Capítulo 14

Salí por donde había entrado, por la puerta trasera que unía la cocina con el tejadillo para aparcar, pero no regresé de inmediato al Mustang de Terri Stambaugh. Primero rodee la casa para ver de cerca el jardín trasero.

El jardín de delante estaba medio muerto, pero en éste el césped parecía haberse marchitado mucho antes. La tierra requemada no había recibido ni una gota de agua desde la última lluvia a finales de febrero, hacía ya más de cinco tórridos meses.

Si uno tiene el hábito, como John Wayne Gacy, de sepultar a sus víctimas, descuartizadas o no, en el jardín trasero, mantiene la tierra en condiciones de ser excavada con una pala. Pero aquel barro cocido rompería la punta de cualquier pico. El sepulturero nocturno se vería obligado a recurrir a una perforadora industrial.

El jardín trasero, vallado con alambre sobre el que no crecían enredaderas ni otra vegetación que pudiera taparlo, no ofrecía la intimidad que necesita un asesino con un comprometedor cadáver entre manos. Si a los vecinos les agradara lo macabro, podrían abrir un barril de cerveza, instalar unas sillas de jardín y entretenerse contemplando el enterramiento.

En el supuesto de que Robertson fuese de verdad un asesino en serie y no un mero aspirante, habría plantado su jardín mortuorio en algún otro lugar. Pero yo sospechaba que la carpeta que había creado sobre él mismo estaba al día y que su debut tendría lugar unas horas después.

Un cuervo que me miraba desde el tejado abrió su pico anaranjado y graznó, como si sospechara que yo había ido a quitarle los crujientes escarabajos y los otros frugales alimentos que le suministraba aquel terreno reseco.

Pensé en el amenazador cuervo de Poe, encaramado sobre el dintel, repitiendo hasta el hartazgo las mismas palabras: «Nunca más, nunca más».

Allí parado, mirando hacia arriba, no me di cuenta de que el cuervo era un presagio, ni de que los célebres versos de Poe eran, de hecho, la clave para descifrar su mensaje. Si hubiera comprendido que el estridente pajarraco era mi cuervo, habría actuado de forma muy distinta a como lo hice en las horas siguientes; y Pico Mundo aún sería un lugar de esperanza.

Sin comprender la importancia del cuervo, volví al Mustang, donde me encontré a Elvis sentado en el asiento del acompañante. Llevaba zapatos deportivos, pantalones color caqui y camisa hawaiana.

El guardarropa de los demás fantasmas que conozco se limita a las prendas que llevaban en el momento de su defunción.

Por ejemplo, el señor Calloway, que había sido mi profesor de inglés en secundaria, murió camino de una fiesta de disfraces vestido como el león cobarde de El mago de Oz. Como había sido un hombre de cierto refinamiento, nacido con dignidad y porte, me pareció deprimente, en los meses que siguieron a su muerte, encontrármelo vagando por el pueblo enfundado en su barato disfraz de pana sintética, con los bigotes mustios y arrastrando el rabo. Me sentí muy aliviado cuando por fin dejó este mundo y siguió su camino.

Tanto vivo como muerto, Elvis seguía sus propias reglas. No se atenía a las normas comunes. Parecía capaz de materializar cualquier prenda que hubiera llevado en escena o en sus películas, así como las que vestía cuando no estaba actuando. Cada vez que aparecía, llevaba un atuendo distinto.

He leído que después de zamparse una imprudente cantidad de tranquilizantes y pastillas para dormir, murió vestido sólo con su ropa interior, o tal vez en pijama. Algunos dicen que cuando lo hallaron también llevaba un albornoz; otros, que no. Hasta ahora, nunca se me apareció con tan informal vestimenta.

Lo que es seguro es que murió en su cuarto de baño en Graceland, sin afeitarse y boca abajo, en medio de un charco de vómito.

Por fortuna, cuando se me aparece siempre está bien afeitado y no lleva una barba impregnada de vómito.

Cuando me senté al volante y cerré la puerta del coche, sonrió y me dedicó una inclinación de cabeza. Había una melancolía inusual en su sonrisa.

