Capítulo 15

Al pasar frente a una iglesia del centro de Pico Mundo, Elvis me indicó que quería que me detuviera. Cuando así lo hice, me tendió la mano derecha. Resultaba tan cálida y real como la de Penny Kallisto.

En lugar de estrecharme la mano con una de las suyas, la tomó con las dos. Tal vez sólo quisiera darme las gracias, pero parecía tratarse de algo más.

Daba la impresión de que estaba preocupado por mí. Me oprimió con suavidad la mano mirándome fijamente, con innegable desasosiego, antes de volver a estrechármela.

—Está bien —dije, aunque no tenía ni idea de si ésa era una respuesta adecuada.

Salió del coche sin abrir la puerta —simplemente pasó a través de ella— y subió los peldaños que llevaban a la iglesia. Le observé hasta que se perdió de vista al atravesar las pesadas puertas de roble.

Mi cita con Stormy no era hasta las ocho, de modo que tenía tiempo por delante.

«Mantente ocupado», solía decir la abuelita Sugars, «aunque sea jugando al póquer, peleando o conduciendo coches veloces, porque el ocio te llevaría a cosas peores».

Aun sin el consejo de la abuelita, me habría sido imposible no hacer más que ir a mi lugar de encuentro con Stormy y aguardarla allí. Al no tener otra cosa en qué ocupar la mente, pensaría en Bob Robertson y sus demoníacos archivos.

Tras alejarme de la iglesia, telefoneé a P. Oswald Boone, el de los doscientos kilos de peso y seis dedos en la mano izquierda. Pequeño Ozzie respondió al segundo tono.

—Raro, mi preciosa vaca ha explotado.

—¿Cómo?

—¡Bum! —dijo Pequeño Ozzie—. Todo estaba en orden en el mundo y, en un instante, mi preciosa vaca voló en pedazos.

—¿Cuándo ocurrió? No he oído nada sobre ello.

—Hace exactamente dos horas y veintiséis minutos. La policía ya estuvo aquí, y se fue, y creo que incluso ellos, con todo lo que han visto en materia de salvajismo criminal, quedaron conmocionados.

—Acabo de ver al jefe Porter y no me ha dicho nada.

—Sin duda los oficiales que acudieron a mi llamada habrán necesitado uno o dos tragos fuertes antes de poder redactar su informe.

—¿Y usted cómo se lo ha tomado? —pregunté.

—No estoy de luto, porque eso sería una reacción excesiva, ofensiva desde el punto de vista moral, pero sí me siento triste.

—Sé lo mucho que quería a esa vaca.

—Sí. La quería —confirmó.

—Pensaba hacerle una visita, pero tal vez éste no sea el mejor momento.

—Es el momento perfecto, mi querido Raro. No hay nada peor que estar solo en la noche del día en que tu vaca explotó.

—Estaré allí en unos minutos —prometí.

Pequeño Ozzie vive en Jack Fíats, que hace cincuenta años se llamaba Jack Rabbit Fíats, una zona situada al oeste de la ciudad, debajo del centro histórico. No sé adonde iría a parar el conejo.

Cuando el pintoresco distrito comercial del centro comenzó a atraer al turismo en la década de 1940, se le dieron unas pinceladas de color local para aumentar su atractivo. Las tiendas menos fotogénicas, como las que venden silenciadores para tubos de escape, neumáticos o armas de fuego, fueron relegadas a Jack Fíats.

Después, hace unos veinte años, se construyeron deslumbrantes centros comerciales a lo largo de Green Moon Road y de la autopista Joshua Tree. Absorbieron a toda la clientela de los deslucidos negocios de Jack Fíats.

Poco a poco, Jack Fíats había subido de categoría durante los últimos quince años. Los viejos edificios comerciales e industriales fueron demolidos. Los reemplazaron casas residenciales y de fin de semana y lujosos apartamentos.

Pequeño Ozzie fue el primero en establecerse en el vecindario, cuando pocos podían ver su brillante futuro. Adquirió una parcela de media hectárea en la que había un restaurante abandonado desde hacía mucho tiempo. Allí se construyó la casa de sus sueños.

