mismo estoy equivocado y tal vez no seas un joven estúpido que se mantiene en una ignorancia voluntaria.
—Le oí esa cita a usted en otra ocasión —admití—. Por eso la conozco.
—¡Pero al menos la recordaste! Eso revela un deseo, eso sí, inconsciente, de renunciar a la plancha y convertirte en hombre de letras.
—Creo que antes me pasaré a los neumáticos.
Suspiró.
—A veces me preocupas. —Hizo sonar la copa vacía con la uña—. Tendría que haber traído la botella.
—No se levante, yo la traigo —propuse, pues podía llevar el Cabernet de la cocina en el mismo tiempo que él tardaría en levantarse del sillón.
El pasillo, de tres metros de ancho, oficiaba de galería de bellas artes, y las habitaciones que se abrían a uno y otro lado estaban aún más colmadas de cuadros y libros.
El pasillo daba a la cocina. La botella, descorchada para que el vino respirase, estaba sobre una encimera de granito negro.
Aunque el aire acondicionado proporcionaba un agradable frescor a las habitaciones delanteras de la casa, la cocina resultó estar sorprendentemente tibia. Al entrar, pensé durante un momento que habría tartas preparándose en los cuatro hornos.
Entonces vi que la puerta trasera estaba abierta. La tarde del desierto, aún caliente por el obstinado sol del verano, había eliminado la frescura de la cocina.
Cuando me acerqué a la puerta para cerrarla, vi a Bob Robertson en el jardín trasero. Estaba más pálido y tenía más aire de hongo que nunca.