Tendió la mano y me dio una palmadita en el brazo. Era evidente que quería expresar compasión, si no lástima. Ello me desconcertó y me turbó un poco, pues yo no había sufrido nada que justificase semejante muestra de conmiseración.

Ahora, ya pasado el 15 de agosto, aún no podría decir cuánto sabía Elvis de los terribles hechos que iban a desencadenarse. Sospecho que los previo todos.

Al igual que los otros fantasmas, Elvis no habla. Tampoco canta.

Si está de buen ánimo, a veces baila. Tiene algunos buenos movimientos, pero no es ningún Gene Kelly.

Encendí el motor y puse algo al azar en el reproductor de CD. Terri mantiene los seis lectores de discos del aparato bien surtidos con las mejores obras de su ídolo.

Cuando Suspicious Minds surgió por los altavoces, Elvis pareció contento. Mientras nos alejábamos de Camp’s End, tamborileaba los dedos sobre el salpicadero al ritmo de su canción.

Cuando llegamos a la casa del jefe Wyatt Porter, en un barrio mejor, oíamos Mama Liked the Roses del disco Elvis Christmas Álbum, y el Rey del Rock and Roll lagrimeaba en silencio.

Prefiero no verlo así. Al duro rockero que cantaba Bine Suede Sboes le sienta mejor una sonrisa insolente, incluso desdeñosa, que las lágrimas.

Karla Porter, la esposa de Wyatt, abrió la puerta. Esbelta, hermosa, con ojos verdes como hojas de loto, la rodea siempre un aura de serenidad y quedo optimismo, que contrasta con el rostro dolorido y los ojos siempre luctuosos de su marido.

Sospecho que Karla es el motivo por el cual el trabajo de Wyatt aún no lo ha desgastado hasta arruinarlo por completo. Todos necesitamos una fuente de inspiración en nuestras vidas, y la de Wyatt es Karla.

—Rarillo —saludó—. Me alegro de verte. Entra, entra. Wyatt está en el jardín y se dispone a estropear en la barbacoa unos filetes muy buenos. Vienen algunas personas a cenar y hay mucho, así que espero que nos acompañes.

Nos hizo entrar a la casa, sin percibir que Elvis, de un ánimo estilo Heartbreak Hotel, nos seguía.

—Gracias, señora —respondí—, es usted muy amable, pero tengo un compromiso. Sólo quería hablar con el jefe un momento.

—Estará encantado de verte —aseguró—. Siempre lo está.

Una vez llegados al jardín trasero, me dejó con Wyatt, que llevaba un delantal en el que se leía: «Lo quemado y grasiento sabe mejor con cerveza».

—Raro —me dijo el jefe Porter—, espero que no hayas venido a arruinarme la velada.

—No es ésa mi intención, señor.

El jefe atendía dos parrillas; la primera, de gas, para verduras y mazorcas de maíz; la segunda, de carbón, para la carne.

Como faltaban dos horas para que el sol bajara hasta el horizonte, el cemento del jardín había almacenado casi todo un día de sol desértico, y de ambas parrillas emanaban visibles ondas de calor. Habría sido lógico que el jefe estuviese sudando lo suficiente como para resucitar el prehistórico mar de Pico Mundo, muerto desde hacía tanto. Sin embargo, se encontraba tan seco como el protagonista de un anuncio de cualquier marca de antitranspirante.

En todos los años que hace que le conozco, sólo le he visto sudar en dos ocasiones. La primera fue cuando un desagradable sujeto le apuntó a la ingle con un arpón automático desde una distancia de sesenta centímetros. La segunda fue en un momento aún menos placentero.

Tras estudiar los cuencos de ensalada de patatas, maíz y macedonia de frutas frescas que estaban dispuestos sobre la mesa de jardín, Elvis pareció perder interés al ver que no había emparedados de plátano frito con mantequilla de cacahuete. Se fue hacia la piscina.

Tras rechazar una botella de cerveza, el jefe y yo nos sentamos en sendas sillas de jardín.

—¿Te has vuelto a comunicar con los muertos? —preguntó.

—Sí, señor, todo el día, en varias ocasiones. Pero no se trata tanto de los que ya murieron como de los que no tardarán en morir.

Le hablé del hombre hongo, de cuando le había visto en el restaurante y después en el centro comercial Green Moon.