La residencia de dos plantas, de estilo Craftsman, tenía ascensor, anchas puertas y suelos reforzados con acero. Ozzie la construyó para que se adaptara a sus proporciones. También para que soportase el castigo que tal vez recibiera si en algún momento se convertía, como teme Stormy, en uno de esos hombres que, cuando les llega la hora de ir al local de pompas fúnebres, deben ser sacados mediante una grúa y un camión.

Cuando aparqué frente a la casa, ahora desprovista de su vaca, quedé más impactado de lo que esperaba al ver la carnicería.

De pie bajo uno de los laureles de Indias que proyectaban largas sombras bajo el sol poniente, me quedé mirando, espantado, la gigantesca carcasa. Todo lo que existe en este mundo muere en algún momento, pero así y todo, las desapariciones súbitas y prematuras son perturbadoras.

Las cuatro patas, trozos de la reventada cabeza y fragmentos del cuerpo estaban desparramados por el césped, los arbustos y el sendero que se extendía frente a la casa. Confiriendo a la escena un toque particularmente macabro, las ubres habían aterrizado sobre uno de los postes de la verja y sus mamas apuntaban al cielo.

Hasta aquel momento, la vaca Holstein, blanca y negra, de tamaño cercano al de un todoterreno, había estado encaramada a unos postes de acero de seis metros de alto, que no resultaron dañados por la explosión. Lo único que quedaba allí arriba era el trasero de la vaca, que se había desplazado de modo que miraba hacia la calle, como si se exhibiera a los transeúntes.

En su día, bajo la Holstein de plástico colgaba una placa del restaurante especializado en carnes que antes había ocupado la parcela. Cuando Pequeño Ozzie construyó su casa, no conservó el cartel, pero sí el gigantesco bovino artificial.

Para Ozzie, la vaca no sólo era el adorno de jardín más grande del mundo. Era una obra de arte.

De los muchos libros que ha escrito, cuatro tratan de arte, de modo que debe de saber de qué habla. De hecho, como es el residente más famoso de Pico Mundo, y tal vez el más respetado (al menos de los vivos), y dado que se hizo una casa en Jack Fíats cuando todos creían que la zona quedaría condenada al abandono para siempre, Pequeño Ozzie habría estado en condiciones de reclamarle al ayuntamiento que protegiese la vaca alegando que se trataba de una escultura singular.

Cuando Jack Fíats se convirtió en un lugar de moda, algunos de sus vecinos, no todos, pero sí una minoría muy dispuesta a hacerse oír, se opusieron a la vaca por razones estéticas. Algunos parecían incluso capaces de recurrir a la violencia.

Después de sortear los afilados fragmentos de vaca artística, subí por los peldaños del porche y llamé al timbre. Pequeño Ozzie abrió la ancha puerta y me dio la bienvenida desde el umbral.

—¿No es patético, Raro, lo que ha hecho algún estúpido maleducado? Me consuelo pensando que «el arte es eterno, pero los críticos son insectos que sólo viven un día».

—¿Shakespeare?

—No. Randall Jarrell. Un maravilloso poeta, hoy casi olvidado, porque las universidades modernas sólo enseñan autoestima y el arte de mirarse el ombligo.

—Me ocuparé de limpiarlo todo, señor.

—¡No! —exclamó Ozzie—. Que contemplen las ruinas durante un mes, o al menos una semana. Son unas «serpientes venenosas que se deleitan con el siseo».

—¿Shakespeare?

—No, no. W. B. Daniel refiriéndose a los críticos. En su momento, haré recoger los escombros, pero el culo de la buena vaca quedará allí arriba. Será mi respuesta a estos filisteos tiradores de bombas.

—¿De modo que fue una bomba?

—Muy pequeña, que adhirieron a la escultura durante la noche, con un temporizador que les permitió a esas «serpientes que se alimentan de mugre y veneno» estar lejos de la escena del crimen en el momento de la explosión. Tampoco esa cita es de Shakespeare. Es de Voltaire refiriéndose a los críticos.

—Señor, estoy un poco preocupado por usted —dije.

—No te aflijas, muchacho. A esos cobardes apenas les alcanza el valor para atacar a traición, y de noche, a una vaca de plástico. No tienen las agallas necesarias para enfrentarse a un hombre gordo con antebrazos tan gruesos como los míos.