—Lo vi en el Grille —dijo el jefe—, pero no me pareció sospechoso, sólo… desgraciado.

—Sí, señor, pero usted no contó con la ventaja de ver su club de admiradores. —Le describí el perturbador tamaño del séquito de bodachs de la seta humana.

Cuando relaté mi visita a Camp’s End, afirmé, de forma bastante inverosímil, que la puerta trasera estaba abierta y que yo entré porque tuve la impresión de que alguien podía estar en apuros. Esto liberaba al jefe de toda posibilidad de ser mi cómplice en un delito de allanamiento de morada.

—No soy equilibrista —me recordó.

—No, señor.

—A veces pretendes hacerme caminar por una cuerda muy floja.

—Siento un gran respeto por su equilibrio, señor.

—Hijo, eso suena peligrosamente parecido a una adulación.

Le conté lo que había encontrado en la casa, omitiendo toda alusión a la habitación negra y al siniestro enjambre que había salido de allí. Incluso un hombre tan comprensivo y abierto como Wyatt Porter se vuelve escéptico si lo atosigas con un exceso de detalles exóticos.

Cuando terminé mi historia, el jefe suspiró.

—¿Qué es lo que miras, hijo?

—¿Señor?

—No dejas de mirar hacia a la piscina.

—Es Elvis —expliqué—. Actúa de forma extraña.

—¿Elvis Presley está aquí? ¿Ahora? ¿En mi casa?

—Camina sobre el agua, de un lado a otro, y gesticula.

—¿Gesticula?

—No con gestos ofensivos, señor, y no hacia nosotros. Parece como si discutiera consigo mismo. A veces me preocupa.

Karla Porter reapareció, esta vez acompañada de los dos primeros invitados.

Bern Eckles, que se aproximaba a los treinta años, era una incorporación reciente al departamento de policía de Pico Mundo. Sólo llevaba dos meses en la unidad.

Lysette Rains, especialista en uñas postizas, era la segunda de Karla en el exitoso salón de belleza que ésta tenía en Olive Street, a dos manzanas de mi lugar de trabajo, el Grille.

No habían acudido juntos, pero noté que el jefe y Karla estaban haciendo de casamenteros.

Como el oficial Eckles ignoraba, y siempre ignoraría, que tengo un sexto sentido, no sabía qué pensar de mí y aún no había decidido si yo le caía bien o no. No podía entender por qué el jefe siempre encontraba tiempo para atenderme, aun en los días más atareados.

Después de servir unas copas a los recién llegados, el jefe le pulió a Eckles que fuera con él a su despacho unos minutos.

—Entraré desde el ordenador al registro de vehículos, mientras tú haces algunas llamadas telefónicas. Debemos elaborar un perfil rápido de ese bicho raro de Camp’s End.

Mientras seguía al jefe hacia el interior de la casa, Bern Eckles se volvió dos veces a mirarme por encima del hombro, frunciendo el ceño. Tal vez creía que, en su ausencia, yo trataría de apuntarme un tanto con Lysette Rains.

Cuando Karla regresó a la cocina, donde preparaba el postre, Lysette se sentó en la silla que había ocupado el jefe. Sostenía un vaso en cada mano, uno de Coca Cola y otro de vodka con naranja, de los que tomaba, alternativamente, pequeños sorbos lamiéndose los labios entre trago y trago.

—¿Cómo sabe? —le pregunté intrigado.

—A algo así como líquido de limpieza con azúcar. Pero a veces mis energías bajan y la cafeína ayuda.

Llevaba unos pantalones cortos amarillos y una blusa del mismo color con volantes. Parecía un pastelillo de limón muy recargado.

—¿Cómo está tu madre, Raro?

—Colorida, como siempre.

—Me lo imaginaba. ¿Y tu padre?

—Está a punto de enriquecerse de golpe.

—¿Con qué esta vez?

—Vende propiedades en la luna.

—¿Cómo es eso?

—A cambio de quince dólares, te da un título de propiedad por un metro cuadrado en la luna.

—Tu padre no es el dueño de la luna —objetó Lysette con una levísima nota de desaprobación.

Es una persona dulce y no le agrada ofender, aun cuando se encuentra ante la evidencia de un flagrante fraude.

—No, no lo es —asentí—. Pero se dio cuenta de que nadie lo es, así que mandó una carta a las Naciones Unidas reclamándola para sí. Al día siguiente se puso a ofrecer propiedades en el satélite. He oído —cambié de tema— que te han hecho subdirectora del salón.

—Es mucha responsabilidad. Sobre todo porque he ascendido en mi especialidad profesional.

—¿Ya no te ocupas de las uñas?

—Sí, me ocupo. Pero antes sólo era técnica en uñas, ahora soy doctora en uñas.

—Felicidades. Eso es importante.

Su tímida sonrisa de orgullo me hizo adorarla.

—Para alguna gente no significa mucho, pero para mí es muy emocionante.

Elvis regresó de la piscina y se sentó frente a nosotros en una silla de jardín. Lloraba otra vez. Sonrió a Lysette, o a su escote, entre las lágrimas. Muerto y todo, le siguen gustando las mujeres.

—¿Lo de Bronwen y tú sigue adelante? —preguntó Lysette.

—Para siempre. Nacimos el uno para el otro.

—Lo había olvidado.

—Prefiere que la llamen Stormy.

—¿Quién no lo haría?

—¿Y el oficial Eckles y tú?

—Oh, nos acabamos de conocer. Parece agradable.

—Agradable. —Di un respingo—. Pobre tío, ya lo das por rechazado, ¿no?

—Hace dos años lo habría rechazado. Pero últimamente he comenzado a pensar que, con que sea agradable, me vale, ¿sabes?

—Agradable no es lo peor que puede ser una persona.

—Claro —asintió—. Se tarda algún tiempo en hacerse cargo de lo solitario que es el mundo, y cuando eso ocurre… el futuro da miedo.

Ante la observación de Lysette, Elvis, que ya se encontraba en un estado emocional delicado, se derrumbó. Los riachuelos de lágrimas que le corrían por las mejillas se transformaron en caudalosos torrentes y sepultó el rostro entre las manos.

Lysette y yo conversamos un rato más, mientras Elvis sollozaba en silencio. Al poco rato, llegaron cuatro invitados más.

Karla circulaba con una bandeja de buñuelos de queso que le daba un nuevo significado a la expresión «obra maestra» cuando el jefe regresó, acompañado del oficial Eckles. Me llevó aparte y caminó conmigo hasta el extremo más lejano de la piscina para que pudiésemos hablar en privado.

—Robertson llegó a la ciudad hace cinco meses. Pagó de una vez la casa de Camp’s End, sin hipoteca —dijo.

—¿De dónde sacó el dinero?

—Lo heredó. Bonnie Chan dice que se mudó aquí desde San Diego cuando murió su madre. A los treinta y cuatro años aún vivía con ella.

Era evidente que Bonnie Chan, una agente inmobiliaria famosa en Pico Mundo por sus llamativos sombreros, le había vendido la propiedad a Robertson.

—Por lo que sé hasta el momento —continuó el jefe—, no tiene antecedentes. Ni siquiera una multa por exceso de velocidad.

—Podría investigar cómo murió su madre.

—Ya lo estoy investigando. Pero por ahora no tengo excusa alguna para echarle el guante.

—Todos esos documentos sobre asesinos.

—Aunque tuviera una forma legítima de saber y demostrar que existen, sólo es una afición enfermiza, o tal vez una investigación para escribir un libro. No tiene nada de ilegal.

—Pero sí es sospechoso.

Se encogió de hombros.

—Si con la sospecha bastara, estaríamos todos presos. Tú el primero.

—¿Pero lo mantendrá bajo vigilancia?

—Sólo porque nunca te has equivocado. Esta misma tarde mandaré a alguno allí, para que no se despegue del señor Robertson.

—Ojalá pudiera hacer algo más —dije.

—Hijo, estamos en los listados Unidos de América. Algunos dirían que es inconstitucional tratar de evitar que los psicópatas desplieguen su libre voluntad.

A menudo, el jefe me divierte con ese tipo de cinismo policial. Pero esta vez no me hizo gracia.

—Esto es malo de veras, señor. Cuando pienso en el rostro de ese tío… siento como si me corrieran arañas por la espalda.