—No les temo a ellos. Hablo de su tensión arterial.

Pequeño Ozzie hizo un gesto despectivo con uno de sus formidables brazos.

—Si tuvieras que acarrear esta masa y tu sangre estuviese llena de moléculas de colesterol del tamaño de malvaviscos en miniatura, entenderías que un poco de justa indignación de vez en cuando es lo único que evita que tus arterias se cierren del todo. Justa indignación y buen vino tinto. Entra, entra. Abriré una botella y brindaremos por la eliminación de todos los críticos, «esa raza maldita de caimanes hambrientos».

—¿Shakespeare? —pregunté.

—Por el amor de Dios, Raro, el bardo de Avon no fue el único escritor que manejó la pluma.

—Pero si insisto con él alguna vez acertaré —dije, siguiendo a Ozzie al interior de la casa.

—¿Te sacaste el bachillerato con esos patéticos trucos?

—Sí, señor.

Ozzie me invitó a que me pusiera cómodo en su sala de estar, mientras iba en busca del Cabernet Sauvignon Robert Mondavi, de modo que quedé a solas con Chester el Terrible.

Ese gato no es gordo, pero sí grande e impávido. Una vez le vi repeler a un agresivo pastor alemán a base de puro carácter.

Sospecho que incluso un pitbull cebado y de ánimo homicida habría huido como aquel pastor alemán y se habría dedicado a buscar una presa más fácil. Por ejemplo, un cocodrilo.

Chester el Terrible es del color de la calabaza madura, con marcas negras. A juzgar por los dibujos negros y anaranjados de su cara, podría pensarse que se trata de un satánico espíritu familiar de aquel viejo grupo de rock, los Kiss.

Contemplaba el jardín delantero desde el hondo alféizar de una ventana, y se pasó un minuto entero fingiendo que no notaba que había llegado una visita.

Que me ignorara era lo mejor que me podía pasar. Los relucientes zapatos que llevaba aún no los había meado nadie, y esperaba que las cosas siguieran así.

Cuando por fin volvió la cabeza, me contempló como si me evaluara, con un desdén tan notorio que casi me pareció oír cómo caía al suelo con un sonido rotundo. Después volvió a centrar su atención en la ventana.

La vaca despedazada parecía fascinarlo y ponerlo de un talante sombrío, contemplativo. Tal vez ya había usado seis de sus siete vidas y sentía el escalofrío de la muerte.

El mobiliario de la sala de estar de Ozzie está hecho a medida, de un tamaño mayor de lo normal, pensado para la comodidad del dueño. Una alfombra persa del color de joyas oscuras, un entarimado de caoba hondureña y anaqueles y más anaqueles llenos de libros crean una atmósfera acogedora.

A pesar del peligro que corrían mis zapatos, no tardé en relajarme, y la sensación de que estaba al borde de un desastre, que no me había abandonado desde que esa mañana me encontrara a Penny Kallisto al pie de la escalera de mi casa, decreció un poco.

Al cabo de medio minuto, Chester el Terrible volvió a ponerme en tensión, al emitir un desagradable bufido de enfado. Claro que todos los gatos tienen esa costumbre, pero la intensidad y la amenaza del bufido de Chester son distintas, rivalizan con el siseo de las cobras y las serpientes de cascabel.

Algo que vio fuera lo había perturbado tanto que se incorporó en el alféizar arqueando el lomo y erizando el pelo.

Aunque estaba claro que yo no era el motivo de su agitación, me deslicé hasta el borde de la silla, preparándome para escapar.

Chester volvió a bufar y arañó el cristal. El chirrido de sus garras sobre la ventana hizo que se me estremeciera la médula espinal. De pronto, me pregunté si el comando demoledor de vacas habría regresado para dinamitar el empecinado culo bovino a la luz del día. Cuando Chester volvió a arañar el cristal, me puse de pie. Me acerqué a la ventana con cautela, no porque temiera que un cóctel molotov estuviese a punto de entrar por allí rompiendo el cristal, sino porque no quería que el irritado gato interpretara mal mis intenciones.

Frente a la casa, al otro lado de la valla, estaba Bob Robertson, el hombre hongo.