—Lo estamos vigilando, hijo. No podemos hacer más. No vamos a ir a Camp’s End y pegarle un tiro. —Mirándome con expresión enfática, añadió una advertencia—. Tú tampoco puedes hacerlo.

—Las armas de fuego me dan miedo —le aseguré.

El jefe miró hacia la piscina.

—¿Sigue andando sobre el agua?

—No, señor. Está junto a Lysette, mirando por el interior de su blusa y llorando.

—Entonces no entiendo por qué llora —dijo el jefe guiñando un ojo.

—Lo del llanto no tiene nada que ver con Lysette. Es que hoy está bajo de ánimo.

—¿Por qué? Elvis nunca me pareció un llorica.

—Las personas cambian cuando mueren. Palmar es traumático. Él actúa así frecuentemente, pero no sé con certeza cuál es el problema. No intenta explicármelo.

El jefe pareció sinceramente afligido al pensar en Elvis llorando.

—¿Puedo hacer algo por él?

—Es usted muy considerado, señor, pero no creo que nadie pueda hacer nada. Por lo que he observado en otras ocasiones, lo que intuyo es que… echa de menos a su madre, Gladys, y quiere estar con ella.

—Si no recuerdo mal, estaba especialmente apegado a su madre, ¿verdad?

—La adoraba —respondí.

—¿No murió ella también?

—Sí, mucho antes que él.

—Entonces ahora están juntos otra vez, ¿no es así?

—No mientras él siga resistiéndose a abandonar este mundo. Ella está allí, en la luz, pero él está atascado aquí.

—¿Y por qué no sigue su viaje?

—A veces hay cosas importantes que quedaron pendientes aquí.

—Como lo de la pequeña Penny Kallisto, que esta mañana te guió a Harlo Landerson.

—Sí, señor, y a veces aman tanto este mundo que no quieren abandonarlo.

El jefe asintió.

—No hay duda de que este mundo fue bueno para él.

—Si se trata de asuntos pendientes, tuvo mucho tiempo y recursos para ocuparse de ellos —señalé.

El jefe miró en dirección a Lysette Rains entornando los ojos para ver si lograba distinguir algo, aunque sólo fuera una minúscula evidencia de su acompañante invisible: un jirón de ectoplasma, alguna vaga distorsión del aire, un resplandor de radiación mística.

—Hizo buena música.

—Sí, así es.

—Dile que siempre es bienvenido aquí.

—Así lo haré, señor. Es usted muy amable.

—¿Seguro que no te quieres quedar a cenar?

—Gracias señor, pero tengo un compromiso.

—Seguramente con Stormy.

—Sí, señor. Ella es mi destino.

—Eres todo un seductor, Raro. Le debe encantar oírte decir eso de «mi destino».

—Yo mismo estoy encantado de oírmelo decir.

El jefe me pasó el brazo por los hombros y me acompañó hasta la puerta de la casa.

—Lo mejor que puede ocurrirle a un hombre es encontrar una buena mujer.

—Stormy es más que buena.

—Me alegro por ti, hijo. —Alzó el pasador y me abrió la puerta—. No te preocupes por ese Bob Robertson. Lo mantendremos vigilado, pero sin que se dé cuenta. En cuanto intente algo, lo cogemos.

—Me preocupo igual, señor. Es un hombre muy malo.

Cuando llegué al coche, Elvis ya estaba en el asiento del copiloto.

Los muertos no necesitan andar para llegar a ningún lado, ni, desde luego, ir en coche. Cuando escogen caminar o recorrer las calles en automóvil, lo que les impulsa es la nostalgia.

En el trayecto entre la piscina y el Mustang se había cambiado de ropa. Ya no llevaba la que vestía en Amor en Hawai. Ahora lucía pantalones negros, una elegante chaqueta informal de tweed, camisa blanca, corbata negra y un pañuelo de bolsillo negro, el atuendo —según me dijo después Terri Stambaugh— de Puños y lágrimas.

Mientras nos alejábamos de casa de los Porter, oíamos Stuck on You, una de las melodías más pegadizas que jamás haya grabado el Rey.

Elvis marcaba el compás golpeándose las rodillas y movía la cabeza, pero seguía derramando lágrimas.